“Del oeste llegará el primero, un guerrero sombrío con
una amarga carga, que es a la vez fuente
de poder y miseria.
Del este arribará el segundo, un hombre consumido por
el odio y el dolor que hallará su redención protegiendo al inocente.
Sus destinos, trazados por los dioses, se cruzarán en
la ciudad oscura donde un día reinaron las más pérfidas de las maldades.
Allí, una vez más, se enfrentarán los poderes que una
vez dominaron al mundo.”
Annarkos, el profeta.
UNO
A PESAR DEL HAMBRE
Y EL DOLOR de sus heridas, el muchacho se empecinó en alcanzar la cima del
collado. Desde allí podría desaparecer en la accidentada sierra negra que
rodeaba el valle, un erial volcánico plagado de caprichosos florecimientos
rocosos y cavernas en las cuales podría ocultarse de sus perseguidores.
Se detuvo para recuperar el resuello y volver la vista atrás. Su
corazón dio un vuelco al distinguir el fugaz reflejo de las lanzas y los
almetes de los esclavistas alcanzando las faldas de la colina. Se pasó la
lengua por los labios resecos y experimentó un latigazo de dolor al rozar el
hombro con una roca. Recordó el asta que asomaba por encima de su clavícula y
respiró hondo, agradeciendo a los dioses que aquel dardo no le hubiese
alcanzado unos dedos más abajo. Una agonía pulsante se ensañaba con su
humanidad, como si se tratase de las fauces de una bestia arrancándole la carne.
Apenas podía moverse pero tenía que cumplir la promesa que había hecho antes de
escapar de aquel campamento infernal. Se lo debía a su maestro y a los demás
miserables que languidecían a manos de aquellos infames tratantes. Con un
esfuerzo casi sobrehumano consiguió erguirse y seguir avanzando.
No obstante, media clepsidra más tarde sus piernas apenas le
respondían. Se desvaneció sobre la inclemente aridez grisácea que le rodeaba, mientras
el eco gutural de las voces de sus perseguidores le apretaba el pecho. Se
arrastró sobre las palmas y las rodillas despellejadas al tiempo que el dolor en
el hombro se convertía en un sufrimiento intolerable.
Algo en su interior le pedía a gritos que se rindiera a las mieles de
la inconsciencia para escapar de aquella terrible agonía. Sin embargo, el rapaz
apretaba los dientes hasta sentir el sabor dulzón de la sangre y continuaba,
impulsado por una fuerza que desconocía.
Entonces escuchó el roce de las sandalias sobre la arena y se le
revolvieron las entrañas. Una carcajada
fría le llenó los oídos antes de que el dolor estallara en su costado.
Se dobló en un rictus agónico mientras recibía una segunda patada en la cabeza
que le hizo perder el conocimiento.
—¿Qué
haremos con él?
—inquirió un sujeto barbudo y sucio con ojos saltones.
Portaba una peto de cuero hervido que había visto sus buenos años tiempo atrás.
Unos pantalones holgados de lino completaban su indumentaria. Estaba armado con
una lanza corta con moharra ancha al estilo oriental, y un alfanje que pendía
de un tahalí desgastado sobre la espalda.
Escupió y se limpió el sudor que resbalaba por su piel curtida mientras
se libraba del yelmo.
—Vorgum
lo quiere con vida —contestó un sujeto huraño con aspecto de ave de presa—.
Al menos por ahora —añadió con una macabra sonrisa que develó una dentadura
ennegrecida.
Quien acababa de hablar portaba un yelmo cónico con orejeras y nasal.
La faldilla de cuero reforzada con apliques de bronces era la prueba fehaciente
de que se trataba de un desertor de las legiones. Portaba un espada corta
rematada en una esfera de bronce propia de la infantería pesada admelahariana.
—Yo
digo que le enterremos hasta el cuello para que los buitres devoren su maldito
rostro —terció el último individuo de aquella infame compañía. Era achaparrado
y de hombros anchos como un buey. Un parche grasiento le cubría el ojo
izquierdo, destacando la cicatriz que le cruzaba el semblante desde la frente
hasta el mentón. Blandía una espada sureña de hoja curva y un par de dagas con
mango de hueso que asomaban por encima del cinto. Completaban su indumentaria
un yelmo con cuernos y una cota desvaída a la cual le faltaban varias anillas.
—Vuestro
pellejo será festín de cuervos si despertáis la ira de Vorgum—replicó
el desertor con aire burlón—. Si quiere al rapaz lo tendrá sin problema.
El hombre achaparrado frunció el ceño y escupió con desprecio a los
pies de su compañero.
—Sea,
pues —gruño, pateando con inquina el cuerpo desmadejado del chico. Conocía
muy bien la ira de su líder y no deseaba unirse al grupo de infortunados que la
habían experimentado en carne viva.
El muchacho
despertó poco después de atardecer en medio de un insoportable dolor. Al pulso
inmisericorde que le atenazaba el hombro se unía la agonía de las tiras que le
apretaban con saña las muñecas y los tobillos, cortando la circulación. Tenía
los dedos amoratados y un curioso hormigueo le recorría el cuerpo de pies a
cabeza. No obstante, se sorprendió al notar que sus captores le habían extraído
la flecha de la clavícula. Contempló a los brutos que le habían dado caza
mientras departían alrededor de una hoguera y se preguntó por qué seguía con
vida. Entonces el miedo le dejó sin respiración al imaginar el funesto destino
que le esperaba al regresar al cubil de aquellas bestias. La imagen de su
maestro se materializó en medio de aquel estupor y sintió una profunda
tristeza. Pensó que hubiera sido mejor morir antes que enfrentarle de nuevo tras
haber fallado. Entonces la duda invadió su corazón.
¿Sería posible que el sagrado Annarkos se hubiese equivocado? Se
preguntó desconsolado, revolviendo los cimientos de su propia fe. Aquello era
aún más terrible que el destino que le esperaba a manos del vicioso líder de
los esclavistas. Recordaba claramente las palabras de su mentor la noche antes
de su fuga. Rememoraba cada gesto y el énfasis esperanzador de cada palabra
mientras el hedor de la paja podrida y los excrementos flotaba en aquella
pavorosa celda.
Annarkos, a pesar de la bendición de los dioses, aún se movía en el
mundo de los hombres. No era más que carne y huesos destinados a la extinción
como el resto de la humanidad. Tal vez el miedo y la impotencia habían
conseguido manchar su divinidad y despertar una vacía promesa de salvación.
El rapaz respiró hondo y sintió como su cabeza daba vueltas. A pesar de
su inquebrantable fe, la realidad le demostraba de manera cruel que aquel sueño
de redención no era más que una burda broma del azar.
El guerrero venido del oeste no había sido más que un espejismo en la
atormentada mente de su preceptor. Un jirón misericordioso al cual aferrarse
para evitar sumirse en los abismos de la locura.
—El
chico ha despertado —celebró el sujeto de ojos saltones al volverse hacia el prisionero. Se
pasó la lengua por los labios y un brillo demencial se apreciaba en su mirada.
—Ya
era hora —replicó su compañero, mordiendo un trozo de cecina sin apartar la vista
de las flamas—. Al menos aún respira, y eso es todo lo que importa.
El individuo del parche sonrió y palmeó el hombro del tipo de ojos
saltones.
—Tal
vez el muchacho pueda darme calor en esta noche gélida— exclamó
acariciándose la entrepierna.
—Sois
un condenado bastardo —protestó el desertor admelahariano, encarando al bruto del rostro
cicatrizado—. Había escuchado los rumores acerca de vuestras desagradables
inclinaciones, pero nunca me imaginé que fuese a ser testigo de ello.
El aludido frunció el ceño y el único ojo que tenía resplandeció con
intensidad asesina.
—¡Si
queréis impedirlo aquí os estoy esperando, maldito cobarde! —rugió
echando mano de uno de los cuchillos que pendían del cinto. La hoja de bronce
cobró vida bajo el furor de las flamas.
La mirada del antiguo legionario se endureció y por un momento pareció
que fuese a aceptar el reto. Sin embargo la ira se esfumó con rapidez y en su
lugar apareció un árido desdén. Lanzó un escupitajo que chisporroteo en la
hoguera y torció el gesto.
—Con
tal de que lo mantengáis con vida me importa un comino lo que hagáis con él —espetó
con acritud, tratando de ocultar la incomodidad que experimentaba. A pesar de
convivir con aquellos bárbaros, aún conservaba una sombra de la civilización de
su estirpe.
El austral soltó una carcajada que el hombre de ojos saltones secundó
sin dudarlo.
—Vais
a calentar mis huesos esta noche, dulce muchacho —exclamó en
tono burlón, levantando al prisionero de un empellón mientras un gesto lascivo se
dibujaba en sus toscas facciones.
Mientras el bruto le arrastraba lejos del resplandor de la pira para
saciar sus sórdidos impulsos, los ojos del mozo advirtieron un ligero
movimiento entre el cascajar. En ese instante la estampa de un sujeto de
hombros anchos se perfiló bajo el tenue manto lunar, dotándole de un aspecto
sobrehumano. El jovenzuelo no pudo evitar sentir un escalofrío al captar el
reflejo azulado del hacha que colgaba del hombro de recién llegado. Un temor
atávico que compartía con su captor.
—Por
los dioses… —murmuró el sureño con un hilo de voz, empujando al chico de vuelta a la
seguridad de la lumbre.
La sonrisa se esfumó del rostro de los demás al advertir la zozobra en
el gesto demudado de su secuaz.
En ese momento captaron la presencia del extraño y echaron mano de sus
aceros.
El desertor quedó sin aliento al toparse con la mirada gélida del forastero
y el resplandor inquietante de la hoja que cargaba a sus espaldas. Una segur de
metal negro con visos azulados que parecía tener vida propia.
Los forajidos intercambiaron miradas de apremio mientras aquel
desconocido ingresaba en el círculo de luz sin temor alguno. Se trataba de un
hombre imponente que se movía con la elegancia de un felino. Portaba una cota
de cuero con placas de hierro sobre una túnica basta que le llegaba hasta las
rodillas. Sus brazos nervudos brillaban como bronce bajo el resplandor de la
hoguera, y unos ojos de hielo destacaban en aquel semblante rocoso y atezado.
Tenía la cabellera oscura atada en un moño por encima de la cabeza, al estilo
oriental.
—¿Hombre
o demonio? —inquirió el sujeto enjuto con un hilo de voz, acariciando el pomo de su
espada.
El pétreo semblante del forastero dibujó una leve sonrisa que le otorgó
un toque de humanidad. Contempló con detenimiento a los tres sujetos que
rodeaban la pira, deteniéndose unos latidos en el pobre diablo que yacía a sus
pies atado como un cordero de sacrificio.
—Un
poco de ambas cosas, creo yo —exclamó con un suspiro, recorriendo los semblantes excitados que le
observaban con apremio.
—No
parece un hombre —afirmó el sujeto de ojos saltones sin ocultar su malestar, hipnotizado por
la inquietante arma que portaba el desconocido. Por un latido creyó ver un
ligero movimiento en las runas cinceladas en la hoja.
—Soy
un simple viajero buscando algo de sosiego en medio de este erial —confesó
el recién llegado acercando los dedos al calor de las flamas.
—Sois
bienvenido entonces —dijo el admelahariano con recelo. Miró a sus hombres y les indicó con
un gesto que mantuvieran la calma.
—¿Quién
sois? —le interrogó con cautela. Sabía que si aquel sujeto intentaba algo,
saltarían sobre él como hienas hambrientas.
—Me
llaman Argoth —contestó con aire meditabundo, mientras extraía un pellejo de su
petate.
—¿Y
qué hacéis vagabundeando por este malpaís? —continuó
su interlocutor con suspicacia, sin apartar los ojos del hacha. Había algo en
aquel acero que le helaba la sangre en las venas—. Es una
tierra desagradecida plagada de alimañas y mal vivientes.
—Me trajo
un sueño —replicó el hachero, limpiándose los labios con el dorso de la mano,
tras beber de la pelliza—. Una alucinación que no dejaba de aparecer hasta que enfilé mis huesos
hasta este condenado yermo.
El sujeto de ojos saltones y cabello sucio soltó una carcajada que
contagió a sus compañeros.
Más tranquilos ahora, imaginando que se hallaban en presencia de un
orate, los esclavistas respiraron aliviados.
El recién llegado les sonrió y le arrojó la bota de vino al sureño.
Este asintió y bebió un largo sorbo de aquel caldo avinagrado.
—¿Y
de qué trataba el sueño, forastero? —prosiguió el admelahariano
con gesto divertido. Sus magras facciones se asemejaban a las de un buitre bajo
el resplandor de la pira —¿Trataba acaso de un tesoro escondido bajo las arenas?
Rieron al notar que pasarían un buen rato tomándole el pelo a aquel
pobre diablo. Tal vez cuando se cansaran le cortarían la garganta y se harían
con aquella fabulosa hacha adornada de runas.
—No
precisamente —replicó Argoth torciendo el gesto mientras se acuclillaba frente al
fuego. Contempló de manera curiosa a sus anfitriones y respiró hondo.
—Era
acerca de un muchacho.
—Se volvió hacia el rapaz sucio y macilento que yacía en
el rincón y luego encaró al sujeto enjuto que lideraba a los esclavistas—. Y de los
miserables que le seguían los pasos. Unos cerdos desgraciados dispuestos a
matar a sus propias madres por unas cuantas monedas.
Los ojos de admelahariano destellaron con una mezcla de estupor y pavor.
En cuestión de medio latido la certeza de la muerte le recorrió la piel como
una mano gélida.
—¡Matadle! —gritó
con voz quebrada echando mano de la espada que descansaba a su diestra.
Sin embargo antes de que pudiese tomar la empuñadura, contempló con
horror cómo aquel gigante broncíneo se revolvía como una pantera y arrojaba una
daga que encontró su destino en el rostro del austral.
Un alarido de intenso
sufrimiento rompió la quietud de la noche cuando aquel desdichado se derrumbó
con una hoja atravesándole la órbita derecha.
El muchacho, presa de un profundo terror, contempló el cuerpo del
forajido revolviéndose en estertores postreros en medio de un charco oscuro que
le bañaba el rostro. Levantó la vista y quedó mudo al ver al recién llegado
enarbolando aquella impresionante segur.
Con un movimiento letal y certero, cercenó el brazo del desertor a la
altura del codo, antes de volverse y detener la acometida asesina del sujeto de
ojos saltones. El alfanje del rufián explotó en un mar de chispas al
estrellarse contra la cabeza del hacha. El chico aguantó el aliento al ver cómo
aquel metal oscuro se revolvía como un océano tormentoso, en el cual aquellas
runas amenazaban con naufragar. En aquel momento el hedor dulzón de la sangre
despertó sus instintos más primarios.
Mientras tanto, el hachero se deslizaba hacia la izquierda en una danza
macabra que rozaba el abdomen de su rival, destrozándole la coraza de cuero y vaciándole
las entrañas. El sujeto de ojos saltones cayó de rodillas con los intestinos
resbalando a través de sus dedos sanguinolentos. Miró a su verdugo con una
expresión de perplejidad antes de desvanecerse sobre sus propias vísceras con
un sonido húmedo.
El hachero avanzó despacio hacia el admelahariano que se arrastraba
como una alimaña, dejando el rastro enrojecido de su guiñapo mutilado.
Aquel alzó la vista con orgullo y resignación, dispuesto a enfrentar su
destino y morir con dignidad.
Argoth le contempló por unos latidos antes de rematarle con aquella
pavorosa hoja.
—Por
favor, no me hagáis daño… —musitó el muchacho al advertir que aquel sombrío guerrero volvía la atención
hacia él.
Sin decir palabra, Argoth se arrodilló a un lado del prisionero y
deshizo las tiras que le aprisionaban con una afilada daga.
—Sois
el rapaz de mis sueños —exclamó sin ocultar su estupor.
En ese instante la fe retornó al afligido corazón del confundido mozo.
La profecía de Annarkos se había hecho realidad.
DOS
ENVUELTO EN UNA
CAPA MUGRIENTA que había pertenecido a uno de los forajidos, el chico observaba
al guerrero arrastrar los despojos de aquellos miserables lejos del círculo de
luz. Su corazón latía desbocado al estudiar con detenimiento la impresionante
estampa de su salvador.
Aquel hombre
parecía estar forjado en acero puro, o al menos eso imaginó al contemplar sus
músculos broncíneos cubiertos de cicatrices. Se estremeció al advertir el peso
de aquellos ojos grises mirándole con atención.
—¿
Cuál es vuestro nombre, muchacho?
—El tono era extrañamente suave para un hombre que acababa
de destazar a tres sujetos con pasmosa
facilidad.
—Efrem
—balbuceó el aludido con la boca pastosa.
El guerrero torció el gesto y continuó con la macabra labor de revisar
los cadáveres en busca de algo de utilidad. Conservó una de las dagas del
sureño y una bolsa repleta de monedas de cobre que había pertenecido al
admelahariano. Luego arrojó los cuerpos por el borde del desfiladero.
—Los
chacales tendrán una cena suculenta esta noche —comentó con
sequedad, sentándose enfrente de la pira. Aún tenía manchas de sangre seca en
los antebrazos y las mejillas, pero el mozo no se atrevía a decírselo. Estaba consternado
y trataba de asimilar aquella espeluznante matanza. Al mismo tiempo,
experimentaba un inexplicable alivio al constatar que su maestro no se había
equivocado.
Argoth partió un poco de cecina y la arrojó a los pies del chico.
—Vamos,
comed —le urgió con sincera preocupación—. No tenéis muy buen
semblante.
Efrem se estiró y experimentó un latigazo de dolor sobre el hombro
herido. Tomó el trozo de salazón e intentó recordar la última vez que había
probado bocado.
—¿Es
cierto lo que dijisteis?
—inquirió con cautela mientras mordisqueaba la carne
salada —¿Lo del sueño?
Los rasgos de su interlocutor se tensaron y un extraño fulgor apareció
en aquella mirada acerada. Se pasó la lengua por los labios y contempló al
chico con renovada curiosidad.
—Todo
empezó hace poco más de una semana —explicó, perdiendo la vista en
las flamas—. Me dirigía hacía la costa de Azayam en busca de un barco que cruzara
el estrecho, cuando lo vi por primera vez.
El corazón de Efrem se paralizó y tuvo que hacer un gran esfuerzo para
interrumpir el relato del hachero.
—¿A
quién visteis?
—inquirió con ansiedad.
Argoth se alzó de hombros y respiró hondo. El hedor a muerte aún
flotaba en el ambiente.
—Un
viejo —dijo—, un sujeto enjuto con cabellos de plata y manos nudosas.
Los ojos de Efrem se abrieron como platos al escuchar la descripción de
su mentor de labios de aquel forastero.
—Me pidió que le ayudase, que un rapaz estaría
en peligro a varias jornadas de allí.
La expresión del hachero se
oscureció y su compañero imaginó que estaría recordando aquel momento.
—Me burlé, asegurándole que el sol le estaba
afectando el cerebro, pero cuando volví la vista me encontraba completamente
solo en medio de la nada— aseguró con estupor.
Miró a Efrem por unos latidos y
luego se pasó la mano ensangrentada por el rostro.
—Luego vinieron los sueños, alucinaciones tan
reales que me impulsaron a dar media vuelta y enfilar hasta este erial. Y
entonces aquellos desvaríos oníricos se transformaron en realidad apenas os
encontré en este lugar.
Incómodo, el rapaz se envolvió en el
manto al comprender que aquel taciturno guerrero esperaba una explicación.
—Lo sé —confesó con un suspiro.
Argoth se pasó los dedos por el
mentón, intentando ocultar la aprensión que le revolvía las entrañas. Aquello
hedía a hechicería y lo último que deseaba era convertirse en el juguete de
algún nigromante.
—Mi maestro me advirtió que un guerrero que
portaba un arma sagrada me salvaría la vida —continuó Efrem, midiendo cada palabra. A
pesar de que el extranjero le había prestado ayuda, un aura de peligrosidad que
le erizaba los vellos flotaba a su alrededor como una nube invisible.
El hachero volvió la vista hacia la
hoja oscura que descansaba en su diestra y esbozó una sonrisa amarga.
—Vuestro maestro está equivocado —afirmó con aire sombrío—. Esta segur es muchas cosas, pero sagrada
no es una de ellas.
El chico perdió la vista en las
inquietantes runas que pululaban en la superficie de la hoja y un horror
primigenio le arañó las entrañas.
—-Mi maestro siempre habla con sabiduría —balbuceó no muy convencido, apartando la
atención de aquel pavoroso instrumento de muerte— ¿No os trajo hasta aquí entonces?
El guerrero soltó una carcajada ante
las osadas palabras del rapaz. Había algo de ironía en todo aquello. En ese
momento pensó que los dioses tenían un perverso sentido del humor.
Entonces comprendió que el encuentro
con el muchacho era apenas el comienzo de algo que aún no podía asimilar. Algo
en su fuero interno le advertía que se adentraría en un peligroso sendero.
Miró al macilento mozo y agitó la
cabeza con lentitud.
—Sospecho que nuestros caminos están
entrelazados, maese Efrem—reflexionó arqueando las cejas. El
muchacho le sostuvo la mirada con unos ojos hundidos y cansados.
—Ahora habladme de vuestro maestro, el anciano
que atormenta mis sueños. —Entrelazó los dedos y suspiró—. Y no omitáis ningún detalle.
Efrem respiró hondo y se dedicó a
hablar hasta que la oscuridad se vio interrumpida por las primeras luces del
alba que asomaban en lontananza.
Mientras un cierzo constante barría la llanura arrastrando consigo una
nube de polvo y arena, el sol comenzaba a castigar las áridas planicies
septentrionales. Argoth y el muchacho seguían el sendero que se dirigía hacia
el interior del valle. Bajo el abrigo de las capas, avanzaban con dificultad en
contra de aquel viento que parecía confabularse con la diosa fortuna para
evitar que encontraran su destino.
Al tiempo que tanteaba aquel
territorio repleto de peligros, el hachero meditaba acerca de las palabras de
su acompañante. A pesar de su cinismo acerca de todo lo que tuviese que ver con
lo sobrenatural, no había dejado de impresionarle la historia de Annarkos. Si
Efrem hablaba con sinceridad, aquel viejo enjuto era uno de los herederos de la
milenaria sabiduría de los xenitas, la
antigua raza que había dominado aquellas tierras en el pasado.
