Publicado en Ragnarok No. 8 y Action Tales
I
Al filo de la penumbra
El ladrido de un
perro era lo único que rompía el mutismo sepulcral que reinaba en las
callejuelas que conducían al Palatino. Las mismas calles que durante el día
bullían de actividad, se convertían en un mundo de zozobra al caer las sombras.
Un lugar plagado de peligros donde la muerte acechaba en cualquier recoveco.
No obstante aquello no parecía arredrar a las dos figuras que se pegaban
al muro para evitar el tímido reflejo que ofrecía la luna. Embozados en capas
negras, apenas se distinguían de la oscuridad que amenazaba con devorarlos en
cualquier instante. Se desplazaban con agilidad, atentos a cualquier imprevisto
que pudiera develar su presencia. Se detuvieron al captar un leve resplandor
rompiendo las tinieblas. Recularon hasta un amplio portón a media calle de allí,
buscando un rincón lóbrego donde ocultarse. Esperaron en silencio hasta que la
patrulla de soldados cruzó enfrente de ellos sin reparar en su presencia. La
luz de las antorchas desapareció en un sendero adyacente y el espejismo nocturno
tiñó de nuevo el empedrado, permitiendo que continuaran la marcha hacia su enigmático
destino.
Después de un buen trecho a través de una amplia calleja, rodearon el
templo de Juno internándose por un pasaje que desembocaba en una pequeña
plazoleta, que a su vez conducía a un portón tallado con motivos etruscos.
Se acercaron con vacilación y tocaron tres veces la inmensa puerta de
cedro, sin duda la señal convenida para acceder al interior. Esperaron por unos
latidos, mientras una corriente que se filtraba por aquel laberinto de piedra y
argamasa les mordía la carne con saña.
El crujido de la madera retumbó como un trueno en medio de la quietud
que les embargaba. Un hombrecillo enjuto apareció portando una lámpara de
aceite. Sus ojos bailaban enloquecidos bajo el pulsante destello de las flamas.
Agachó la cabeza y les permitió ingresar sin pronunciar palabra.
Los encapuchados fueron conducidos hasta un gran salón que se
encontraba adornado con tapices y llamativos frescos. En el centro de la
estancia, una fuente con frutas y un ánfora de vino descansaban sobre un
escabel con patas de marfil. Dos braseros de bronce ardían en las esquinas,
llenando el ambiente con un agradable aroma de pino y azafrán.
—Al parecer
nuestro anfitrión es bastante generoso —comentó uno de ellos, librándose del embozo. Tenía
el rostro aceitunado y el cabello cortado al ras. Sus rasgos eran toscos y
campechanos, pero el aire de dureza que irradiaba su mirada le dotaba de un
aura de peligrosidad. Se acercó al banquillo y sirvió un poco de vino en una
orza de barro.
El otro sujeto permanecía impertérrito, escudriñando las sombras que le
rodeaban sin apartar la mano de la empuñadura del gladio que descansaba bajo la
capa.
Su compañero dibujó una extraña sonrisa y mordió con avidez una manzana
verde. El crujido de la fruta reverberó en los callados muros.
—Vamos, Flavius
—exclamó
con aire burlón—. Bajad la guardia tan siquiera un instante. Os puedo asegurar que estamos completamente a salvo en este lugar.
Flavius Crasus le miró con intensidad. Sus ojos grises refulgiendo como
fuego helado.
—Permanecer en
guardia me ha mantenido con vida, Cayo —respondió con sequedad.
El aludido se alzó de hombros y le pegó otro mordisco a la poma que
descansaba entre sus dedos, restándole importancia al asunto.
Entonces el repicar de pasos en el corredor alertó sus sentidos. Volvieron
la vista hacia las figuras que irrumpían en el salón en aquel preciso instante.
Flavius se estremeció al reconocer al hombre espigado que lideraba la
comitiva. Tres individuos con aspecto macabro le escoltaban. Portaban espadas
cortas y dagas y se protegían con gruesos coseletes de cuero.
El noble se detuvo en medio de la estancia y contempló al legionario
con detenimiento.
— ¿Imagino que
me habéis reconocido? —inquirió con altivez, sin apartar la vista de Flavius.
—Si señor —respondió el
legionario—. Sois Elio Flaminio, el Edil de Roma.
El aristócrata esbozó un gesto de asentimiento que destacó sus grandes
ojos negros. Tenía los labios finos y el cabello ensortijado.
—Y vos sois
Flavius Crasus —aseguró con una débil sonrisa—. No es casualidad que os encontréis aquí esta
noche. —Aquellas palabras llenaron de inquietud el corazón del guerrero—. Servisteis a
mi padre con honor en la Galia Cisalpina
—continuó—, aún os tiene
en gran estima.
Flavius recordó aquellos días y respiró con fuerza. Nunca imaginó que
aquel poderoso senador tuviera espacio en su mente para un simple soldado que
la había salvado la vida en una celada. Desde luego no después de tanto tiempo.
Elio Flaminio se acercó y pasó un brazo por el hombro del sorprendido soldado.
—Fue por
recomendación de mi progenitor que os hice traer esta noche —confesó,
mirándole a los ojos con atención—. Me aseguró por el mismo Júpiter que podría
confiar en vos ciegamente.
