Publicado en Ragnarok No. 7
Hacia el este, en los confines
de las estepas y el nacimiento de las montañas, perviven los horrores de un
pasado milenario que se niega a prescribir de la tierra de los hombres. Y es
allí, hacia donde el portador del Hacha Negra enfila sus pasos en busca de un
misterioso destino.
I
Oscuros presagios
Argoth se removió en
el jergón y clavó la mirada en el cuerpo que yacía a su lado. Percibía la suave
cadencia de la respiración de la fémina bajo el espejismo lunar que se filtraba
a través del techo. Sintió envidia de la paz que emanaba de aquella criatura.
Respiró con fuerza y agradeció a los dioses su fortuna. Eran pocos los hombres
del oeste que se atrevían a poner pie en las misteriosas tierras de Mun-Thai. Eran
abundantes las historias que corrían de boca en boca acerca de los horrores que
ocultaban aquellas montañas y de los demonios de piel amarilla que las
habitaban. No obstante, a pesar del recelo natural que experimentaban hacia los
extraños, los moradores de aquella aldea le habían recibido de buen modo. Tan
sólo necesitó de algunas monedas para ganar su confianza. A cambio de ello,
recibió un buen plato de comida y un lugar donde pasar la noche antes de
continuar su camino. Sin embargo la visita de una de las hijas del jerarca
local fue una verdadera sorpresa para él. Ajeno a las costumbres de aquellas gentes,
se limitó a disfrutar de la compañía de la mujer, la cual, a pesar de carecer
de gran belleza, demostró ser toda una experta en las artes amatorias.
El guerrero intentó seguir los pasos de su compañera y sumirse en un
reparador sueño, pero algo en su interior se lo impedía. Alarmado, volvió la vista
hacia el bulto que descansaba cerca de la pared y trató de percibir los trazos de
la segur a través del lino que la cubría. Sin embargo lo único que sus ojos
pudieron ver fue una silueta difusa en medio de la penumbra. Se giró hacia la
moza para tratar de olvidar el sombrío latido que le revolvía las
entrañas.
Un frío de muerte le recorrió la espina dorsal al abrir los ojos.
Permaneció en silencio, intentado descifrar lo que sucedía e imaginando que tal
vez aquel sonido formaba parte de alguna bizarra alucinación.
Pero no.
El quejido se repitió y Argoth se irguió con la agilidad de un felino,
echando mano del cuchillo que se encontraba cerca del lecho. Los ojos de la muchacha
se abrieron de par en par. Un miedo atroz brillaba en su mirada. El guerrero le
indicó con un gesto que permaneciera en calma y se acercó con sigilo al umbral
del henil.
El frío de la noche le golpeó con fuerza. La piel de su rostro perdió
sensibilidad y los músculos se le tensaron como un arco a punto de disparar. Las
siluetas de las isbas se dibujaban contra un cielo limpio, colmado de estrellas.
El único sonido que podía escucharse era el ulular de la corriente que le
mordía la carne y el chispear de las moribundas piras que ardían con esfuerzo
en el centro de la aldea.
Sin embargo aquel aterrador lamento castigaba de nuevo sus oídos,
poniéndole la carne de gallina. Advirtió que los rostros estupefactos de
algunos pobladores comenzaban a asomar por las rendijas y los ventanales. El
sollozo se hizo más acuciante y pronto la mirada del guerrero se centró en las
sombras que se materializaban en el recodo. Seres incorpóreos que tomaron forma
humana al ser acariciados por el palpitar de las hogueras. No obstante aquella
visión no le trajo ningún sosiego, puesto que aquellos rostros, pálidos y
demacrados, reflejaban un horror que la paralizó el corazón. ¿Qué mal podría
causar tal devastación? Pensó estupefacto.
El roce tembloroso de la mujer le hizo volverse. Impresionado, advirtió
un profundo terror reflejado en su
semblante.
La chica le sostuvo la mirada con intensidad antes de hablar con voz quebrada.
—¡Los demonios
de la montaña! —Una sensación desoladora cruzó el pecho de Argoth al escucharle.
II
El peso del temor
Los primeros
jirones rosáceos del amanecer comenzaban a asomar en el firmamento, mientras los
aldeanos discutían lo que deberían hacer tras conocer el terrible sino de sus
hermanos. En aquellos rostros circunspectos se apreciaba una profunda angustia.
Hablaban en un dialecto que Argoth apenas podía entender, y no cesaban de
deliberar con vehemencia. Algunos abogaban por dejar la villa y huir a los
valles del oeste. Otros, por el contrario, afirmaban que a pesar de la amenaza
que se cernía sobre ellos, los dioses los protegerían de aquella malignidad.
El portador del hacha permanecía en un rincón, escuchando con atención
todo aquello, y sin apartar los ojos de los desgraciados que había traído
consigo la oscuridad. Los recién llegados se encontraban apiñados en medio del
recinto. En aquellos rasgos de pómulos altos y ojos rasgados se dibujaba un
dolor innombrable que le cortaba la respiración.
Elevó la mirada al notar que todos volvían la atención hacia el grupo
que se arremolinaba poco a poco cerca del umbral. Se sorprendió al descubrir
que se trataba de un nutrido batallón de críos. Las madres se aferraban a ellos
con pesar y luego los entregaban a los guías que los alejarían del villorrio.
Una emoción extraña comenzó a latir en el corazón del guerrero. Con una
tétrica certidumbre, se volvió hacia los forasteros y advirtió que no había
ningún rapaz entre ellos.
El llanto de los infantes que no deseaban separarse de sus padres
aumentó el desasosiego y la impotencia que caldeaban el ambiente. Los rostros
apesadumbrados de los adultos llenaban el lugar.
—¿A qué viene
todo esto? —inquirió al fin, presa de un profundo desconcierto.
Los aldeanos le miraron estupefactos. Al parecer en medio de aquella
situación apenas habían notado su presencia.
—¿¡Qué hace ese
forastero aquí!? —espetó un hombre de rostro descarnado, que parecía liderar la reunión.
Vestía un caftán carmesí que había visto mejores días, al igual que su dueño.
Todos intercambiaron miradas de sorpresa sin saber qué decir. Tenían
asuntos más urgentes por los cuales preocuparse.
—Disculpadme si
os he ofendido —replicó Argoth con respeto, tratando de calmar los ánimos del anciano—. Soy un
extranjero en estas tierras y por lo tanto soy ajeno a vuestras costumbres.
El aludido soltó un bufido e intercambió algunas palabras
indescifrables con los sujetos alrededor.