Argoth recordaba con inquietud algunas de las leyendas que pululaban
acerca de aquel extraño pueblo. Se decía que habían conquistado la muerte y
humillado a los dioses con sus fabulosos conocimientos, trayendo consigo una
era de esplendor que había durado más de cien mil años. Sin embargo al
contemplar el triste yermo que les rodeaba, el guerrero se inclinó a dudar de aquellas
fábulas sin sentido. Imaginó que con tal poder, los xenitas nunca habrían
desaparecido de la faz de la tierra. No obstante, comprendía que un poder
misterioso reinaba en aquellos parajes. Se trataba de la misma fuerza que le
impulsaba a ir en busca del anciano para encontrar respuestas. Tal vez sin
saberlo, en un su interior albergaba la esperanza de resolver el enigma de su
propio origen.
Por lo pronto un afán más
mundano fomentaba su deseo de encontrar al viejo profeta. Indignado al conocer las
penurias del muchacho, había decidido enfrentar la maldad de Vorgum y sus
esbirros. En su visión del mundo los dioses le habían dotado de un instrumento
capaz de traer algo de equilibrio al caos que le rodeaba. Aquella
responsabilidad que se había echado sobre los hombros le impedía darle la
espalda a la injusticia. Y no lo hacía por fama o fortuna, sino por aplacar los
demonios que yacían en su interior. Por ese motivo caminaba a un lado del
macilento rapaz hacia un destino que tan sólo la fortuna conocía.
Según el mozo, el campamento de los esclavistas se hallaba dos jornadas
al oeste, cruzando el valle de Mo-Shia´r, para luego adentrarse en las colinas
pedregosas que se divisaban como una línea azulada en la distancia.
En aquel paraje sin ley, Vorgum y sus lacayos se habían asentado como
reyes, dedicándose a asolar las comarcas fronterizas que se encontraban al sur
y al este. Pronto, el horror de sus
razias se esparció como fuego en heno seco, y los pocos colonos que osaron
buscar el sustento en aquellos eriales fronterizos regresaron a sus lugares de
origen. Ahora, aquellos mal vivientes dedicaban sus esfuerzos a asaltar las
pocas caravanas que se atrevían a cruzar aquel territorio para alcanzar las
costas de mar de Rewaj.
Fue en una de estas infortunadas empresas que Efrem y su maestro
cayeron en manos de aquellos implacables bandidos. Se dirigían a un santuario
secreto de los xenitas en medio del desierto, cuando la catástrofe se cernió
sobre ellos. Tan sólo la sabiduría del anciano les salvó de horrendo destino
del resto de la expedición. Aquellos que los bandidos consideraron innecesarios
fueron empalados sin misericordia, mientras que el resto fue puesto en cadenas
y conducido a su guarida para ser vendidos como esclavos.
Lo único cierto fue que el aura sobrenatural que exudaba Annarkos
consiguió que aquellos mal nacidos les respetaran sus vidas. Había pasado cerca
de media cuenta desde aquella funesta mañana en que había comenzado su
calvario.
Tras meditar acerca de ello, Argoth contempló con otros ojos al
silencioso rapaz que avanzaba a su lado. Se necesitaba mucho valor para huir de
aquellos desalmados e internarse en un desierto inclemente sin cargar siquiera
una daga para defenderse.
Aquella noche buscaron cobijo en una de las innumerables cavernas que
pululaban por doquier en aquella zona. Argoth despertó poco antes del amanecer
con un hormigueo en la base de la nuca. Alarmado, se irguió con cautela y
enfiló hacia la embocadura de la gruta. Un viento gélido que le hizo estremecer
le recibió en el exterior. Sin embargo no fue aquello lo que le provocó un
súbito escalofrío. A menos de diez pasos de allí se perfilaba una silueta
enjuta. El guerrero titubeó, apretando la empuñadura de la daga que cargaba
consigo.
—No
temáis, portador del arma sagrada —musitó el anciano con voz queda.
—No
hay nada sacro en el instrumento de muerte que traigo conmigo—replicó
el hachero con amargura—. Más bien se trata de una maldición.
—Algún
día descubriréis que habéis sido bendecido por los dioses, joven Argoth —aseguró
el viejo avanzando unos pasos.
El guerrero reculó estupefacto al descubrir que su interlocutor tenía
la densidad etérea de un espectro y parecía flotar en el aire.
—En
nombre de todos los dioses —musitó horrorizado —¿Qué sois?
Una sonrisa afable se materializó en el semblante de aquel misterioso
ser. Un gesto colmado de calidez que consiguió apaciguar el temor del
hachero.
—Soy
Annarkos, el guardián de la sabiduría milenaria —dijo con un
breve asentimiento.
—¿Estáis…
muerto? —inquirió Argoth con recelo. Jamás había visto nada igual.
—Estoy
tan vivo como vos —explicó con suavidad—. Simplemente soy una proyección de mi verdadero ser, el cual se
encuentra en los calabozos de Vorgum en estos momentos.
Argoth respiró hondo, aquello era demasiado para su mente
supersticiosa.
—Os
agradezco el haber salvado al muchacho —prosiguió la aparición,
entrelazando los dedos en un gesto de recogimiento. Un halo azulado flotaba a
su alrededor—. Sin embargo vuestra labor apenas comienza, portador del Hacha Negra.
—¿A
qué labor os referís?
—le interrogó el guerrero con prudencia.
—La
misión que tenéis por delante ha sido escrita antes de vuestro nacimiento,
Argoth el errante —aseguró con un tono grave que no parecía salir de aquel ser enjuto—.
Seguid los dictados de vuestro corazón y conoceréis el destino que os aguarda.
El guerrero no respondió. Miles de pensamientos hervían en su mente y
pensó que Annarkos podría ser la llave para abrir el misterio de su pasado.
De pronto, la figura comenzó a oscilar como un fuego moribundo,
haciéndose cada vez más irreal.
—¡Esperad! —exclamó
Argoth, estirando la mano en un intento fútil por aferrar el espejismo que
palpitaba ante sus ojos.
Entonces la figura de Annarkos recobró sustancia y sus ojos
transparentes resplandecieron como diamantes bajo el sol del mediodía.
—Tan
sólo os puedo ofrecer un consejo que hará más llevadera la carga que tenéis
sobre los hombros —confesó aquel ser, extendiendo los brazos como si fuese a tomar vuelo—.
Nada es lo que parece, el mundo no es blanco y negro. En él subyacen cientos de
tonos grises que cambian a su antojo y que se juzgan desde diferentes
perspectivas.
Aquellas palabras se fundieron con la corriente gélida que castigaba la
colina, y por un momento Argoth se preguntó si todo aquello no habría sido más
que una alucinación producida por su mente enfebrecida.
TRES
EL ESCLAVO SE
ESTREMECIÓ AL ADVERTIR la presencia de Vorgum en el umbral de la puerta. Se
preguntó cómo un sujeto de su contextura podía moverse a través del corredor
sin hacer el menor ruido. El deménida medía casi dos metros y siempre ceñía dos
pesadas cimitarras detrás de sus hombros. Además, aquel día regresaba de una
patrulla y portaba una cota de malla bajo un peto de cuero endurecido.
No obstante, lo que en verdad despertaba la curiosidad de aquel sujeto
era el trato que dispensaba a la pequeña que corría a su encuentro con una
sonrisa de felicidad. Observó cómo la niña se arrojaba sobre los brazos del
mercenario y cómo éste la colmaba de besos como si se tratase de su propio retoño.
Aún no podía entender cómo un asesino despiadado como Vorgum podía
profesar algún sentimiento hacia otro ser humano. Le había visto arrasar aldeas
enteras y pasar a cuchillo a cada uno de sus habitantes. Asimismo, había sido
testigo de los horrores innombrables llevados a cabo por su mesnada y jamás imaginó
que pudiese tener siquiera un atisbo de humanidad.
Hasta aquel día.
Todavía recordaba aquello con luminosa claridad. Acababan de atacar un
poblado en la frontera sur de Rewaj que se había negado a pagar tributo a su
señor. En su mayoría eran pequeños mercaderes y campesinos, y a pesar de haber
tratado de resistir en sus endebles muros de madera, nada pudieron hacer en
contra de aquellos avezados cazadores de hombres.
De forma inevitable el fuego y los gritos de las mujeres se esparcieron
por doquier en una cacofonía demencial. Vorgum había ordenado acabar con todos
los varones que superaran la altura de una lanza y poner en cadenas a los
supervivientes. Entonces algo llamó la atención del despiadado esclavista al
advertir el trofeo que enarbolaba uno de sus hombres.
Se trataba de un sujeto patizambo que cargaba una pequeña sobre los
hombros, seguido de cerca por una mujer que intentaba con desesperación liberar
a la niña de las garras de aquel animal. Cansado del acoso de la aterrada
hembra, se volvió y le rebanó el cuello con un certero tajo. La mujer cayó
sobre su verdugo, hundiéndole las uñas en el rostro antes de desvanecerse en
espeluznantes estertores. La pequeña dejó de llorar y quedó muda al ver la
suerte corrida por su progenitora. El mercenario desapareció con su botín en el
interior de una isba que aún no había sido alcanzada por la furia de las llamas
que consumían el villorrio.
Sin mediar palabra, Vorgum azuzó la cabalgadura y desmontó enfrente de
aquella choza. Los gritos de la pequeña se mezclaban con las carcajadas de su
captor. El líder de la mesnada ingresó en la cabaña y los gritos cesaron de
repente.
Momentos después, emergió como una figura espectral en medio del humo y
el caos, cargando a la aterrada rapaz en la diestra y sosteniendo la cabeza
cercenada de aquel sujeto en la mano izquierda.
Esa sería una escena que nunca se borraría de su mente. Ahora, al
observarles jugar como padre e hija, se preguntó qué sucedería cuándo aquella
inocente criatura descubriera que Vorgum había ordenado la destrucción de la
aldea y el asesinato de sus familiares. Sin embargo aquellas reflexiones se
esfumaron al escuchar los pasos apresurados que hacían eco en el pasillo.
Vorgum levantó la vista y toda alegría se esfumó de su rostro al constatar
la expresión de su lugarteniente.
—¿Qué
pasa, Nayid?
—inquirió, encajando la mandíbula. Había algo en la mirada
de su segundo que no le gustaba para nada.
—Tenemos
compañía, mi señor —contestó el norteño, pasándose la lengua por los labios resecos.
Acababa de regresar de una inspección y hedía a sudor y calor—.
Se trata de Amuzath —añadió en tono sombrío.
Un gesto grave ensombreció las facciones al mercenario. Aquel nombre
era sinónimo de oscuridad incluso para un asesino desalmado como él.
—Por
todos los dioses —musitó torciendo el gesto—, esto solo puede significar problemas.
Corrió hacia el ventanal de la fortaleza y contempló los estandartes
carmesíes que ondeaban al viento, esgrimiendo las promesas de venganza en aquella caligrafía milenaria. Amuzath
sobresalía en medio de sus esbirros gracias a la coraza de bronce que
resplandecía en aquel límpido mediodía.
El mercenario titubeó por algunos latidos, como si algo en su interior
le advirtiera acerca de un peligro inminente. Sin embargo no había nada que
pudiese hacer. Los fanáticos de Amuzath se extendían como una plaga a través del
territorio, y en verdad eran los únicos que podrían hacer peligrar el pequeño
feudo que pretendía forjar en aquel lugar. Maldijo por lo bajo y se volvió
hacía su subalterno.
—Hacedlos
pasar —ordenó apretando los labios.
Nayid intentó replicar, pero las palabras se extinguieron en su boca.
—Si,
mi señor —contestó con sequedad, antes de dar media vuelta y dejar el sonido de
sus pasos en el corredor como único testigo de su presencia.
Vorgum centró su atención en la pequeña y la paz retornó a su semblante
circunspecto.
—Mi
querida Mikka —dijo, abrazándole con ternura—. Las historias acerca del
imperio van a tener que esperar.
—Alzó la vista hacia el silencioso esclavo—. Maruk, llevadla a la torre y dadle algo de
comer.
El aludido asintió y tomó a la niña entre sus brazos para luego
desaparecer por un pasillo adyacente a la entrada principal.
Vorgum se libró del
peto polvoriento pero conservó la cota de malla. Deseaba darse un buen baño después de aquel agotador
recorrido, pero todo aquello debería esperar. Posó las cimitarras a un lado del
triclinio y sirvió una copa de vino especiado que bebió de un tirón. El caldo
estaba un poco tibio y dejó un sabor picante en el fondo de su garganta.
Se volvió al escuchar los pasos que retumbaban en la galería. Respiró
hondo y trató de ocultar la ansiedad que le carcomía las entrañas. La presencia
de aquellas alimañas en el corazón de su cubil le dejaba un mal sabor de boca.
Nayid fue el primero en entrar. Tenía un brillo febril en sus ojos
oscuros y no apartaba la mano de la empuñadura de la espada. Se hizo a un lado
para permitir que el líder de la secta hiciera su aparición.
El deménida no pudo evitar
sentir un escalofrío al advertir el peso de aquellos ojos de serpiente
observándole con atención. Un gesto siniestro parecido a una sonrisa se
materializó en los rasgos descarnados de Amuzath.
Vorgum estudió por unos latidos aquellos rasgos afilados, la boca cruel
y las bolsas debajo de los ojos que le daban un aspecto enfermizo al caudillo
xenita. Sin embargo nada estaba más alejado de la realidad. Aquel ser enjuto
que se envolvía en una túnica roja exudaba una halo de letal poder a su
alrededor.
—Mi
querido Vorgum —musitó con un susurro ambiguo que se asemejaba al siseo de una víbora—. Hacía mucho tiempo que quería visitaros.
El aludido se revolvió en el triclinio, tratando de descifrar qué se
escondía detrás de aquellas palabras.
—¿A
qué se debe el placer de vuestra visita? —inquirió, acariciando la copa
vacía entre los dedos —¿Acaso ha habido algún problema con el tributo acordado?
Amuzath se mesó la perilla que disimulaba su suave mentón y esbozó un
gesto mordaz. Los dos esbirros que le acompañaban parecían estatuas de piedra a
sus espaldas.
—Vosotros
los extranjeros lo sopesáis todo bajo el poder del oro—replicó con
desdén—. Desconocéis que hay poderes más grandes que podrían mover los
cimientos de la tierra y desaparecer todo lo que existe.
—Pues
me parece que las contribuciones realizadas a vuestra bandera no os son del
todo indiferentes —respondió Vorgum alzándose de hombros.
Los ojos del xenita refulgieron como ascuas y el deménida comprendió
que estaba adentrándose en un tema espinoso.
—Bueno
—prosiguió, evadiendo aquel tema de conversación—, ¿Qué os
trae entonces por aquí?
Amuzath torció el gesto y entrelazó unos dedos huesudos cargados de
anillos.
—Busco
a un hombre que tal vez goza de vuestra hospitalidad—aseguró con
ironía—. Se trata de un anciano que algunos veneran como un profeta.
Vorgum se recostó en los cojines del triclinio y frunció el ceño,
pensativo. Sabía muy bien de quién se trataba.
En ese momento advirtió cierta intranquilidad en la faz del xenita.
Sonrió al ver allí una oportunidad de negocios.
—Al
parecer este hombre es bastante importante —reflexionó
el deménida tomando un dátil de la fuente de fruta que tenía enfrente.
La expresión de Amuzath se endureció.
—No
es nadie —espetó—. No es más que un farsante que deberá ser castigado por su herejía en
contra de las antiguas enseñanzas.
La sonrisa de Vorgum aumentó el desconcierto de su interlocutor.
—Al
parecer es más relevante de lo que queréis hacer creer —respondió
con suficiencia.
Por primera vez el rostro del caudillo xenita demostró su malestar.
—¿A qué
os referís con eso?
—preguntó, fulminando al mercenario con un gesto gélido.
—Es
la primera vez que vos ponéis pie en mis dominios —afirmó
Vorgum con tranquilidad—. Eso solo puede significar que el viejo profeta es vital para vuestros
fines. De otro modo hubieseis enviado a uno de vuestros esclavos. —Señaló
con un leve ademán a los sombríos guardaespaldas del xenita—.
Como lo hacéis cada cuenta al reclamar vuestro tributo.
La ira dio pasó a la cautela, y Amuzath comprendió que había cometido
un error al subestimar a aquel mal viviente. La premura le había traicionado.
—Tenéis
razón —confesó con calma—, tengo planes muy concretos para ese impostor.
El deménida asintió, tomando otro dátil del cuenco de barro.
—Por
el valor de nuestra alianza—continuó el caudillo—, sería un gran gesto de vuestra
parte si me entregaseis al apóstata para que reciba su merecido.
Vorgum frunció el ceño y se mordió el labio inferior.
—Así
se hará —respondió con firmeza.
Amuzath sonrió aliviado al constatar que se había salido con la suya.
No obstante aquel gesto se difuminó al escuchar las siguientes palabras del
deménida.
—Espero
que por el valor de nuestra alianza —prosiguió Vorgum con
tranquilidad—, tengáis el gesto de eximirnos de al menos dos cuentas de tributo.
Una ira silenciosa resplandeció en las pupilas oscuras del líder de la
secta. Aquel infame infiel se atrevía a ponerle condiciones en su propio
territorio. De buena gana le hubiese ordenado a sus esbirros que le dieran
muerte allí mismo. Tal vez había llegado el momento de demostrarle a aquel
bribón con quién se estaba metiendo.
En ese preciso instante, la
mirada turbia del xenita se desvió hacía la pequeñuela que ingresaba en la
estancia evitando al viejo esclavo que intentaba sin éxito detener su carrera.
Contempló la expresión exultante en el rostro del mercenario y comprendió que
aquella criatura era su talón de Aquiles. Sonrió al ver cómo la chiquilla se
prendía de los hombros de Vorgum e iluminaba el salón con sus dulces gestos.
—Los
dioses os han bendecido con esa bella criatura —comentó con
fingida elocuencia, estudiando a la pequeña con detenimiento.
Vorgum sintió un escalofrío al advertir aquellos pozos gélidos clavados
sobre Mikka.
—Sin
duda —contestó con un nudo en la garganta, entregándole la pequeña al
avergonzado esclavo que tenía la obligación de no perderla de vista.
—En
cuanto a vuestra petición —se adelantó el xenita al adivinar el malestar de su interlocutor—. Es
totalmente aceptable. Estaréis eximidos de tributo por al menos tres cuentas.
La sorpresa consiguió disipar el recelo del mercenario. Se volvió hacia
Amuzath con los ojos abiertos como platos.
—Entonces
tenemos un trato —dijo con alivio.
El xenita respondió con una leve venia.
Vorgum miró a su lugarteniente y le ordenó con un gesto que guiase a
sus invitados a las mazmorras para hacerles entrega del prisionero.
Ya en el silencio de sus aposentos y tras meditar acerca de aquel
extraño encuentro, Vorgum se olvidó de Amuzath y su secta fanática e imaginó
que no eran tan temibles como lo imaginaba. Se libró de la cota de malla y
permitió que una sensual esclava le desnudase, para sumergirse luego en un baño
reparador que le haría olvidar por un rato los fantasmas que acechaban en el
fondo de su corazón. En medio de aquel sopor, la risa cantarina de Mikka disipó
la oscuridad que amenazaba con infectar sus sueños.
Nunca supo si fue
el humo o los gritos agudos que llenaban la noche lo que consiguió despertarle.
Se irguió en medio de un sudor frío y con el corazón a punto de reventar. Miró
a su alrededor y descubrió a la mujer desnuda que yacía en un rincón de la
estancia paralizada por el terror. Con torpeza, comenzó a darse cuenta de la
espeluznante realidad que le atenazaba. Entonces soltó un juramento y tomó las
cimitarras que pendían de la pared encima del jergón.
Recorrió el pasillo del torreón gritando como un poseso, sin que nadie
respondiera a sus peticiones. Al llegar a la boca de la escalera, escuchó con
claridad el clangor de los aceros y los alaridos de quienes caían atravesados.
Descendió la escalinata con rapidez y sus ojos descubrieron el poderoso
incendio que consumía las caballerizas y los depósitos de grano de la
fortaleza.Las flamas se alzaban como bestias hambrientas y la madera crujía
como una víctima indefensa. Salió y quedó hipnotizado por las sombras que
danzaban a su alrededor en un lucha sin cuartel, bajo el enrojecido fulgor de
las llamas.
Corrió al descubrir a uno de sus hombres enzarzado en un combate
desigual en contra de dos sujetos que bailaban a su alrededor como verdaderos
demonios, lanzando tajos y estocadas.
Cayó sobre el primero en medio de un grito de batalla que se elevó por
encima del rugido de la conflagración. El elegido se volvió a tiempo para
descubrir la sombra de la muerte sobre él. Intentó bloquear la experta
acometida del deménida, pero antes de que pudiese reaccionar, tres palmos de
acero admelahariano le traspasaban de lado a lado.
Vorgum extrajo la hoja con un sonido húmedo y de un certero revés decapitó
al moribundo. Se giró para ver cómo su compañero vaciaba las entrañas del enemigo
que le hacía frente. Entonces, aquel sujeto bañado en sangre le ofreció un
gesto altivo antes de derrumbarse a sus pies.
El esclavista lo tomó entre los brazos y perdió la mirada en aquel
rostro tiznado y enrojecido. El herido aferró la mano de su líder y le
contempló con la resignación de la muerte.
—Cayeron
sobre nosotros…—balbuceó en medio de un esputo sangriento—. Libraron
los muros como espectros y ya era… demasiado tarde…
Vorgum contempló aquellos ojos sin vida y gritó con todas sus fuerzas,
amargado por la traición de Amuzath. Los cadáveres de los atacantes portaban
las túnicas escarlatas de aquella caterva de fanáticos.
Se puso de pie con dificultad, tratando de asimilar lo acontecido,
mientras al fondo un crujido pavoroso anunciaba el final de la torre de grano.
La edificación se tambaleó en medio de las flamas para luego sumergirse
en medio de una nube de polvo oscuro y pavesas que cubrió la plazoleta. Aquí y
allá, los hombres de ambos bandos buscaban escapar de aquella tormenta de piedra
y fuego. Otros continuaban enzarzados en aquella lucha fraticida sin importar
lo que sucedía en derredor, para morir aplastados o quemados bajo el peso de
aquel edificio moribundo.
De pronto el sonido ronco de un cuerno se elevó encima de aquel caos,
anunciando la retirada del enemigo. Los xenitas, perfilados por el fuego y
devorados por el humo que flotaba por doquier, abandonaron el fortín de los
esclavistas en medio de aullidos victoriosos.