Flavius tragó saliva, tratando de asimilar en su totalidad aquella
revelación.
—Os aseguro que
podréis hacerlo, mi señor —respondió, sin analizar las consecuencias que esas
palabras le pudieran acarrear.
El rostro del Edil se iluminó. Sus ojos ardieron como pozos de fuego
oscuro.
Se volvió hacia los presentes y apretó los labios.
Flavius miró a Cayo y advirtió el recelo en la expresión de su
camarada.
—Lo que os voy
a revelar no puede salir de estas cuatro paredes— anunció Flaminio con
gravedad. La tensión se apoderó de los semblantes de los recién llegados,
mientras comenzaban a preguntarse en qué demonios se estaban metiendo.
—Esta misma
tarde me han llegado noticias desalentadoras de Campania —aseguró con aire
sombrío—. Al parecer los samnitas planean un nuevo levantamiento contra la República.
Flavius sintió un nudo en el estómago. La última guerra civil había
devastado la península y cobrado la vida de demasiados hombres. Al mirar a los
demás comprendió que compartían su inquietud.
—Al parecer
llevan planeando esta acción por varios meses, y fuentes fidedignas me aseguran
que dicha revuelta se llevará a cabo en muy pocos días.
El silencio se espesó en la estancia. El único sonido que podía
escucharse era el crujido de las ramas de pino chisporroteando en los braseros.
—Mi señor —le interrumpió
Flavius con cautela.
El Edil se volvió hacia él sorprendido.
—Disculpad mi
atrevimiento —dijo— ¿Pero qué tenemos que ver nosotros con todo esto?
Elio Flaminio se pasó la mano por la barbilla y suspiró con lentitud.
—Vosotros sois
la clave para que esta amenaza sea conocida por el Senado.
Una sombra de desconcierto se perfiló en los cincelados rasgos del
legionario. Sin saber cómo, se veía abrumado por eventos que iban más allá de
su comprensión.
—¡Pero
necesitáis de tribunos y senadores para ello! —terció Cayo con el
rostro convertido en un antifaz de palidez—. No somos más que dos
simples centuriones y…
—¡Basta! —le
interrumpió el Edil con un violento ademán, agitando la cabeza.
—La verdad es
que no sabemos en quién confiar —prosiguió Flaminio descorazonado—. Al parecer
algunos mercaderes extranjeros apoyan la revuelta y la ciudad está infestada de
espías samnitas, esperando el momento oportuno para sembrar el caos. —Recorrió los rostros
circunspectos y asintió pensativo—. Lo que necesitamos es actuar con sigilo y urgencia
en este asunto. Por eso solicitamos vuestra ayuda en primer lugar.
Flavius intercambió una rápida mirada con su compañero y aguantó el
aliento..
—Haremos lo que
sea por el bien de Roma —aseguró, apretando la empuñadura de la espada con toda la firmeza que
pudo amasar.
Flaminio se mordió el labio inferior al tiempo que perdía la vista en
el resplandor de los braseros. Luego se giró hacia uno de sus silenciosos
guardaespaldas y le indicó algo con un leve gesto.
El hombretón desapareció en el corredor, dejando tan sólo el eco de sus
pisadas sobre el mármol.
—Mi padre
estará orgulloso de vos, centurión —comentó el Edil, frotándose las manos antes de
servirse una copa de vino.
—Soy un
servidor de la República,
mi señor —respondió Flavius con respeto—. Es mi deber protegerla a toda costa.
—Os aseguro que
después de ésto recibiréis una merecida recompensa —continuó el patricio con
un gesto enigmático y una leve sonrisa aleteando en la comisura de sus labios.
En ese instante, Flavius advirtió la codicia refulgiendo en los ojos de
su camarada. Si había algo que hiciera arder el corazón de Cayo, era el brillo
del oro entre sus dedos. Iría hasta el mismo infierno por un puñado de
sestercios.
Sus meditaciones se vieron interrumpidas por el regreso del partidario
del Edil. No pudo evitar la turbación al ver a los tres individuos que le
acompañaban.
Se detuvieron en el centro de la sala e intercambiaron unas rápidas
palabras con Elio Flaminio. De vez en cuando le dedicaban una mirada recelosa a
Flavius y a su compañero.
—Por el mismo
Ares… ¿Quiénes son esos tipos? —inquirió Cayo acercándose a Flavius. Su aliento
hedía a vino y fruta agria.
El legionario frunció el ceño y estudió a los recién llegados.
—Por sus
ropajes y sandalias polvorientas, imagino que se trata de los enviados de
Campania.
Cayo agitó la cabeza y se alzó
de hombros como si todo aquello no tuviese nada que ver con él.
—Flavius. —La voz del funcionario
llamó su atención.
Se acercó al reducido grupo que rodeaba al noble y constató que sus
reflexiones eran bastante acertadas. Se trataba de sujetos de aspecto rudo.
Vestían túnicas de lana con calzas largas y sandalias desgastadas. En sus
rostros macilentos se apreciaba el agotamiento acumulado tras una larga
jornada. El legionario no pasó por alto el resplandor de las dagas y alfanjes
que portaban debajo de las capas de fieltro.
—Este es el
hombre que os escoltará hasta un lugar seguro —afirmó el Edil con
gesto severo—. Podéis confiar en él con ojos cerrados.
