Publicado en Ragnarok No. 9
“Añoro el calor de vuestra piel y la dulzura de vuestras caricias,
extraño el sosiego que arrastraba vuestra sonrisa y la belleza de vuestro
rostro. Todo se ha convertido en recuerdos, briznas dispersadas en mi mente por
los vientos del olvido. Solo le pido a
los dioses que me otorguen la revancha para encontrar la paz que me habéis
arrebatado”
Anónimo.
UNO
“Se sentó en el jergón, extasiado y sudoroso. El aroma
acre de su piel y el sabor tibio de aquellos besos palpita en la punta de su
lengua.
—¿Me amas? —inquirió
ella con un suspiro. Aquel hálito agridulce le recordó los momentos vividos
hacia tan sólo unos instantes.
Fijó la atención en los ojos
que resplandecían en el rostro de la fémina, unos rasgos cincelados por los
mismos dioses. Se perdió en aquella mirada azulada, sintiéndose el hombre más
afortunado del mundo.
—Me habéis arrebatado el corazón —confesó, aferrándola entre sus brazos con suavidad, temiendo hacerle
daño, como si se tratase de una delicada joya.
Ella sonrió, un canto alegre
que le llenó de sosiego.
Luego, hicieron el amor hasta
el alba”.
Inmensos nubarrones
oscurecían el firmamento. Se amontonaban como un gran ejército, dispuesto a
asolar la tierra con la furia de los dioses. Sin embargo, nada de esto parecía
importarle al hombre que permanecía en la cima de la colina. Ni siquiera el
frío que le arañaba la piel y los
relámpagos que rompían en la distancia consiguieron desviar su atención del
túmulo que se abría a sus pies.
De aspecto recio, vestía una túnica de lana, calzas largas y botas de
ante anudadas hasta la rodilla. Se cubría con una capa de piel que ocultaba un
cuerpo nervudo acostumbrado a la dura vida de las praderas. De tez pálida y
rostro anguloso, apenas se diferenciaba
de los habitantes de aquellas tierras. Lo único que llamaba la atención eran
los ojos almendrados heredados de una madre sureña, dos orbes verduzcos que
destilaban cautela y peligrosidad.
La tierra tembló con el poder del trueno y las primeras gotas de lluvia
le castigaron como agujas de hielo. Se
derrumbó frente al montículo y hundió los dedos entre las piedras y el barro.
Y lloró… gimió con amargura mientras el ulular del viento se unía al
clamor de su alma destrozada.
Grandes trozos de barro
se levantaban al paso de las monturas. Recorrían aquellas tierras inhóspitas en
busca de nuevas acerca de la terrible incursión de las hordas pardas.
Dos hombres cabalgaban en cabeza sobre sendos percherones. Portaban
estandartes amarillos en las lanzas, y los rayos solares que conseguían cruzar
el manto nubloso arrebataban destellos de sus morriones y cotas de malla. Detrás
cabalgaba una mesnada de unos cuarenta guerreros, armados con mandobles, picas
y hachas. Todos portaban una sobrevesta amarilla con un águila negra en el
pecho. La enseña del amo de aquellos parajes.
Se detuvieron en lo alto de un otero y contemplaron el yermo que se
abría ante ellos. Leguas interminables de praderas amarillentas hasta donde
alcanzaba la vista. Allí, en algún lugar, la hueste de los infieles había sembrado
la muerte en las pocas aldeas que se atrevían a levantarse en aquel lóbrego territorio.
Una solitaria silueta destacaba en medio de aquella monotonía. Vagaba
sin rumbo en una inmensidad que amenazaba con devorarle.
Los guerreros le siguieron con la mirada, tratando de comprender qué
hacía en medio de la nada. Los estandartes de las picas se debatían contra el
viento y las monturas piafaban con ansiedad, deseosas de continuar con su periplo.
Ni siquiera el retumbar de los pesados cascos y los gritos de los
hombres consiguieron alarmarle. Continuó su camino, sin prestar atención a los
que sucedía alrededor. Ya nada importaba y menos su miserable existencia.
Las monturas se estrecharon hasta impedirle el paso. Fue entonces
cuando alzó la cabeza y se vio deslumbrado por el resplandor de las bridas y el
acero de los recién llegados.
—¡Matadme de
una vez! —gritó, abriendo los brazos con resignación. Los caballos se
encabritaron y obligaron a sus dueños a tirar de las riendas. Percibían la
sangre que manchaba al forastero de pies a cabeza—. Ya nada me queda en
este mundo, terminad de una vez con esta miseria. —Sus ojos expelían un
fulgor cargado de sufrimiento.
El hombre al mando levantó una mano y todos formaron un círculo
alrededor del extraño.
—¿De dónde
venís? —inquirió con firmeza, fulminando al forastero con mirada de hierro.