Vorgum merodeaba sin rumbo fijo, observando la destrucción causada por
los esbirros de Amuzath. Aún no comprendía qué había impulsado a aquel bastardo
a ordenar tan devastadora incursión. Los gemidos de los heridos le guiaron
hacia las puertas. Con los ojos enrojecidos por la humareda descubrió el
dantesco espectáculo de decenas de cuerpos sin vida. Algunos todavía se
arrastraban, empecinados en seguir viviendo a pesar de sus terribles heridas.
En ese momento la atención del mercenario se centró en los cadáveres de
Nayid y varios de los hombres. Al parecer su lugarteniente había luchado como
un león acorralado, ya que varios cadáveres envueltos en túnicas rojas yacían
despedazados alrededor. Con la ira batiendo en sus sienes, Vorgum se acuclilló
a un lado del cuerpo aún tibio y contempló la herida que le había causado la
muerte. Un corte brutal que le había cercenado el brazo a la altura del hombro.
El cuerpo de su asesino se encontraba a pocos pasos de allí, con el hacha aún
entre los dedos y la espada de Nayid atravesándole la garganta.
El hedor de aquella carnicería despertó una ira primigenia en el
mercenario. Con el rabillo del ojo advirtió un ligero movimiento a su derecha.
Uno de los sirvientes de Amuzath se revolvía en medio de espeluznantes
estertores. Vorgum le cayó como un halcón, desatando sobre aquel miserable toda
su furia y frustración.
—¡Por
qué! —gritaba fuera de sí, mientras golpeaba la cabeza de su víctima contra
el enlosado una y otra vez, hasta que la convirtió en una masa sanguinolenta.
Entonces, el odio y el afán de venganza se transformaron en un vacío aterrador
al recordar a la pequeña Mikka. Volvió la vista hacia la torre que se perfilaba
en medio del humo y sintió que el corazón se le salía del pecho. Se desentendió
del cuerpo del xenita y enfiló hacia el torreón arrastrado por la fuerza de la
desesperación.
Apenas podía respirar cuando sus pies alcanzaron el rellano del tercer
nivel. El humo que se filtraba a través de las troneras le daba un aspecto
sobrenatural a aquel lugar, extrañamente silencioso y ajeno al caos que reinaba
en el exterior. Se limpió el sudor que le perlaba la frente y le escocía los
ojos, mientras el hedor de carne y madera quemada le llenaba los pulmones. Un
nudo le apretó la garganta al advertir la mancha oscura que asomaba en el
pasillo. El resplandor de la tea se reflejaba de manera macabra en aquel
estanque sangriento. Vorgum apretó la empuñadura con fuerza y sintió las
piernas flaquear. Les rogó a los dioses que no tuviese que vivir aquella
horrenda agonía nuevamente.
No mas entrar a la habitación, se tropezó con dos cuerpos sin vida. Se
trataba de Maruk y uno de los seguidores Amuzath. Los ojos del esclavo aún
conservaban la expresión de horror en la cual le había sorprendido la muerte.
No obstante se las había arreglado para acuchillar a uno de los agresores antes
de fenecer. La habitación era un revoltijo de ánforas rotas y muebles quebrados
que atestiguaban la lucha de Maruk por defender a la pequeña. Sin embargo no
había rastro de Mikka por ningún lado.
El deménida se dejó caer sobre el jergón y contempló el caballo de
madera que el mismo había tallado para ella. Lo aferró entre los dedos hasta
que sus nudillos se tornaron en piedrecillas de alabastro. Recordaba la
espeluznante mirada que aquel miserable le había dedicado a la niña hacía tan sólo
unas clepsidras y temió lo peor. No obstante, su corazón le confirmaba que
Mikka continuaba con vida. Al menos los dioses le habían evitado revivir aquel
tormento nuevamente.
—Amuzath,
maldito canalla —musitó con pavoroso rencor—, no descansaré hasta enviaros al infierno.
CUATRO
EL LÍDER DE LOS
XENITAS NO PODÍA ocultar su alborozo al escuchar los pormenores del ataque a
Vorgum y su escoria. Si bien era cierto que habían sufrido algunas bajas, aquello
no se comparaba con la devastación ocasionada al enemigo. Aquel condenado
deménida había sido una piedra en el zapato desde hacía mucho tiempo, y su
impertinencia había sido la chispa que había adelantado los acontecimientos.
Ahora tendría el control total de la tierra que le vio nacer, sin tener que
soportar aquellas alimañas extranjeras infectando aquel paraje sagrado.
Ahora podría concentrarse en triplicar el número de seguidores apenas
tuviese en su poder la legendaria piedra de Urxos, el recipiente de toda la
sabiduría de sus gloriosos antepasados. Con aquella gema en sus manos,
restauraría la hegemonía de los xenitas y rendiría a sus pies el resto del
Anthurak. Nadie podría oponerse a una fuerza tan devastadora que incluso los
mismos dioses tuvieron que soportar. El rostro cadavérico del caudillo dibujó
un gesto de suficiencia al pensar en ello.
Sin embargo, para cumplir sus anhelos de gloria, necesitaba primero
hallar la mítica alhaja oculta en las montañas. Volvió la vista hacia el rincón
de la tienda y estudió con detenimiento al viejo andrajoso encadenado al poste.
Aquel miserable era la llave para alcanzar sus fines.
Dio un respingo al ver al
prisionero levantar la vista hacia él. Aquellos ojos ambarinos destilaban un
extraño poder que le erizó los vellos de la nuca. Amuzath evadió la profunda
mirada del anciano al constatar que uno de sus oficiales cruzaba el batiente
arrastrando consigo un curioso botín.
El hombre inclinó la cabeza y arrojó a la niña a los pies de su señor.
Aquel rostro aterrado le provocó un enorme placer. Sonrió de manera inquietante
y estiró la mano para acariciar la tez nívea de la pequeña, pero ésta reculó
despavorida. Intentó abandonar el entoldado pero uno de los esbirros del xenita
se lo impidió.
Amuzath se estiró en la silla y respiró hondo.
—¿Cuál
es vuestro nombre, pequeña?
—inquirió con una amabilidad que desmentía la frialdad de
su mirada.
La rapaz miró alrededor y la desesperanza se materializó en sus finas
facciones. Aún recordaba la muerte de Maruk y el olor de la sangre invadiendo
sus sentidos. También rememoraba una escena apenas perceptible, casi un sueño,
en el cual se hallaba en una aldea que ardía
y hedía a sangre y muerte al igual que aquella habitación. Esta sombría
evocación aumentó el horror que atenazaba su inocente corazón.
—Mikka
—respondió en tono ausente, intentado comprender lo que le estaba
sucediendo.
Amuzath se frotó las manos con deleite y ordenó a uno de sus criados
que se encargara de la niña. Tenía la esperanza de que Vorgum continuara con
vida para que sufriera el dolor y la tristeza por la pérdida de aquella
criatura. Al menos con la pequeña en sus garras, aquel despiadado bandido lo
pensaría dos veces antes de intentar cruzarse en su camino. Confiaba que
después de aquella derrota decidiera abandonar las tierras de los xenitas y arrastrarse
por donde había venido. Ahora solo quedaba internarse en las montañas azuladas
que se perfilaban hacia el oriente para iniciar su glorioso peregrinaje a la
grandeza.
****
Las bandadas de buitres que flotaban con
lentitud sobre sus cabezas fueron la primera señal de los que les esperaba más
adelante. Efrem, con el rostro cubierto bajo el embozo, observaba con creciente
desasosiego el lienzo azulado mientras seguía con detenimiento el lento vaivén
de aquellas siniestras aves. Al parecer la mayoría de ellas se concentraban
sobre el valle donde se encontraba el cubil de los esclavistas.
Sintió un vacío en la boca del estómago al tratar de imaginar que
atraería a los carroñeros hasta aquel lugar. Ninguna de las conclusiones
consiguió apaciguar su temor.
Volvió la vista hacia el silencioso guerrero que le acompañaba, tratando
de adivinar las emociones que se ocultaban bajo aquel semblante pétreo.
—Huele
a muerte —comentó el hachero al percibir la pestilencia que arrastraba el viento.
Efrem tragó en seco al escucharle. Sin quererlo, la imagen de su maestro
pudriéndose en una cruz se materializó
en su mente.
Continuaron avanzando en silencio casi por una clepsidra, hasta que
alcanzaron la cima del acantilado. Desde allí, un estrecho sendero tallado en
la piedra serpenteaba hasta el fondo del valle. No obstante, no fue aquella
tortuosa senda la que llamó la atención de los caminantes. Fijaron sus miradas
en la villa amurallada que destacaba en medio de la explanada y en el hilo de
humo que se elevaba hacia el firmamento.
—Allí
confluyen los carroñeros —musitó Efrem con voz gangosa, pasándose la lengua por los labios
cuarteados—. Se trata del cubil de Vorgum.
Argoth se acuclilló y permaneció en silencio por largo rato, sin
apartar la vista de aquella escena.
Volvió la atención hacia el muchacho y advirtió el abatimiento plasmado
en aquellos rasgos quemados por el sol. Su cabello ensortijado era mecido por
el viento y las magulladuras comenzaban a mostrar cierta mejoría.
—Vamos,
debemos averiguar lo que ha sucedido—ordenó, poniéndose de pie. Se
cubrió con el embozo y enfiló por el sendero seguido de cerca por su compañero,
quien albergaba pensamientos más tormentosos a medida que se acercaban al final
de aquel camino.
Tardaron clepsidra y media en alcanzar los linderos de la cuenca. Era
poco más de mediodía y el sol pegaba con fuerza. Bebieron un poco de agua al
abrigo de un roquedal que ofrecía una lánguida sombra, y estudiaron el fortín
que se hallaba al menos a dos leguas de allí.
—Deberíamos
esperar a que la canícula pierda fuerza —reflexionó Argoth mesándose la
barbilla—. Además, sospecho que el espectáculo que tendremos que afrontar no
será muy agradable.
—Miró a Efrem con intensidad.
El joven asintió sin ocultar la turbación que le revolvía las entrañas.
Incluso a esta distancia percibía la corrupción de los cuerpos hinchados bajo
el sol. Hubiera dado cualquier cosa por alejarse de aquel lugar de pesadilla,
pero debía investigar la suerte corrida por su mentor.
Después de un buen rato se pusieron en camino, mientras el hedor acre
de la quema invadía sus pulmones. No tardaron en advertir en lontananza las
formas caprichosas que parecían mecerse bajo el efecto de la canícula. Por
momentos se asemejaban a espectros que aparecían y desaparecían a voluntad,
jugando con sus mentes.
Argoth musitó una breve plegaría y liberó el broche que sostenía el
hacha sobre el hombro. Efrem dio un respingo y sintió un dedo gélido
recorriéndole la espina dorsal al comprobar que aquellas siluetas arbitrarias
comenzaban a parecer un nutrido grupo de seres humanos. Giró la cabeza en un
intento fútil por encontrar algún lugar donde esconderse en medio de aquel
erial. La única protección que pudo hallar fueron unos arbustos achaparrados y
espinosos que se hallaban a unos treinta
pasos de allí. Sin embargo tendría que
correr en aquel descampado y los hombres que se acercaban le avistarían con
facilidad.
Presa del miedo, volvió la mirada hacia la masa amorfa que se acercaba
y quedó mudo al constatar que se trataba de mujeres y niños.
—No
son los esclavistas —musitó, cubriéndose los ojos con la palma de mano para estudiar con
detenimiento a los recién llegados.
Aquella agrupación heterogénea se detuvo a menos de veinte pasos del
guerrero. En aquellos rostros marchitos y sucios se adivinaba un pánico
silencioso. Observaban al fornido hachero y la espeluznante hoja negra que
relucía entre sus dedos.
Intercambiaban miradas de desconcierto, al tiempo que las mujeres
rodeaban a los críos como un rebaño de ovejas a punto de ser atacado por los
lobos.
De pronto una de ellas señaló a Efrem y un intenso cuchicheo surgió
entre aquella aterrada multitud.
—¿Qué
pasa? —le preguntó Argoth, apoyando la cabeza de la segur sobre la arena.
—Me
han reconocido —replicó con un suspiro, tratando de imaginar si su aspecto era igual de
triste al de de aquellos desdichados—. Se trata de las víctimas de
Vorgum.
El guerrero contempló las huellas del maltrato plasmadas en aquellos
miserables. Despedían un tufo que se elevaba por encima del hedor de los
incendios, y sus rostros hundidos y pálidos daban cuenta del sufrimiento que
les atenazaba. A pesar de haber reconocido al pupilo del profeta, no se
atrevían a dar un solo paso.
Efrem se alzó de hombros y avanzó hacia ellos ofreciéndoles un trozo de
pan negro que aún guardaba en el petate. Algunos se arrojaron a sus pies y le
besaron las manos en señal de agradecimiento.
Argoth respiró hondo y compartió con aquellos desdichados parte de su
ración.
A pesar de que la comida no alcanzó para todos, si sirvió para
granjearse la confianza de la mayoría de ellos.
Argoth, sentado bajo la sombra de un chamizo esquelético, escuchaba con
detenimiento el relato de lo acontecido en el fortín. Efrem traducía las
palabras de una vieja desdentada que parecía liderar aquel grupo de
desesperados. El hachero no dejó de sorprenderse al constatar que aquel
muchacho enjuto era todo un erudito. La mujer rumiaba las palabras en el
dialecto de las montañas y luego encaraba al guerrero con gesto grave y mirada
ardiente.
—Preguntadle
acerca de los hombres —exclamó el hachero con interés.
El rapaz asintió y giró la cabeza, como si tratase de organizar las
líneas de aquella lengua gutural en su cerebro. Habló con un acento extraño y
luego entrelazó los dedos mientras
escuchaba la respuesta.
—Al
parecer los diablos rojos se los han llevado a las montañas. —
Aquellos dedos nudosos señalaron la accidentada sierra que se intuía en la
distancia.
—¿Los
diablos rojos?
—inquirió el guerrero con
franca curiosidad.
El gesto de Efrem se ensombreció. Conocía muy bien la fama de aquellos
tenebrosos individuos.
—Así
llaman los montañeses a los fanáticos xenitas —aseguró con
un hilo de voz. Tan sólo esperaba que su maestro no hubiese caído en manos de aquellos
impíos—. Una banda de extremistas que se autodenominan herederos del antiguo
imperio.
Argoth se mesó la barbilla y contempló el humo que ascendía desde la
ruinosa fortaleza. A lo lejos, los carroñeros flotaban en círculo a unos pies
de las derruidas torres. Su mente trabajaba con rapidez, asociando los retazos
de información ofrecidos por la anciana. Al parecer aquellos diablos rojos
habían sido los encargados de arrasar el cubil de Vorgum. Sin embargo, varías
preguntas cobraban vida en su cabeza: ¿Qué les había impulsado a atacar al
esclavista? Y lo más desconcertante ¿Por qué razón habían cargado consigo a los
hombres?
Ninguna de sus conclusiones
auguraba nada bueno. Había escuchado historias acerca de aquella oscura horda y
su afán por recuperar el antiguo esplendor del milenario imperio Xenita. Algo
en su interior se revolvió al pensar en ello. En ese instante captó un fulgor
mortecino asomando en el filo de la hoja y comprendió que un mal arcaico se
ocultaba en aquella tierra desolada.
—Al
parecer Vorgum y los pocos supervivientes se han encaminado hacia las montañas. —Las
palabras del muchacho le arrebataron de aquellas reflexiones.
Argoth parpadeó y asintió despacio. Miró los rasgos curtidos y
agrietados de la anciana y encaró a
Efrem.
—Van
en busca de venganza —apostilló con sequedad, contemplando las distantes cumbres que
coronaban la serranía.
La anciana negó con la cabeza y balbuceó en la lengua común.
—Va
por la niña, la niña.
Ambos hombres se miraron desconcertados sin entender a qué se refería.
Tal vez, después de todo, aquella curiosa mujer había perdido la cordura tras
esa terrible experiencia.
Alcanzaron los
muros poco antes del anochecer. Los incendios comenzaban a extinguirse y lo
único que permanecía en el ambiente era el hedor acre de la muerte. Los buitres
retozaban encima de las ruinas. Ahítos de carne humana, apenas prestaban
atención a los dos hombres que se movían con cautela entre los escombros.
Efrem no pudo resistir la visión apocalíptica de aquellos cuerpos de
orbitas vacías y cubiertos de jirones de carne ennegrecida que se apreciaban
por doquier. Cayó de rodillas y vació sus entrañas. El sabor de la bilis
permaneció en el fondo de su garganta como recordatorio de su propia
mortalidad. Su silencioso acompañante se movía con el sigilo de un felino y
aquella pavorosa escena parecía no afectarle.
Al llegar a lo que había sido la torre de homenaje, el hachero advirtió
un ligero movimiento con el rabillo de ojo. Se detuvo y llamó la atención del
chico.
Efrem aguantó la respiración y asintió, tratando de ocultar el terror
que se aferraba a sus entrañas. Desenfundó la daga que pendía del cinto y siguió las indicaciones del hachero. Rodeó el
arco que había sido el umbral de la edificación y trató de vislumbrar algo en
medio de la pavorosa oscuridad que
reinaba en el interior del derruido pasaje. En ese instante captó el movimiento
del guerrero y el resplandor inquietante de su arma. De pronto, todo aquello
pasó a un segundo plano al advertir la masa oscura que surgía como una
aparición del fondo de aquellas ruinas, arrojándose sobre él.
Un grito pavoroso emanó de su boca reseca al sentir aquel peso sobre su
propio cuerpo. Cayó de espaldas y el impacto le recordó la herida del hombro.
Sin embargo, el miedo se impuso sobre aquella agonía lacerante y consiguió
erguirse con rapidez. Apretó la empuñadura de la faca con dedos sudorosos y
quedó paralizado al constatar el estado de su agresor. Al parecer Argoth
compartía aquella consternación. Se hallaba a un par de pasos, contemplando
aquel despojo moribundo con gesto demudado.
—Aguaaa…
—gimió aquel sujeto arrastrándose sobre la podredumbre dejada por el
fuego.
Al estudiarlo con detenimiento, Efrem llegó a la conclusión de que se
trataba de uno de los hombres de Vorgum. A pesar de su lamentable estado,
portaba unas botas de ante y una brigantina destrozada por el fuego. Argoth se
agachó y le ayudó a recostarse sobre uno de los muros que aún quedaban en pie.
Lo único que recordaba que aquella monstruosidad formaba parte del género
humano, eran el mentón, la boca y parte de la mejilla. El resto de su faz no
era más que una masa grotesca castigada por las flamas.
El hachero posó el odre sobre los labios marchitos y aquel miserable
bebió con desesperación en medio de espeluznantes gorgoteos. La respiración no
era más que un silbido ronco que emanaba con esfuerzo del fondo de su garganta.
—Matadme…
—balbuceó—… Tened misericordia de mí.
Argoth frunció el ceño y comprendió que era lo mejor que se podía hacer
por aquel sujeto.
El resplandor de la daga se materializó entre sus dedos, pero la mano
de Efrem le impidió acabar con el desdichado.
—¿Qué
pretendéis, muchacho?
—inquirió sorprendido—. ¿No veis
que está sufriendo? Ni a un animal herido se le niega la libertad de la
muerte.
El chico le miró con firmeza.
—No
me malinterpretéis —aseguró con calma—. Tan sólo pretendo hacerle unas preguntas.
Argoth se alzó de hombros y contempló al moribundo con atención.
—Pronto
terminará vuestra agonía—le aseguró Efrem con suavidad—. Pero antes debo saber qué ha
sucedido con el profeta.
El aludido se mordió los labios, impulsado por un latigazo de dolor que
le recorrió todo el cuerpo.
—¡Matadme! —gritó
en medio de un espasmo—.
Os lo ruego
Sin embargo Efrem no cejó y tomó con vigor la mano temblorosa del
desahuciado. Aquel gesto pareció tranquilizarle. Se aferró a los dedos del
muchacho como un náufrago a un trozo de madera en medio de una violenta
tormenta.
—El
profeta ¿Qué ha sucedido con él?
—insistió Efrem, temeroso de conocer la respuesta. Contempló
a Argoth y advirtió la ansiedad en su expresión.
—El
profeta —musitó el esclavista—. Amuzath se lo ha… llevado con él.
En ese instante sus uñas se clavaron en las palmas del chico,
trasmitiéndole la pavorosa agonía que le abrumaba.
Efrem le soltó como si fuesen carbones al rojo vivo y miró al hachero
con gesto sombrío.
Argoth se pasó la lengua por los labios y de un tajo apagó la vida de
aquel miserable.
CINCO
VORGUM GIRÓ LA VISTA Y ESTUDIÓ a la
veintena de hombres que le acompañaban. Cerca de la tercera parte se
encontraban heridos y los demás apenas podían sostenerse en sus cabalgaduras
después de una noche sin descanso. Algunos cuchicheaban y contemplaban a su
caudillo con recelo.
El deménida no podía culparles. Eran mercenarios, hombres dispuestos a
dar la vida por una buena bolsa de monedas y de vender a su propia madre si aquello
les reportaba alguna ganancia. No obstante, ahora se encontraban en medio de la
nada siguiendo los pasos de una fuerza que les superaba en número y que les
podría aniquilar sin problema.
Vorgum les había prometido venganza y un buen botín, pero eso era algo
de lo cual ni él mismo estaba convencido. Respiró el aire cargado del amanecer
y contempló las montañas que tenía enfrente. Un sierra accidentada y misteriosa
que sin duda albergaba secretos espeluznantes. Hacia allí les había llevado el
rastro de Amuzath y su horda. Aún desde aquel acantilado podía ver con claridad
las marcas dejadas por los carromatos. Le molestó que no se tomaran siquiera la
molestia de cubrir sus huellas.
—Mi
señor—. Aquella voz le obligó a volver la cabeza—. Los
hombres están inquietos. Han cabalgado durante toda la noche y necesitan
descansar.
El caudillo de los esclavistas miró con dureza a su nuevo
lugarteniente, pero comprendió que tenía razón. Continuar avanzado en aquellas
condiciones reventaría las monturas y terminaría por erosionar aún más la moral
de la mesnada.
A pesar del vacío que sentía en el corazón, respiró hondo y dio la
orden de descansar, consciente de que con cada latido el único ser que volvía a
darle sentido a su vida se alejaba más y más.
—Mikka,
esta vez no te fallaré —se
dijo a sí mismo sin apartar la vista de aquellas siniestras cumbres.