Por la expresión adusta reflejada en aquellos rostros, no parecían no
estar muy convencidos de ello.
—Por el bien de
Roma espero que estéis en lo cierto, Elio Flaminio —protestó el que
parecía estar al mando, escrutando a Flavius con desdén. Se trataba de un
sujeto de edad mediana. Tenía un surco blanquecino sobre la mejilla izquierda
que destacaba sobre su tez cetrina. Los otros dos individuos tenían rasgos
vulgares y miradas aceradas, cargadas de tensión.
—Lo estoy. Os
lo juro por los mismos dioses —contestó el noble un poco molesto por aquel
comentario. No estaba acostumbrado a ser tratado de aquella manera por un
simple plebeyo.
Volvió la mirada hacia el legionario, sus ojos negros latían de
excitación.
—Flavius—exclamó—. Ha llegado
el momento de develar vuestro papel en esta accidentada obra. —Dibujó un amago de sonrisa, tratando de ocultar el desasosiego que le invadía—. Estamos al
tanto de que un grupo de itálicos busca a estos hombres por toda Roma.
Comprenden que su testimonio ante el Senado terminará de una vez por todas con
su conspiración, y están dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias
para evitarlo.
El soldado asintió, frotándose las manos cerca del brasero.
—Su desespero
es tal, que esta misma tarde se atrevieron a atacarles cerca de la puerta
Esquilina, en las inmediaciones de la muralla. —El rostro del funcionario
palideció—. Mis hombres mataron a tres de ellos, pero al menos uno consiguió
escapar.
Flavius respiró hondo. La situación era más grave de lo que había imaginado.
—En este mismo
momento podrían estar reuniendo fuerzas para atacarnos y borrar la única prueba
de su traición. No podemos correr ningún riesgo.
—¡Apelad a la
guarnición! —exclamó el atónito soldado.
—Ese es el
problema, Flavius —replicó el noble con gravedad—. No podemos confiar en nadie hasta que estos
hombres presten testimonio ante el Senado. Me temo que los tentáculos de esta
conspiración se extienden más allá de los que podamos imaginar. Al parecer el
oro del Ponto ha corrompido la lealtad de muchos compatriotas.
Una sensación gélida recorrió la espina dorsal del veterano. Aquel
asunto desbordaba toda su comprensión. Lo único que podía hacer ahora era
seguir sus instintos, y éstos le decían que siguiera con el plan de Elio
Flaminio al pie de la letra.
—Estoy a
vuestra entera disposición, señor —convino con un suspiro, apretando el antebrazo del
Edil.
—No esperaba
menos de vos, Flavius Crasus —replicó el aristócrata con un gesto lobuno —.No es
sencillo ganar la confianza de mi padre.
II
Enemigos en la sombra
Las nubes cubrían el
firmamento, y las siluetas que se deslizaban con prontitud a través de la
oscuridad se asemejaban a formas fantásticas salidas de una alucinación. Lo
único que develaba su humanidad era el suave eco de las pisadas sobre el adoquinado.
Flavius se detuvo en un recodo y examinó las tinieblas que envolvían las
proximidades. Volvió la vista y apenas pudo distinguir las formas difusas de
los hombres que le seguían los pasos. Un sudor frío le bañaba la espalda
mientras escuchaba con aterradora claridad los latidos de su corazón. En ese
momento comprendió que el temor le atenazaba las entrañas. Estaba acostumbrado
a luchar contra sus enemigos frente a frente. La idea de una turba agazapada en
la penumbra esperando caer sobre ellos como una manada de hienas, le congelaba el
aliento. Pero tenía una misión que cumplir y haría hasta lo imposible para
llevarla a cabo.
Desde un principio comprendió que no sería sencillo. Tendría que cruzar
un laberinto de angostas callejuelas apenas iluminadas, para luego atravesar el
Clivus Victoriae, rodear el Forum
Boarium y alcanzar los muelles del Tíber. Si los agentes itálicos pensaban
atacarles, el espacio abierto del Forum Boarium sería el lugar propicio. Elio
Flaminio les había indicado que un bote les esperaría en el puerto para cruzar
el río y llevarles hasta un lugar seguro.
El legionario elevó la vista y contempló las nubes negras que cubrían a
la soberana nocturna. Con un poco de suerte la oscuridad sería su aliada hasta
el final de aquel periplo.
Un escalofrío le recorrió la nuca al advertir un leve rumor a sus
espaldas. Se volvió con presteza y se topó con el pálido semblante de Cayo. Sus
ojos refulgían ansiosos a pesar de la oscuridad.
—Vuestros
amigos se empiezan a inquietar, Flavius —susurró con suavidad. El hálito del centurión era
tibio y agridulce—. Quieren saber qué estamos esperando en
este lugar.
—Decidles que
nos pondremos en marcha cuanto antes. —Señaló la vía empedrada que se insinuaba a su
derecha—. Recorreremos la
Clivus Victoriae para
alcanzar los muelles. Es nuestra mejor opción.
Cayo pareció meditarlo por unos instantes. Frunció los labios y asintió
antes de retroceder.
Flavius palpó el peto de cuero endurecido que ocultaba bajo la túnica y
apretó los dientes. Una suave corriente recorrió la calle vacía y le heló los huesos
hasta la médula.
