Bueno,amigos. Después de haber realizado las correcciones de rigor, os dejo el capítulo completo. Espero que sea del agrado de todos.
I
El caminante
EL SONIDO DEL ACERO se alzaba por encima del gemido del viento que rivalizaba con la violenta lid que se llevaba a cabo en el fondo de la explanada.
En medio de aquel erial, tres hombres se batían en una tormenta de golpes y fintas que no parecía tener fin. Dos de ellos arremetían contra el tercero, un sujeto joven que se movía con una agilidad envidiable, armado con un espada que aparentaba tener vida propia. Mientras la desesperación y el cansancio comenzaban a aflorar en los bruscos semblantes de los bandidos, los ojos del tercer espadachín refulgían con determinación bajo una expresión de rasgos endurecidos. Era uno con su acero, y cada movimiento desembocaba en un golpe que buscaba con ansia la carne rival. Al fin, uno de los malandrines bajó la guardia, fue tan sólo un latido, pero fue suficiente para que medio palmo de metal se le incrustara entre las costillas, traspasando el coselete de cuero y reventándole un pulmón. Un alarido desgarrador retumbó mientras el hombre se desplomaba sobre el firme. Lo último que vieron sus aterrados ojos fue aquel endemoniado filo buscando su garganta.
El otro forajido reculó al advertir el sonido húmedo de la hoja al abandonar el gaznate de su compañero. Mientras observaba atónito los últimos estertores del cuerpo a sus pies, comprendió que había sido un grave error haber atacado aquel solitario viajero. Estremecido, alzó la cabeza y estudió con detenimiento la faz de hierro que le contemplaba en silencio. Un miedo cerval le apretó la garganta al constatar la furia que ardía detrás de aquella mirada. Por unos momentos imaginó que se encontraba frente a un lobo hambriento y no un ser humano. El hombre comenzó a desplazarse con la agilidad de una pantera, unos movimientos suaves y decididos que al mal viviente se le antojaron letales. Horrorizado, se volvió en busca de una posición ventajosa desde la cual pudiese hacerle frente, pero ese latido de vacilación fue su peor error. Apenas pudo bloquear el filo de la hoja con un torpe doblez que les hizo caer en un punto muerto. Un sudor frío le recorrió la nuca al notar el filo brillando a pocos dedos de su mejilla. El hedor acre de la sangre que manchaba la punta le revolvió el estómago. De repente el forastero apoyó todo el peso de su cuerpo sobre la empuñadura, logrando que el acero se deslizara sobre el canto de la hoja rival, en medio de un horrendo chirrido que no se detuvo hasta que el filo saltó sobre la empuñadura de la falcata y consiguió cercenar varios dedos a su paso.
El forajido gritó con todas su fuerzas al sentir aquella pavorosa gelidez mutilando sus extremidades. La espada cayó de la mano destrozada y la certeza de la muerte le envolvió en su tenebroso sudario.
—¡Piedad! —chilló con desesperación, mientras un dolor agudo comenzaba a taladrar su cerebro.
—La piedad es un lujo que los de mi clase no se pueden permitir —replicó el forastero con indolencia. Ni siquiera la victoria consiguió arrancar un gesto de aquel semblante de hielo.
El bandido se apretaba el muñón con manos temblorosas, intentando sin éxito detener el río de sangre que manaba de la herida. Una intensa agonía se apreciaba en aquel rostro ceniciento.
Por unos instantes el caminante sintió pena por el pobre diablo. Sin embargo el código silencioso que regía su vida consiguió enterrar el leve retoño de humanidad que amenazaba con aflorar a la superficie.
El sujeto a sus pies tampoco fue ajeno a la lucha interna que se sucedía en el corazón del extraño. Podía advertir la tensión que se insinuaba tras esas facciones apretadas. Entonces soltó un suspiro de alivio imaginado que tenía esperanza de salvarse, pero estas cavilaciones se vieron interrumpidas por el rápido movimiento de la hoja al cercenarle la cabeza.
El sol del mediodía se filtraba a través de los altos ventanucos de la estancia, dando vida a las partículas de polvo que flotaban en el aire. El anciano se pasó la mano por el cuello sudoroso mientras se concentraba en los pergaminos que tenía enfrente. A su lado, una lamparilla de aceite daba sentido a los jeroglíficos plasmados en aquel cuero endurecido cientos de años atrás. Los dedos del viejo, aunque castigados por la artritis, aún conservaban la firmeza que le habían dejado décadas de servicio en las legiones. El crujido de la puerta llamó su atención, arrancándole de la modorra que le entumecía los músculos. Levantó la vista y tan sólo pudo discernir la silueta rodeada de luz que invadía el recinto. Las hojas se cerraron de nuevo y las pupilas del carcamal tardaron unos latidos en acostumbrarse a la penumbra. Parado enfrente de la mesa se encontraba un hombre espigado, embozado en una capa marrón. Sus facciones afiladas apenas se apreciaban a través de la tela, pero la intensidad que radiaban aquellos ojos oscuros consiguió alarmar al veterano. Hacía mucho tiempo que Aderius no se enfrentaba con la mirada de un guerrero, de un luchador de pura casta. Alguien muy diferente a los carniceros que pululaban como la peste en aquella tierra maldecida por la guerra y la hambruna.