****
El paladín de los
xenitas trataba de ocultar su malestar con un gesto displicente. Se movía de un
lado a otro de la caravana seguido de cerca por su escolta de fanáticos. Pronto
descubrió el motivo de la dilación. Una de las ruedas de la carreta que
encabezaba la marcha se había hecho pedazos y bloqueaba el estrecho sendero que
ascendía hacia las montañas.
Molesto, azuzó a los esclavos con un látigo e increpó a sus hombres ante
aquella eventualidad. En medio de azotes y gritos consiguieron mover el
carromato para permitir que el resto de la columna retomara el camino.
Para demostrar que no toleraría más retrasos, Amuzath ordenó que uno de
los prisioneros fuese empalado a la vera del sendero. Acompañado por sus lugartenientes,
contempló en silencio el castigo de aquel miserable, un sujeto enjuto y
mugriento que había sido separado de la caterva de esclavos por varios de sus
hombres. Los alaridos de aquel desdichado no tardaron en hacer eco en los
empinados florecimientos rocosos que se alzaban a lado y lado de la senda.
Los cautivos no podían ocultar su horror al cruzar debajo de aquel guiñapo
sangriento, conscientes de que en cualquier instante podrían compartir la misma
suerte.
En medio del placer que le causaba todo aquello, Amuzath quedó mudo al
ver cómo un viejo cadavérico se separaba de la masa de miserables y se
encaminaba con decisión hacia el montículo donde se hallaba su víctima.
Se pasó la lengua por los labios al reconocerle. Maldijo por lo bajo y
espoleó la montura hacia aquel lugar, abriéndose paso a latigazos entre la
enajenada muchedumbre.
Los cabizbajos esclavos elevaron las miradas y contemplaron con estupor
el desafío de aquel anciano mugriento.
Annarkos trepó el montículo con esfuerzo, ayudado por el cayado que
sostenía con firmeza. Siguió avanzando a pesar de los gritos de sus captores y
del repicar de los cascos de los caballos que se acercaban.
Amuzath, presa de la furia,
atravesó la cabalgadura enfrente del viejo y le observó con altivez. El anciano
continuó su camino sin prestarle atención y aquello enfureció aún más al paladín
de la Horda Roja.
Enarboló el fuste y le cruzó el rostro sin compasión, arrancando un coro de
lamentos del grupo de prisioneros. El anciano rodó como un muñeco de trapo y
por un instante temieron lo peor. No obstante todos ahogaron un grito de
asombro al ver cómo Annarkos se erguía con esfuerzo y esgrimía de nuevo el
cayado.
Los xenitas apenas pudieron contener su estupefacción al constatar que
aquel carcamal enfilaba de nuevo hacia el montículo. La sangre le resbalaba por
la faz marchita y sus ojos oscuros refulgían de manera inquietante. Ni el mismo
Amuzath salía del estupor. El profeta cruzó a su lado con movimientos cansinos
y rozó con una zarpa nudosa el pie del miserable atravesado por la viga.
El moribundo se estremeció, y el gesto angustioso que le deformaba las
facciones se convirtió en una expresión de inexplicable paz al dar un último
suspiro.
Uno de los guardaespaldas de Amuzath desmontó y, con gesto furioso,
aferró el viejo del cabello dispuesto a rebanarle el pescuezo.
—¡No! —aulló
el caudillo con una mezcla de confusión y rabia—, le
necesitamos con vida, estúpido.
El bruto le miró confundido, imaginando que su señor se alegraría de
terminar con aquel anciano inservible. Pero al constatar la ira que asomaba en
la expresión de Amuzath se alejó bajando la vista.
—Separadle
de los demás —ordenó el paladín mientras observaba cómo los cautivos caían de rodillas
enfrente del profeta.
Molesto y confundido, se alejó de allí intentando asimilar todo
aquello. Por primera vez, la duda se filtraba en su escabrosa mentalidad.
****
—¿Por qué deberíamos tomar esa
ruta? —le interrogó el hachero con suspicacia.
Efrem le ofreció una extraña sonrisa y el guerrero captó la serenidad
en su rostro. Parecía que nada quedaba ya del rapaz angustiado que había
conocido días atrás. Además, los ropajes que habían hallado en las ruinas de la
fortaleza le ayudaban a cambiar su aspecto. El chico vestía unos pantalones de
lino y se cubría con una túnica de algodón bajo el embozo de la capa.
Argoth por su parte, se había apropiado de una faldilla acorazada y de
algunos utensilios que les podrían ser de utilidad durante aquel periplo.
—La
razón es sencilla —aseguró el muchacho con alegría—. El maestro me ha visitado en
sueños.
El guerrero torció el gesto y asintió pensativo. El mismo había
recibido la visita de Annarkos en más de una ocasión. Volvió la vista hacía el
sureste y siguió los pasos del muchacho.
—Según
mi mentor, una ruta antigua discurre entre los montes bajos y se comunica con
el valle de Oryum, el antiguo sitio de la ciudadela sagrada imperial. —Señaló
la profunda hondonada castigada por el sol y las colinas grisáceas que se
insinuaban como un espejismo encima del cañón—.He visto
el camino y no hay manera de perdernos. —Sostuvo la mirada del
guerrero con inquebrantable decisión.
Argoth respiró profundamente y esbozó una débil sonrisa. La cabeza de
la segur refulgía furiosa a sus espaldas.
—Entonces
no hay tiempo que perder —afirmó, invitando a su compañero a liderar la marcha.
Efrem dibujó un gesto de alivio que le devolvió la inocencia de la
juventud. Sin embargo aquello apenas duró unos latidos. Su rostro recobró la
gravedad al recordar los horrores vividos durante las últimas jornadas y el
imaginar lo qué les esperaría más allá de las montañas.
Se hallaban en
medio de la explanada y las colinas ya habían dejado de ser un espejismo para
convertirse en soberbias moles de piedra negra. Hacía varías clepsidras que
avanzaban sin descansar y el hachero comenzaba a sentir un hormigueo en las
pantorrillas. Bañado en sudor de pies a cabeza, le agradeció a los dioses por haber ocultado
el astro rey bajo un espeso manto de nubes. Se detuvo para recuperar el
resuello y contempló a su acompañante con admiración. El muchacho le había
seguido el paso sin flaquear un solo instante.
Al ver que Argoth se detenía se dejó caer sobre un cascajar que ofrecía
algo de cobijo. Bebió del odre que cargaba consigo y se pasó una mano
temblorosa por la frente perlada de transpiración.
El guerrero extrajo un trozo de cecina de su petate y se lo arrojó al
muchacho. Efrem lo atrapó en el aire y lo devoró en unos latidos. Nunca antes
le había sabido tan bien un trozo de carne salada.
—Debemos
encontrar un sitio donde resguardarnos —aseguró el hachero,
recorriendo con la vista los alrededores—. Pronto caerá la noche y no
quiero que nos encuentre en este descampado.
—¿Podemos
descansar un poco más?
—preguntó el crío con ansiedad. Apenas podía mover las
piernas y el corazón latía desbocado en su pecho.
El guerrero se recostó sobre una roca. Aquel terreno escabroso había
conseguido desgastarle. Alzó la vista al cielo y contempló el halo escarlata
que cobijaba con lentitud las cumbres montañosas y encendía el valle con un
manto sangriento.
A pesar de aquel bucólico espectáculo, Argoth intuía la presencia del
peligro. Años de vagabundeo por tierras misteriosas habían conseguido afilarle
los sentidos. Se irguió y contempló el árido paraje que se apreciaba hasta
donde alcanzaba la vista. Efrem parpadeó con preocupación al notar los
movimientos ansiosos de su acompañante.
—¿Qué
sucede? —inquirió con un hilo de voz, absorto en la faz pétrea del hachero.
Sin apartar la vista del horizonte, convertido ahora en una
impenetrable franja dorada, Argoth le indicó que guardara silencio.
Por unos instantes lo único que pudieron escuchar fue el silbido del
viento atravesando las rocas. Empero, algo comenzaba a cobrar fuerza en el
aire. Se trataba de un chillido pavoroso que se multiplicaba en los alrededores
y que consiguió erizar el vello del muchacho.
—Chacales…—apostilló
Argoth con gravedad. Se volvió hacia Efrem y sus ojos de hielo refulgían con
ansiedad—. Debemos correr, muchacho —le urgió con premura.
El chico se irguió con dificultad. Los músculos de sus piernas apenas
le respondían, pero el eco de aquel sonido infernal consiguió insuflarle de una
energía que desconocía. Por la expresión de su acompañante comprendió que se hallaban
en un serio trance.
Se estremeció al escuchar los aullidos cercanos.
Sin mediar palabra, ambos iniciaron su desesperada carrera mientras una
jauría de fieras hambrientas les pisaba los talones.
En medio de la angustia divisaron un florecimiento rocoso que se
levantaba como una isla en medio de la llanura. Aquello aumentó su
determinación y consiguió darles un nuevo aliento.
Efrem tropezó y rodó sobre la arena. Horrorizado, volvió la vista y
advirtió las formas encorvadas que avanzaban a sus espaldas. Sintió un tirón y
contempló el rostro congestionado del guerrero. Recuperó la verticalidad y
experimentó un intenso dolor en la rodilla izquierda, pero el imaginar lo que
le esperaba fue un aliciente para aislar aquella agonía en el fondo de su aterrado cerebro.
—¡Vamos! —insistió
Argoth con desesperación, echándole un rápido vistazo a sus perseguidores, los
cuales ganaban terreno de forma aterradora.
El roquedal se hallaba ya a menos de veinte pasos. Efrem tomó una
bocanada de aire y exprimió los últimos jirones de energía que aún conservaba.
La visión de aquella mole le impulsó hacia adelante en medio de un
grito desesperado. Ascendió a través de la roca tibia, sin prestar atención a
los bordes rugosos y las aristas que le arañaban la piel. Exhausto, se aferró
de una roca amarillenta y giró la cabeza para ver cómo el guerrero saltaba con
extraordinaria agilidad y evitaba las fauces del chacal que lideraba la manada.
Su alivio se convirtió en un nudo en el estómago al constatar que cerca
de una veintena de bestias se congregaban alrededor del pedregal. Gruñían y
levantaban los hocicos mientras les contemplaban con unos ojillos salvajes y
ansiosos.
Argoth permanecía en el borde, empuñando el hacha sin apartar la vista
de aquellas hambrientas criaturas. A pesar de la oscuridad que comenzaba a
cobrar vigor, aquella arma labrada despedía un inquietante resplandor azulado
que rodeaba al guerrero como un aura sobrenatural.
—Si
conocéis alguna plegaría nos vendría muy bien en este momento—
exclamó con ironía, mirando al chico de soslayo—. Estos
animales no cederán hasta roer la carne de nuestros huesos.
Efrem sintió una punzada en el pecho al constatar que aquellas alimañas
rodeaban el peñasco tratando de hallar una manera de subir.
De manera inconsciente recordó el sereno semblante de Annarkos, y deseó
con todas sus fuerzas que el profeta le acompañara en aquel instante.
Entonces un curioso hormigueo ascendió por su espina dorsal antes de
perder el conocimiento.
Ajeno a lo que ocurría con el rapaz, el hachero seguía con detenimiento
los movimientos de las bestias. Presa de un intenso desasosiego, comprendía que
no podría hacerle frente a toda la jauría. La única esperanza que tenía era la
de enfrentarles uno a uno, una labor imposible en aquel lugar.
Su corazón dio un vuelco al percibir un ligero movimiento con el
rabillo del ojo. Se volvió con rapidez para constatar con horror que uno de los
depredadores había descubierto el punto perfecto para ascender la peña. Los
ojos amarillos de la bestia refulgieron con un salvajismo elemental al ver al
humano que osaba hacerle frente. Se arrojó en medio de un espeluznante
chillido. El silbido de la hoja al caer se vio interrumpido por el clamor
angustioso del animal al verse alcanzado. Argoth sintió el sabor de la sangre
tibia en los labios al contemplar el cuerpo destrozado revolviéndose a sus
pies. Aquellos orbes salvajes aún destilaban un odio primigenio mientras se
extinguían con pavorosa lentitud.
El hachero se deshizo de aquella masa sanguinolenta y los demás chacales
se arrojaron sobre el despojo de su compañero sin miramiento alguno. Incluso
algunos se enzarzaban en furiosas lídes por un trozo de aquella carne magra.
Argoth contemplaba todo aquello con oscura fascinación, aprovechando el respiro
que le ofrecía la fortuna.
En ese momento, giró la vista y se sorprendió al notar que el muchacho
se encontraba de rodillas balbuceando algo ininteligible. Pero no tuvo tiempo
de meditar acerca de ello. Otra de las bestias había alcanzado la cima y
arremetía contra él. Lo único que pudo ver fueron los belfos babeantes y una
ristra de colmillos amarillentos cerrándose sobre su antebrazo. Agradeció a los
dioses por las pulseras de cuero que le protegían, de otro modo aquel animal le
hubiese arrancado el brazo.
Sin embargo el dolor era algo completamente diferente. Aquellas fauces
le zarandeaban con violencia y experimentó un intenso sufrimiento desde la
punta de los dedos hasta la clavícula. Por un latido angustioso, imaginó que aquel
animal estaba a punto de arrancarle de cuajo la extremidad.
Arrastrado por un crudo instinto de supervivencia, aferró el cuchillo
que portaba en el cinto y, dejando escapar un alarido desesperado, lo hundió en
el lomo de la bestia. El animal reculó, liberando el brazo del guerrero. Los
ojos salvajes ardían con furia asesina y la sangre era una mancha oscura que
descendía por su costado. Embistió de nuevo, pero esta vez Argoth consiguió
echarse a un lado y golpearle con la hoja en el vientre.
El animal se irguió con esfuerzo
para luego desplomarse sobre el charco oscuro de su propia sangre. El humano se
arrastró hasta el lugar donde descansaba el hacha con su hipnotizante
fosforescencia. Presa del pánico, comprendió que no podría combatir contra
aquellos brutos famélicos por mucho tiempo. Apenas podía mover el brazo y
necesitaba de todas sus fuerzas para blandir aquella pesada hoja. La certeza de
la muerte comenzaba a flotar como un ave de mal agüero en el fondo de su
congestionado cerebro. Pero aquello, en vez de abatirlo, consiguió despertar una
furia visceral que le recorrió los ateridos músculos como un latigazo de
energía.
—¡Vengan
a mí, alimañas infernales!
—rugió al erguirse. Un clamor ronco emanó de sus labios fruncidos
al elevar la segur. Por un instante imaginó que les tendones del hombro
estallarían en mil pedazos.
Los chacales chillaban y se movían de un lado a otro con ansiedad, sin
apartar la atención de la hoja negra que resplandecía sobre ellos. Al parecer
su intuición les advertía sobre la oscuridad que emanaba de aquel objeto de muerte.
De repente un escalofrío recorrió la nuca del guerrero al escuchar el
cántico que surgía a sus espaldas. Una melodía grave que consiguió tocarle las
fibras más intimas. Se volvió despacio y contempló embelesado a su compañero
sin poder dar crédito a lo que sucedía.
Efrem se encontraba arrodillado a pocos pasos de allí. Una expresión
exultante le llenaba el rostro y el resplandor lunar le dotaba de un matiz
etéreo y mágico. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho,
al tiempo que sus labios dejaban escapar una cadencia que no podía ser de este
mundo.
El hachero salió del estupor al escuchar los lamentos lastimeros de los
depredadores. Se giró y captó el efecto
que aquel cántico ejercía sobre ellos.
Confundidos, agachaban las orejas y ocultaban el rabo entre las patas
mientras retrocedían si parar de aullar.
A la vez que se dejaba llevar por los agudos acordes de aquel ensalmo,
el guerrero comprendió que el bienestar que navegaba a través de sus
atormentados sentidos estaba de alguna manera ligado con la milenaria sabiduría
de los antiguos xenitas. Algo en su interior le decía que la mano de Annarkos
tenía mucho que ver con lo que estaba sucediendo. En ese momento Argoth
comprendió que debería encontrar al anciano a cualquier costo.
SEIS
VORGUM OBSERVABA EL
AMPLIO cañón que se perfilaba más allá de los acantilados. Al fondo se podían
apreciar unas manchas oscuras que se asemejaba a un ejército de hormigas. A
vista de pájaro, calculó que se trataba de al menos cien hombres que revoloteaban
alrededor de media docena de carromatos que avanzaban con pasmosa lentitud a
través de aquel erial pedregoso.
Con un poco de suerte les podrían dar alcance en cuestión de mediodía.
Sin embargo, al volver la vista hacia la treintena de mercenarios que le
acompañaban, aguantó la respiración. En aquellos rostros macilentos no advertía
más que incertidumbre y furia contenida. Sospechaba que algunos le culpaban por
aquella situación. Hasta hacía un par de días eran los amos de aquel paraje y
vivían del pillaje y la esclavitud. Después de la visita de la Horda Roja, no eran más
que un puñado de miserables perdidos en medio de un territorio plagado de
escabrosas leyendas. Para empeorar las cosas, intentaban darles alcance a pesar
de comprender lo que le esperaba si caían en sus garras.
El deménida era consciente de que caminaba en la cuerda floja, pero
algo en su interior le impedía dar la espalda a la pequeña que le habían
arrebatado. Con solo pensar lo que podría llegar a sucederle, era suficiente
para sofocar cualquier vacilación. Una vez le había fallado a una niña no muy
diferente a Mikka, y las consecuencias de aquel error le habían arrastrado
hasta el pozo en el cual se desarrollaba su fútil existencia. Tras aquel sujeto
duro y cruel hubo alguna vez un hombre de honor, un oficial de caballería
imperial con un promisorio futuro por delante. Todo eso terminó aquel funesto
día que nunca podría borrar de su mente. Respiró hondo y dio la orden de
continuar a pesar del tenso silencio de la tropa.
Lo que el curtido mercenario no
podía intuir era que los problemas estaban a la vuelta de la esquina. Media
clepsidra después, un alboroto estalló en medio de la mesnada.
Giró la montura con dificultad cerca del borde del desfiladero, y se
abrió paso hasta el lugar donde acontecía la trifulca. Dejó escapar una
maldición al descubrir a Derjam, el sujeto que había reemplazado al fiel Nayid,
enfrascado en una lucha a muerte con un individuo colosal que le acosaba con un
par de alfanjes. No tenía idea de qué pudo haber ocasionado aquella lid, pero
debía detenerla a como diera lugar, si no quería tener un motín entre manos.
En ese instante, un grito agudo
brotó de los labios de Derjam al ser alcanzado por el filo del alfanje. Se
derrumbó sobre el firme, sosteniendo con angustia el muslo herido. Una mueca
enloquecida se materializó en el semblante de su rival. La sombra de la muerte
envolvió al miserable que yacía indefenso a sus pies.
Entonces, un latido antes de dar el golpe final, un haz de plata se
interpuso entre la hoja y su víctima. Derjam dejó escapar un clamor agudo
mientras un silencio sepulcral se apropió de los demás.
Vorgum había bloqueado el golpe
con maestría y sus ojos endurecidos taladraban al atónito gigante. Aquel dudó
por medio latido antes de apretar sus toscas facciones y recular para volver a
atacar.
El deménida era curtido en aquellas lídes e intuyó el movimiento de aquel
colosal contrincante. Sus reflejos, aguzados tras lustros de continuos
combates, le impulsaron a quebrar el torso hacia la derecha. Mientras realizaba
aquel ágil desplazamiento captó el escalofriante silbido del acero rozándole
las costillas. Elevó la diestra y bloqueó con un clangor metálico el segundo
hierro que poseía el gigante. Un grito ahogado surgió de las gargantas del resto
de la mesnada. Estupefactos ante lo que estaba sucediendo, no se atrevían a
decantarse por ninguno de los bandos en aquella inesperada lucha de poder.
Arrojándose hacia adelante, Vorgum se apropió de la cimitarra que
Derjam había perdido en su anterior
combate. Un segundo golpe del inmenso norteño levantó chispas del suelo,
acompañadas de un gruñido de frustración. A pesar de su hercúlea constitución,
no era más que un elefante luchando contra una serpiente. Sus pesados
movimientos, que hubiesen partido en dos a un hombre cualquiera, no eran más
que burdos sablazos frente a la despiadada velocidad del deménida. En ese
instante, todos comprendieron porque aquel endemoniado guerrero se había
convertido en su líder. Parecía jugar con el norteño, golpeando arriba y abajo
para luego aparecer en su retaguardia con pasmosa velocidad. La decisión se
esfumó en los rasgos rocosos del gigante, y en su lugar se materializó una
mueca sombría.
Vorgum, por su parte, había decidido alargar aquel combate para
demostrarle a la tropa quién tenía las riendas de la situación. Su adversario
había renunciado a la ofensiva, y se limitaba a tratar de bloquear las
estocadas y los golpes del deménida sin mucho éxito, ya que sangraba al menos
en tres profundo cortes alrededor del cuerpo.
Al advertir la confusión y el miedo en la expresión del rival, Vorgum
consideró que ya era suficiente. Se lanzó a fondo y hundió el filo de la
cimitarra entre las costillas del coloso. Aquél alcanzó a enviar un golpe que
rozó el hombro del deménida antes de doblarse en medio de un quejido sordo.
Respirando como un fuelle, el norteño insistió en continuar la lucha. Comprendía
que no existía vuelta atrás después de haber retado al caudillo.
Vorgum se plantó con frialdad y estudió con detenimiento aquel
semblante enrojecido, bañado en sudor y sangre. La herida en el hombro le latía
con saña y la linfa tibia ya le alcanzaba el antebrazo. En ese instante vaciló.
Conocía aquel hombre desde hacía al menos medio lustro. En una ocasión le había
salvado la vida en una desesperada escaramuza contra las tropas imperiales. No
obstante, aquello no significaba nada después de haberse atrevido a cruzar
aceros contra él. Hubiese podido perdonarle la vida, después de todo era el
paladín de aquella caterva de mal vivientes, pero esto hubiese significado
mostrar debilidad frente a aquella manada de lobos. Sonrió sin alegría al
constatar el temor en las miradas de los presentes.
Respiró el aire cargado del mediodía y se pasó la mano por los ojos
escocidos por la transpiración. Luego encaró al colosal norteño y por un
momento le pareció que se trataba de una efigie de piedra.
No tuvo que esperar mucho. Su gigantesco contrincante arremetió con
torpe determinación en medio de un clamor furioso que cesó de repente cuando su
espada le separó la cabeza del cuerpo.
Luego todo fue silencio y el hedor dulzón de la sangre derramada.
Ahora nadie pondría en duda el liderazgo del deménida.