—Júpiter
Optimus Maximus, os ofreceré un poderoso toro si consigo salir airoso de esta
empresa —murmuró, frotándose las manos con vigor.
Acompañados por los
hombres del Edil protegiendo la retaguardia, los tres espías romanos seguían
los pasos de los centuriones que lideraban la marcha. Recorrían con premura la
empinada callejuela, tratando de sortear los lugares oscuros de los que podría
surgir una hoja asesina. Sin embargo el embate de sus perseguidores brotó del
lugar menos pensado.
Flavius se detuvo al percibir una sombra en los tejados circundantes.
Con el corazón apretado le indicó a sus acompañantes que buscaran la protección
de los muros y las cornisas. No pasó mucho tiempo antes de que una espeluznante lluvia de tejas y piedras
comenzara a inundar el estrecho callejón, rompiendo la tensa quietud de la
noche.
—¡Por Hércules! —chilló Cayo
con desesperación— ¡Estos bastardos pretenden lapidarnos! —Soltó un quejido agudo
al sentir un fragmento rozándole la frente.
Flavius retrocedió y constató el corte que asomaba en la cabeza de su
amigo. La sangre manaba a borbotones, haciéndole parecer más grave de lo que
era en realidad.
Rasgó un trozo de la capa y lo anudó por encima de la ceja del
centurión, para restañar la herida. Cayo apretó los dientes y maldijo, una
mueca de ira y dolor le desfiguraba el semblante.
Entonces Flavius se volvió y descubrió el cuerpo que se removía de
manera grotesca en medio del empedrado. Se trataba de uno de los hombres de
Flaminio. Una de la tejas le había alcanzado de lleno, destrozándole el cráneo.
La masa encefálica le manchaba el lado derecho del rostro y se regaba sobre el
firme.
Los demás se agolparon en el umbral que les prestaba cobijo. Un intenso
horror asomaba en la tez de sujeto de rostro cicatrizado, mientras los hombres
del Edil mascullaban maldiciones y contemplaban con impotencia el despojo
sanguinolento de su compañero.
—¿¡Nos
quedaremos aquí a morir como ratas!? —espetó con un hilo de voz el líder de los
informantes. El costurón parecía palpitar enloquecido sobre aquella piel ajada,
y sus ojos amenazaban con salirse de las orbitas.
Una sensación aterradora revolvió las tripas del legionario al
dilucidar lo que estaba sucediendo. Aquella brutal embestida no era más que una
estratagema, una distracción para mantenerles en aquel pasaje. Varios sujetos
bien armados los podrían acabar con facilidad en aquel reducido espacio, sin
que pudiesen hacer nada para evitarlo.
Se irguió de manera instintiva y fijó la atención en la bocacalle que
se encontraba a cien pasos de allí. El eco de varias pisadas se mezclaba con el
crujido de la pizarra que reventaba contra el suelo.
—¡Es una
maldita celada! —gritó a todo pulmón, los ojos grises convertidos en un bloque de hielo—.Pretenden
acorralarnos en este endemoniado callejón.
Ahora el repicar cobraba fuerza en los muros que les rodeaban, a la vez
que la lluvia de fragmentos comenzaba a menguar.
Aprovechando este inesperado respiro, la reducida compañía enfiló a
toda velocidad hacia el extremo de la Clivus Victoriae que desembocaba en el Forum
Boarium. Al menos allí tendrían
oportunidad de desenvainar las espadas y encarar a los samnitas en iguales condiciones.
Flavius se retrasó unos pasos para ayudar a su compañero herido. Cayo
mascullaba una retahíla ininteligible, pero sabría batirse si era necesario.
—¡Allí vienen! —ladró uno de
los gorilas del Edil, señalando con angustia las figuras que se recortaban
contra el firmamento nocturno. El legionario giró la cabeza y creyó ver al
menos una docena de individuos. El tenue resplandor lunar arrancaba breves
destellos de las hojas que portaban.
Aceleró el paso y urgió a sus
compañeros a seguirle con prontitud.
El reverberar de
sus pisadas se propagó a través de la solitaria explanada del Forum Boarium.
Los templos de Hércules y Fortuna se alzaban en ambos extremos, como testigos
mudos de la amenaza que se cernía sobre Roma.
El legionario recorrió el lugar con inquietud, esperando el ataque de
una flecha traicionera. Se encontró con la mirada recelosa de los informantes y
la decisión asesina de los hombres de Flaminio. Todos, sin excepción, empuñaban
las espadas y aguardaban a sus rivales con la ansiedad de una bestia
acorralada.
Flavius respiró con dificultad y sintió cómo la brisa del Tíber le abrasaba
los pulmones. Aquello consiguió aplacar la furia encallada en el pecho y
aclararle los pensamientos enfebrecidos que aleteaban en su cerebro.
—Cayo —susurró sin
apartar la mirada de la oscura calle por la que habían venido. El centurión se
volvió, su rostro convertido en una impresionante mancha oscura—. Escoltad a
estos hombres hasta el muelle.
A pesar del dolor que palpita dolorosamente en su cabeza, Cayo abrió
los ojos como platos y se plantó con osadía enfrente de su camarada.
Flavius esbozó un gesto de determinación y apretó el hombro de su
hermano de armas.
—Vamos, todo esto no
tendría sentido si la información no llega a oídos del Senado. Yo os protegeré
las espaldas.