El aludido observó la tropa y se detuvo enfrente del sujeto que había
hablado. Aquel hombre portaba una cota de malla reluciente y un almete con
orejeras y nasal. Conservaba una chispa de audacia juvenil tras una tez marcada
por los años.
—No provengo de
ninguna parte —replicó con altivez, apretando los puños—.Tan sólo cargo los
recuerdos de lo que alguna vez fue mi hogar.
Los guerreros intercambiaron miradas sombrías. Sin duda aquel miserable
era una víctima más de los infieles.
Una luz de misericordia asomó en los duros rasgos del comandante. Soltó
un suspiro y se pasó la lengua por los labios.
—Siento mucho
vuestra pérdida —dijo en tono conciliador, tratando de imaginar el dolor que corroía el
espíritu de aquel sujeto—. Nada podemos hacer ya por vuestros seres queridos, pero os juro por
los dioses que cabalgaremos hasta el infierno para hacer pagar a esos
miserables.
El forastero no contestó, se limitó a contemplarle con recelo.
—Acamparemos en
aquel altozano —continuó el soldado, señalando un breve collado a menos de una legua de
allí—. Os puedo ofrecer algo de cecina y orujo si así lo deseáis. —Le sostuvo la
mirada por unos instantes—. De lo contrario, proseguid libremente vuestro camino con la bendición
de los dioses.
Dicho aquello, la hueste en pleno dio media vuelta y cabalgó hacia su
nuevo destino.
Las sombras
reptaban ya sobre la planicie cuando el forastero alcanzó el campamento. Los
hombres murmuraban e intercambiaban gestos huidizos al verle llegar. No
obstante, nadie se atrevió a cerrarle el paso cuando se detuvo enfrente de la
hoguera donde descansaba su líder. Los oficiales cesaron la charla y volvieron
la atención hacia su superior. Sin la cota y el yelmo se asemejaba más a un
escribano que a un soldado. Sus sienes encanecidas contrastaban con la piel
aceitunada que refulgía bajo el brillo de la pira. Sin embargo era la fiereza en
la mirada la que develaba la inquebrantable voluntad que le hacía líder de
hombres.
—Vamos, abridle
paso a nuestro invitado —exclamó, invitándole a unirse al grupo—. Traed una escudilla
y algo de vino.
El extraño se acomodó con cautela, frotándose las manos enfrente de las
flamas. Al sentir el aroma de la comida sus tripas protestaron. Llevaba al
menos dos días sin probar bocado. Arrebató el cuenco y devoró con fruición la
ración de cecina y habas, ante la atenta mirada de sus anfitriones. Se pasó la
mano por los labios y vació un cuarto de azumbre en un santiamén.
Una sonrisa asomó en los labios del caudillo. Algo en aquel sujeto
demacrado llamaba su atención. Tras aquellos ojos indomables tenía el aspecto
de un lobo herido. Sin duda no era ajeno al sabor de la sangre y la batalla.
—Mi nombre es
Tiberio de Arruan —aseguró al tiempo que se acariciaba la perilla, sin apartar la atención
del recién llegado—. Soy el capitán de esta mesnada.
El desconocido no respondió. Se arropó en las pieles y perdió la vista
en las flamas que consumían con furia la madera.
El guerrero agitó la cabeza y bebió del odre que cargaba consigo. La
leña seca chisporroteaba sobre el fuego y elevaba una nube de pavesas que era
arrastrada por el viento.
—No pude hacer
nada para evitarlo —murmuró el recién llegado sin despegar la atención de la hoguera. Una
sombra desgarradora le deformaba las facciones.
Tiberio de Arruan suspiró y advirtió que los rostros de sus oficiales
se volvían hacia el extraño.
—Nada quedó en
pie. Quemaron las isbas y masacraron a los viejos y los débiles. —Levantó la
cabeza y parecía que los fuegos del infierno ardían tras aquellos profundos
ojos verdes—. El hedor de la muerte y los
cuerpos carbonizados aún permanece en el fondo de mi garganta.
Un silencio sobrecogedor se apoderó de aquellos curtidos guerreros.
Todos, sin excepción, conocían los horrores perpetrados por las hordas pardas a
lo largo de la frontera.
—Habéis tenido
suerte de no estar allí —reflexionó uno de ellos. Un individuo de cabellos dorados y piel manchada
por el sol—. Sin duda hubieseis corrido la misma suerte de aquellos pobres
diablos.
El extraño le devolvió un gesto furibundo. El líder de la tropa imaginó
que saltaría sobre aquel imprudente y le arrancaría las entrañas con las uñas.
No obstante el forastero, atrapado por los turbios recuerdos que le atormentaban,
agachó la cabeza con vergüenza.
—Aún conservo
su aroma en mi cuerpo —murmuró con voz quebrada.
Tiberio le miró, un nudo le apretaba la garganta. Podía percibir el sufrimiento
impreso en cada una de aquellas palabras.