Todo había cambiado
desde el incidente con el anciano. El mismo Amuzath intuía que parte de su férrea
resolución había flaqueado enfrente de aquel carcamal enjuto. Pero a pesar de las
dudas estaba decidido a encontrar la legendaria piedra de Urxos, la fuente de
aquel poder.
Sonrió para sí, frotándose los dedos huesudos. Ahora comprendía la
verdadera dimensión de aquel milenario poder. En sus manos lo haría invencible,
le convertiría en un dios viviente. No volvería a menospreciar a aquel condenado
anciano. Le mantendría con vida el tiempo suficiente para conocer el paradero
de la gema. Después se desharía de él sin miramientos. Ya había visto lo
peligroso que podía ser para sus planes. En ese momento escuchó la algarabía
que surgía entre los hombres y asomó la cabeza a través de la lona del
carromato.
Suspiró con alivio al constatar el resplandor de los minaretes en la
distancia. A pesar del tiempo, aquellas cúpulas de jade y bronce continuaban en
pie, desafiantes tras siglos de olvido. Las cruentas leyendas acerca del
antiguo pueblo xenita mantenían alejados a los ladrones de aquellas sorprendentes
ruinas. El mismo Amuzath sintió un escozor en la base de la nuca al vislumbrar
aquel erial que alguna vez fue el centro del mundo y el terror de los dioses.
A pesar del deseo irrefrenable de poner pie en el interior de la
ciudad, el caudillo de la Horda Roja
decidió acampar aquella noche afuera de las silenciosas murallas. Como todos
los descendientes del antiguo pueblo, sentía un temor reverencial por sus
poderosos antepasados y no quería despertar su ira al no realizar los ritos
apropiados.
Sin embargo Amuzath y los suyos no contaban con la persistencia de sus
enemigos. En su empecinada visión del mundo, imaginaban que aquellos experimentaban
el mismo temor ancestral por los arcaicos habitantes de aquellas tierras. Por
ese motivo ni siquiera se molestaron en montar una guardia sólida alrededor del
improvisado vivaque.
Mientras se sumergían en milenarias ceremonias de purificación, no
sospechaban que Vorgum y sus hombres se aprestaban a caer sobre ellos
aprovechando la penumbra.
—Estaremos en franca desventaja
—musitó Derjam en medio de la oscuridad. Sus ojillos nerviosos
reflejaban un brillo diamantino bajo el espejismo lunar—. Hay al
menos cuatro de ellos por cada uno de los nuestros.
Después de un largo silencio su líder respondió.
—Será
un golpe rápido y letal —aseguró el deménida con gravedad—. Yo me encargaré de ese
traidor enjuto y vosotros liberareis a los prisioneros y prenderéis fuego al
campamento.
Derjam asintió sin ocultar la preocupación que le aceleraba el corazón.
De manera inconsciente se pasó la mano por el trozo de lino que le cubría el
corte en la pierna.
Vorgum se volvió y le ofreció una sonrisa lobuna mientras le palmeaba
el hombro.
—No
os preocupéis —dijo—, apenas descubran lo que ha sucedido, estaremos a media legua de aquí
junto con sus monturas.
Lo que Derjam no sospechaba era que la prioridad de su jefe era
encontrar a la pequeña. Si sus hombres tenían que morir para ganar tiempo era
algo irrelevante. La obsesión por Mikka se ocultaba bajo aquella máscara de
fría temeridad.
—Iré
a organizar a los hombres —apostilló su lugarteniente con decisión.
Vorgum le vio reptar entre las rocas mientras trataba de sofocar la
ansiedad que le mordía las entrañas.
El deménida se deslizó a través del cascajar con el sigilo de una
pantera. Escudriñó los alrededores y después continuó con tiento para no perder
pie en aquel traicionero pedrusco. Media docena de mercenarios le seguían los
pasos, absortos en sus propios temores.
El guerrero aguantó la respiración al divisar movimiento cercano. Una
silueta se perfilaba entre las rocas a unos diez pasos de distancia.
Con un gesto uno de sus acompañantes avanzó, portando una honda. Se
trataba de un sujeto pequeño y robusto que le ofreció una sonrisa extraña al
comprender lo que debía hacer.
Vorgum le miró mientras hacia danzar aquel trozo de cuero por encima de
la cabeza produciendo un silbido letal. Cuando consideró que había tomado el
impulso suficiente, estiró el brazo y arrojó el proyectil. Desde aquella
distancia lo único que pudieron ver fue cómo su blanco se derrumbaba sin
producir sonido.
Libraron los pasos que les separaba del aquel desdichado y luego
ocultaron el cuerpo desmadejado detrás de un roquedal adyacente.
Vorgum saboreó la bilis que se agolpaba en su garganta. Comprendía que
tan sólo tendría una oportunidad. Miró hacia la muralla de oscuridad que
perfilaba la ciudad y sintió un escalofrío. Podía advertir el aire malévolo que
parecía emanar de aquel sitio como miasma pútrida. Entonces descubrió que
sentía miedo, una sensación que creyó extinguida hacia mucho tiempo. Aquello le
sobresalto, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. El cielo por encima de sus
cabezas se iluminó con decenas de saetas encendidas.
El fuego no tardó en aparecer, acompañado por el vocerío angustioso de
los xenitas. El deménida contemplaba todo aquello con una mezcla de ansiedad y
satisfacción. Los fanáticos de la Horda Roja
se desdibujaban bajo el furioso latido de las flamas que comenzaban a consumir
dos de los carromatos.
Su corazón dio un vuelco al escuchar los gritos de los jinetes
comandados por Derjam. Aquel era el momento que estaba esperando.
Los esclavistas se filtraron en medio del campamento, arrojando
antorchas sobre las tiendas y espantando los caballos enemigos. Algunos xenitas
que salieron a su encuentro cayeron ensartados o aplastados bajo los cascos de
las cabalgaduras.
Auxiliado por aquel caos, Vorgum corrió hacia el centro del vivaque,
seguido de sus fieles. Exasperado, buscaba alguna señal de Amuzath o de Mikka,
mientras decenas de figuras aterradas se atravesaban en su camino sin saber qué
hacer. El piafar de las monturas y el clamor de los guerreros inundaron la
silenciosa planicie.
Un sujeto envuelto en un trapo escarlata se arrojó sobre él. El
deménida fintó con premura y evitó la lanza destinada a destriparle. Con un
grito de rabia giró con agilidad y cercenó la mano del atacante. El esbirro del
Amuzath aulló de dolor, pero antes de caer a tierra uno de los hombres de
Vorgum le había hundido el cráneo con una maza.
Con la locura del combate latiendo en el pecho, el esclavista divisó al
fin a su odiado enemigo. El enjuto caudillo xenita trataba de organizar la
defensa, rodeado de un nutrido grupo de lanceros.
Sus ojos de reptil ardieron como ascuas infernales al divisar al
causante de aquel caos. La cabellera rubia de Vorgum resplandecía con furia
bajo el fulgor de los incendios. Amuzath encajó la mandíbula y sintió un punzón
en las entrañas al ver cómo aquel impresionante guerrero destazaba a sus
hombres con demoníaca determinación. Por unos instantes cruzaron sus miradas y
el xenita se estremeció al ver su propia muerte reflejada en aquellas pupilas
enloquecidas.
No obstante aún contaba con una carta a su favor. Desentendiéndose de
aquella masacre volvió sus pasos hacia el único carromato indemne.
Mientras aquello ocurría, los miembros de la
Horda Roja comenzaban a retomar el control
de la situación. Lo que imaginaban era el asalto de cientos de jinetes resultó
ser el osado acto de un puñado de desesperados.
Pronto los hombres de Derjam perdieron su espíritu combativo, y los que
aún seguían con vida, enfilaron hacia la seguridad de las sombras que ofrecía
la llanura. Después de todo eran mercenarios y nada podrían lograr quedándose a
morir allí.
Los que aún permanecían con Vorgum se batían en contra de aquella pared
de lanzas afiladas que despedían destellos dorados a la luz de los incendios.
Uno a uno fueron cayendo hasta que no quedaban en pie más que el
deménida y su fiel lugarteniente.
Uno de los xenitas arremetió con un hacha, pero el ágil esclavista le
evadió con soltura antes de rajarle la garganta. El miserable se deshizo a sus
pies, produciendo un gorgojeo espeluznante mientras la vida le abandonaba en
medio de un charco oscuro.
Los demás titubearon al ver cómo aquel sujeto ensangrentado había
ultimado a su campeón. Intercambiaron miradas de estupefacción sin atreverse a
avanzar, al tiempo que sus enemigos les contemplaban como bestias
acorraladas.
En ese momento, un murmullo surgió entre aquella multitud de túnicas
rojas y la figura enjuta de Amuzath hizo su aparición acompañado de un pequeña
niña.
Vorgum sintió que el mundo se le venía encima. Con el corazón apretado
advirtió la daga que resplandecía en los dedos nudosos de aquel bastardo.
—Bajad
las armas —ordenó, esbozando una sonrisa demencial.
El deménida apenas podía mantenerse en pie y respiraba con dificultad.
—¡Venid
y enfrentadme, gusano miserable!
—ladró con angustia, en un intento vano por apartar a la
chiquilla de todo aquello.
Mikka rompió en llanto al ver a su protector cubierto de sangre de pies
a cabeza mientras blandía aquella pavorosa cimitarra, rodeado de enemigos
dispuestos a aniquilarle.
Aquello fue suficiente para Vorgum. El cruento recuerdo que anidaba en
el fondo de su ser despertó de manera brutal, desgarrándole el corazón.
De nuevo se encontraba allí, entre aquellas cuatro paredes mientras el
aroma de la mirra inundaba sus sentidos. Entonces lo revivió todo con
espeluznante claridad. El dolor acumulado explotó en su fuero interno e infectó
todo su cuerpo con la hiel del sufrimiento. Vio de nuevo el cuerpo desmadejado
de su esposa, violada hasta morir. Y a pocos pasos de allí, el de la pequeña
Sonia. Sus ojos azules miraban sin ver tras el espantoso tajo que le había
degollado.
Los xenitas recularon al escuchar el terrible lamento de aquel hombre
ensangrentado. El mismo Derjam dio un respingo y le miró como su hubiese
enloquecido.
Amuzath sonrió con crueldad, rozando la garganta de Mikka con aquella
daga enjoyada.
—Bajad
las armas —ordenó sin reparo alguno—, o veréis morir a la pequeña.
—¡Dejadla,
perro desgraciado!
—rogó el deménida cayendo de rodillas, ante el estupor de
los presentes. Ninguno daba crédito a lo que veía. El furioso guerrero que
había hecho una carnicería de sus compañeros se derrumbaba gimiendo como un
cobarde.
—Haré
lo que digáis, pero no le hagáis daño —clamó Vorgum fuera de sí.
Amuzath sonreía mientras sus hombres apresaban al esclavista y a su
compañero. Aún no entendía lo que acababa de suceder, pero sospechaba que la
niña era una pieza clave de todo aquello.
—Encadenadlos
—exclamó con satisfacción—. Serán la ofrenda perfecta para nuestros antepasados.
****
La luz del amanecer
comenzaba a darle forma a los muros que les rodeaban. Las frías paredes se
convirtieron en fascinantes y macabros bajorrelieves que contaban la historia
de un pueblo extinguido siglos atrás.
Argoth se estremeció al captar la curiosa caligrafía que llenaba la
pared lateral. Se trataba de líneas
fluidas y curvas que debieron haber sido talladas por un verdadero maestro. Las
imágenes que pululaban en los muros restantes representaban extrañas ceremonias
en los cuales se entremezclaban seres humanos con criaturas amorfas y
bestiales. Una de aquellas deidades monstruosas era representada con claridad
encima del dintel del umbral. Las columnas que lo sostenían se asemejaban a los
miembros nervudos y escamosos de aquel demonio de rasgos reptilianos. Inquieto,
se preguntó qué clase de ritos impuros se habrían llevado a cabo en aquel
silencioso salón. A simple vista calculó que podría albergar al menos dos mil
almas.
El guerrero volvió la vista hacia el rincón y estudió al muchacho
acurrucado bajo la capa. Efrem se había convertido en verdadero misterio para
él. Su instinto recelaba del rapaz, sobre todo después de lo acontecido con los
chacales. Sin embargo le agradeció a los dioses por haberle tenido a su lado en
aquel brete. Las bestias les superaban ampliamente y hubiese sido cuestión de
tiempo antes de haber sucumbido a su furia elemental. Sin aquella intervención
sobrenatural no serían más que jirones y huesos pudriéndose bajo el sol del
desierto.
Otra cosa que le intrigaba era la manera en la cual le había conducido
hacia aquella misteriosa urbe. Habían caminado en la oscuridad a través de
tortuosos senderos, sorteando cualquier dificultad y alcanzando su objetivo
antes de que despuntara el alba. Todo aquello sobrepasaba cualquier lógica,
sobre todo después de saber que le seguían el rastro a hombres a caballo que
les llevaban al menos día y medio de ventaja.
La intuición del hachero le advertía que una fuerza invisible le había
arrastrado hacia aquel solitario enclave. No tenía idea de lo qué le esperaba,
pero confiaba que, llegado el momento, el acero que portaba le mostraría el
camino a seguir. De manera inconsciente apretó el mango de la segur, como si
fuese su única tabla de salvación en medio de aquella situación. Cerró los ojos
y permitió que la luz matutina le entibiara los ateridos músculos. Sin darse
cuenta, se sumergió en un profundo sueño.
Su corazón dio un vuelco al despertar. Por unos instantes se sintió
perdido en medio de aquellas inquietantes imágenes, mientras que el aire
decrepito y decadente que flotaba en aquel lugar le invadía las fosas nasales.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal e imaginó que se trataba del roce
gélido de los espíritus que deambulaban por aquella ciudad muerta, molestos
ante su intrusión.
—Aquí
estaremos seguros.
—La voz de Efrem hizo eco en las paredes—.Nos
encontramos en el salón de los Misterios —afirmó, como si alguna vez
hubiese hollado aquellos amenazantes corredores.
Argoth arqueó una ceja y contempló al muchacho con recelo.
—¿El
salón de los Misterios, eh?
—gruñó—. ¿Cómo es posible que sepas eso, jovenzuelo?
Efrem se pasó la lengua por los labios y le miró sorprendido
—Mi
maestro me lo ha dicho en sueños.
El hachero expiró con fuerza. Ya nada de aquello le podía sorprender.
—¿Acaso
vuestro mentor os ha iluminado respecto a nuestra labor en este mausoleo?
El gesto del chico se ensombreció, y Argoth creyó advertir cierta
vacilación en su expresión.
—Me
temo que no —respondió, agachando la cabeza.
Argoth se mesó la barbilla y recorrió los muros con la mirada.
—No
importa —dijo después de un largo silencio—. Sospecho que muy pronto
hallaremos a vuestro maestro.
Una chispa de esperanza devolvió el brillo a los ojos del rapaz.
Ahora no quedaba más que esperar. Por lo pronto, el hachero decidió
explorar los alrededores y alejarse de aquel desagradable lugar.
El muchacho se irguió para acompañarle, pero el guerrero le detuvo con
un gesto. No sabía qué le esperaba en aquellas ruinas y no pensaba arriesgar a
su joven acompañante
—Esperadme
aquí—apuntó en un tono que no admitía reparo—. Después
de reconocer el terreno regresaré por vos.
A Efrem no pareció agradarle aquella decisión, pero no podía hacer otra
cosa. Además, algo de razón tenía aquel sujeto. En caso de toparse con algún
peligro no sería más que una carga.
Mientras el cuerpo nervudo de Argoth desaparecía bajo aquel
escalofriante dintel, el muchacho sintió un retortijón gélido en la boca del
estómago. El miedo había regresado con más fuerza de la que podía imaginar.
El hachero no podía
dar crédito a sus ojos. Mientras sus botas removían el polvo y la arena
asentados por milenios, se sentía insignificante ante la majestuosidad de aquel
inmenso edificio. Ante él se abrían decenas de corredores repletos de estancias
circulares semejantes a la que había dejado atrás. Por un momento se preguntó
si seria capaz de encontrar a Efrem en medio de aquel laberinto indescifrable. Después
de un buen rato se topó con una amplia embocadura que consiguió deslumbrarlo.
Esperó unos momentos en la penumbra hasta que sus ojos lograron acostumbrarse a
la luz que resplandecía en el exterior.
Con cautela abandonó la titánica estructura y se encontró en medio de
una amplia avenida adoquinada, salpicada de efigies de mármol negro. Se detuvo
unos instantes, impresionado ante la perfección de aquellas moles.
Se trataba de hombres envueltos en túnicas y togas, con expresiones
grandilocuentes en sus semblantes graves y afilados. Al advertir las diademas
doradas que rielaban en sus pétreas cabezas, Argoth imaginó que se trataba de
los antiguos emperadores xenitas. A pesar del paso de los eones aún conservaban
un inquietante aire de grandeza.
Luego la mirada del hachero se centró en las curiosas edificaciones
piramidales que completaban aquel extraño espectáculo. Al volver la vista
descubrió que eran similares al gigantesco edificio que acababa de dejar atrás.
Se estremeció al constatar que los xenitas en realidad habían sido una
nación colosal. Ahora las leyendas que se contaban acerca de ellos no le
parecían tan descabelladas.
Receloso, prosiguió su camino sin dejar de estudiar con detenimiento
los alrededores. Mientras se movía a través de la metrópoli percibió que algo
tenebroso y siniestro yacía en la esencia de aquellos magníficos edificios. Un
poder dormido que consiguió revolverle las entrañas. La idea de que aquel mal
había causado la ruina de aquella fastuosa civilización cobraba cada vez más
sentido.
Se hallaba sumido en aquellas reflexiones cuando sus ojos advirtieron
un resplandor confuso en la distancia. Los instintos guerreros despertaron en
su interior. Respiró hondo y escrutó con detenimiento aquel súbito movimiento
que parecía acercarse cada vez más.
Lo que parecían destellos
difusos, no tardó en tomar la forma de un grupo de hombres envueltos en túnicas
encarnadas, como si se tratara de espectros
venidos de un mundo de sangre. El brillo de los bocados de plata de las
monturas y el acero de las picas develaban su presencia en medio de aquellas
calles muertas. Tras los jinetes avanzaban al menos cincuentas miserables,
ataviados con harapos y encadenados en fila india. Más allá, se adivinaba un
carromato que traqueteaba perezosamente a través del adoquinado.
Argoth apretó la mandíbula al captar el fulgor dorado que sobresalía en
medio de aquella maraña. Se trataba de un sujeto enjuto que portaba una coraza
escamada, sin duda el caudillo de aquella horda fanática. Entonces la atención
del hachero se fijó en el hombre que era arrastrado tras una de las monturas.
Tenía el aspecto imponente de los bárbaros de las estepas y su cabellera clara
destacaba alrededor de los sujetos cetrinos que le acosaban con las puntas de
las lanzas. Se mantenía erguido y orgulloso a pesar de las marcas del látigo
sobre su carne. Sin entender la razón, experimentó cierta afinidad por aquel
bravo deménida. Luego sus pensamientos divagaron hasta Annarkos y se preguntó
si aún seguía con vida.
Algo en su fuero interno le aseguraba que aquel anciano podría ser la
clave para desentrañar el misterio de su propia existencia. La idea de perderle
se le antojaba de alguna manera aterradora.
Esperó en silencio, agazapado como un felino, mientras aquella
procesión abandonaba la avenida principal y enfilaba hacia las torres de jade
que resplandecían en el costado oriental de la ciudad.
Había llegado el momento de regresar por el muchacho y planear el
siguiente movimiento.
La Horda Roja había alzado un vivaque en una extensa explanada dentro de las
derruidas murallas. Alguna vez aquella tierra estéril y reseca había sido un
exuberante jardín de al menos media legua de extensión, pero ahora allí no
crecían más que chamizos retorcidos y algunos arbustos espinosos. Sin embargo
el riachuelo que discurría de manera paralela a los muros lo convertían en un
verdadero vergel, si se comparaba con los edificios polvorientos que se alzaban
por doquier.
Mientras algunos hombres abrevaban las monturas en el regato, los demás
organizaban partidas de exploración hacia el interior de la urbe. Desde una
posición cerca de la orilla, y ocultos tras un juncal, Argoth y el muchacho
analizaban la situación. Desde allí podían escuchar el murmullo incoherente de
los palafreneros y sentir el fuerte sudor de las cabalgaduras que saciaban su
sed en el afluente.
—Son
demasiados —murmuró el chico con un nudo en la garganta y los ojos abiertos como
platos.
—Tal
vez eso sea nuestra mejor ventaja —replicó el hachero sin apartar la vista de la ribera.
Efrem se estremeció al escucharle. Aún no comprendía que provecho
podrían sacar de ello. Por un momento imaginó que su compañero había perdido la
razón.
Esperaron sin cruzar otra palabra, mientras el sol abrasador del
mediodía les castigaba sin misericordia. Efrem sentía náuseas y la cabeza le
daba vueltas sin parar. Aquella penuria se multiplicó cuando sus tripas
protestaron por la falta de comida. Desesperado, se volvió hacia Argoth y se
sorprendió al advertir la tranquilidad reflejada en aquellos rasgos rocosos.
—¿Cuánto
tiempo llevamos aquí?
—inquirió, tratando de controlar la angustia que le
revolvía el estómago.
El hachero le miró con aire ausente, mordisqueando una pajilla.
—Tal
vez tres o cuatro clepsidras —musitó enarcando una ceja.
El rapaz suspiró y se pasó la
mano por la mata sudorosa. Todo parecía indicar que aquel suplicio continuaría
hasta el atardecer. Sin embargo no pensaba protestar. Estaba dispuesto a
soportar todo aquello con dignidad.
—Hay
un poco de salazón en el petate —indicó Argoth al captar el malestar del chico—. Podéis
llenar el odre en el arroyo.
Los rasgos de Efrem se suavizaron al tiempo que una sensación de alivio
le recorría todo el cuerpo. Tomó un trozo de aquella carne salada y lo devoró
como si se tratase del manjar de la mesa de un rey.
—Hay
movimiento —susurró Argoth.
Efrem masticó con rapidez y bebió un largo trago de agua fresca antes
de acercarse al borde del juncal.
De inmediato advirtió el
alboroto que surgía en el campamento. Encabezados por un individuo de rasgos
huesudos, quien en aquel momento se hallaba ataviado con una curiosa túnica
ceremonial ribeteada con hilos dorados y argentos, un grupo de esbirros de la
horda arrastraban a un par de de sujetos hacia la ribera.