—Sois un hombre
prudente, forastero —respondió el viejo, elevando una mano huesuda en señal de conciliación—. Nuestras
leyes prohíben a los foráneos tomar parte en nuestros concilios—afirmó—, pero en este
caso, os haría bien escuchar para luego volver vuestros pasos hacia el oeste
con prontitud.
El guerrero paseó la mirada por los presentes, tratando de advertir
alguna señal de hostilidad, pero lo único que pudo percibir fue el peso del
temor que les abrumaba.
—No tengo motivos
para volver —afirmó con sequedad. El eco de aquellas palabras permaneció flotando en
el aire.
—Cualquier cosa
es mejor que continuar hacia el oriente —terció otro sujeto. Un hombre de edad mediana y
tan gordo como un cerdo. Sus ojillos oscuros refulgían con intensidad—. Tan sólo un
horror sin nombre os espera más allá de estas colinas.
Argoth no dijo nada, intentaba ordenar las piezas de aquel enigma en su
cerebro.
—Algunos
enfilaremos hacia el occidente —continuó el sujeto al percibir la confusión en el
rostro del extranjero—. Allí estaremos alejados de los demonios de la montaña.
Un sollozo surgió de inmediato de las mujeres apiñadas en el centro de
la estancia. Argoth las contempló estremecido.
—Ellos son los
causantes de la ruina de nuestros hermanos —prosiguió el hombre
obeso—. Atacaron su poblado y se llevaron a los pequeños. —Un rictus de
dolor acompañó las últimas líneas.
—¡Debemos
marcharnos de inmediato!
—exclamó otro individuo, presa de la desesperación— ¡No podemos
permitir que vengan por nuestros retoños!
Un coro de progenitores angustiados se unió a aquel clamor,
consiguiendo convencer a los indecisos.
El portador del hacha comprendió entonces la magnitud de aquel horror. Durante
su periplo por tierras extrañas nunca
había escuchado acerca de un mal tan repugnante, una infamia tan vil que se
valiera de inocentes pequeñuelos. Algo en su interior se encendió, una emoción
salvaje que apenas podía controlar.
Los habitantes de la villa intercambiaron miradas esquivas y cuchicheos.
Al parecer la decisión estaba tomada: Abandonarían el poblado antes de que
fuese demasiado tarde.
Una de las mujeres pareció salir de su letargo al advertir que los
notables comenzaban a dejar la estancia. Se llevó las manos a la cabeza y se
arrojó a los pies del anciano del caftán rojo.
—¡Por la piedad
de Anthemis! —suplicó, aferrada a las piernas del viejo—¡Qué será de nuestros vástagos!
¡Qué será de ellos!
Varios aldeanos consiguieron
controlarla, mientras los demás miembros del concejo evitaban con vergüenza
aquel semblante enmarcado por un profundo dolor.
—Qué los dioses
se apiaden de ellos —respondió el viejo con pena e impotencia—. No hay nada que
nosotros podamos hacer.
—Dicho esto, agachó la cabeza y salió por el umbral.
Afuera, los habitantes comenzaban a cargar con todo lo que podían para iniciar la larga marcha hacia el valle.
El sol se alzaba
sobre las montañas, reinando sin rival sobre un lienzo impoluto. La columna de hombres y bestias se asemejaba
a un gran gusano al adentrarse por los estrechos recodos del camino. Argoth
permanecía en el centro el villorrio, contemplando la forzada peregrinación de
aquellas gentes. Se pasó la mano por la frente sudorosa y suspiró con lentitud.
Aquellos hechos habían despertado su indignación. Al tratar de discernir el
destino de los infantes desaparecidos, cientos de pensamientos sombríos se amontonaban
en su mente.
—¿Venís con
nosotros? —La voz gangosa del viejo jerarca le sacó de su ensoñación. Una sombra
de abatimiento se advertía en los brillantes ojos del anciano.
—No abandonaré mi camino —contestó con sequedad,
bebiendo un trago de la pelliza que descansaba entre sus dedos.
Los aldeanos que acompañaban al líder intercambiaron miradas de
estupefacción.
—Os ofrezco la
salvación, extranjero —continuó el veterano con un suspiro—. Nada bueno os espera
más allá de esos riscos. La maldad de los seguidores de la bestia ha despertado
y nada los podrá detener.
—Mi destino
está en manos de los dioses, buen hombre —replicó el hachero, alzándose de hombros. Al
fondo, la columna se movía con dificultad debido a un carromato que no
conseguía librar el estrecho recodo.
—¡Habéis
perdido el juicio!… —espetó el anciano, impresionado.
—Tal vez —dijo—. Pero
continuaré de todos modos.
—Nada puedo
hacer para ayudaros entonces —afirmó el aludido, sacudiendo la cabeza.
Argoth no respondió, se limitó a beber otro trago de agua.
Los orientales continuaron su camino, impresionados por la decisión del
forastero. De pronto, se detuvieron y el líder se volvió hacia el portador del
hacha.
—El único
consejo que os puedo dar —dijo con aire sombrío—, es que os mantengáis alejado de la torre negra. —Luego de
estas palabras los cuatro orientales se mezclaron con la masa que se apretujaba
en el camino, tratando de escapar de los demonios de la montaña.
III
Destino incierto
Después de algunas
clepsidras, la intensa canícula cedió ante la súbita corriente que aullaba a
través de los peñascos, como si se tratase de un coro de seres sobrenaturales
que advirtieran a Argoth sobre el peligro que se cernía sobre él. Pero el
portador del hacha apresuraba la marcha, abrigándose en una piel de lobo para evitar
la gelidez que arrastraba la brisa. La cabeza de la segur asomaba por encima de
su hombro, emitiendo un intenso fulgor azulado al ser acariciada por el astro
rey. Los dedos se aferraban con decisión a los cantos de la peña y las robustas
piernas buscaban cualquier cavidad que ofreciera seguridad en su empeño por
continuar. Mientras recorría aquel abrupto camino, Argoth el errante se dejaba
llevar por una ira silenciosa que cobraba vigor en su interior. Recordaba la
advertencia del anciano, pero no tenía ninguna intención de evitar aquella
torre. Por el contrario, su meta era alcanzarla y averiguar qué horrores
ocultaban aquellos muros. Una fuerza primigenia guiaba sus pasos, opacando las
suplicas del sentido común que le rogaba abandonar esa locura.