El extraño le contempló por unos momentos que se hicieron eternos, como si escudriñara los rincones más profundos del alma de anciano.
—El Concilio os manda sus saludos, Aderius de Helk —susurró una voz suave que emanaba del interior de la capucha.
El semblante del viejo se tornó pálido como una loza de alabastro al escucharle. Una sensación fría le revolvió las entrañas al recordar unos años que hubiese querido dejar atrás.
—No se de qué me habláis, forastero —replicó con tono firme, evadiendo el escrutinio del recién llegado—. Soy tan sólo un escribano de poca monta y en nada puedo ayudaros.
El desconocido no dijo nada, se limitó a clavar aquellos inquietantes ojos sobre su interlocutor.
—El Concilio nunca olvida a sus deudores —dijo con tensa suavidad.
El sudor perlaba las sienes de Aderius, mientras desviaba la atención hacia el leve fulgor de plata que se insinuaba debajo de la capa. Se pasó el dorso de la mano por la frente, tratando de ocultar de mal modo el miedo que comenzaba a apretarle el corazón. La sola mención del Concilio le arrastraba hasta los oscuros días de su juventud, como si se tratase de una pesadilla.
—Os repito que nada puedo hacer para ayudaros, forastero —repitió tratando de darle un tono autoritario a su voz, pero sólo consiguió exhalar un leve gemido.
Una expresión similar a una sonrisa afloró en la tez perfilada bajo el embozo. La mano del extraño se perdió en el interior de la capa y Aderius sintió un escalofrío. No obstante, la sangre volvió a dar vida a sus facciones al notar que extraía un medallón que refulgía levemente entre sus dedos. El viejo desvió la mirada hacia el rostro del extraño y luego hacia el objeto que aferraba con respeto reverencial, como si se tratara de una ofrenda divina.
Al notar la incertidumbre impresa en la vista del escribano, el viajero dejó rodar la pieza de orfebrería sobre la mesa repleta de pergaminos.
La joya era digna de un rey. Se trataba de un macizo círculo de plata con filigrana de oro, que pendía de una cadena adornada con eslabones de bronce en forma de espadas. No obstante todo aquello palidecía frente al rubí en forma de balanza que sobresalía en el medio del disco.
Aderius no resistió la tentación de tomarla entre sus dedos, hechizado por la figura que formaba la gema. El viejo legionario soltó un sonoro suspiro al constatar que el símbolo del Concilio refulgía en sangre bajo el reflejo de la lámpara de aceite.
—Tan sólo el equilibrio puede mantener el mundo en marcha… —musitó con resignación, consciente de que no podría escapar a su destino.
—…Y las espadas del Concilio están allí para mantener este balance —contestó el forastero, con un lema que había pasado de generación en generación por cientos de años. Una frase que en los labios equivocados podría traer funestas consecuencias a quién se atreviese a mencionarla.
El recién llegado se libró de la capucha, y sólo entonces Aderius pudo constatar, con cierta sorpresa, que se trataba de un hombre bastante joven. En sus días los maestros del Concilio nunca hubiesen permitido que el peso de una misión recayera sobre los hombros de un crío como aquel. Pero los tiempos habían cambiado. La guerra amenazaba con desintegrar el otrora poderoso imperio de Admelahar, y tal vez el sagrado equilibrio que profesaba la orden tuviese que reestablecerse de manera desesperada, valiéndose de todos los medios que tuviesen a su disposición. Pero a pesar de su recelo hacía el extraño, Aderius tenía que reconocer que la marca del guerrero se advertía en todo su humanidad. No pudo apartar la vista de las extremidades largas y nervudas y del vientre plano que se insinuaba debajo del coselete de cuero que le protegía desde la garganta hasta la cintura. El veterano imaginó que detrás de esa figura económica se agazapaban años de duro entrenamiento y privaciones. Era consciente de que los servidores de la balanza eran los guerreros más duros que había conocido, incluso más que los hombres que servían en las legiones imperiales. Desde pequeños eran imbuidos en un fanatismo oscuro que conseguía borrar de sus mentes todo atisbo de piedad y humanidad, un pequeño precio a pagar para mantener el caos alejado de las tierras de Anthurak, o por lo menos eso solían repetir hasta la saciedad los maestros de la orden, mientras trataban con una brutalidad inconcebible a sus discípulos.
Los duros ojos del muchacho alejaron al anciano de sus reflexiones. Al contemplar aquel rostro de rasgos afilados, Aderius percibió un fanatismo nocivo emanando por cada uno de sus poros. Sintió pena por el crío. Nunca conocería la paz o el amor de una mujer. Su vida transcurriría en medio de la zozobra y la conspiración, en una existencia en la que la elección nunca había formado parte.