Los hombres guardaron silencio
mientras la brisa bramaba sobre sus cabezas. Comprendían que nada que pudiesen
decir conseguiría aliviar el suplicio de aquel miserable. No eran ajenos a la pérdida
y sabían muy bien que el tiempo era la única cura.
El caudillo contempló la oscuridad que reinaba más allá del círculo de
fuego, y se preguntó si las almas de aquellos desdichados vagarían por siempre
en aquella estepa estéril. Algo en su interior se estremeció. Bebió un largo
trago de orujo que le calentó las tripas y le trajo algo de sosiego.
—¿Cómo era su
nombre? —inquirió, volviéndose hacia el aldeano. La tropa les observaba en
completo mutismo.
Éste le contempló con recelo, como si aquel sujeto con aspecto de
escribano quisiera arrebatarle un trozo de su propia alma.
—Sería bueno hacer
una ofrenda a los dioses en su nombre —continuó, sin apartar la vista de la oscura
expresión de su interlocutor—. Le abriría las puertas de la montaña Blanca.
Un trazo de comprensión suavizó los rasgos del forastero. En medio de
la angustia había olvidado aplicar los ritos apropiados.
—Os lo
agradecería mucho —musitó con voz pastosa—. Su espíritu deberá encontrar el sendero
apropiado.
Tiberio de Arruan se acercó a uno de los oficiales y le susurró algo al
oído. Éste apretó los labios y asintió antes de desaparecer entre las monturas.
—¿Tenéis algo
que le perteneciera? —inquirió con suavidad. Su rostro perdió toda dureza.
El aldeano titubeó, pero luego hurgó entre sus ropas y extrajo un disco
de bronce atado a un cordel. Lo apretó entre los dedos temblorosos.
—Es lo único
que me queda de ella —aseguró con amargura.
El caudillo asintió y tomó el objeto entre sus dedos. Descorrió el
pestillo de cobre y contempló el manojo de cabello rojizo que descansaba en el
interior. Parecía tener vida propia al ser acariciado por el palpitante fulgor
de las llamas.
Su mirada se tiñó de tristeza al advertir el desasosiego que invadía al
forastero. Imaginó que estaba violentando el tesoro más sagrado de aquel desdichado.
Se apropió de algunos cabellos y cerró el disco con delicadeza. El
color regresó al rostro de aldeano al sentirlo de nuevo entre sus manos.
—Con ésto
bastará —le explicó el guerrero con gesto afable.
Dos soldados regresaron portando un arcón bellamente labrado. Lo
colocaron enfrente del comandante y retrocedieron.
Tiberio de Arruan se arrodilló y lo abrió con una llave que le pendía
del cuello. La madera dejó escapar un breve gemido que se multiplicó en medio
de la inmensidad que les envolvía.
El forastero quedó mudo al advertir que aquel sujeto con aspecto de
escribano, se ataviaba con la túnica púrpura de los sacerdotes. Su corazón se
paralizó al comprender que se hallaba enfrente de un monje guerrero de la orden
de Othar.
De manera inconsciente cayó de rodillas y pegó la cabeza contra el
firme.
—¡Erguíos! —le ordenó
Tiberio con firmeza. Sus ojos chispeaban con una energía inagotable—. No soy más
que un servidor de los dioses, una criatura mortal no muy diferente a vos.
—Disculpadme,
mi señor… —balbuceó el aludido, poniéndose en pie. La dura mirada de los guerreros
le congeló la sangre en las venas.
—¿Cómo era su
nombre? —preguntó Tiberio de Arruan suavizando la voz. Con la túnica y el
medallón no parecía ser un avezado asesino de hombres.
—Marcia. —Tras esta
palabra se apagó el brillo en la mirada del aldeano. Un dolor inconmensurable
afloró en aquellos rasgos pálidos y angulosos.
El diácono elevó una daga al firmamento y repitió una potente oración
en la lengua secreta de los dioses. El eco de sus súplicas hizo estremecer a
los presentes, y todo alrededor se vio invadido por una fuerza invisible y
desconocida.
La hoja lamió su palma derecha y la sangre brotó negra y brillante.
Apretó el puño con vigor y las gotas cayeron sobre un cáliz de plata que
descansaba a sus pies. Se mezclaron con el manojo de cabello, y el nombre de la
mujer emanó de los labios del sacerdote en un tono que revolvió las entrañas
del atónito labrador.
Los soldados inclinaron la cabeza y repitieron en tres ocasiones el
ensalmo de su comandante.
El forastero no podía contener la emoción que le embargaba. Comprendía
que aquel ritual guiaría el atormentado espíritu de su amada a buen puerto,
evitando que vagara eternamente a través de las gélidas estepas del inframundo.
La angustia y el recelo se vieron reemplazados por un profundo agradecimiento
hacia aquellos desconocidos que le habían tendido la mano.