El corazón del muchacho se aceleró al advertir la inconfundible estampa
de su mentor avanzando en medio de aquella caterva.
—Es
Annarkos —balbuceó, presa de la emoción y el temor.
Argoth asintió con gesto sombrío, tratando de dilucidar de qué se
trataba todo aquello. Su intuición le advertía que algo malo estaba a punto de
ocurrir. Miró al chico y deseó con todas sus fuerzas que no fuese aquel anciano
la víctima propiciatoria.
—Por
los dioses…—continuó Efrem estupefacto, señalando al soberbio guerrero que era
arrastrado de una cadena ceñida a su cuello, como un perro rabioso—. Ese
es Vorgum.
El hachero parpadeó sorprendido. Volvió la vista hacia aquel altivo
individuo de mirada fiera. Aún no podía creer que se tratara del esclavista
sanguinario que había prometido eliminar. No obstante todas las piezas del
rompecabezas empezaban a ocupar su lugar en el gran plano de los
acontecimientos.
Sin duda aquel sujeto había despertado la ira de los fanáticos de la
Horda Roja, convirtiéndose en su enemigo. Aquellos
xenitas resultaron ser un rival aún más brutal que los propios tratantes. Todo
cobraba sentido en la enfebrecida mente del guerrero. Ahora comprendía que no
era otra cosa que una ficha más en aquel curioso juego de poder. Lo único que
aún no tenía claro era el papel que el viejo Annarkos desempeñaba en todo esto.
Probablemente era portador de un secreto que aquella secta anhelaba a cualquier
precio.
Sintió un dedo helado resbalando por la nuca al vislumbrar la
posibilidad de que el diabólico poder que yacía en aquellas ruinas pudiese ser
controlado por aquella banda de idólatras.
Ahora lo veía todo con diáfana claridad, como si un velo hubiese sido
retirado de sus ojos. Ahora sabía lo que los dioses implacables esperaban del
él. Una extraña sensación cabalgó a través de su piel sudorosa al comprenderlo
todo. Acarició la empuñadura del hacha y sintió aquel poder devastador
envolviendo cada célula de su cuerpo, en medio de una comunión embriagadora.
Respiró hondo y pasó los dedos temblorosos por las sienes perladas de
transpiración. Al volver la vista descubrió el gesto demudado y gris que
ensombrecía a su acompañante.
—Una
luz surgió del arma —señaló Efrem con un hilo de voz, sus ojos vítreos cargados de horror—.
Por un instante me pareció que os fundíais con aquel metal lóbrego.
Argoth esgrimió un gesto lobuno que consiguió desconcertar aún más al
rapaz. Sentía la vida inextinguible de los dioses insuflando su pecho y
dotándole de un poder ajeno a la imperfección humana.
—Es
complicado —explicó con un brillo despiadado en aquellos ojos de hierro helado—.
Ni yo mismo lo entiendo.
Efrem trago saliva y asintió. Algo malévolo y antiguo palpitaba en
aquel acero labrado y no quería tener nada que ver con ello.
—Cosas
de dioses —musitó con gravedad.
El hachero torció el gesto y las cicatrices que le recorrían el rostro
se tensaron como cuerdas de acero.
—Podría
decirse que sí —apostilló en tono agridulce.
Vorgum aspiraba con
fuerza el poco aire que conseguía introducir en sus pulmones. La correa que le
apretaba la garganta le obligaba a tomar aire con un siseo angustioso que
parecía divertir a los sujetos que tiraban con vigor de aquel yugo de piel y
metal. El deménida apretó los dientes y soportó con estoicismo el ardor de la
carne despellejada del cuello. Era tal el sufrimiento que superaba las heridas
producidas por el látigo, convertidas ahora en un rumor sordo en el fondo de su
cerebro.
Podía escuchar los jadeos ahogados de Derjam a su lado. Una mezcla de
emociones bullía en su pecho mientras era arrastrado como un perro rabioso
hasta la orilla del arroyo. El golpe seco de una contera en la base de la
columna le hizo caer de rodillas sobre aquel terreno pedregoso. Las aristas se
le clavaron dolorosamente en las rotulas, pero aguantó el clamor que se ahogaba
en su garganta. No les daría a estos bastardos la satisfacción de disfrutar de
su agonía.
En ese momento cesó la presión en su cuello y un torrente de oxígeno le
abrasó los bronquios como una inundación. Aspiró hondo como una criatura que
acaba de llegar al mundo, y luego contempló a Derjam a su izquierda. Se
estremeció al advertir el rostro deshecho de su lugarteniente. Aquel le
contemplaba con espanto desde la rendija en que se había convertido el único ojo que podía abrir. El otro no era más
que una masa informe de piel ennegrecida e hinchada.
—Derjam…
—musitó, pero no tenía palabras para aquel que había permanecido a su
lado hasta el final.
En ese instante los ojos de víbora de Amuzath se posaron sobre él.
Podía leer el desdén y la excitación en aquel rostro huesudo.
Sintió deseos de aferrar aquel cuello ceniciento y romperlo como una
rama reseca, pero cada músculo de su cuerpo se había convertido en una fuente
de agonía.
Los labios menudos del xenita esgrimieron una sonrisa cruel al advertir
la desesperación de sus rivales.
—Haré
de vosotros un ejemplo —afirmó con voz gangosa, mesándose el mentón hundido—.Así
ningún extranjero se atreverá a pone pie en los dominios del antiguo imperio.
El deménida se pasó la lengua por los labios resecos y dibujó un gesto
desafiante.
El rostro magro del caudillo de la Horda se ensombreció con aquel desaire.
Se acercó a la cara del prisionero y le golpeó con su aliento agrio
—Borrareis
ese gesto de suficiencia cuando veías a la pequeña ardiendo en el altar —apostilló
en tono lapidario—. Sus gritos serán un bálsamo para mi alma y un tormento para vuestro
corazón.
Vorgum tensó la mandíbula y se revolvió como un león acorralado. Tan
sólo las correas que amenazaban con asfixiarlo consiguieron someterle.
Amuzath se acercó de nuevo y le cruzó el rostro con el bastón de bronce
que portaba.
El deménida estuvo a punto de perder la conciencia mientras un dolor
lacerante le contraía el rostro y la sangre tibia se deslizaba por sus labios. Sin
embargo tuvo arrestos suficientes para lanzar un escupitajo sanguinolento a la
faz de su torturador.
Amuzath gruñó airado y le propinó otros dos bastonazos que le
sumergieron en un pozo de dolorosa negrura.
Los gritos de
Derjam consiguieron despertarle. Levantar la mirada se convirtió en todo un
suplicio mientras su cabeza palpitaba en una agonía despiadada.
Al ver el mazo de madera golpear las rodillas de su compañero,
comprendió el sombrío destino que le esperaba.
Otros dos esbirros de Amuzath arrastraron al miserable a través de la
grava y posaron sus brazos sobre una roca plana y gris. El inmenso martillo
cayó de nuevo y el crujido de las articulaciones estremeció al deménida.
—¡Oh,
Panek, señor de los mares y los ríos! —clamó Amuzath, elevando los
brazos al cielo—. Permitidnos acceder a la urbe sagrada sin desatar vuestra cólera. —Una
máscara demencial deformaba las pálidas facciones del xenita—.
Con humildad os ofrecemos este sacrificio que no ha sido mancillado con sangre. —Señaló
el cuerpo convulso de Derjam con un gesto teatral, y dos de sus secuaces lo
arrojaron a las aguas del arroyo.
Vorgum seguía aquella escena con el semblante demudado. Poco a poco, el
cuerpo quebrado de aquel miserable fue perdiendo la batalla en contra de las
ávidas aguas que pretendían devorarle. Incapaz de nadar a causa de las
fracturas y la roca atada al cuello, desapareció en medio de un silencio que al
deménida se le antojo aterrador.
En ese momento y sin saber por qué, la mirada del esclavista se desvió
hacia el rincón donde yacía el misterioso anciano que todos llamaban el
profeta. Los ojos de aquel sujeto irradiaban una calma inexplicable que
consiguió traerle algo de sosiego a su alma atormentada.
—Vuestro
amigo ha sido afortunado —escupió Amuzath alejándole de la vista del viejo—. A vos y a
esa condenada rapaz les esperaba un destino más funesto a manos de los dioses
de la guerra.
Vorgum apenas podía asimilar la hiel que brotaba de aquel despreciable
individuo. Aún flotaba en la extraña paz que le revivificaba los músculos y
atenuaba el dolor de sus heridas.
Buscó a Annarkos con la mirada, pero los soldados ya le acarreaban de
vuelta al campamento.
Mientras tanto, a pocos pasos de allí, el portador del hacha rumiaba lo
que haría a continuación.
SIETE
MIENTRAS SE
ARRASTRABA CON SIGILO hacia la palpitante luz de las tiendas, Argoth recordaba
la acalorada discusión que había tenido con Efrem hacia tan sólo media
clepsidra. Había esbozado su osado plan para luego escuchar la retahíla del
asustado muchacho. Sin embargo no pensaba dar el brazo a torcer. Después de
meditarlo a conciencia, comprendía que se trataba de la mejor solución. A pesar
de lo que aquello implicaba.
No obstante ahora, acosado por el frío y la excitación, se preguntaba
si el chico no tendría la razón. Tal vez liberar al profeta sería la opción más
viable. Desbaratarían los planes de la Horda
Roja de un plumazo y conseguirían escapar.
Se frotó la piel entumecida del rostro y dibujó una sonrisa amarga al
pensar en ello. Sería perseguido sin
cuartel por una caterva de fanáticos que
conocían aquellos parajes como la palma de la mano, cargando consigo a un
anciano y un rapaz inexperto. Claro que podían contar también con los
inquietantes poderes del viejo, pero si el agotamiento y el hambre le
debilitaban podían darse por muertos.
No, debería atenerse al plan que había trazado sin desviarse un ápice.
Y esa intención implicaba la participación de un miembro inesperado que el
muchacho se negaba a aceptar.
Argoth agitó la cabeza y respiró el aire gélido que flotaba por encima
del regato. Se sumergió en aquellas aguas y aguantó el aliento al advertir el abrazo
helado de la corriente lamiéndole la piel. Ahora no quedaba otra cosa por hacer
que actuar con celeridad bajo el amparo de los dioses.
Vorgum permanecía
en una constante duermevela. Los dolores habían retornado y se mezclaban con
las imágenes sombrías que le nublaban la mente enfebrecida. El rostro de Mikka
aparecía como un testigo mudo de las barbaridades que había llevado a cabo
durante los últimos años. En ocasiones, aquel semblante angelical se veía
destrozado por el filo de un hacha o por la lascivia de los hombres que se
turnaban para disfrutar de su inocencia. Sin embargo después de aquella
angustiosa espiral de violencia, la mente del deménida revivía con espanto la
muerte de su esposa y de la pequeña Sonia.
Despertó asfixiado y el palpitar de las heridas le recordó su precaria
situación. El frío le mordía con saña mientras permanecía a la intemperie,
atado a un poste en el centro del vivaque. A la izquierda se adivinaban los
cuerpos de los esclavos que dormitaban como animales, encadenados a pocos pasos
de allí. Sintió pena por aquellos desdichados, una emoción que le asombro
profundamente. Por años había vendido a centenares de seres como aquellos sin
la menor vacilación.
Imaginó que estos sentimientos florecientes estaban relacionados con la
cercanía de la muerte. Con oscura resignación entendió que no saldría con vida
de aquella condenada ciudad. Maldijo a los dioses por ello y trató de alejar la
frustración que le abrumaba al no poder salvar a Mikka de las garras de
aquellos mal nacidos. Una vez más, experimentaría la agonía que le había
endurecido el espíritu años atrás. Tal vez aquel era el castigo que merecía
después de haberse convertido en un bastardo como Amuzath y su chusma de esbirros.
De pronto un movimiento que percibió con el rabillo del ojo consiguió
esfumar aquellas oscuras reflexiones. Por un latido imaginó que se trataba de
hombres que venían a su rescate, pero sonrió con tristeza al recordar como
habían escapado en medio de la contienda, abandonándole a su suerte.
Tal vez su mente le jugaba una mala pasada, despertando una esperanza
muerta hacia largo rato. Aguantó la respiración al captar otro movimiento, esta
vez más cerca. Estremecido, recogió las piernas hasta el pecho al sospechar que
se trataba de alguna especie de depredador. Nunca había visto a un hombre
moverse con tal soltura. Pero al mismo tiempo experimentó una extraña paz. Si
había de morir, prefería ser desgarrado por las fauces de una fiera hambrienta
antes de enfrentar el escalofriante final que los xenitas tenían planeado para
él y para la niña. Por un momento, deseó que aquella criatura se internase en
la tienda de Amuzath y acabase con Mikka, ahorrándole el tormento que le
esperaba.
En medio de la incertidumbre que le acosaba escuchó el murmullo de los
centinelas que patrullaban el acampamiento. Advertía sus pasos acercándose con
desgana mientras el fulgor de las teas arañaba la oscuridad con su brillo
palpitante.
Volvió la vista hacia la pared de tinieblas donde parecía acechar
aquella bestia, y su corazón se aceleró al advertir el resplandor lóbrego que
difuminaba la penumbra. Entonces comprendió que aquel depredador era aún más
letal de lo que podría haber imaginado.
Con movimientos gráciles y acompasados, el guerrero saltó en medio de
los centinelas. En sus manos aferraba el arma más magnifica que Vorgum pudiese
haber visto en su vida. Una segur que despedía un aura azulada, labrada con
unas runas que parecían flotar en aquel espeluznante metal oscuro.
Los miembros de la Horda Roja
portaban petos de cuero hervido debajo de sus túnicas encarnadas, pero aquello
no fue impedimento para que aquel endemoniado acero les traspasara sin
misericordia.
Con un tajo horizontal, el
cuerpo del primer sujeto se deshizo como un muñeco de paja, en medio de una lluvia
de sangre y vísceras.
Vorgum contuvo el aliento al ver cómo el guerrero del hacha se
desentendía de aquel miserable y giraba en redondo para cercenar la pelvis del
rival más cercano. El acero se hincó profundamente en el hueso con un crujido
estremecedor. Un clamor que le puso los pelos de punta al deménida emanó de la
garganta de aquel pobre diablo. El hachero rasgó hacia la derecha y amputó la
pierna a la altura de la ingle.
Mientras todo ocurría, el tercer xenita permanecía paralizado en medio
de la explanada con el semblante demudado por el terror.
Pareció reaccionar al comprender que sería el próximo blanco del aquel
heraldo de la muerte. Mientras giraba en redondo para salir de allí, imaginó
que aquel titán era un enviado de los dioses para castigar su atrevimiento al
poner pie en la ciudad. Aquello fue lo último que recorrió su mente antes de
percibir el silbido del acero que le arrancó la cabeza de cuajo.
Vorgum apenas podía asimilar lo que acontecido. Se recogió contra el
poste al captar el fulgor de aquellos ojos de acero desteñido. Un escalofrío le
recorrió todo el cuerpo al ver que se acercaba. Los músculos nervudos de aquel
sujeto relucían de sangre y sudor mientras la cabeza del hacha dejaba un rastro
de líquido oscuro a su paso.
Al fondo ya se escuchaban los gritos de alarma de los xenitas y captó
cierta vacilación en aquel titán mientras volvía la vista atrás. De alguna
manera aquello le otorgó un halo de humanidad que consiguió tranquilizarle.
De improviso el filo se alzó por encima de su cabeza, y el deménida aguantó
el aliento imaginando que su hora había llegado.
Las cadenas saltaron ante el colosal impacto y Vorgum dio un respingo
al comprender que estaba libre.
El sombrío hachero le indicó que le siguiera con un leve gesto.
El deménida se irguió con dificultad a causa de las heridas, pero apeló
a sus últimas fuerzas para seguir la estela de muerte dejada por su
salvador.
Se detuvo y contempló los cuerpos destrozados con turbación. Tomó una
espada y advirtió el fulgor de las teas que empezaban a iluminar el campamento.
Allí, en algún lado, se encontraba la pequeña Mikka.
Apretó los dientes y decidió enfrentarse a los esbirros de Amuzath y abrirse paso hasta la
niña. Entonces un brazo le aferró el hombro con vigor y le obligó a volver la
cabeza.
—Seguidme
si queréis vivir —murmuró el guerrero sin vacilación. Sus rasgos rocosos y cicatrizados
le otorgaban el aspecto de una deidad primigenia.
Vorgum se tragó la ira que le caldeaba las venas y asintió con desgana.
Nada ganaría arrojándose en contra de aquella turba enajenada. Con algo de
suerte podría liquidar al menos a media docena, pero Amuzath asesinaría a Mikka
al descubrir su presencia.
Giró la cabeza hacia la ribera y la silueta del hachero se difuminaba
ya en aquellos claroscuros. Maldijo por lo bajo y corrió tras él sin apartar de
la mente el rostro de la pequeña. Sintió un doloroso vacío en el estómago al
comprender que se alejaba de ella a cada paso.
Después de sumergirse en las gélidas aguas del regato, Vorgum volvió la
vista hacia la explanada. Las antorchas parecían danzar con desesperación
mientras el viento arrastraba consigo los gritos de los furiosos miembros de la Horda Roja.
Sonrió al imaginar el desconcierto de aquellos mal nacidos al hallar
los cadáveres. No obstante el gesto se esfumó al recordar que el cuerpo de
Derjam se encontraba en algún lugar en el fondo de aquel afluente. Por un
instante pensó que los juncos que le rozaban las piernas eran los dedos de los
cientos de sacrificados en aquella condenada urbe.
Abandonaron el torrente cien pasos más adelante, al abrigo de un
roquedal que se alzaba como los dedos quebrados de un gigante. La luz de la
luna creaba misteriosas sombras a su alrededor aumentando la tensión que les
abrumaba.
El hachero permaneció en silencio por un buen rato, y lo único que el
deménida podía ver era el aura espectral que emanaba del acero que portaba. Un
miedo cerval le invadió al tratar de imaginar el origen de aquella
desconcertante arma.
Aquellos pensamientos pasaron a un segundo plano cuando su salvador se puso
en movimiento en medio de aquella sólida penumbra. Vorgum le siguió sin
pronunciar palabra y no tardó en descubrir que se hallaban bordeando los muros
de la ciudad. Avanzaron al menos doscientos pasos hasta toparse con el detrito
de lo que alguna vez fue una parte de la muralla.
Volvió la vista y se encontró con la chispeante mirada del guerrero.
Creyó advertir un atisbo de reproche y algo más que le puso la carne de
gallina. De manera inconsciente apretó la empuñadura de la espada. Pero aquel
sujeto se limitó a darle la espalda para abrirse paso a través de las
ruinas.
Al escalar el murallón las heridas se hicieron sentir de nuevo. Vorgum
respiró hondo y soportó el latigazo de agonía que le drenaba las fuerzas con
lentitud. No obstante el recuerdo de la niña fue suficiente para arrancar
energía de su fuero interno. Furioso y frustrado, libró la distancia que le
separaba de la cumbre.
Al llegar allí contempló el impresionante panorama que desvelaba el
espejismo lunar. Recorrió los edificios piramidales que refulgían de manera
siniestra bajo aquel fulgor argento, y las callejuelas que discurrían por
doquier hasta ser devoradas por la penumbra. Nunca en su vida el deménida había
sido testigo de tal grandeza. Sin embargo en medio de aquello también advirtió
el peso invisible que pendía del ambiente. Una opresión desconcertante que le arrugó
el corazón en el pecho.
¿Qué demonios querría Amuzath en aquel lugar maldito? se preguntó con
profundo estupor.
Bajó la mirada y descubrió al hachero esperándole en la base del muro. Tomó
una bocanada de aire mientras la cabeza amenazaba con explotarle.
Efrem permanecía
agazapado en un rincón. Desde hacia un buen rato había perdido el control de
los pensamientos y su mente había comenzado a jugarle una mala pasada. Cada eco
nocturno se había transformado en un escalofriante lamento y las sombras
evolucionaban en terribles demonios dispuestos a destrozarle.
Enjugado en sudor a pesar del frío nocturno, apretó los ojos y rogó a
su maestro por el sosiego que solía ofrecerle en aquellas ocasiones. Sin
embargo la única respuesta que obtuvo fue el ulular lóbrego de una lechuza en
algún lugar de aquel inmenso edificio. Sus sentidos se dispararon al captar el
roce que cobraba fuerza en el corredor. Con el corazón en la mano, se pegó a la
pared esperando lo peor.
Quedó mudo al constatar que sus
más oscuros temores se habían hecho realidad. Allí, a tan sólo un par de pasos,
dos figuras emergían de la penumbra cobrando solidez.
La estampa consumida de un hombre alto y rubio que le contemplaba con
una mezcla de estupor y sorpresa. A pesar de las heridas y los harapos, Vorgum
conservaba un aire desafiante que consiguió impresionarle. A pesar de ello,
poco quedaba del hombre que había sido dueño de su destino días atrás.
Argoth se acomodó en un rincón. El cansancio y la tensión afloraban en
sus rasgos endurecidos. Efrem le dedicó una mirada acusatoria que se estrelló
contra aquellos ojos de hielo. El muchacho había guardado la esperanza de que
el hachero al final decidiera liberar al anciano, pero ahora se enfrentaba con
la cruda realidad.
El esclavista se encontraba entre ellos y aún no podía creerlo. Por la
expresión burlona que asomaba en aquel rostro sucio y macilento, comprendió que
Vorgum adivinaba sus pensamientos.
Después de un exasperante silencio, el deménida fue el primero en
hablar.
—Os
agradecería un poco de agua —dijo con voz pastosa, contemplando el petate del muchacho.
Efrem torció la boca con desagrado, pero el duro gesto del hachero le
estremeció.
El chico dio un respingo y le arrojó un odre a los pies.
Vorgum asintió en agradecimiento. Bebió hasta saciar la sed y luego se
pasó la mano mugrienta por los labios agrietados. Respiró con fuerza y volvió
la atención hacia el rapaz que le contemplaba con ira contenida.
Le estudió con curiosidad hasta que recordó dónde le había visto antes.
Entonces dibujó un gesto de amarga ironía.
—Erais
parte de mi rebaño, muchacho —aseguró con aire cansino— ¿No es así?
Efrem tragó saliva y apretó los puños bajo la túnica. Argoth no le quitaba
la vista de encima.
—¿Cómo
pudisteis liberar a este bastardo y abandonar a mi maestro a su suerte? —protestó
encarando al hachero.