Después de un buen trecho avanzando sin cesar, el guerrero se detuvo
cerca de una pendiente que dominaba varios estadios a la redonda. Bebió un poco
de orujo y permitió que sus ateridos músculos pudieran descansar. El viento batía
los bordes del pellejo que le protegía del inclemente frío. Allí, en aquella
inmensidad escabrosa, se sentía como el último ser de la creación. Una profunda
desolación le invadió en aquellos instantes. Una sensación de soledad que le
hizo encoger el corazón. Recorrió con la vista aquel territorio y un escalofrío
le lamió la espalda al comprender que un horror invisible infectaba todo
aquello. Por unos latidos, el desasosiego hizo presa de su voluntad, instándole
a regresar, a buscar la seguridad del valle y alejarse de la maldad que latía
tras cada piedra y arbusto reseco. Pero no, la templanza de su espíritu,
forjada en la comunión con el arma que portaba, se lo impidió. Respiró el aire
frío y cerró los ojos en busca de sosiego.
Al despertar, la batalla entre la luz y la oscuridad comenzaba a
librarse en los cielos. Los jirones carmesíes comenzaban a ceder ante el empuje
de la penumbra. Fue entonces cuando los ojos del guerrero percibieron las
formas de un poblado a medio estadio de allí. Lo examinó con detenimiento y sospechó
que se trataba del villorrio atacado la noche anterior.
Tras alcanzar un primitivo sendero, buscó las sombras del atardecer para
acercarse con sigilo a la aldea. Se deslizó como un gato montés a través de las
primeras chozas, sin apartar la atención de los recovecos y puntos oscuros que
podrían ocultar una hoja traicionera, aferrando el hacha con determinación.
Sentía la sangre batiendo sus sienes en medio de aquel conmovedor silencio.
Acurrucado en el fondo de una de las cabañas, contempló los cuerpos sin vida
apilados en el centro de la plaza. Sin duda se trataba de los aldeanos que
intentaron resistir el embate de los atacantes.
Con ardor elevó una plegaría al dios de los guerreros, jurando vengar a
aquellos desdichados.
De repente sus músculos se tensaron y los dedos se cerraron como cepos
en torno al arma. Unos pasos hacían eco en medio de las tinieblas reinantes. El
hachero esperó en silencio, presto para enfrentar cualquier amenaza. Los pasos
cobraron fuerza y una figura solitaria se detuvo enfrente de los despojos de
los aldeanos. Después de unos momentos que se hicieron eternos, las pisadas se
alejaron con premura en dirección contraria.
Argoth asomó la cabeza con precaución y percibió la sombra que se
perdía en el interior de una de las isbas más alejadas. Un grito ahogado rompió
el tenebroso mutismo que envolvía el poblado. Un clamor desgarrador, cargado de
locura y aflicción.
El hachero ingresó en la penumbra de aquella humilde choza y se topó
con una escena escalofriante. El cuerpo degollado de una mujer yacía sobre un
charco oscuro. El horror reflejado en aquellos ojos sin vida le hizo estremecer.
Arrodillado enfrente del cadáver, se hallaba un hombre de contextura mediana y
brazos nervudos. Sollozaba y repetía una retahíla oriental que Argoth no podía
comprender, mientras se cubría el rostro con las palmas.
De pronto, se volvió enloquecido y fulminó al recién llegado con una
mirada cargada de sufrimiento. Si no hubiese sido por la experiencia que tenía
encima, Argoth no habría evitado el filo asesino que por poco le cercena la
traquea. Con una velocidad increíble, el aldeano saltó blandiendo un cuchillo curvo. El guerrero
fintó hacia la izquierda y le golpeó el abdomen con el mango de la segur. El
sujeto se dobló en un rictus de dolor, pero antes de que pudiera recobrarse, su
rival le barrió las piernas y le hizo caer de espaldas sobre el despojo de la
mujer.
Desarmado e impotente, le dedicó un gesto altivo al titán de cabello negro
y ojos de hielo que le contemplaba con dureza. Su vista se desvió con espanto
hacia el extraño fulgor que emitía el acero que portaba entre los dedos.
—¡Acabad con
este suplicio de una vez por todas! —gimió en el mismo dialecto de los hombres de la
aldea—. Me habéis arrancado todo lo que tenía en la vida… ¡Terminad vuestra
infame labor!
El portador del hacha le contempló por unos latidos. Una sombra
inquietante cruzaba aquellos rasgos afilados.
—La ira os
nubla la razón —aseguró en la misma lengua—. No soy el culpable de esta carnicería.
En los ojos rasgados del aldeano resplandeció un trazo de
incertidumbre. Titubeó al notar cómo aquel forastero extendía la mano para
ayudarle a erguirse.
Con recelo se puso en pie y le estudió con una mezcla de precaución y
curiosidad.
—¿Entonces,
quién sois? —inquirió, sin ocultar el dolor que le provocaba el cuerpo que yacía en
medio de la estancia.
—Soy el hombre
que busca el origen de esta maldad.
Esta afirmación dejó perplejo al oriental. Aquel extranjero no podía
estar en sus cabales. En ese instante reparó con angustia en algo que había
olvidado por completo.
—¡Mis hijos! —gimió,
llevándose las manos a la cabeza —¿Dónde están mis retoños?
—Ellos los
tomaron —exclamó Argoth en tono sombrío—. Los demonios de la montaña.
El oriental parpadeó estupefacto, mientras la piel de su rostro se tornaba
cenicienta.
—No…—masculló—. No puede
ser… hemos perdido el favor de los dioses. —Se volvió hacia el
bulto inerte y lo contempló por largo rato.
Argoth abandonó la cabaña, imaginando que aquel miserable había perdido
totalmente la razón. Se dejó caer sobre una roca y centró la mirada en las
estrellas que tachonaban el firmamento, tratando de entender cómo aquel mal
anidaba en medio de la paz que le rodeaba. Contempló los visos azulados de la
cabeza de la segur y una inquietante placidez llenó su corazón. En ese instante
comprendió que con aquella arma podría enfrentar cualquier obstáculo que se le
cruzara en el camino. La incertidumbre que le acosaba se disolvió bajo el
embriagador fulgor del acero.
Levantó la vista al advertir la presencia del aldeano enfrente de él.
Tenía el torso amplio y sus extremidades nervudas daban idea de su labor en
aquella agreste tierra.
—Os guiaré a
través del sendero prohibido —exclamó con tristeza. Sus ojos refulgían con furia
y determinación.
Argoth le miró con detenimiento. Sus rasgos se perfilaban con agudeza
bajo el pálido reflejo de la noche.
—Nos espera un
destino incierto —replicó sin apartar la atención de la abatida expresión del oriental—. Aún podéis
salvaros si volvéis vuestros pasos hacia el oeste.
El sujeto soltó un leve suspiro y volvió la atención hacia las montañas
que se dibujaban como manchas en medio de las tinieblas.