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por el gesto de apremio que
asomaba en el curtido semblante del diácono guerrero. Le invitaba a unírsele
con un vigoroso ademán. Avanzó hacia él, atrapado por aquella mirada ardiente. Tiberio
de Arruan le tomó la mano derecha y le fulminó con ojos de acero al rojo vivo.
—¡Vuestro
nombre! —vociferó en un tono que no admitía reparo.
—Jacques…—musitó el
aludido con voz quebrada. Un escalofrío le
recorrió la nuca al advertir el calor inhumano que transmitían los dedos del
sacerdote.
—¡Gritadlo a
los cielos! —le increpó Tiberio con resolución—. ¡Qué los dioses escuchen vuestro clamor!
—¡Jacques! —gritó a todo
pulmón, sintiendo cómo se le cortaba la respiración con el esfuerzo. Su corazón
palpitaba enloquecido al sentir un salvaje torrente de adrenalina cabalgando a
través de las venas.
La hoja de sacerdote le mordió la palma derecha y la tibieza del
líquido vital le regó los dedos temblorosos.
Tiberio capturó la hemorragia con el reluciente cáliz, y Jacques
contempló embelesado cómo su propia sangre se mezclaba con el manojo de cabello
manchado con la linfa del sacerdote.
—Jacques, jurad
por los dioses que buscareis redimir la ira de vuestra amada con la sangre de
los bastardos que le han arrebatado la existencia. —La voz de Tiberio de
Arruan retumbaba en el rincón más lóbrego del corazón del aldeano, despertando
sus instintos más primarios. El desconsuelo y la impotencia dieron paso a un
sentimiento oscuro e intoxicante que se apoderó de su ser. Una emoción que el
amor de Marcia había conseguido encadenar y que ahora, después de su trágica
partida, retornaba con un poder avasallador imposible de controlar.
—¡Lo juro! —aulló Jacques,
con los ojos desorbitados y la sangre caldeando cada fibra de su humanidad—. Por los
dioses que no descansaré hasta haber conseguido mi revancha. —Apretó los
puños y se desvaneció en los brazos del diácono.
Ahora un vínculo más fuerte que la misma muerte le unía a aquel grupo
de guerreros sagrados.
DOS
“Sus labios se curvaron en un gesto que le dejó mudo.
Percibía la tensión que palpitaba en su mirada. Aún así era la criatura más
hermosa que había visto en toda la vida. Una sensación cálida le recorrió las
entrañas al advertir aquellos finos dedos rozándole las palmas encallecidas.
—Tan sólo os pido una cosa, Jacques —dijo en un tono que no admitía reparos.
Algo en su interior se
encogió. Había tratado de evitar aquella charla desde hacía mucho tiempo. Ahora
comprendía que no tendría escapatoria.
Se pasó la lengua por los
labios y suspiró.
—Os escucho —replicó con recelo.
La mujer le apretó los dedos
con fuerza y le sostuvo la mirada por unos instantes que se hicieron eternos.
No pudo evitar perderse en aquellos orbes celestes colmados de firmeza.
—Si en verdad deseáis compartir vuestra vida conmigo —continuó con vigor—, debéis dejar atrás la oscuridad que siempre os ha acompañado.
Entonces, volvió la vista
hacia un rincón de la cabaña y contempló con desprecio la hoja que refulgía
bajo el tenue brillo lunar que se filtraba a través de la techumbre de
heno.
Jacques respiró hondo y
entendió que debería elegir tan sólo a una de ellas como amante”
El sol emergió
detrás de las colinas distantes y encendió las praderas con un fuego rojo y
dorado. Jacques se irguió y experimentó una curiosa sensación mientras los
rayos solares le calentaban los ateridos músculos. El aroma acre de la madera
quemada permanecía como una impronta en el fondo de su garganta. Se estremeció
al rememorar los cuerpos calcinados que habían quedado atrás. Al mismo tiempo
se vio invadido por otros efluvios que le circundaban. La esencia del vino
agrio y la cecina se entremezclaba con el fuerte hedor de las monturas que
pastaban alrededor. Al fondo, los hombres charlaban y reían mientras se preparaban para
partir. Los contempló sin moverse siquiera, como un simple espectador ajeno a
lo que sucedía alrededor. Comenzaba a recordar el extraño ritual llevado a cabo
durante la noche, cuando una mano enguantada se posó sobre su hombro.
Al volverse se topó con los rasgos afilados de Tiberio de Arruan. Sus
ojos destellaban con pasión.
—Cabalgaremos
hacia el norte —dijo el guerrero, señalando con el mentón las inabarcables praderas que
se extendían bajo el naciente sol—. ¿Contaremos con vuestra compañía?