—Enviad a uno
de esos malditos —masculló el aludido con cara de pocos amigos, señalando con el mentón a
los guardaespaldas de Flaminio.
Sin embargo el repicar de los pasos de sus enemigos echó por tierra
cualquier posibilidad. Ahora tendrían que abrirse paso hasta su meta a punta de
acero.
—¡Buscad la
protección de las columnas de templo! —ordenó el centurión con la adrenalina ardiendo en
las venas —¡Allí les haremos frente!
Ahora la amenaza había tomado forma física. Una jauría de depredadores
humanos arremetía contra ellos en medio de un mutismo pavoroso. Embozados en
capas oscuras, los asesinos portaban dagas y espadas cortas.
La hora de la verdad había llegado…
III
El eco de la muerte
Flavius alcanzó las
columnas del templete de Hércules, justo a tiempo para evitar que una daga
traicionera le mordiera las espaldas. El arma se estrelló contra el pilar de
mármol con un fuerte estruendo metálico. El legionario se volvió y captó la ira
que ardía en la mirada del rival más cercano. El hombre lanzó un tajo que
levantó chispas al golpear la columna. El romano fintó a la derecha y evitó el
revés con la faca que portaba en la diestra. A su lado, otro de los samnitas
hundía la espada en las entrañas de uno de los informantes. Un gruñido cargado
de sufrimiento emanó de sus labios al aferrarse los intestinos con angustia. Flavius
aprovechó el momento de vacilación para lanzar un golpe que alcanzó la pierna
de su contrincante. El sicario reculó espantado y resbaló en las vísceras del
romano moribundo. Este fue su fin. El legionario saltó con agilidad y le
aplastó el cráneo sin vacilar.
Tras la primera muerte, la locura del combate latía desaforada en el
corazón de Flavius. El olor de la sangre y el eco de los aceros que danzaban furiosos
a su alrededor, despertaron sus instintos más oscuros. Se vio abrumado por un
poder sobrehumano que controlaba sus músculos y borraba toda vacilación,
convirtiéndole en un asesino despiadado.
Evadió la embestida del sujeto que había matado a su acompañante. El conspirador
se volvió con torpeza, librándose del embozo y develando su feo rostro. Flavius
pudo ver el aire letal que bullía en aquellas pupilas de hielo. Sin duda se
trataba de un curtido asesino.
El sicario atacó con contundencia, utilizando una técnica salvaje y
efectiva. Movimientos sin elegancia que buscaban matar o mutilar al instante.
No obstante, su contrincante era un veterano en estas lides y sorteó
con éxito la brutal embestida. Flavius fintaba y golpeaba, arriba y abajo, con tajos
cortos y certeros que pretendían desgastar a su airado contrincante.
El itálico jadeaba y gruñía, una película de sudor asomaba en su
frente. Desesperado al verse superado por la destreza rival, se jugó todo en un
violento revés que pretendía tomar por sorpresa al romano. Por desgracia,
Flavius leyó el movimiento con antelación y aprovechó una breve brecha en la
defensa para hundirle tres palmos de
acero en las costillas.
El samnita se desmoronó en medio de un chillido espeluznante. Flavius tomó
aire y contempló los despojos del hombre que aquel sujeto había asesinado. Miró
por última vez los ojos cargados de ira y dolor de su enemigo, y los apagó de
un certero tajo que le arrancó la cabeza.
Sudoroso y excitado a causa de la adrenalina que retumbaba en sus
sienes, fijó la atención en la dantesca escena que se orquestaba alrededor.
Cayo se batía con dos sujetos y algunos cuerpos yacían a sus pies. Al
mismo tiempo, otro de los hombres del Edil caía atravesado mientras los dos espías
que aún permanecían con vida luchaban con desesperación contra un nutrido grupo
de itálicos. Al parecer todo jugaba en su contra, pero haría todo lo posible
por alcanzar los muelles sin importar el costo. Sin pensarlo siquiera corrió en
auxilio de su camarada.
Cayo comenzaba a vacilar y a duras penas evitaba los embates de los
furiosos agresores que le plantaban cara. Resignado a su suerte, estaba
dispuesto a vender cara su miserable existencia. De pronto, abrió los ojos de
par en par al advertir la tromba de acero que caía sin piedad sobre los
conspiradores.
El primero no supo lo que sucedió. La hoja de Flavius le traspasó
limpiamente de lado a lado. El segundo se giró sorprendido y alcanzó a bloquear
el haz de plata que ansiaba su garganta. No obstante, el filo ensangrentado del
gladio de Cayo se le encajó en los riñones con furia. Se derrumbó con un gesto
de espanto y sorpresa en las pupilas.
—¿Podéis
avanzar? —inquirió Flavius con ansiedad al constatar el estado de su camarada. Éste
tenía varios cortes en los brazos y una herida que no paraba de sangrar por
encima de la rodilla derecha.
—He estado en
peores situaciones —masculló con esfuerzo, esbozando un terrible gesto en aquel rostro
manchado de sangre y sudor.
Flavius respiró y sintió el dolor consumiendo sus agarrotados músculos.
Sin duda el efecto de la adrenalina comenzaba a remitir. Pero no por mucho
tiempo, aún quedaba mucho por hacer. Se volvió hacia las figuras que se batían
con denuedo a pocos pasos de allí.