—Mi vida se
extinguió en el momento en que esos bastardos acabaron con mi mujer —reflexionó con
frustración. Contempló al guerrero con intensidad y se mordió los labios—. Y si abandono
a mis hijos no merezco seguir en este mundo.
Argoth respiró profundamente y luego le arrojó un trozo de la carne seca que cargaba en su petate.
—Si esa es
vuestra voluntad, no soy nadie para impedíroslo —dijo tras beber un
largo trago de la pelliza.
—Os llevaré
hasta la torre negra así me cueste la vida —aseguró el aldeano con
firmeza.
IV
La senda prohibida
El hombre, quien
decía llamarse Yang, le guió a través de un sendero apenas perceptible en medio
de los peñascos. Aquella vía no era más que un camino de cabras, plagado de
arbustos resecos y recodos que desembocaban en pavorosos barrancos. Argoth
comprendió que sin la ayuda de aquel individuo tal vez hubiese terminado destrozado
contra las rocas en el fondo del abismo.
Las huellas de actividad humana eran apenas perceptibles en medio de la
abrumadora inmensidad que los envolvía. Avanzaban con premura, deteniéndose tan
sólo para recuperar fuerzas y alimentarse. En aquellas ocasiones, Argoth pudo
intercambiar algunas palabras con aquel atormentando sujeto. Así descubrió que
los lugareños habían pervivido por siglos con aquel terror silencioso que
apenas se mencionaba. De cuando en cuando desaparecía un rapaz de alguna aldea.
Aunque todos sospechaban el terrible fin de aquellos desgraciados, consideraban
esto como un tributo a los temibles amos de la montaña. Pero desde hacía algún
tiempo las cosas habían ido empeorando y el número de desaparecidos aumentaba
de forma alarmante. El ataque en contra de la villa de Yang había marcado el
punto culminante de aquella angustiante situación.
El día había dado paso a la noche y al frío. Los aventureros buscaron
refugio en una gruta a pocos pasos de la cima y se sumieron en una incómoda
duermevela. Percibían la creciente fuerza del mal a medida que se adentraban en
aquel terreno maldito, en la forma de un desasosiego inexplicable que amenazaba
con hacerles perder la cordura.
Al amanecer los ojos del guerrero se clavaron en la extraña
construcción que se perfilaba a través de la bruma. Se estremeció al advertir
aquel monumento a la malignidad. Se trataba de una mole de varios niveles que
se iban reduciendo a medida que se acercaban a la cima. Una aguja sobresalía en
la cúspide y desaparecía en medio de las nubes bajas. Todo en aquella
abominación exudaba decadencia y corrupción. Argoth sintió de inmediato el
tibio roce de la hoja a sus espaldas. El metal negro se removía como la espuma
sobre las olas del océano. Sin duda los extraños poderes de la segur habían detectado
el mal que emitía aquel edificio.
Argoth se volvió y advirtió el pánico que desencajaba la expresión de
su acompañante.
—Por todos los
dioses del cielo y de la tierra…—murmuró el oriental, haciendo un curioso gesto con
sus dedos nudosos, tratando de alejar aquel mal—. Nunca había estado
tan cerca.
—No tenéis que
venir conmigo —dijo con calma el hachero, sin volver la vista—. Habéis cumplido con
vuestra parte del trato. Me habéis traído hasta la torre negra.
Yang le miró con vigor. El guerrero creyó ver un destello de alivio en
sus ojos rasgados. De pronto aquel gesto se vio ensombrecido por un tinte de
vergüenza al agachar la cabeza.
—No —respondió con
entereza—. Mis hijos pueden estar allí adentro. Os acompañaré hasta el mismísimo
infierno si es necesario.
Una sonrisa amarga le dio vida al rostro de piedra del portador del
hacha.
—Entonces
debemos ponernos en marcha —exclamó—. Aún estamos a varios estadios de distancia.
Después de varias
clepsidras, alcanzaron su objetivo. El sol comenzaba su movimiento descendente y
el frío cobraba cada vez más fuerza.
Yang permanecía resguardado bajo un espeso roquedal. Un sudor gélido se
le acumulaba en el surco lumbar. Sin apartar la vista de los alrededores, acariciaba
con ansiedad el cuchillo que apretaba entre los dedos. Desde allí, la visión de
aquella mole granítica era en verdad aterradora. El aldeano trató de vislumbrar
alguna puerta o acceso, pero nada parecido se apreciaba en la superficie rugosa
y repleta de escalofriantes relieves de la base del edificio.
Su corazón dio un vuelco al advertir la sombra que reptaba con agilidad
entre los escollos. No obstante los fieros rasgos de Argoth se materializaron
en medio de la penumbra, aliviando su temor. El hachero dibujó un gesto
desconcertante y arrebató la pelliza de manos del oriental. Después de beber un
buen trago, vertió un poco sobre su rostro sudoroso.
—¡Por el mismo
señor de la Forja!
—renegó
con frustración—. No hay hojas, ni siquiera una condenada tronera para ingresar a ese
lugar. En verdad creo que son demonios los que allí habitan —culminó con
impotencia.
Yang no pudo evitar un escalofrío al escucharle. Le echó un vistazo a
la torre y decenas de pensamientos sombríos le arrancaron el aliento.
—¿Ahora qué haremos? —inquirió con
voz queda.
Argoth frunció el ceño mientras se arropaba en la piel de lobo.
—Si los dioses
nos han traído hasta este maldito lugar, sin duda encontrarán la forma de
hacernos entrar.
Yang no respondió. Su fe en los dioses había terminado al encontrar el
cuerpo degollado de su mujer.
V
Sombras al atardecer
La frustración de
Argoth y su acompañante iba en aumento. Después de medio día revisando cada
palmo de la edificación, no habían podido encontrar la manera de acceder al
interior. El hachero ardía de impotencia al tiempo que la idea del fracaso
comenzaba a infectarle la voluntad.
Agazapados cerca de un cascajar, contemplaban con resignación cómo las
sombras del atardecer se reflejaban en la piedra oscura del baluarte. El viento rugía con fuerza y un cúmulo grisáceo
espesaba poco a poco el firmamento.
De pronto los ojos de Yang se abrieron como platos y sus dedos se
cerraron con intensidad sobre el hombro del hachero.
—Escuchad… —murmuró,
tratando de encontrar el origen del esquivo rumor.
Argoth frunció los labios y prestó atención a los ruidos que arrastraba
la corriente. Entonces un sonido ahogado comenzó a cobrar cada vez más vigor.