Jacques quedó mudo. El juramento realizado la noche anterior estaba
fresco en su memoria. Agachó la mirada intentado hilvanar sus pensamientos. Por
un lado había jurado a Marcia abandonar el camino de la espada, pero por otro
había prometido vengar su muerte ante los dioses. Una fuerza silenciosa emergió
del fondo de su pecho, una sensación por largo tiempo enterrada, gracias al
amor de una mujer. Un ser maravilloso salvajemente arrebatado de su lado por
una horda de mal nacidos.
Levantó la vista y en sus pupilas refulgía la frialdad que le colmaba el
corazón. El verdadero Jacques, aquel que pervivía encadenado en sus entrañas,
luchaba por tomar el control y borrar para siempre al insípido campechano en el
que se había convertido durante los
últimos años.
—Podéis contar
con ello —aseguró apretando los rasgos. Sus ojos verdes refulgieron con furia
contenida.
Un gesto lobuno surcó la tez aceitunada del diácono guerrero.
—Los dioses han
atendido mis suplicas —afirmó con una sonrisa amarga.
Jacques frunció los labios y le miró con curiosidad.
—Hace dos días
uno de mis jinetes rodó por un canto y se rompió el cuello —explicó el
caudillo—. Podéis tomar su montura e impedimenta. Algo me dice que estáis
familiarizado con la vida del soldado.
El aldeano abrió los ojos como platos al ver el magnífico bayo que uno
de los hombres arrastraba de las riendas. No pasó por alto la cota y el
mandoble que descansaban sobre la silla. Un yelmo que pendía del petate
despedía destellos de plata que le obligaron a volver la vista.
—¿Sabéis
cabalgar? —inquirió con recelo el recién llegado.
Jacques dibujó un gesto de satisfacción al rozar las suaves crines y
advertir el vaho tibio del caballo sobre su rostro. Hacía bastante tiempo que
no sentía el tacto de un noble bruto como aquel. Se trataba de un corcel de
batalla, de aquellos que aplastarían a un hombre sin dudarlo.
—Si —aseguró con un
movimiento de cabeza, acariciado el lomo de la montura. El recuerdo de tiempos
remotos le llenó el corazón de regocijo, y al menos por unos momentos alejó de
la cabeza la imagen del cuerpo mancillado de su esposa. Instintos que creía
perdidos comenzaron a aflorar de manera natural. El roce frío de la cota de
malla y el tintineo del mandoble y la daga le arrancaron una sonrisa del
rostro. Los demás le miraban con curiosidad, impresionados al notar la
transformación de aquel sujeto en uno de ellos. Nada quedaba del miserable que
vagaba sin rumbo por la pradera el día anterior. Tan sólo el reflejo amargo que
desvelaba su mirada daba cuenta del sufrimiento que le corroía las entrañas.
La hueste enfiló en dirección norte, dispuestos a cortar la única vía
de escape que los bárbaros infieles podrían utilizar. Tiberio de Arruan apretó
el paso, temeroso de que aquellos bastardos pudiesen escapar de sus garras. Sin
embargo, en aquellos instantes no podía adivinar que se trataba de una numerosa
horda dispuesta a barrer cualquier signo de civilización que pudiese encontrar
antes de regresar victoriosa a sus oscuros yermos.
Las horas pasaron bajo el inclemente acoso del astro rey. La sed y el
hambre comenzaban a hacer mella entre los hombres y sus monturas, pero el
sacerdote guerrero había decidido forzarles un poco más, al menos el tiempo
suficiente para tener la frontera a tiro de pájaro.
Jacques compartía el sufrimiento de sus nuevos compañeros. Poco
acostumbrado a cargar con una camisa de hierro y un pesado yelmo después de
tanto tiempo, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no desfallecer. El
dolor y el afán de venganza eran el combustible que le mantenía pegado a la
silla de caballo.
Finalmente, la partida de guerreros se detuvo en un breve altozano,
coronado por una cortina de espeso matorral que les mantendría alejados del cierzo
y de cualquier intruso que pudiese delatar su presencia.
Tiberio de Arruan convocó a los oficiales y les ordenó formar un
perímetro defensivo alrededor de la colina. Muñiz, un sujeto delgado de aspecto
hosco, fue el encargado de organizar la primera guardia. Los demás se dedicaron
a estirar las piernas, almohazar y
alimentar los corceles o amolar las hojas y hachas que portaban consigo. El
orujo y la cecina pasaron de mano en mano en un completo silencio. El caudillo
había dado la orden de mantener la boca cerrada. En aquellos extensos parajes
cualquier sonido podía escucharse a leguas de distancia.
Jacques descansaba sobre una piedra, la vista perdida en el poniente y en
las manchas purpúreas que anunciaban la caída del sol. Se había librado de la
cota de malla y vestía una brigantina desvaída que le quedaba un poco grande.