—Buscad refugio
en el interior del templo —le urgió a su compañero—. Debo ayudar a esos
miserables.
Cayo apretó los labios y soltó un sonoro bufido, consciente de que nada
podría hacer para socorrer a su camarada.
—¡Qué la Fortuna os acompañe! —exclamó, apretándole
el antebrazo con vigor.
El legionario dibujó un amargo gesto y volvió la atención hacia el
templete de la Diosa Fortuna,
en el extremo opuesto del foro.
—Pedidle que
nos asista —reflexionó con franqueza—, después de todo estamos en su terreno. Y por los
dioses que necesitamos toda la ayuda que nos puedan prestar.
Cayo asintió y encajó la mandíbula, tratando de soportar el suplicio de
las heridas. Alzó la vista y su compañero ya había desaparecido siguiendo el
restallar de los aceros.
Los romanos
aprovechaban las columnas del santuario para cubrirse las espaldas. Luchaban
con la fuerza de la desesperación contra un decidido rival que los superaba en
número.
Flavius irrumpió como un espectro, repartiendo la muerte sin
contemplaciones. El primer itálico que se plantó en su camino apenas pudo
ofrecer resistencia. La hoja del legionario le cercenó la mano izquierda y
luego se sumergió en su rostro. En medio de aquella refriega, su espada
destrozó una rodilla y rajó las entrañas de otro sujeto, abriéndose paso hacia
las escalinatas del templo.
Empujado por una ira vesánica, se plantó en medio de los aliados que le
contemplaban con una mezcla de horror y admiración. Cubierto de sangre y con
los ojos chispeantes debería ser la misma encarnación de la muerte.
Los itálicos vacilaron al advertir el caos que había causado entre sus
filas. Recularon para organizar una nueva acometida.
—¡Los muelles! —señaló el
hombre de rostro marcado. Se pasó la lengua por la boca y su mano derecha no
cesaba de temblar—. Están a menos de trescientos pasos.
Flavius apartó la vista de la caterva que se arremolinaba a los pies de
la rampa, y observó los edificios bajos que conformaban las bodegas del puerto.
Se limpió el sudor que le escocía los ojos y advirtió un dolor pulsante en el
hombro izquierdo. Sorprendido, descubrió un profundo tajo sobre el coselete. El
filo había conseguido traspasar el cuero y rasgar la carne de su espalda. La
fortuna le sonreía de nuevo. Sin aquella protección habría sido un golpe letal.
Entonces, se volvió hacia los rostros excitados de sus acompañantes y
comprendió que no resistirían otro embate de las hienas que se congregaban a su
alrededor.
—¡Qué los
dioses nos ayuden! —rugió con un hilo de voz —¡ Es el momento de correr por vuestras vidas!
Los romanos enfilaron en dirección al Tíber, conscientes de que los
samnitas no soltarían su presa tan fácilmente. Los gritos de los itálicos
resonaron por encima de sus cabezas al iniciar la persecución.
La luna arrancaba destellos de plata de la corriente y las bodegas de
grano comenzaban a tomar forma enfrente de sus ojos. Flavius jadeaba angustiado
al percibir las pisadas acercándose por el adoquinado.
Apenas alcanzaron la primera construcción volvieron la vista atrás. Los
rostros de los conspiradores se perfilaban como un monstruoso espejismo bajo el
fulgor nocturno.
—¡Buscad el
barco! —les urgió Flavius con firmeza. El aire le inflamó los pulmones como la lava
de un volcán—.Voy a tratar de distraerlos.
Los espías intercambiaron miradas de apremio y se alejaron sin decir
palabra.
El guardaespaldas del Edil apretó los dientes y permaneció junto al
legionario, dispuesto a vengar a sus camaradas caídos.
Flavius le palmeó el hombro en agradecimiento. Después de todo nada le
retenía en aquel lugar. Esperaron a que los sicarios doblaran un recodo para
revelar su posición y huir en dirección contraria.
Los samnitas picaron el cebo y enfilaron tras los guerreros.
El esfuerzo comenzaba a cobrar su precio. Flavius apenas podía respirar
y una agonía pulsante se ensañaba con el corte en su espalda. Determinado a
enfrentar el destino de una vez por todas, se adentró en una callejuela oscura
y se pegó al muro más cercano. El corazón estaba a punto de explotarle en el
pecho mientras aferraba la empuñadura con vigor, temeroso de que sus propios
dedos fueran a traicionarle. Trató de vislumbrar a su acompañante pero la densa
penumbra se lo impidió. Captó las sombras y los murmullos de los perseguidores
y una sensación gélida le lamió la nuca con insistencia.
Después de unos latidos de impresionante silencio, escuchó un rumor a la
derecha. El familiar sonido del acero llegó sus oídos, junto con el ruido de un
cuerpo al desplomarse. Entonces la falsa quietud se vio reventada por los
gritos de alarma de los itálicos.
El romano salió de su escondrijo, buscando el origen de la refriega. En
ese instante un rostro sorprendido saltó de la penumbra y la hoja de legionario
volvió a beber sangre enemiga.