Era un crujido lento y sostenido que rompía con el melancólico mutismo de aquel
solitario peñasco.
Con un ademán, el guerrero le indicó al oriental que le siguiera.
Rodearon la torre y advirtieron un estrecho sendero que ascendía desde el este.
El corazón de Argoth comenzó a latir con fuerza al vislumbrar las formas que se
insinuaban por encima de la penumbra. Pegaron el pecho a tierra y contemplaron
aquel extraño espectáculo.
Varios hombres, cubiertos con capuchas negras, escoltaban un carromato
cubierto con lona embreada. Tiraban con esfuerzo de dos acémilas que se negaban
a continuar por la escabrosa senda.
Argoth comprendió que esta era la oportunidad que estaba esperando.
Después de todo, los dioses no le habían olvidado.
Sin decir palabra, avanzaron a través de los escollos hasta la
retaguardia del cortejo. El hachero aguardó a que cruzara el grueso de la
comitiva, buscando el momento indicado para caer sobre algún rezagado. No tuvo
que esperar mucho. Tres sujetos ascendían con dificultad, arrastrando una mula.
El guerrero podía escuchar las imprecaciones que soltaban sobre la porfiada
bestia.
Con el sigilo de un felino, el portador del hacha se arrojó sobre
ellos. Un cráneo crujió de manera espantosa cuando el mango de la segur cayó
con aterradora potencia. El segundo intentó gritar, pero el golpe del acero le
abrió el pecho en canal antes de que pudiese pronunciar palabra. Se desplomó en
medio de sus propias vísceras. El último apenas pudo correr unos pasos antes de
que el cuchillo de Yang se le clavara en la espalda. Los ojos del aldeano refulgían
enloquecidos, ansiosos de venganza. Cayó sobre aquel infeliz y le remató de un
tajo en el gaznate.
Sin perder tiempo, arrastraron aquellos cadáveres hasta el abismo, no
sin antes despojarlos de las túnicas en mejor estado.
Cubiertos con aquellos harapos nauseabundos, alcanzaron la comitiva que
ya se detenía en los linderos de la torre. Esperaban pasar desapercibidos en
medio de la noche cerrada que se apoderaba del lugar. Uno de los sujetos
embozados hizo sonar un cuerno que hizo eco en los fríos muros que les
rodeaban.
Entonces un crepitar hizo temblar el suelo bajo sus pies. Un terror
primigenio ensombreció el corazón del hachero al imaginar que se trataba de un
terremoto. No obstante sus ojos se abrieron de par en par al advertir cómo la
parte frontal de la inmensa estructura se abría como una boca de lobo, produciendo
un estruendo que le heló la sangre. En el lugar donde antes había una sólida
pared labrada, se hallaba el umbral que tanto habían buscado.
Lo primero que sintieron al poner pie en el interior del fortín, fue un
hedor impresionante. Una pestilencia que hizo recular a las bestias que
arrastraban el carromato. Los sujetos que encabezaban la procesión tuvieron que
hacer un esfuerzo titánico para obligarlas a continuar. Mientras tanto, al
percibir el calor del hacha sobre la espalda, Argoth confirmaba sus peores
temores acerca de la maldad que anidaba en aquel cubil.
Al recorrer un pasaje empedrado plagado de antorchas, el guerrero estudió
los horrendos grabados que inundaban las paredes. Imágenes de bestias
milenarias que reinaban sin rival sobre los hombres postrados a sus pies. Trató
de imaginar un mundo semejante y una punzada de horror le revolvió las
entrañas. Ahora sentía aquella malignidad a flor de piel. Se trataba de un
poder incontenible que le erizaba cada vello del cuerpo. Elevó una plegaria a
Ariestes para que alejara aquella abrumadora sensación que le nublaba la mente.
En medio de la zozobra que le consumía, se aferró al palpitante calor del hacha como tabla de
salvación. De pronto un poder sobrehumano le envolvió, difuminando cualquier
temor o vacilación. Sus rasgos dibujaron un extraño gesto mientras continuaba
hacia las entrañas de aquella madriguera.
A medida que se adentraban en el corazón de la torre, enfilaron por un
pasaje circular que parecía no tener fin. La inquietante pestilencia parecía
emanar de los mismos muros como un efluvio infernal que se pegaba a la carne y
viciaba la respiración. Luego de doblar un recodo fueron cegados por un haz
blanquecino que les develó el centro del edificio. Una oquedad en lo alto
permitía el acceso del espejismo lunar en la forma de una columna
fantasmagórica. Argoth contempló con cautela las escalinatas que circundaban
las paredes del fortín. El fulgor de cientos de antorchas apenas conseguía
arrebatar un poco de luz a las tinieblas perpetuas que dominaban aquel sitio. El
hachero se estremeció al notar los nichos que llenaban los muros, como si se
tratase de un gigantesco panal. Todo en aquel lugar era espeluznante y
antinatural.
Entonces sus oídos detectaron los leves lamentos que surgían del
interior del carro. Intercambió una mirada fugaz con Yang y se acercaron con
sigilo. Impresionados, descubrieron un grupo de críos macilentos que les
contemplaron con espanto. El oriental soltó una imprecación y se dispuso a
liberarlos, pero la mano de Argoth se lo impidió. Los ojos del hachero
refulgieron con firmeza, indicándole que no era el momento apropiado.
En ese momento varios sujetos se acercaron al armatoste y ambos se
alejaron con discreción. Los pequeños comenzaron a sollozar desesperados
mientras eran arrastrados sin contemplaciones por aquellos individuos de túnica
negra.
El hachero le indicó a su compañero que los siguiera. Yang asintió y se
acomodó la capucha al cruzar cerca de las teas que ardían en el muro. Varios
sujetos, ataviados con andrajos y con marcas de cadenas en los tobillos, comenzaron a descargar los bultos que traía el
carromato. Sin duda la rapiña obtenida en las aldeas atacadas. Tres
encapuchados vigilaban con atención aquella labor, armados con espadas cortas.
Argoth imaginó que aquellos miserables se hallaban allí en contra de su
voluntad. Tal vez esto le sería de utilidad más adelante.
Con sigilo descargó el hacha que ocultaba entre la carga del animal, y
buscó la penumbra de los muros para pasar desapercibido.
No tardó mucho en toparse con un corredor adyacente. Aquí el hedor era
más acuciante. Con esfuerzo controló las náuseas que le provocaba aquella
pestilencia y continuó. Mientras se movía en medio de aquella asfixiante oscuridad,
escuchaba conmovedores ecos que no podía identificar. En ocasiones parecían gritos de dolor y en
otras el clamor de una bestia horripilante. Estaba sumido en estas reflexiones,
cuando sus ojos fueron golpeados por un haz de luz. Era apenas una leve iridiscencia
pero fue suficiente para guiar sus pasos.