Apenas podía moverse y el dolor latía en todos los músculos de su cuerpo. No
obstante algo había cambiado aquel día. La desidia y la impotencia fueron opacadas
por un deseo intoxicante de venganza. El dolor había dado paso a una firmeza
inquebrantable que le recordaba al hombre que había sido en otros tiempos. Un
extraño que regresaba a reclamar lo que siempre había sido suyo.
Se volvió al sentir la presencia de Tiberio. El líder de la
mesnada apestaba a sudor y cuero.
Imaginó que él mismo exudaría el mismo hedor.
—Veo que habéis
mantenido el paso —comentó el caudillo agachándose a su lado—. Temía que no soportarais
el ritmo de hoy. —Jacques le miró con atención y tomó el trozo de pan duro que le
ofrecía. Mordisqueó el alimento y sintió un sabor rancio detrás del paladar,
pero aquello no le importó demasiado, no después de haber pasado un día entero
a lomo de un caballo.
—Estoy
familiarizado con esto —replicó con la boca llena de pan—. Hace mucho serví bajo la enseña del Dragón de
Admelahar. —Suspiró y tragó con dificultad—. Pero parece haber sido en otra vida.
El comandante dibujó un gesto de complacencia y le pasó un odre repleto
de vino.
—Admelahariano —comentó con aire
distraído, mirando la llegada del atardecer—. Estáis muy lejos de vuestro hogar.
La facciones de Jacques se tensaron y sus ojos se tornaron en dos dagas
de fuego esmeraldino.
—Mi hogar dejó
de existir con la pérdida de Marcia —espetó con acritud, agachando la cabeza.
Tiberio de Arruan no dijo nada. Apretó con vigor el hombro de su nuevo
soldado y respiró profundamente.
—Pronto
obtendréis vuestro desquite —dijo después de unos latidos de intenso silencio—. Os lo juro
por el dios que represento. Othar es el martillo de la venganza y yo soy su
instrumento.
Jacques bebió un buen trago de vino y le siguió con la mirada mientras
se alejaba para reunirse con el resto de los hombres.
Despertó
conmocionado y aterido por el frío. Aunque no recordaba las oscuras
alucinaciones que le habían atormentado durante el sueño, sabía que estaban
relacionadas con la trágica pérdida de su mujer. Entonces fue consciente de la
oscuridad que le rodeaba y los murmullos que crecían en derredor. Se irguió y
vio a los miembros de la mesnada preparando en silencio los arreos. Estaban
completamente ataviados para la batalla. El brillo de la luna arrancaba
destellos fantasmagóricos de las cotas y los yelmos.
—¿Qué sucede? —inquirió
alarmado, aferrando el brazo del hombre más cercano.
Unos ojos negros refulgieron con recelo bajo el almete.
—Mirad hacia el
norte. —Un vaho agridulce le golpeó el rostro. Volvió la mirada y su corazón
quedó paralizado.
Un fulgor amarillento destacaba en la distancia. El recuerdo de su
aldea le revolvió las entrañas.
Corrió hacia las siluetas que se arremolinaban cerca de las monturas y
reconoció la estampa del caudillo.
—¡Por todos los
dioses! —exclamó tomando el hombro de Tiberio de Arruan. Éste se volvió, sus ojos se asemejaban a témpanos de hielo.
—Permaneced con
los guardias del campamento —dijo de manera tajante mientras montaba el corcel
de batalla—. No podemos abandonar nuestra impedimenta.
Jacques aferró las bridas con decisión y le taladró con un gesto
furioso.
—¡No me podéis hacer ésto! —protestó con un hilo
de voz—. Me habéis prometido venganza… ¡Llevadme con vos, os lo ruego!
Los duros rasgos que se dibujaban bajo el yelmo se suavizaron por unos
latidos. Alrededor, los hombres conformaban una fila al tiempo que las monturas
piafaban ansiosas, soltando columnas de vaho por los ollares.
El caballo del caudillo se encabritó y Jacques imaginó que terminaría
aplastado bajo su peso. No obstante, el jinete aferró las riendas con decisión,
obligándole a girar sobre los cuartos traseros.
—¡Bermejo! —aulló Tiberio
de Arruan bajo el yelmo.
Un guerrero ataviado con cota de malla y con el rostro cubierto de
acero abandonó la formación.
—¡Llevadlo con
vos en el ala izquierda!
—ordenó, señalando a Jacques con un puño enguantado.
—¡Qué estáis
esperando, entonces! —espetó la ronca voz que emanó del
interior del casco—. ¡Preparaos para el combate, sucio bastardo!
Jacques sonrió con fiereza y corrió en busca de la cota de malla, el
yelmo y el mandoble. Su corazón latía desbocado y la adrenalina disolvía el
agotamiento y el dolor que castigaban su humanidad. La sensación de entablar
combate volvía a caldearle las venas después de tanto tiempo.