Vorgum soltó una carcajada que hizo eco en los milenarios muros que les
rodeaban.
—Ya
os recuerdo, rapaz —aseguró con sequedad—. Sois el mocoso que cuidaba del anciano. —Ladeó la
cabeza al evocar algo más—. Envié a tres hombres en vuestra búsqueda —aseguró
confuso.
—Ahora
retozan en las catacumbas de Torgart —terció el hachero con voz
cavernosa. Pasó la mano sobre la cabeza de la segur y fulminó a Vorgum con la
mirada—.Donde deberíais estar haciéndoles compañía, esclavista.
Una sensación punzante revolvió las entrañas del deménida al recordar
los cuerpos destrozados del campamento. Sin duda los imbéciles que había
enviado tras el chico habían sufrido el mismo destino.
Miró al muchacho con inquietud y luego encaró al sombrío portador del
Hacha Negra.
—¿Por
qué me habéis salvado la vida entonces? —inquirió con cautela, ocultando
el temor que le roía las tripas. A pesar de su habilidad, comprendía que no era
rival para aquel bárbaro. Si seguía con vida era producto del azar.
—Con
gusto os hubiera destripado, pero me temo que nos enfrentamos a un mal más allá
de toda comprensión.
—Argoth le contempló con ojos encendidos—.
Frente a eso no sois más que un vulgar principiante.
El deménida le sostenía la mirada con estupor.
—¿Esperáis
mi ayuda? —escupió con desdén, agitando la cabeza—. No soy
más que un mercenario —dijo arrugando los labios— ¿Qué gano yo con esto?
Argoth esbozó un gesto que consiguió inquietar al esclavista
—Para
empezar—dijo—, vuestra vida.
Vorgum parpadeó y elevó una ceja. Sabía que aquel sujeto le tenía en
sus garras.
—Además está
la niña —prosiguió, devorándole con una mirada férrea—. Ni siquiera un individuo como vos la dejaría
en manos de esos fanáticos.
—Hizo una pausa antes de continuar—. Vi lo que
le hicieron a vuestro compañero en el afluente. ¿Qué creéis que le espera a
ella?
El gesto del deménida se oscureció y un profundo dolor se aferró a sus
rasgos macilentos.
Argoth vaciló al comprender que había tocado una fibra sensible en el
corazón de aquel hombre.
—No
habléis más os lo ruego —replicó el aludido, evadiendo su mirada—. Estoy
dispuesto a enfrentar a las legiones de Torgart si es necesario.
El hachero asintió tras captar la franqueza del deménida. Al otro lado
de la estancia, Efrem agitaba la cabeza sin creer una sola palabra de su
antiguo captor.
Vorgum alzó la cabeza y sus ojos destellaron con energía
—Además,
debo confesaros que nunca abandonaría a Mikka a su suerte.
Argoth no respondió. Estaba seguro de que aquel sujeto daría la vida
por salvarla.
Amuzath no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
¿Había ofendido a los dioses con aquel magro sacrificio? Tal vez eso
era lo que ocurría. Por esa razón la fortuna le daba la espalda cuando estaba a
punto de completar la cruzada de su vida.
Volvió la vista hacia los cadáveres desmembrados y arrugó la nariz al
percibir el penetrante hedor de la sangre y las vísceras desparramadas por
doquier. Un escalofrío le lamió la espalda al contemplar el gesto de estupor de
uno de los cuerpos mutilados. Luego giró la cabeza hacia el poste solitario
donde una vez estuvo atado el deménida. Aquello en verdad le contrariaba. Era
algo que cambiaba por completo sus planes.
Al notar aquel espeluznante espectáculo imaginó que había sido obra de
alguna bestia salvaje. Sin embargo, al estudiar con detenimiento la escena,
descubrió que los cortes habían sido realizados con un instrumento afilado. Tal
vez una espada bastarda o una segur. Esto consiguió inquietarle profundamente.
La idea de que algunos de los esbirros del esclavista continuaran en la zona no
le hacía ninguna gracia, sobre todo ahora que estaba a punto triunfar.
Entonces encaró a los ansiosos miembros de la escolta. Mientras
sostenían las teas alrededor de aquella carnicería, el desconcierto se
apreciaba en sus tensos rostros cetrinos.
Amuzath sonrió y aquel gesto aumentó el estupor de la tropa. El
caudillo aún tenía varias cartas a su favor y esperaba que después de liberar a
Vorgum, los mercenarios se negarían a poner pie en el interior de la ciudadela.
Eran muchas las sombrías leyendas que corrían de boca en boca acerca de
la capital de los antiguos xenitas, y ninguna de ellas era agradable. El líder
de la Horda Roja
dispersó a los hombres y ordenó que incinerasen los restos cerca del arroyo
para no atraer a los carroñeros y depredadores.
En cuanto amaneciera enfilaría hacia las callejas abandonadas de la
urbe en busca del glorioso destino que le esperaba. Comprendía que los dioses
se podían aplacar con un buen sacrificio. Sus ojos de reptil destellaron de
manera macabra al imaginar que la carne tierna e inocente de una niña les
agradaría más que la sangre impura de un mal viviente como Vorgum. Además, contaba
con una caterva de esclavos para aplacar la sed de las antiguas deidades si era
necesario.
Luego no tendría que preocuparse más por los dioses. Con la piedra de
Urxos en su poder, incluso aquellos seres inmortales tendrían que rendirse a
sus pies como lo tuvieron que hacer miles de años atrás.
La vacilación desapareció al posar la atención en los silenciosos muros
de la ciudadela. Tras ellos se encontraba el futuro, la redención de su
adormecido pueblo. La grandeza imperial de los xenitas regresaría para someter
bajo su yugo a todos los pueblos de Anthurak. Y él, Amuzath, sería la piedra
angular de aquellas conquistas.
Se giró hacia la ribera y advirtió que las piras empezaban a cobrar
fuerza bajo el aguerrido viento nocturno. Aquellos hombres habían sido un
precio muy bajo que pagar ante la grandeza que intuía frente a sus ojos.
Considerando la situación con frialdad, comprendía que nada había
cambiado. Después arreglaría cuentas con el mugriento esclavista. Nadie podría
escapar de su poder después de haber conseguir la sabiduría de los antiguos. A
pesar de ello, aún conservaba la remota esperanza de que Vorgum intentase
recuperar a la pequeña. Alejó aquellos pensamientos con un gesto hosco, tendría
que estar loco para enfrentarse a sus seguidores en medio de la ciudad sagrada.
Aspiró el aire cargado y sonrió al sospechar que pronto llegaría el alba, y con
ella, el final de un largo camino iniciado hacia varios lustros.
Argoth avanzaba con
sigilo entre los mudos edificios que bordeaban la plaza. Había cubierto la
cabeza de la segur con una capucha de piel para evitar que algún destello
develara su presencia. Con la precaución propia de un depredador, medía cada
paso y contemplaba cada recoveco antes de continuar.
Se detuvo cerca de un recodo desde el cual se apreciaban las solitarias
estatuas de antiguos próceres bañadas por el sol matutino. Era una calle
adoquinada de más de doscientos pasos que no ofrecía cobijo alguno. Estrechó
los ojos y captó las ruinas de un templo que podrían servirle de puesto de observación.
Respiró el aire acre que flotaba sobre aquel mausoleo y dio un respingo
al percibir el peso de la maldad que se intuía en el ambiente. Entonces sus
sentidos advirtieron la presencia que se alzaba majestuosa por encima de su
cabeza. Una gran águila negra se revolvía sin afán en aquel lienzo impoluto, desplazándose
en amplios círculos por encima de la explanada. La inquietud que le carcomía
las tripas se desvaneció y tuvo la certeza de que los dioses le acompañaban en
aquella empresa. Levantó los ojos y escuchó el graznido de la gran ave mientras
viraba hacia la izquierda y desaparecía de su campo de visión.
“Izquierda” pensó con fascinación.
¿Sería aquella una señal? Tal vez. Cierto o no, decidió proseguir en
aquella dirección.
No muy lejos de allí, sus compañeros le seguían los pasos con prudencia,
atentos a cualquier movimiento en derredor. Esperaron a que el hachero
desapareciera por una calleja adyacente antes de proseguir. Efrem caminaba unos
pasos detrás del deménida, desconfiando aún de su presencia.
Argoth giró la cabeza al escuchar las piedrecillas que rodaban a sus
espaldas. No tardó en encontrarse con la mirada huidiza del rapaz y el gesto ansioso
del guerrero rubio.
Con un gesto les ordenó que agacharan la cabeza y se acercaran al muro.
Vorgum se arrastró hasta aquella posición y el hachero captó su respiración
agitada y el hedor a sudor mezclado con suciedad. Tenía el pómulo amoratado y
los labios partidos, producto de la golpiza ocasionada por Amuzath la noche
anterior. Sin embargo su mirada conservaba aquel brillo altivo propio de los
habitantes de las estepas orientales.
—¿Alguna
novedad? —inquirió, pasando la lengua por la boca reseca.
Argoth señaló un débil resplandor en la distancia.
—Se
mueven hacia el centro de la metrópoli —afirmó con un cabeceo—.
Bordean la muralla interior sin atreverse a poner pie en el corazón de la
ciudad.
Vorgum le arrojó una rápida sonrisa.
—Al
parecer temen más a sus dioses que a cualquier otro enemigo— comentó
con ironía
—¿Alguna
idea de su destino?
—inquirió Argoth con inquietud.
—El
templo de Ghotta —terció Efrem con nerviosismo recorriendo los semblantes de sus
compañeros.
—¿Cómo
podéis estar seguro de eso?
—le interrogó Vorgum sorprendido— ¿Y quién
diablos es ese Ghotta?
Efrem estaba a punto de responder que se lo había comunicado su
maestro, pero Argoth le interrumpió antes de hablar.
—No
importa —dijo—
confiad en mí, tiene toda la razón.
El deménida arrugó el entrecejo sin entender nada. No obstante, siguió
los pasos de sus compañeros a través de una estrecha callejuela.
Luego de deambular por apretados recovecos y recintos abandonados,
vislumbraron lo que parecía ser el destino de los xenitas. Se trataba de una
edificación de al menos tres niveles, coronada por una cúpula de jade veteado a
medio derruir.
Las paredes de mármol negro estaban profusamente labradas con
inquietantes jeroglíficos que representaban una sombría procesión. Justo encima
de aquellos caracteres se apreciaba la caligrafía curva y afilada que Argoth
había visto antes en otros edificios de la ciudad. El guerrero sospechó que se
trataba de un lugar importante, ya que su arquitectura cuadrangular rivalizaba
con las estructuras piramidales que abundaban por doquier.
El eco de las monturas retumbó como un trueno en medio del silencio
sepulcral que llenaba los alrededores. Unos quince jinetes desmontaron enfrente
de la inmensa escalinata que conducía al interior del templo. Tras ellos
apareció un carromato que traqueteaba con dificultad sobre el adoquinado.
Argoth captó la tensión de Vorgum al ver que de su interior descendía
una pequeñuela delgada con una llamativa melena rojiza que refulgía bajo el
sol. El deménida encajó la mandíbula sin apartar los ojos de Mikka.
Luego fue Efrem quien soltó un juramento al captar la presencia de su
mentor entre aquellos hombres. A pesar de la situación, Annarkos esgrimía una
curiosa paz en sus rasgos apretados. El hachero le siguió con la mirada hasta
que desapareció en el interior del edificio, escoltado por varios sujetos.
—No
veo la manera de acceder sin ser vistos. —Las palabras de Vorgum
resumían con crudeza la situación—. Esos malditos no se moverán de allí en todo el día —aseguró,
señalando a los xenitas que permanecían cerca de las escaleras.
Argoth suspiró y apretó los labios con inquietud. Sus ojos se posaron
en los hombres encadenados que eran empujados bajo el umbral del templo en
medio de imprecaciones.
—Además
está el problema de los números —continuó el deménida con voz queda—. Son al
menos treinta o cuarenta hombres.
El hachero se giró y le dedicó un gesto de reproche.
—Sacrificarán
a la niña —terció Efrem con un hilo de voz. En el fondo de sus ojos se insinuaba
un horror visceral que pareció contagiar a los demás.
Vorgum palideció y comprendió que el chico hablaba con la verdad,
aunque no podía explicarse cómo aquello era posible.
La vacilación y la duda que abrumaban al deménida fueron consumidas por
la furia que le devoraba por dentro. No iba a permitir que aquello sucediera
nuevamente. No perdería a Mikka como lo había hecho con Sonia y su mujer.
Entraría a ese condenado edificio así tuviera que enfrentarse a un millar de
fanáticos si era necesario.
Se irguió arrastrado por la ira irracional que latía en su pecho, pero
el firme agarre del hachero le impidió llevar a cabo aquella locura.
Se volvió con un brillo demencial en sus pupilas azuladas.
—¡Dejadme! —gruñó
airado— ¡No voy a permitir que maten a Mikka!
El gesto sobrio y firme de su compañero consiguió apaciguar la tormenta
que bullía en su interior.
—La
salvaremos—le aseguró Argoth con una convicción aplastante.
El deménida respiró lentamente y contempló la pavorosa hoja que yacía a
un lado del guerrero. Entonces comprendió que aquel metal labrado podría
destripar un ejército entero si era necesario. Esta extraña reflexión le
ofreció el sosiego que tanto anhelaba.
—Si,
la salvaremos —replicó con voz queda, tratando de convencerse a sí mismo.
Las pétreas facciones del hachero esgrimieron un esbozo de sonrisa.
—Pero
primero necesitamos un plan— reflexionó, volviéndose hacia el silencioso muchacho que les
acompañaba.
El calor reptaba
por aquellos muros de piedra como una criatura incorpórea, aumentado la tensión
que embargaba a los xenitas. Su caudillo les había ordenado prestar guardia en
las afueras del santuario y aceptaban gustosos aquella labor. Ninguno de ellos
quería saber lo que acontecería en el interior del templo de Ghotta.
Conocían a la perfección las leyendas acerca de la ciudad muerta y no
podían evitar estremecerse en medio de aquel silencio malsano que caía sobre
sus cabezas como una lápida invisible. La mayoría de ellos había seguido a
Amuzath por años, pero ahora, en presencia de aquella siniestra catedral
empezaban a dudar. Además, la espeluznante muerte de sus compañeros la noche
anterior multiplicaba el recelo que les corroía la voluntad.
En medio de aquella inquietud apenas pudieron asimilar lo que veían sus
ojos. Atónitos, estudiaban la silueta embozada que avanzaba en medio de la
calzada. Intercambiaron miradas de apremio sin atreverse a dar un paso. El
miedo descendió por sus gargantas al sospechar que se trataba de un enviado de
los dioses, un ser inmortal dispuesto a tajarlos como cerdos al igual que a sus
desdichados camaradas, como castigo por haber puesto pie en aquella urbe
prohibida.
Se irguieron despacio, aferrando las empuñaduras mientras las monturas
piafaban ansiosas al advertir la creciente tensión de sus amos.
De pronto, aquella aparición se detuvo en medio del adoquinado y les
contempló con intensidad por unos momentos que se hicieron eternos, para luego
dar media vuelta y correr como alma que lleva el diablo en dirección contraria.
Los estupefactos xenitas lanzaron un grito de batalla y se abalanzaron
tras aquella inesperada presa. La huída les había insuflado el valor necesario
para darle caza.
Poco después, dos siluetas bordeaban con sigilo la esquina de la plaza
y evitaban a los pocos centinelas que aún permanecían cerca de las escaleras,
pero con la atención puesta en la persecución que acontecía calle abajo.
Vorgum se detuvo cerca de la entrada y su corazón dio un vuelco al
notar la horrenda efigie tallada alrededor del umbral, una criatura amorfa con
un rostro colmado de dientes afilados. Supo de inmediato que se trataba de
Ghotta, la deidad a la cual entregarían la vida de Mikka. Se le heló la sangre
al pensar en ello.
Por primera vez en muchos años,
Vorgum, el esclavista, el asesino, elevaba una plegaría a los dioses en busca
de ayuda.
Annarkos respiró el
aire estancado que flotaba en el interior de la nave y percibió la hiel de la
maldad adhiriéndose a su carne como motas de polvo. Aún después de tantos
siglos aquella decadencia pútrida se resistía a fenecer.
Con tan sólo contemplar aquellos muros sombríos podía paladear el
sufrimiento que anidaba en las paredes. Una agonía enloquecedora producida por aquellos
herejes al realizar corruptos ritos de muerte y sufrimiento. Apretó los labios
con vigor al comprender que el dolor de aquellos miserables hacía eco en el
fondo de su espíritu, multiplicándose con cada latido de su corazón. No
obstante aceptaba todo esto con paciencia. Se trataba de su destino desde el
inicio de los tiempos y lo aceptaba con estoica resignación.
Esta reflexión no consiguió apaciguar la agonía que le cortaba la
respiración al ver cómo los esbirros de Amuzath arrastraban a un grupo de
hombres harapientos alrededor del círculo de jade.
El eco de sus sandalias claveteadas producía
un curioso eco en el atrio dedicado a Ghotta el implacable. Incluso podía
escuchar la respiración jadeante de los individuos arrodillados a su alrededor
como un rebaño de ovejas dispuestas para el sacrificio. Suspiró al comprender
que aquel triste pensamiento no estaba muy lejos de la verdad.
Al estudiar los seres quebrados que le acompañaban, fue consciente de
su propia mortalidad. Con aflicción, sintió el suplicio de sus rotulas
desgastadas, el hambre y la sed que le acosaban y el ardor de las muñecas en
carne viva. Sin embargo un extraño alivio le invadió al recordar que, de un
modo u otro, pronto todo terminaría.
Entonces sus ojos chispeantes se desviaron hacia la sólida oscuridad
que irradiaba de la boca del ídolo de piedra que representaba al amo del
templo.
La figura escuálida de Amuzath surgió de aquella penumbra como una
pesadilla del pasado. Ataviado con la túnica encarnada ribeteada de negro y la
máscara ceremonial que representaba la horrorosa faz de Ghotta, se asemejaba a
los sacerdotes que habían traído la ruina al poderoso imperio Xenita con su perversión.
Annarkos aguantó el aliento ante aquella pavorosa visión. Experimentó
una profunda repulsión, ya que las enseñanzas de los antiguos sabios nada
tenían que ver con aquel aberrante fanatismo. Tal vez lo que en verdad le
aterraba era saber que ambos formaban parte de la herencia de su extinta
nación, como dos caras de una misma moneda.
El caudillo de la Horda Roja
se regocijo al leer la impotencia en el rostro del anciano. Arrodillado a los
pies de su dios, no se diferenciaba de los desdichados que le acompañaban. Se
preguntó cómo aquel patético carcamal pudo alguna vez despertar la duda en su
mente. Ahora debería demostrarle quién heredaría la grandeza del antiguo
imperio. Tras quebrar su voluntad le obligaría a develarle el paradero de la
piedra de Urxos, para luego ofrecerlo como sacrificio a Ghotta. Ladeó el gesto
al vislumbrar aquella gloriosa escena.
El último de los sabios, inmolado ante el altar de su peor enemigo.
Eufórico, Amuzath se sacudió emocionado bajo las pesadas vestiduras
eclesiásticas. El mundo sería suyo, lo único que tendría que hacer ahora era
estirar los dedos y tomarlo. Extrajo una daga afilada que resplandeció bajo el
tenue haz luminoso que se filtraba a través de la bóveda derruida que se
elevaba por encima de su cabeza.
OCHO
LA ÚNICA LUZ QUE
DIFUMINABA la penumbra procedía del boquete que dividía la cúpula. Se trataba
de un resplandor opaco que se diluía entre las espesas sombras y el polvo
fétido que flotaba por doquier en aquel lugar.
Sin embargo aquella oscuridad maloliente se había convertido en el
mejor aliado de los hombres que avanzaban pegados al muro. Argoth se detenía
cada diez pasos para estudiar los alrededores, mientras su acompañante se
fundía con el entorno con la misma facilidad. A su alrededor se escuchaba el
eco de pasos apresurados y murmullos entrecortados.
Evitando el pasillo principal, enfilaron hacia los rincones lóbregos,
buscando una manera de acceder el atrio sin ser vistos.
El deménida se pegó a una de las columnas labradas al advertir un
movimiento con el rabillo del ojo. Quedó mudo al reconocer el cabello encendido
de la niña. Fue tan sólo una visión fugaz, acompañada del hosco lenguaje
utilizado por los xenitas. Por un instante tuvo el impulso de arrojarse sobre
los captores de Mikka, pero en el último momento comprendió que aquello sería
una insensatez. Lo mejor era continuar de manera clandestina y elegir el
instante adecuado, el momento justo en que todo jugara a su favor.
Se acercó a la base del muro y contempló la abertura que conducía al
segundo nivel. Argoth había conseguido remover los escombros que ocultaban el pasaje
y ahora sus ojos felinos refulgían en la penumbra señalándole el camino.
Luego de ingresar en aquel estrecho receptáculo, se vieron invadidos
por una pestilencia añeja que les revolvió el estómago. Aquel suplicio duró tan
sólo unos instantes, ya que no tardaron en alcanzar el rellano de lo que
parecía ser un palco abandonado.
Desde allí pudieron observar un atrio similar en el extremo opuesto. La
luz que inundaba el lugar a través del domo resquebrajado desvelaba unos
frescos descascarados. Sin embargo lo que en verdad llamó su atención fue la
perspectiva del corazón del templo. Al recorrer el lugar, descubrieron la
horrenda faz de la deidad magnificada en la forma de un siniestro umbral que
conducía a un círculo de jade repleto de espeluznantes signos que consiguieron
inquietarles. Y sobre aquel disco, un puñado de hombres arrodillados
custodiados por la guardia del caudillo.
Argoth dio un respingo al reconocer al anciano que le había visitado en
sueños. Sin embargo aquel viejo consumido y cansado distaba mucho del ser
sobrenatural que había visto con anterioridad. Podía leer la frustración en
aquellos rasgos marchitos. Estremecido, el guerrero se preguntó si no sería
demasiado tarde para salvarle.
Volvió la vista hacia el deménida y captó la misma ansiedad que le
consumía por dentro. Los ojos de Vorgum buscaban con desesperación a la
pequeña.
En ese momento percibió un calor conocido trepando por su hombro.
Comprendió entonces que la hoja de la segur despertaba de su letargo. Aquello sólo
podía significar una cosa: El mal acechaba en las cercanías.