Asomó la cabeza por la amplia oquedad y advirtió un pozo circular
rodeado de gradas. El destello lunar ingresaba a través de una bóveda en lo
alto de la torre, sumiendo todo aquello en una bruma de irrealidad. Sus ojos se
posaron entonces en los bultos que destacaban en la parte superior de aquel
curioso recinto.
Intrigado, examinó los alrededores y descubrió unas rudimentarias
escaleras talladas en la piedra. Con sumo cuidado se deslizó a través de ellas
y no tardó mucho en alcanzar el anfiteatro. Su corazón latió con fuerza al
advertir la monserga que repetían los sujetos apiñados en las gradas. Eran
apenas una docena, pero el eco de sus voces se multiplicaba en las amplias
paredes. Contempló la cabeza de la segur y quedó impresionado por el calor que
emitían los símbolos grabados en ella. Sin duda se hallaba en el meollo de
aquella perversidad. Respiró el aire cargado y repitió una plegaria silenciosa,
sin apartar la mirada de las figuras que gesticulaban en lo alto de las gradas.
Entonces quedó paralizado al notar las siluetas que cobraban forma
cerca de los braseros. Dos sujetos embozados arrastraban a un jovenzuelo que se
debatía inútilmente. Argoth se pegó al muro y los siguió con la vista mientras
se acercaban al grupo principal. Una sensación alarmante le revolvió las
entrañas al sospechar lo peor. Tomó una bocanada de aire turbio y avanzó con
decisión. Pero antes de que pudiese poner pie en la empinada escalinata, el
sujeto que parecía liderar aquella turba arrojó al muchacho al fondo de la
poza. El alarido de aquel miserable se vio opacado por los vítores jubilosos de
los esbirros de la oscuridad.
De pronto aquella algarabía se vio interrumpida por un rugido espantoso
que despertó los terrores más profundos que albergaba el hachero. Un sonido aún más espeluznante consiguió opacar aquel
clamor al escucharse el eco de los huesos quebrados y la carne desgarrada.
Paralizado por un profundo miedo, tuvo que apelar a la furia que le quemaba las
venas para no perder la cordura.
VI
En las entrañas de infierno
El hachero consiguió
romper la bruma de terror que le enceguecía antes de arrojarse sobre aquellos
degenerados. Los primeros no pudieron reaccionar ante la brutal acometida.
Antes de advertir el peligro que se cernía sobre ellos, no eran más que jirones
ensangrentados apenas reconocibles. El olor metálico de la sangre se mezcló con
la pestilencia que flotaba por doquier. Otros dos encapuchados intentaron
alcanzar las puertas, pero el filo anhelante del Hacha Negra los desmembró sin
contemplaciones. Uno cayó de rodillas, aullando de dolor y aferrando el guiñapo
que antes era su brazo izquierdo. Un segundo golpe que le arrancó la cabeza
terminó con aquel sufrimiento. Tras enfilar hacia lo alto de la tribuna, Argoth
aplastó el cráneo del moribundo que se arrastraba a sus pies. Abajo, la bestia
que yacía en el pozo soltó un alarido que removió los muros, como si
compartiera la ira de sus adoradores al notar la presencia de aquel impío en su
santuario. Los restantes se apiñaron como alimañas en la parte superior,
blandiendo cuchillos curvos que refulgieron débilmente bajo la luz de la luna.
Argoth, cubierto de sangre y embutido en una cota escamada, era la misma
encarnación de la muerte. Sus ojos grises destellaban como hielo ardiente. Tres
hombres le hicieron frente. Aunque eran altos y robustos, se movían con
torpeza. Uno intentó sajar el rostro del hachero, más con ardor que con técnica,
y recibió un golpe seco en el estómago. Una expresión pavorosa se dibujó en
aquel semblante ceniciento cuando comprendió el destino que le esperaba. Su
rival le hizo perder el equilibrio y el sujeto se precipitó a la poza en medio
de un grito desgarrador. La bestia aulló de placer mientras despedazaba la
carne de aquel miserable.
Argoth se desentendió del espeluznante sonido y arremetió contra los
vacilantes sujetos que le cerraban el paso. La segur se movió de un lado para
otro, con espantosa precisión. El más cercano rodó por los escalones, partido a
la altura de la cintura. El hachero continuó, su rostro convertido en una masa
pétrea. La sangre parecía latir sobre la endemoniada cabeza del hacha. El
enemigo restante palideció al advertir el brutal destino de sus compañeros. Se
dio la vuelta para escapar de allí, pero antes de que pudiese dar un solo paso,
el filo le rasgó la espalda, destrozándole la columna vertebral.
De allí en adelante todo degeneró en una carnicería, en un apetito de
venganza sin parangón. Mientras vaciaba entrañas y mutilaba de manera
inmisericorde, Argoth recordaba a las madres devastadas que rogaban por sus hijos
y al pobre diablo que acababa de ser arrojado al cubil de la bestia.
No habría piedad para aquellos asesinos de niños. Tan sólo el filo del
Hacha Negra conseguiría redimir sus pecados, convirtiendo la muerte en el único
pago posible.
Un hombre de ojos hundidos se postró en medio de la tribuna,
suplicante. Argoth vaciló por un latido, la sangre tibia de sus víctimas le
daba un aspecto demencial. El hachero dejó caer el filo sin contemplaciones y
terminó con los ruegos de aquel miserable.
Entonces volvió la mirada y el único rumor que podía escucharse era el salvaje
palpitar en sus sienes. Respiró con dificultad y contempló la devastadora
escena que le rodeaba. Cuerpos esparcidos y restos irreconocibles llenaban el
lugar. Un charco oscuro rodaba por las graderías, manchando todo alrededor. Abajo,
la bestia rugía, excitada por el hedor de la sangre fresca.
De pronto sus ojos se fijaron en un leve resplandor a pocos pasos de
allí. De manera instintiva saltó hacia delante, empuñando el letal filo entre
los dedos. Quedó sin aliento al descubrir a un sujeto de ojos mezquinos
aferrando a una chiquilla que se debatía con desesperación entre sus zarpas
huesudas. Una sonrisa atroz se dibujó en aquel semblante amarillento.
El hachero se dispuso a avanzar,
pero una daga afiliada se materializó entre los dedos del servidor de la
bestia.
—¡Avanzad un
solo paso y ella muere!