La formación galopó en medio de
la inmensidad de las estepas, guiada por el espejismo lunar que transformaba
aquellos parajes en un mar de plata y por el fulgor pulsante de los fuegos que
comenzaban a cobrar fuerza en la distancia. Rodeados por un silencio
estremecedor que se veía violentado por el roce del metal y la respiración
agitada de los corceles, alcanzaron un collado iluminado débilmente por el
resplandor de los incendios. Allí, a menos de dos leguas, se apreciaban el
pequeño poblado que era pasto de las llamas. Hasta allí también llegaban los
ecos desesperados de los habitantes arrastrados por el viento.
—Ya sabéis qué
hacer. —La voz de diácono guerrero se alzó en medio del mutismo abrumador de
aquel solitario paraje—. ¡Qué el martillo de Othar caiga sobre los infieles!
—¡Qué el
martillo de Othar caiga sobre los infieles! —repitieron al unísono
los miembros de la mesnada, cortando la respiración de Jacques.
Acto seguido, la formación se dividió en dos alas y cabalgó a toda
velocidad hacia un destino incierto en medio de las tinieblas. Se abrieron por
los flancos y, en un movimiento de tenaza, se sumergieron en aquel caos de
muerte y destrucción.
Jacques apenas podía respirar en medio del humo que le escocía los ojos
y le quemaba los pulmones. Algunos aldeanos corrían en dirección contraria con
el horror reflejado en sus rostros tiznados. La hueste evadió los cuerpos
desperdigados y penetró en el centro de la población. Los bárbaros que se
dedicaban a robar y asesinar se vieron sorprendidos por aquella fuerza
enfundada en acero que emergía por doquier. Los ojos de Jacques se centraron
entonces en dos sujetos ataviados con petos de cuero que arrastraban del
cabello a una impotente jovencita. La sonrisa se esfumó de sus rostros
pintarrajeados al ver cómo aquella poderosa montura se arrojaba sobre ellos. El
primero echó mano del hacha que pendía de su espalda, pero los cascos del
caballo que le hundieron el rostro se lo impidieron. Jacques, rememorando los
hechos acaecidos con los suyos, dibujó
un gesto de oscura satisfacción mientras aquel miserable se arrastraba por el
cieno con la cara convertida en una pulpa sanguinolenta. Entonces volvió la
atención hacia el que aún quedaba en pie y espoleó la montura para alcanzarle.
El infiel intentaba escapar del infierno de acero que se cernía sobre sus
compañeros, pero el brillo de los incendios desveló su posición. El antiguo
aldeano soltó un grito cargado de ira y dejó caer el mandoble sobre la cabeza
de su víctima. El cráneo se deshizo en medio de un terrible crujido, y una
lluvia tibia le bañó las piernas y los brazos. La hoja, incrustada en el hueso,
se negaba a soltar su presa. Con el corazón palpitando en las sienes, Jacques
borró de la mente todo rastro de humanidad. Para él, cualquiera de aquellos
bastardos podía ser el asesino de su amada. No habría misericordia, la muerte
camparía a sus anchas durante aquella lóbrega jornada. Se desentendió de la
espada y aferró el martillo que pendía de la silla. Un golpe seco le desmontó.
Cayó de espaldas y el aire abandonó sus pulmones con violencia. Con ojos
desorbitados, contempló con impotencia al sujeto que se le echaba encima con
letal decisión. Un anhelo homicida refulgía detrás de aquellas pupilas
indómitas. Rodó como pudo, y sintió el metal rozando con saña las anillas de la
cota de malla. Encajó la mandíbula e intentó erguirse, pero un nuevo golpe
sobre el yelmo le dejó completamente desorientado. Se volvió con desesperación,
seguro de que moriría como un perro. De pronto, el rostro del salvaje se
descompuso en una mueca de dolor y sorpresa mientras una hoja enrojecida
afloraba a través de su pecho. Se deshizo a sus pies soltando la pica que
manejaba con destreza. Uno de los guerreros de Tiberio le ofreció una sonrisa
desdentada al extraer la hoja de la espalda del bárbaro. La locura de la
batalla bailaba en aquellos rasgos ensangrentados. Se alejó de allí sin
pronunciar palabra y Jacques imaginó que el mismo gesto demencial le cincelaba
sus propias facciones. Los gritos y el hedor de la sangre y la muerte alejaron
con prontitud estas reflexiones. El hambre de venganza oscureció de nuevo su
corazón, invitándole a sumarse a la batalla. Le arrebató un hacha a un cuerpo
sin vida y se abalanzó con furia sobre los infieles que luchaban con
desesperación en medio de la plaza.
Tres de los hombres
de Tiberio de Arruan habían caído durante la refriega. Los miembros de la
mesnada recogieron los despojos de sus camaradas y en un solemne silencio les
transportaron hasta el pequeño collado que dominaba la aldea, o lo que quedaba
de ella. Después de reunir leña les prendieron fuego sin dilación. El olor de
la carne quemada se entremezclaba con el de la madera abrasada, el cieno y las
vísceras y restos desperdigados por todos lados.