El deménida giró la cabeza
hacia el hachero y su corazón se detuvo al advertir el resplandor mortecino que
se insinuaba bajo la capucha que ocultaba el arma. Sintió un hormigueo en la
base de la nuca. Levantó la mirada y se encontró con aquellos ojos grises contemplándole
fijamente.
—Al
parecer la fiesta está a punto de empezar —musitó
Argoth con gravedad.
Vorgum parpadeó y tragó saliva antes de asimilar lo que acababa de
escuchar. Apartó con esfuerzo la vista de aquel metal oscuro para posarla luego
en el disco verde que predominaba en el altar.
Apretó los dientes al reconocer a Amuzath. Aquel ser enjuto y cruel
destacaba por sus extraños ropajes. Algo siniestro estaba a punto de acontecer,
todos los sentidos de Vorgum se revolvían en su interior.
Pensó en Mikka y el terror se prendió de su corazón.
—Debo
encontrar la manera de acceder al sagrario. —Ardía de
excitación y las manos le temblaban al encarar al hachero.
Argoth respiró aquel aire viciado y asintió sin pronunciar palabra.
Sospechaba que aquel sujeto desesperado no escucharía razones, no cuando la
vida de la rapaz se encontraba en juego. Lo único que podía hacer ahora era
encontrar la manera de apoyarle llegado el momento. De todos modos la maldad
que intentaba erradicar se encontraría en el mismo lugar.
Se irguió con cautela y desvió
la atención hacia la boca oscura que se insinuaba a su izquierda. Tal vez aquel
sería el camino para llegar al nivel inferior, y desde allí, al altar maldito.
El resplandor ansioso del metal le confirmó aquella idea.
Annarkos seguía con
atención los movimientos de su enemigo. A pesar de la contención que esgrimía,
la angustia se le aferraba a la carne como un parásito insaciable. El
resplandor de la daga del caudillo de la Horda
Roja le revolvía las tripas mientras saboreaba el miedo de
cuantos le rodeaban.
Jugando con la estilizada hoja de cabeza dorada, Amuzath se desplazaba
despacio en medio de los miserables que colmaban el altar. Las fauces
hambrientas de Ghotta se adivinaban en aquella soberbia obra de orfebrería. Sin
pronunciar palabra, se detuvo detrás de un sujeto de mediana edad con los ojos
desorbitados por el terror. Sus dedos huesudos y afilados acariciaron aquella
tez sudorosa antes de hundir el filo en la garganta y trazar un sendero
sangriento de lado a lado, sin vacilación y pulso firme.
A pesar del espeluznante antifaz que le cubría el rostro, Annarkos advirtió
el brillo demencial de las pupilas de Amuzath al aferrar con una mano el
cabello del miserable que se desangraba a sus pies, en medio de un pavoroso
gorgoteo. Por un instante creyó adivinar un inmenso regocijo en aquellos ojos
despiadados. Turbado, consiguió sostenerle la mirada por unos latidos que le
parecieron eternos.
El caudillo soltó una carcajada
que retumbó en aquellos muros milenarios y se giró hacia la macabra efigie de
su dios, elevando la hoja enrojecida.
—¡Oh,
Ghotta! implacable amo de nuestro pueblo. —La emoción quebraba la voz de
Amuzath, mientras su cuerpo seco parecía querer doblar su tamaño—.
Recibid esta ofrenda de sangre para consagrar vuestra morada, y ofreced el
poder de antaño a este servidor que aún conserváis en el mundo de los hombres.
Haced de mí el instrumento para esparcir vuestro poder sobre las nuevas
generaciones, y convertidme en la espada que se hincará sin piedad en los
corazones de aquellos que os dieron la espalda.
Al tiempo que aquello ocurría, los esclavos gemían aturdidos sin
despegar la vista del cuerpo sin vida de su compañero. Se apretujaban tratando
de escapar de la sangre oscura que discurría a través de los grabados que
colmaban la plataforma de jade y parecía inundarlo todo a su paso.
Annarkos permanecía en silencio y con un gesto indescifrable. No
obstante sus ojos irradiaban una fiera determinación que no sentía momentos
antes. La muerte de aquel pobre diablo había conseguido disipar la duda y los
temores que le atormentaban. Atónito, experimentó un poder creciente que latía
con vigor en sus entrañas e irradiaba hacia el resto de su castigada humanidad.
La fatiga y el dolor se consumieron en medio de una tormenta de adrenalina que
le aceleró el corazón. Entonces entendió que la vitalidad de los hombres que
guardaron el secreto de los antiguos durante siglos, rebosaba a través de cada
célula de su cuerpo como un manantial inagotable.
En ese instante supo lo que debería hacer.
—¡Mentiras
blasfemas! —rugió con todo el poder de su voz, irguiéndose con orgullo.
Amuzath cesó las plegarías y se volvió sorprendido. Dos esbirros
corrieron de inmediato a acallar al anciano, pero un gesto seco de su amo los
detuvo.
El caudillo de la Horda Roja
le contempló por unos instantes, sus ojos diseminaban un profundo rencor detrás
la máscara ceremonial.
Avanzó unos pasos y las sandalias chapotearon en la sangre que había
vertido momentos antes. Apretó la hoja con vigor y su respiración agitada emanó
como una exhalación a través de la estrecha hendidura bajo los labios.
—Mentiras
blasfemas —repitió Annarkos con firmeza, sin apartar la vista de aquel estupefacto
sujeto—. La existencia de este lugar es una ofensa en contra de los verdaderos
hijos de Xenán.
Amuzath se libró con dificultad de aquel pesado antifaz. Sus rasgos
consumidos se encontraban cubiertos de sudor.
—¡Os
atrevéis a desafiar al único dios de los xenitas! —balbuceó
fuera de sí, pasándose la mano por el rostro húmedo —¡Al único
responsable de la gloria de viejo imperio!
—Y
de su destrucción también —replicó el viejo con desdén—. Al olvidar al Concejo de
Sabios, nuestros ancestros se entregaron a falsos dioses que les rebajaron y
les impulsaron a convertirse en tiranos.
Amuzath se arrojó sobre su némesis con pasmosa agilidad. El hedor a
sangre y sudor se filtró a través de las fosas nasales del anciano.
—Maldito
hereje—susurró a oídos de Annarkos, bañándole con su saliva—.
Ghotta se deleitará cuando llegué el momento de vuestra muerte.
El anciano volvió la vista hacia el rostro congestionado del líder de la Horda Roja. El filo de la daga
le presionaba el pecho pero aquello no le importó.
—La
vuestra es una causa pérdida —masculló el profeta conteniendo el aliento y encarando aquel semblante enloquecido—.
Nada podréis obtener de mí, ya que lo que esperáis no existe en este mundo.
La furia dio paso a la duda en los ojos excitados de Amuzath. Apretó
los dientes y de un salvaje tajo rasgó la mejilla izquierda de Annarkos.
—¡Mientes,
maldito! —aulló a todo pulmón, elevando un coro de espeluznantes ecos a través de
aquellas paredes vacías—. No sois más que un miserable embustero.
El viejo temblaba y sus manos consumidas trataban sin éxito de detener
el caudal enrojecido que resbalaba entre sus dedos. Sin embargo aquello no
consiguió opacar la firmeza de su mirada.
Al notar la reacción del anciano, Amuzath crispó los dedos y sus rasgos
cadavéricos se tornaron aún más siniestros.
—Me
diréis de una vez por todas dónde se encuentra la piedra de Urxos. —Le
señaló con la daga enrojecida mientras un profundo rencor destilaba de las
cuencas ardientes en que se habían tornado sus ojos—. Si no, os juro que haré que vuestra muerte se
extienda al menos por media cuenta.
—No
existe tal cosa —replicó Annarkos con un hilo de voz, consciente de que las fuerzas le
abandonaban a pasos agigantados a través de aquella terrible herida—.
Al darle la espalda al Concejo de Sabios os labrasteis la perdición. —El
viejo profeta tomó aire con dificultad mientras la sangre que le resbalaba por
los brazos se empozaba a su alrededor o se filtraba por la hendiduras talladas
en el altar de jade—. La piedra de Urxos es tan sólo un concepto, una idea concebida por
los maestros para ocultar la sabiduría milenaria a hombres ciegos y crueles
como vos. La única manera de obtener
dicho conocimiento es transmitiéndolo de maestro a discípulo antes de la
muerte.
Amuzath le observó por largo rato sin pronunciar palabra. El único
sonido que llenaba el ambiente era la respiración jadeante de los prisioneros y
el chisporroteo de las teas.
—No
son más que patrañas —barboteó el paladín con desconcierto. Muy en el fondo, comprendía que
si aquello era cierto, todo lo que había hecho en su vida no tendría ningún
significado. Esta angustiosa reflexión le hizo estremecer y sentir un vacío
interior que amenazaba con devorarle. Agitó la cabeza en un último intento por
alejar aquella hiel.
No podía ser verdad, se dijo con ira contenida. Nublado por la ira,
avanzó hasta donde se hallaba el indefenso anciano.
—¡No
es cierto! —aulló mientras dejaba caer toda su furia sobre aquel cuerpo endeble y
roto—¡No es verdad!,¡ No es verdad!
Annarkos perdió el sentido bajo la inclemente lluvia de patadas que le
bañó el rostro y el pecho.
Amuzath se detuvo y se pasó la mano por el rostro sudoroso. En ese
momento descubrió las miradas de temor de los hombres agolpados alrededor del
altar. Conmocionado, advirtió la duda en sus semblantes. Era la primera vez que
veía flaquear su inquebrantable fe.
—Traed
a la mocosa —ordenó excitado, contemplando el cuerpo inerte de Annarkos—.
Si os queda algo de vida, me confesareis el paradero de la gema antes de que
esa condenada rapaz arda ante vuestros miserables ojos.
Una extraña sonrisa cruzó entonces aquel semblante demencial.
—¡Traed
algo de agua para despertar a este maldito! —espetó,
respirando con dificultad—. No quiero que se pierda el espectáculo.
La angustia latía
en el corazón de Vorgum a medida que avanzaba en aquel laberinto de polvo y
oscuridad. Apenas podía respirar y un sabor añejo le llenaba el fondo de la
garganta. Nunca imaginó que aquel estrecho pasaje pudiera convertirse en su
tumba. Horrorizado ante aquella posibilidad, redobló sus esfuerzos arañando los
bordes polvorientos y utilizando su propio corpachón como palanca.
Sintió el dolor lacerante de los cortes producidos por los latigazos al
abrirse a causa del esfuerzo, pero aquello no hizo más que aumentar su
resolución de abandonar aquel lugar. Finalmente su denuedo se vio recompensado
al vislumbrar un leve destello a menos de diez pasos de distancia. Tomó otra
bocanada de aire turbio y cerró los ojos para evitar ser cegado por el polvo y
la arena que se filtraban por doquier. Después de unos latidos angustiosos, sus
dedos acariciaron la libertad.
Con el hombro movió a un lado un gran trozo de mampostería que le impedía
el paso, y lo primero que hizo al conseguir la libertad fue aspirar con vigor
el aire fresco del exterior. Entonces descubrió que se encontraba en el palco
contrario. Con alivio advirtió que esta nueva posición le permitía alcanzar el
altar con más facilidad. Sus ojos se acostumbraron a la luz que descendía desde
la cúpula rota y lo que vio en aquel instante no le gustó para nada.
Amuzath se hallaba en el centro de aquel círculo de jade, y a sus pies
se encontraba el cuerpo inerte del anciano. A la izquierda se agolpaban los
prisioneros arrodillados y uno de ellos yacía sin vida sobre la piedra verde.
Se estremeció al notar que la sangre de aquel pobre diablo había formado un
extraño símbolo labrado en la roca. Desde su posición, unos escalones más
arriba, le pareció que se trataba de la misma caligrafía curvada que había
visto en las paredes exteriores del santuario. Una sensación gélida le recorrió
la nuca al pensar en ello. Al ver a la veintena de hombres de túnica encarnada que
rodeaban el altar, se preguntó dónde estaría el hachero. Tendría que esperarle
para poder hacerles frente. Su respiración se detuvo al ver al sujeto que
arrastraba a Mikka hacia el espeluznante sagrario. La niña se debatía y gritaba
como si sospechase el infame destino que le esperaba.
En ese instante entendió que no podría esperar la ayuda de nadie.
Argoth se detuvo en
el recodo y estudió la silenciosa escalinata que se abría enfrente de sus ojos.
Una ligera corriente le acarició el rostro, anunciándole que la entrada se
hallaba muy cerca de allí. Calculó que en aquel espacio el hacha no le sería de
mucha utilidad. Cerró el broche que la sostenía sobre el hombro y desenfundó
los dos cuchillos de batalla que cargaba consigo. Se trataba de hojas anchas de
acero admelahariano, casi tan largas como una espada corta de infantería de
línea.
Gruñó al advertir su buen
balance y la manera que danzaban entre sus dedos. Escuchó un rumor creciente
proveniente de la parte superior y comprendió que había llegado el momento de
actuar. Aunque recelaba de los dioses, sabía que en aquel instante un poco de
ayuda no le caería mal. Por esa razón murmuró una breve plegaría al señor de la Forja mientras libraba los
escalones de dos en dos.
La sorpresa no pudo haber sido mayor. Al alcanzar la embocadura de la escalinata lo primero que advirtió fue
el hedor de la sangre que le invadió los pulmones. Alzó la vista y descubrió el
horroroso dintel tallado que había visto desde el palco de piedra. Enfrente se
encontraba el círculo de jade, y sobre aquella plataforma se desarrollaba un
combate desigual.
Los esbirros de Amuzath se arrojaban como hienas hambrientas sobre el titán
de cabello rubio que les hacia frente con osada maestría.
Vorgum se movía como el viento, tajando y cortando, repartiendo el
sufrimiento y el horror entre aquellos heraldos de oscuridad. Varios cuerpos
yacían desparramados sobre aquel altar maldito, saciando con su sangre la sed
de la oscura deidad del templo. Otros se arrastraban malheridos para ser
pisoteados por sus propios compañeros o morir en silencio.
Con la rapidez de un rayo, el hachero se unió a la lucha sin prestar
atención al xenita enjuto que se ocultaba en el rincón más oscuro con la niña
entre sus garras.
Con un aullido bestial, arremetió contra la masa que se agolpaba a la
diestra de Vorgum, acabando con un par de ellos sin que tuviesen tiempo de
reaccionar. Los cuchillos danzaban con precisión cortando gargantas e ingles, y
sumergiéndose en los aterrados rostros de sus víctimas.
En un rincón, Amuzath no podía dar crédito a lo que veían sus ojos.
Aquel demonio de cabellera negra y el deménida estaban acabando con dos decenas
de sus propios hombres. Entonces la esperanza latió en su pecho al ver cómo los
supervivientes de la Horda
se reorganizaban y caían sobre el gigante nervudo de rostro cicatrizado. Pero
un grito de horror y estupor brotó del fondo de su pecho al ver cómo aquel
bastardo se erguía en medio de una orgía de sangre y vísceras, blandiendo una
hoja demoníaca que parecía brillar con luz propia. Entonces los ojos de Amuzath
se cruzaron con los de aquel extraño y un pánico visceral le revolvió el
estómago. La muerte refulgía en aquella mirada acerada que parecía traspasarle
de lado a lado, como una hoja de hielo.
Y así Amuzath, el sanguinario caudillo de la
Horda Roja, olvidó sus sueños de gloria,
arrastrado por el crudo instinto de supervivencia. El mismo reflejo que impulsa
al antílope a escapar de león.
Pero no iba solo, cargaba a la pequeña Mikka consigo. La niña aullaba
con desesperación en un intento fútil por librarse de las zarpas huesudas de su
captor.
En ese preciso instante, en medio de la reyerta, Vorgum escuchó aquel lúgubre
clamor que le apretó la garganta. Le dio muerte a uno de los xenitas y se
volvió para ver cómo Amuzath enfilaba hacia el exterior con la pequeña en
brazos. Entonces un dolor agudo y lacerante sacudió al deménida de pies a
cabeza. Aquel latido de vacilación había significado su perdición. Una pica le
atravesaba de lado a lado. Sus ojos se encontraron con las facciones de su
verdugo. Un sujeto cetrino con ojos pequeños y crueles que le contemplaban con
una mezcla de estupor, miedo y decisión.
La ira y la tristeza llenaron por partes iguales el pecho del
esclavista. Apelando a sus últimas fuerzas, se arrojó hacia adelante y hundió
el cráneo del xenita que le había condenado. Se deshizo hasta caer postrado de
rodillas, con la espiga de la lanza rozando la superficie de jade. En sus
últimos momentos fue testigo de la implacable lucha del hachero en contra de
sus enemigos. Por un instante le pareció que las almas de aquellos desdichados
eran absorbidas por aquella espeluznante arma. Pero su atención se desvió hacia
el viejo que yacía a pocos pasos de allí. A pesar de sus heridas, Annarkos le
contemplaba con una curiosa tranquilidad que pareció contagiarle a su alma
atormentada. Una inexplicable paz le envolvió como un manto tibio que consiguió
aplacar la fría agonía de la muerte. Los ojos de Vorgum vieron entonces las figuras que se alzaban a
espaldas del viejo. Dos formas etéreas que cobraban solidez a medida que
repetían su nombre una y otra vez. Entonces el moribundo guerrero reconoció a
su esposa y a la pequeña Sonia. Lo último que vio fue la misericordia reflejada
en los ojos del viejo profeta, acompañada de una triste sonrisa.
Argoth luchaba con
denuedo, apresado de nuevo por el pavoroso poder del Hacha Negra. El sudor y la
sangre se entremezclaban en su rostro severo, mientras sus corazón latía a un
ritmo endiablado al bloquear, fintar y atacar con resultados desastrosos para
su rivales.
Sus ojos gélidos se abrieron como platos al ver caer a su compañero de
soslayo. Apenas pudo desviar un hacha que buscaba con ansias su cabeza. Giró en
un movimiento de barrido y escuchó al alarido del xenita al que le acababa de
cercenar las rodillas. Advirtió el horror en aquel miserable antes de que le
destrozara el pecho a la altura del esternón.
Entonces los latidos que bullían en su cabeza como el tronar de un
tambor de batalla se fueron diluyendo ante el extraño silencio que le invadió.
Apenas quedaban tres xenitas en pie. Intercambiaban miradas de horror y
estupefacción ante aquella carnicería. Los cuerpos de sus compañeros yacían por
doquier, desmembrados y destripados por aquel demonio y su monstruosa segur. A
pesar del combate, apenas unas gotas rojas resplandecían en aquel filo
azulado.
Argoth aferró la empuñadura del arma, la linfa que le manchaba las
manos apenas le permitía sostenerla con soltura.
La visión de aquel guerrero manchado de sangre fue suficiente para
aquellos sujetos. Recularon con temor, sin apartar la vista de aquel tenebroso
titán. Los pasos de aquellos cobardes inundaron el pasillo al alejarse.
Argoth se giró hacia el anciano y luego contempló el cuerpo sin vida de
Vorgum y la extraña paz que reflejaba su
semblante.
—Aún
no termina. —La voz de Annarkos era débil y a la vez firme—. Amuzath
tiene a la pequeña.
El hachero fijó la atención en aquel rostro deshecho y se sorprendió al
captar el curioso sosiego que emanaba de aquella mirada vítrea.
Se alejó de allí sin pronunciar palabra, o tal vez sin saber qué decir.
Cruzó el pasillo sin prisas, a pesar de la algarabía que provenía del
exterior.
Afuera, los supervivientes le contemplaron aterrados al verle en el
umbral del templo. Azuzaron las monturas y arrollaron al hombre que intentaba
detenerles.
Argoth respiró el aire estancado
de aquella urbe solitaria y captó algo diferente en el ambiente. En ese
instante advirtió la presencia de Efrem en la base de le escalera. La pequeña
Mikka se aferraba a su brazo y no dejaba de temblar mientras contemplaba
horrorizada al hombre quebrado que se revolvía a pocos pasos de allí.
El hachero descendió y cruzó a un lado del muchacho. La ansiedad
bailaba en los rasgos mugrientos del rapaz.
—¿Y
mi maestro? —inquirió con temor, tratando de leer la mente del guerrero.
—Adentro —respondió
aquel con sequedad, sin apartar la vista del cuerpo que reptaba en medio de la
explanada—. No le queda mucho tiempo.
Las facciones de Efrem se oscurecieron. Apenado, bajó la cabeza y
ascendió las escaleras acompañado de la niña, que no se le separaba un sólo
instante.
Amuzath se arrastraba con dificultad como un lagarto en busca de
sombra. Tenía la pierna izquierda en una posición antinatural y los cascos del
caballo que lo había arrollado le habían destrozado la columna.
Giró la cabeza con esfuerzo y encaró al silencioso guerrero que le
bloqueaba el paso.
—No
habéis ganado—jadeó en medio de un esputo sangriento—. Otros
seguirán mis pasos.
Argoth se alzó de hombros y levantó la cabeza al escuchar el graznido
del águila que flotaba encima de la urbe muerta. Decidió que aquello podría
tratarse del azar o de un mensaje de los dioses. En realidad le tenía sin
cuidado en aquel instante.
—Yo
no he ganado nada —replicó aferrando la espiga de la segur con firmeza. Los ojos de
Amuzath se abrieron alarmados—. Pero vos lo habéis perdido todo.
Un grito pavoroso emanó de los labios del caudillo de la
Horda Roja antes de que el filo del Hacha
Negra le silenciara para siempre.
*******
Cabalgaron hacia el
oeste, alejándose de las inclementes llanuras que alguna vez fueron parte del
antiguo imperio Xenita. Sin embargo en medio del silencio que les abrumaba,
Argoth detectó algo diferente en el muchacho.
A veces le contemplaba por encima del hombro y creía ver en él la
mirada del viejo Annarkos. En otras ocasiones parecía ser el mismo chico de
antes, sobre todo cuando charlaba con la pequeña Mikka, quien al parecer se
había convertido en su sombra.
Muchas cosas cruzaron por la mente del hachero mientras dejaban atrás
aquel agreste territorio y se internaban en las clementes y fértiles tierras de
la frontera admelahariana. Tenía pensado dejar a los jovenzuelos al cuidado de
un viejo conocido con el cual tenía una deuda pendiente, pero algo en su
interior le advirtió que Efrem podría cuidarse por si solo.
Entonces recordó que en medio de todo aquello existía una confusa
profecía que nunca escuchó.
Al hablar de aquello una noche estrellada en medio de una bucólica
campiña, Efrem le ofreció una sonrisa que le recordó al viejo profeta y, a la
luz de la hoguera, le relató la historia que tanto quería escuchar.
FIN.