Excitado y apelando a sus últimas fuerza, Flavius continuó avanzando. Giró
la cabeza y pudo ver cómo el esbirro de Flaminio cercenaba el brazo de uno de
los atacantes. El sujeto se derrumbó en medio de un alarido que le heló el
corazón. El romano esbozó un gesto triunfal que no tardó en tornarse en una
mueca de agonía, cuando dos figuras embozadas brotaron de las tinieblas y le cosieron
a puñaladas.
El legionario palideció y un doloroso punzón le revolvió las entrañas. Sus
rivales emergían por doquier en medio de la penumbra, y comprendió que había
llegado el momento de abandonar la contienda.
Se giró hacia la derecha y contempló las aguas de Tíber resplandeciendo
bajo la luna. Si conseguía alcanzar la corriente estaría salvado. Respiró
profundamente y apeló a los restos de energía que aún conservaba para buscar
con desespero la ribera.
Las piernas apenas le respondían pero su fuerza de voluntad terminó por
imponerse. Al menos tenía el consuelo de haber desviado la atención de los
asesinos de su verdadero objetivo. Imaginaba que los espías ya habrían
alcanzado el bote que les esperaba en el muelle.
Un horror cerval le invadió al trastabillar en la oscuridad. Rodó como
pudo y sintió el fuerte impacto en las rodillas. Ya sentía la sensación cálida
y húmeda de la sangre resbalándole por la piel.
Escuchó las pisadas cercanas de
los conspiradores y una emoción espantosa le anunció que la muerte tocaba a su
puerta.
Levantó la cabeza y contempló los rasgos demenciales del sujeto que se
le echaba encima.
De pronto, un silbido rompió el silencio nocturno y el samnita cayó
fulminado con una flecha en medio del rostro.
La noche se inundó de gritos, y decenas de antorchas cobraron vida en
los rincones del muelle y detrás del Forum Boarium.
IV
Un encuentro inesperado
La sorpresa fue
total y devastadora para los itálicos. De un momento a otro pasaron de
acosadores a presas. El resplandor de los yelmos y las espadas de los
legionarios aparecieron por todas partes, cortando toda vía de escape. Los confabulados
que trataron de huir fueron cazados sin misericordia por los arqueros. Los
demás se apretujaron hombro con hombro, rodeados por una cohorte de romanos
armados hasta los dientes.
Flavius observaba la escena sin salir del estupor. Hacía tan sólo unos
instantes había estado a punto de morir y ahora, por un capricho de la fortuna,
volvía a salir airoso de una situación comprometedora.
Respiró aliviado mientras observaba a los rebeldes rendir sus armas
ante un enemigo superior. Aún no comprendía lo que acababa de acontecer.
Se irguió con esfuerzo, el desgaste y las heridas le cobraban un alto
precio. Estuvo a punto de desmoronarse pero el firme agarre de un legionario le
ayudó a sostenerse.
—¿Flavius
Crasus? —inquirió el joven soldado. Su almete despedía curiosos reflejos bajo el
brillo de las teas.
El guerrero asintió, confundido.
—Acompañadme —continuó el jovenzuelo,
señalándole el camino con un ademán.
Se acercaron a un reducido grupo de oficiales ataviados con corazas de
cuero y yelmos áticos. En medio de ellos se encontraban varios sujetos
embozados con capas oscuras, muy similares a las de sus enemigos.
Al verle arribar se apartaron con discreción y permitieron el paso de
uno de aquellos misteriosos personajes.
Flavius se detuvo, intrigado. La sed y el cansancio le corroían las
entrañas.
—Habéis
cumplido con vuestro deber de forma excelente, Centurión. —El tono grave que
surgió del fondo de la capucha le hizo estremecer. Era una voz firme y dura.
El agotado soldado aspiró un poco de aire fresco para aclarar las ideas
que se amontonaban sin orden ni concierto en su cabeza.
—Al parecer me
encuentro en desventaja. Vuestra aparición me ha producido alivio e inquietud
al mismo tiempo —confesó con recelo, sin apartar la vista de su enigmático interlocutor—. En verdad me
gustaría comprender lo que está sucediendo.
Flavius quedó impactado al advertir el semblante que se materializa
bajo el embozo. Los ojos severos de Cneo Flaminio le observaban con profundo
detenimiento. A pesar de los años sus rasgos aún conservaban la chispa audaz de
la juventud.
—Senador…—La palabra se
formó en su boca de manera automática.
El rostro del patricio dibujó un gesto afable e inflexible al mismo
tiempo.
—Habéis formado
parte de un pequeño juego —reflexionó el noble apretando los labios—. Un plan
sutil para desbaratar una red de conspiradores que pretendían minar la moral y
el poder de Roma.
—Pero… ¿cómo
pudisteis haber actuado con tal prontitud? —exclamó su interlocutor
confundido—. Los informantes apenas se disponen a testificar ante el Senado y…
—No, Flavius —le interrumpió
el senador con un leve ademán—. Conocemos todos los detalles del alzamiento
samnita desde hace varios meses.
El soldado le miró de hito en hito, sin saber qué decir.
—Sabemos dónde
atacarán y el número de efectivos con los que cuentan —prosiguió Cneo
Flaminio, estudiando la reacción de su viejo camarada.
—Pero…—masculló
Flavius con un nudo en la garganta, tratando de unir las piezas de aquel
complicado asunto—. ¿Y los espías y su informe?
El patricio le miró con intensidad, meditando la respuesta.