—exclamó con voz gangosa en una jerga similar a la
utilizada por los aldeanos—. Habéis mancillado el altar de nuestro dios, extranjero —prosiguió, apretando
el filo de la hoja contra el pecho de la aterrada cría —¡Pagareis por vuestra
herejía!
Argoth notó el medallón dorado que se insinuaba a través de la túnica.
Una cabeza reptiliana con un rubí en el centro. Sin duda aquel degenerado era
uno de los líderes del infame culto.
—Si queréis
tanto a vuestro dios —dijo, acercándose con lentitud —Os puedo enviar con él ahora mismo.
El hombre dibujó un gesto desesperado y echó un rápido vistazo al pozo.
Volvió la mirada y se limpió el sudor que le escocía los ojos. Con ansiedad
tiró de la niña mientras buscaba una forma de escapar. En medio de la angustia
comprendía que lo único que le separaba de la muerte era aquella rapaz.
Entonces una mueca siniestra enmarcó sus rasgos huesudos. Acercó a la pequeña al
borde y percibió la tensión que asomaba en el rostro del guerrero.
La cría aulló de dolor cuando sus pies quedaron suspendidos en el aire.
El servidor de la bestia soltó una carcajada y fulminó a Argoth con una mirada
altiva.
—Esta mocosa
tendrá el honor de servir a nuestro dios —aseguró con sorna. Un fulgor inhumano asomó en aquellos
ojos rasgados.
El hachero vaciló, la impotencia y la furia se fundían en su mirada.
Avanzó un paso, el filo azulado refulgió al ser acariciado por el tubo
de luz que manaba de la cúpula. Un horror extraño asomó en la mirada del sacerdote
al advertir las runas que parecían navegar en aquel metal oscuro. Reculó para
luego dejar caer a la niña y correr en dirección contraria, como alma que lleva
el diablo.
—¡No! —el grito de
Argoth se mezcló con el lamento de la pequeña al caer al vacío.
Sin pensarlo siquiera, el hachero saltó hacia la boca del infierno.
Rodó sobre una superficie adoquinada, sintiendo la fuerza de aquel impacto
sobre las rótulas. Se irguió de manera instintiva, temeroso de haber sufrido un
daño irreparable. No obstante respiró aliviado al comprender que tan sólo contaba
con algunas laceraciones sin importancia. A vista de pájaro, calculó que
aquella fosa tenía unos cincuenta pasos de ancho por cien de largo. Quedó
helado al notar los restos amontonados alrededor. Huesos quebrados y jirones
podridos se apreciaban por doquier. Aquí el hedor era impresionante. Argoth
tuvo que hacer un gran esfuerzo para soportar aquel efluvio que agolpaba la
bilis en su garganta. De repente sus músculos se tensaron al percibir el pesado
roce sobre el firme. Con el corazón batiendo enloquecido, trató de vislumbrar
algo en medio de la penumbra malsana que
le rodeaba. Escuchó el sollozo de la niña y corrió en aquella dirección.
Entonces le vio. La misma encarnación del demonio.
Allí, a tan sólo unos pasos de la indefensa cría, unos ojos bestiales
refulgían en la oscuridad. Unos orbes
despiadados que consiguieron paralizar la voluntad del guerrero. La
abominación avanzaba con lentitud hacia la pequeña, produciendo un inquietante
silbido al respirar.
Argoth luchó con denuedo en contra del miedo cerval que le impedía
mover las piernas. Furioso, dejó escapar un potente alarido que se multiplicó
en las paredes de la fosa. La bestia se volvió, sorprendida al descubrir la
presencia del guerrero. Los belfos se echaron hacia atrás exhibiendo una ristra
de colmillos espeluznantes, mientras las pupilas amarillentas se tornaron en
pequeñas rendijas. Rugió con altivez, golpeando el rostro del hachero con un
aliento putrefacto.
Argoth aguantó la respiración al verle con claridad. Era tan alto como
cuatro hombres y aguantaba su peso sobre dos extremidades nervudas, rematadas
por tres garras afiladas. Dos apéndices atrofiados sobresalían sobre un torso
escamado que producía destellos de plata al ser tocado por la escasa luz que alcanzaba
al pozo. No obstante, la voluminosa cabeza acorazada parecía ser la principal
arma de aquel engendro infernal. Los
dientes refulgían como hojas punzantes, al prepararse para saltar sobre el
intruso.
Sin embargo un impulso instintivo le obligó a refrenarse al percibir la
hoja que brillaba en manos de su nueva presa. La bestia titubeó por unos
latidos, el tiempo suficiente para que Argoth consiguiera controlar sus
emociones. El portador del hacha se hizo a un lado, justo cuando todo el peso
del engendro hacía temblar el suelo a sus pies, destrozando el adoquinado donde
se hallaba momentos antes. El bruto
rugió enloquecido al ver al humano cargando a la niña con presteza. Arremetió de
nuevo, pero la presa rodó hábilmente bajo su monstruoso corpachón. No obstante,
Argoth comprendía que aquel juego del gato y el ratón no duraría por siempre.
Desesperado, trató de ocultar a la cría en una pila de huesos. Llamó la
atención de la criatura y evadió otra embestida, mientras buscaba con angustia
la manera de escapar de aquella trampa mortal.
Entonces una algarabía en la boca del pozo atrajo su atención. Apenas podía discernir aquellas formas en
medio de la penumbra. Siluetas difusas que gesticulaban y gritaban en una
lengua que no podía comprender. Espantado, imaginó que terminaría sus días
devorado por aquella abominación. No tenía la manera de saber que su ataque a
los adoradores de la bestia había desencadenado un violento alzamiento entre
los esclavos.
Un grito de horror llenó sus oídos. Se giró y descubrió un cuerpo
debatiéndose sobre el firme. Lo único que podía distinguir eran los harapos
negros que portaba aquel desdichado. Un temor innombrable le invadió al ver
cómo el inmenso reptil saltaba sobre aquel sujeto, rasgándole la carne y reventándole
la osamenta hasta convertirlo en un guiñapo sanguinolento. Un clamor jubiloso
emanó de los hombres amontonados en las tribunas. Al advertir la celebración de
los antiguos esclavos el hachero comprendió lo que estaba sucediendo. No hubo misericordia.
Los asesinos de niños fueron arrojados para servir como alimento a la bestia
que con tanto fervor habían adorado.
Abajo, el monstruoso reptil se sumía en una orgía de sangre, cazando
como ratas a los miserables que aún podían moverse. Argoth aprovechó aquel
momento para tomar a la cría y tratar de buscar una salida.