—No os preocupéis —exclamó el joven con frialdad, ajeno a las meditaciones del viejo—, vuestros esfuerzos serán bien recompensados.—Dicho esto, arrojó una bolsa repleta de dragones de oro sobre la mesa. El sonido del metal al caer retumbó por las paredes de la estancia y pareció flotar en el aire por unos momentos.
El veterano enlazó los dedos sobre los pergaminos y esbozó una sonrisa amarga, pensando que quizá estaba demasiado viejo para aquellos menesteres.
—Decidme forastero —inquirió con recelo —¿Qué podría hacer por vos un humilde escribano?
De nuevo una sonrisa iluminó aquel semblante pétreo, dándole por unos latidos la apariencia de un muchacho corriente.
—Conozco vuestra historia, Aderius de Helk —apostilló con sorna—.Nadie manejaba el acero como vos, o por lo menos eso aseguraban los maestros.
El aludido se removió con inquietud al rememorar algunas cosas que hubiese preferido enterrar en lo más recóndito de su cerebro.
—Habladurías sin fundamento, palabras de necios —replicó en tono de hastío, haciendo caso omiso de aquel comentario.
El recién llegado le estudió por unos instantes, recobrando la expresión que le caracterizaba. Se alzó de hombros y sus ojos despidieron un fulgor sombrío.
—Cómo queráis, anciano —exclamó con un deje de desprecio. No podía entender cómo alguien no pudiese sentirse orgulloso de un pasado como aquel.
Recorrió el lugar con aire inquisitivo y luego se volvió de nuevo hacia Aderius.
—Necesito vuestra ayuda para penetrar en la fortaleza de Phaddim —dijo, apoyándose con firmeza sobre la mesa.
El veterano abrió los ojos de par en par, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar. Le contempló enmudecido sin saber qué decir. La fortaleza de Phaddim era un bastión inexpugnable, ni siquiera un ejército con armas de asedio podría arañar sus gruesas almenas.
—Pero eso es prácticamente imposible… —aseguró con un hilo de voz.
El rostro inexpresivo del servidor del Concilio no mostró sorpresa ante aquella respuesta.
—No os digo que organicéis una revuelta, anciano —replicó con sorna—. Tan sólo os pido que encontréis una manera de hacerme entrar. Del resto me encargaré yo.
Aderius se mesó la barba y frunció el ceño. Sin duda la petición del forastero le metía en una camisa de once varas, sin que pudiese hacer nada para evitarlo. Negarse a prestarle ayuda a un hermano del Concilio era firmar una sentencia de muerte. De un modo u otro tendría que hacer ingresar al rapaz al interior de esos infames muros.
—Usad vuestro cerebro, viejo. Mi maestro me aseguró que si alguien podría hacerlo, ese seríais vos.
Aderius maldijo por lo bajo, pero ya no podía hacer otra cosa.
—Dejadme pensar hasta mañana —afirmó, pasándose la mano por la blanca cabeza—, os tendré una solución para entonces.
El extraño asintió y, después de embozarse en la capa para salir de allí, la voz quebrada del viejo le detuvo en el umbral.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —le interrogó con curiosidad—. Las tropas del Barón tienen bloqueados todos los caminos.
—No todos, escribano —respondió el caminante con expresión sombría—. Aún quedan los senderos de las montañas de Cobre.
—Ahora convertido en un erial infestado de bandidos —exclamó Aderius sin ocultar la sorpresa.
—No tenéis que decírmelo, lo sé de primera mano —aseguró con una mueca escalofriante que dejó helado al viejo legionario.
¡¡¡¡WOW!!!!!!!
ResponderEliminarPor favor pasa a decir algo de mi batalla.
Esta de plano, dificil de revisar porque es absorvente.
Aderius es alguien interesante de reclutar. . .
Hola Alyana, claro que voy a pasar a decir algo de tu batalla, amiga mía.
ResponderEliminarUn abrazo.
Un capítulo excelente. Empieza con acción y termina sembrando la intriga de qué buscará el legionario en la fortaleza.
ResponderEliminarEstá muy bien escrito. Será una gran novela.
Saludos,
Nando, muchas gracias por tu opinión. Los comentarios y el interés de los lectores es lo que nos mantiene pegados al ordenador relatando historias.
ResponderEliminarUn abrazo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy bueno, envolvente, facil de entender, muy bien narrado, sobre todo la pelea. Queda uno ligado a la trama inmediatamente.
ResponderEliminarSerá un éxito tu novela.
Te felicito
Hola Luis, muchas gracias por tus comentarios, y bienvenido por estos lares.
ResponderEliminarAhora con la recuperación del tobillo he estado revisando los últimos capítulos para tener un final emocionante.
Un abrazo.