—Todo ha sido
parte de una triquiñuela para sacar a las ratas de su madriguera —confesó con
tranquilidad—. Reconozco que buenos hombres han muerto esta noche, pero era
necesario para librarnos de una vez todas de los agentes itálicos.
Flavius bajó la mirada. Le habían utilizado de manera descarada. Se
sintió engañado por los mismos sujetos a quienes habían jurado servir.
—Me habéis
utilizado como cebo —replicó después de un breve silencio, clavando unos ojos gélidos sobre
el aristócrata. Recordó a los caídos y se vio inundado por una emoción oscura.
—Me temo que sí
—manifestó
el senador con el ceño fruncido—. Era la única manera de zanjar este espinoso asunto.
Flavius volvió la atención hacia el grupo de prisioneros y comprendió la
magnitud de todo aquello. Sin duda estarían preparados para sumir a la ciudad
en un caos inimaginable apenas sus camaradas se hubiesen alzado en armas. Las
consecuencias hubieran sido impensables. Si, tal vez lo acontecido esa terrible
noche había sido inevitable.
Agitó la cabeza y encaró de nuevo al patricio que le contemplaba en
silencio, como si se tratase de una efigie de piedra.
—¿Por qué yo? —le interrogó,
con una chispa de profundo interés en la mirada.
—La verdad es
que necesitábamos a un hombre comprometido y valiente, que no estuviera
contaminado por intereses políticos —admitió el viejo funcionario con sinceridad—. Además,
conocía de primera mano vuestra lealtad desde que servisteis conmigo en la Galia Cisalpina.
El legionario asintió con aire sombrío, rememorando aquellos días de cieno
y sangre. Permanecían como una impronta en el fondo de su mente.
Cneo Flaminio alejó con esfuerzo los mismos recuerdos y continuó
hablando—: Por gracia de la
Fortuna me enteré de vuestra presencia en Roma, y comprendí
que nadie mejor que vos podría encarar esta dura tarea. — Posó su mano sobre
el hombro del centurión, el anillo senatorial refulgía bajo la luz de las teas—. Y debo
admitir con alivio que no estaba equivocado.
Por unos instantes una expresión paternal suavizó los duros rasgos del
patricio, o al menos eso imaginó Flavius. Se convirtieron de nuevo en una
máscara de dureza al acercarse uno de los oficiales. El tribuno intercambió unas
palabras en voz baja con el senador y regresó a su puesto.
—Debo partir
ahora, centurión —exclamó, recobrando el tono altanero propio de su rango—. Tenemos una
larga noche por delante.
—Sus ojos despidieron un fulgor nocivo al contemplar a los
cautivos.
Flavius sintió un escalofrío al comprender lo que le esperaba a
aquellos desgraciados. Hubiera sido mejor morir en combate antes de caer en
manos de sus coterráneos.
El patricio se volvió hacia uno de sus colaboradores, un sujeto enjuto
con aspecto sombrío. Tomó una bolsa de cuero de sus manos y se la entregó al
desconcertado legionario.
—Aceptad este
pequeño gesto como compensación por los riesgos que habéis enfrentado —le explicó
Cneo Flaminio sin abandonar su gesto severo
y altivo.
Flavius sopesó el saco y quedó sin aliento al comprobar que se trataba
de una buena cantidad de monedas. Los labios del senador se curvaron en una
leve sonrisa al notar la estupefacción del veterano.
—Espero que
esta contribución ayude a mantener vuestra boca cerrada en lo concerniente a
este asunto—. Prosiguió en un tono amenazador—.No queremos que estos rumores se filtren en la
población y produzcan desconfianza en las instituciones de la República.
Flavius escuchó el tintineo del metal y calculó que por lo menos
contenía dos años de su mesada.
—Mis labios
están sellados, mi señor—replicó con sinceridad.
—Espero que
también sirvan para borrar los recuerdos de vuestro camarada —exclamó el
senador con el ceño fruncido—. De lo contrario me veré obligado a buscarle una
comisión en Siria o Cartago.
Flavius se estremeció al recordar a su compañero.
—No os
preocupéis —prosiguió al notar el desasosiego del legionario—. Vuestro amigo está
siendo transportado a la guarnición de la muralla para ser atendido.
—No sé qué decir, mi señor —replicó sorprendido.
—Roma paga bien
a quien le sirve, centurión Crasus —aseguró el noble con orgullo. Volvió la atención
hacia los itálicos que eran puestos en grilletes y su mirada se endureció—. Y es
implacable con aquellos que la traicionan.
El legionario se dejó caer sobre el empedrado, tratando de recobrar el
aliento. Observó al senador y a su comitiva alejarse con los cautivos, y sintió
un vacío en la boca del estómago al tratar de imaginar lo que le podría suceder
si desobedecía las órdenes del viejo general.
Alejó estas inquietantes reflexiones y decidió pensar en lo que harían
él y Cayo con la pequeña fortuna que acababa de recibir.
FIN.
Muy bueno, me gusta el tema de las conspiraciones romanas, esos senadores corruptos siempre tejiendo sus intrigas en la sombra. Pobre Flavius si se mezcla con esa gente.
ResponderEliminarEihir, en esta ocasión al pobre Flavius no le quedó más remedio que meterse de cabeza en aquella intriga, jejeje.
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado, compañero.