Entonces un rostro conocido se cruzó en su camino. Los rasgos
consumidos del sacerdote estaban desfigurados en una máscara de profundo espanto
y la sangre manaba a borbotones de un feo corte en la frente. Al ver al hachero,
palideció aún más e intentó correr en dirección contraria. Argoth se disponía a
terminar de una vez por todas con aquel mal nacido, pero la bestia se le
adelantó. Un alarido de intenso sufrimiento se alzó por encima de las risas
desenfrenadas de los siervos. La colosal extremidad del saurio cayó sobre aquel
miserable, astillándole la pelvis. Unos ojos inyectados de profundo horror fue lo último que Argoth pudo ver antes de
que las mandíbulas, erizadas de picas aguzadas, destrozaran lo que quedaba del
servidor de la oscuridad.
En medio de aquel espanto que apenas podía asimilar, el guerrero creyó
escuchar el eco de su nombre. Se volvió
hacia la boca del pozo y distinguió una figura que trataba de llamar su
atención con desesperación. Una punzada de alivio le devolvió las esperanzas.
Yang, acompañado de varios sujetos, arrojaban una escalera rudimentaria a pocos
pasos de allí. Sin perder tiempo, y con la rapaz apretada contra el pecho,
enfiló hacia la única posibilidad de salvación.
—¡Tomadla! —exclamó
angustiado, entregándole la cría a un individuo de rostro cicatrizado que
pendía de la escalerilla de cáñamo. Éste atrapó a la niña, para luego entregarla
a Yang en las tribunas.
Entonces, el sujeto que colgaba de los peldaños dejó escapar un grito
espantoso mientras señalaba hacia la masa de músculos y garras que arremetía
contra ellos.
Argoth quedó mudo, un sudor gélido perlaba sus músculos y la adrenalina
estaba a punto de estallarle las venas. No tendría tiempo de escapar, debería
defenderse o morir destazado.
La bestia saltó sobre él. Las
garras afiladas rechinaron contra la pared, dejando un profundo surco en la
piedra. El hachero rodó hacia adelante, la pestilencia cruda del engendro le
infectó las fosas nasales. Se volvió de manera mecánica y dejó caer la segur
con fuerza contra el talón del reptil. La hoja pareció cobrar vida al sajar
aquella piel escamada que parecía impenetrable. El filo mordió los tendones y segó
todos los vasos sanguíneos a su paso. Un rugido de furia y dolor acalló la
celebración de los esclavos. Todos recularon espantados.
La abominación retrocedió estupefacta, una película de líquido negruzco
le bañaba la pierna.
Argoth creyó ver un atisbo de miedo tras aquellas pupilas inhumanas.
Sintió el poder del Hacha hormigueando entre los dedos y la confianza apagó los
conatos de indecisión que le abrumaban.
La criatura agitó la inmensa cabeza y embistió en medio de un rugido
descomunal, cegada por la ira. El hachero permaneció impertérrito, esperando el embate. El suelo se removía como
un barco en medio de una tormenta.
Esta vez la monstruosa testa se adelantó, lanzando una potente
dentellada. Argoth fintó hacia la izquierda con agilidad, un clamor surgió de
los impotentes testigos que plagaban la tribuna.
El hachero levantó su letal instrumento mientras se desplazaba en
dirección contraria. El filo se hincó a la altura de la rodilla y no se detuvo
hasta astillar el hueso. El gigantesco reptil cayó en medio de un estruendo
monumental que por poco derrumba las paredes. Intentó erguirse pero la
extremidad destrozada se lo impedía. Argoth permaneció en silencio,
contemplando con admiración los esfuerzos del titán por continuar luchando. La
sangre brotaba a borbotones de las terribles heridas, pero insistía en lanzar
zarpazos y dentelladas fulminándole con aquellos ojos perversos.
—¡Acabad con el
demonio, acabadlo! —rugían los hombres apretujados en las gradas.
Argoth se vio invadido por una profunda incertidumbre. A pesar de lo
ruin de su existencia, aquel animal tal vez sería el último de su especie en
pisar la tierra. No era su culpa que aquellos desalmados le hubiesen utilizado
para tan macabros fines.
—Acabadlo
vosotros mismos —espetó, levantando el hacha por encima de la cabeza. La sangre de la
bestia refulgía sobre el filo azulado.
Trepó por la escalerilla con esfuerzo. Sus músculos ateridos por la
cruenta lucha. El firme brazo de Yang le ayudó a librar los últimos peldaños.
Se dejó caer sobre el firme, respirando con dificultad. A pocos pasos
de allí, los bramidos del saurio perdían fuerza a medida que las lanzas
arrojadas por los vengativos siervos mordían su carne sin piedad.
Tan sólo en aquel instante Argoth reparó en los dos críos que hundían los
rostros en las costillas del oriental.
—Mis hijos me
han devuelto la esperanza —afirmó Yang con voz quebrada y ojos enrojecidos—. Los dioses
os recompensarán, extranjero.
Argoth dibujó un gesto que suavizó sus facciones sudorosas.
—Os debo la
vida —aseguró con un suspiro—. La deuda esta saldada.
Yang contempló la celebración de aquellos hombres desesperados,
mientras acariciaba la cabeza de una pequeña regordeta que miraba al hachero
con desconfianza.
—Nos habéis
librado de un mal milenario —aseguró el oriental con vehemencia—. No hay
manera de pagaros por ello.
El hachero se alzó de hombros. Una mueca de dolor asomó en su mirada.
—El único pago
que os pido es un buen descanso y un petate repleto para continuar mi camino —dijo,
apretando los dientes.
Yang sonrió, agitando la cabeza con lentitud. No pudo evitar un
estremecimiento al desviar la vista hacia la hoja labrada que el guerrero
apretaba en la diestra. La sangre seca parecía fundirse con aquel inquietante
metal oscuro, como si se alimentara de la esencia de sus víctimas. Apartó esta
inconcebible reflexión antes de contestar.
—Lo tendréis,
os lo prometo. Eso y mucho más.
FIN.
Leído, un gran relato al más puro estilo Conan el Bárbaro. Argoth es sin duda un guerrero legendario que haría palidecer al mismísimo cimmerio. Me ha encantado las descripciones al estilo "La inquietante pestilencia parecía emanar de los mismos muros como un efluvio infernal que se pegaba a la carne y viciaba la respiración", que meten de lleno al lector en la historia.
ResponderEliminarDe ahora en adelante me declaro "converso" al culto de Argoth, un saludo.
Eihir, muchas gracias por tu comentario. Me alegra mucho que te haya gustado el relato. Argoth es un personaje al cual le faltan muchas aventuras por delante.
ResponderEliminar