Las primeras luces del amanecer teñían el firmamento con timidez. El
único sonido que se podía escuchar después de aquella hecatombe era el gemido
de los aldeanos y el chisporrotear de las llamas que ardían en la colina.
Jacques permanecía absorto en las flamas que consumían los cadáveres de quienes
habían cabalgado junto a él hacia tan sólo unas clepsidras. La realidad de la
guerra le golpeaba el rostro de manera descarnada. Había olvidado la sensación
abrumadora que seguía después de la matanza. No obstante, en esta ocasión lo
que en verdad le impresionaba era el no sentir absolutamente nada. Tal vez sus
sentimientos habían quedado enterrados en el mismo túmulo de Marcia. Quizá los
bárbaros le habían arrebatado la semilla de humanidad que aquella mujer había
conseguido sembrar en lo más hondo de su corazón. Por un breve latido experimentó una profunda
desolación, un doloroso vacío que solo la venganza podría llenar.
Se volvió entonces hacia el cuerpo quebrado que yacía a pocos pasos de
allí. Tan sólo un gorgojeo al respirar señalaba que aquel miserable aún seguía existiendo.
Un ojo cargado de sufrimiento era lo único reconocible en aquellos rasgos
aplastados por los cascos de su montura. La maltrecha pupila parecía rogarle
que le librara de aquel terrible sufrimiento.
Los orbes verdes de Jacques refulgieron en medio de la máscara de
suciedad y sangre seca que le cubría el rostro. Por un momento se vio tentado
por un insólito arrebato de humanidad, pero el recuerdo de su mujer, mancillada
y asesinada, consiguió diluirlo en el mar de amargura y odio que le revolvía
las entrañas.
—No, no os
librareis tan fácilmente —murmuró al oído del condenado—. Permaneceré a vuestro lado hasta que la última
gota de vida os abandone. Me regodearé en vuestra agonía como los vuestros lo
hicieron al asesinar a mi esposa.
El cuerpo quebrado del bárbaro se revolvió al comprender que no podría
esperar ningún tipo de misericordia. Tendría una muerte lenta y espantosa.
Jacques se desentendió de su espeluznante compañía y fijó la atención
en el grupo de hombres que descendía del altozano. Las cotas y los yelmos
destellaban bajo los primeros rayos del día.
Enfiló hacia el centro de la explanada y contempló a los carroñeros que
comenzaban a concentrarse en la bóveda celeste. Los aldeanos se apiñaban sobre
las pocas pertenencias que había podido salvar, mientras otros se ocupaban de
los cuerpos de sus seres queridos. Un manto de desolación palpitaba en cada
rincón de aquel lóbrego lugar.
Jacques contempló con atención a los cuatro salvajes que custodiaban
los hombres de Tiberio. De aquellos tal vez uno o dos fueran de verdadera
utilidad. Los restantes se encontraban heridos y apenas respiraban.
Los labriegos se arrojaron a los pies de los soldados, rogando en una
retahíla ininteligible que Jacques no pudo comprender. El Sacerdote de Othar se
deshizo de ellos con una mezcla de compasión y firmeza. En aquel rostro tiznado
resplandecía un velo de fanatismo al examinar los prisioneros con detenimiento.
Por un momento sus rasgos aceitunados se centraron en el nuevo miembro de la
mesnada, y Jacques creyó advertir un atisbo de orgullo tras aquellos ojos
oscuros.
El diácono soltó un suspiro y miró a los salvajes que se hallaban a su
merced. Muñiz tan sólo necesito de un leve gesto de su líder para comprender lo
que tendría que hacer. Tomó a uno de los heridos del cabello y lo hizo arrodillar enfrente del
caudillo. Los bárbaros restantes escupieron algo en su lengua gutural, al
tiempo que sus toscas facciones se deformaban en un gesto que no auguraba nada
bueno. Las picas afiladas de los soldados de Tiberio consiguieron aplacar
aquella furia primigenia. Ahora se limitaban a contemplar con la resignación de
una bestia acorralada el incierto destino que les esperaba.
—Estos hijos de perra no pueden ser los causantes de
la devastación en toda la región —comentó el comandante mesándose la perilla con
lentitud—. Sin duda forman parte de una horda aún mayor. No son más que una
avanzada de forrajeros.
Los hombres intercambiaron miradas de inquietud. Habían dado muerte al
menos a quince salvajes y habían perdido a tres de sus hermanos en la refriega.
Comenzaron a preguntarse qué sucedería si se encontraban con una fuerza aún
mayor.
Un cuchillo montaraz se materializó en los gruesos dedos de Muñiz. Un
asomo de sonrisa iluminó aquellos rasgos huesudos y hoscos.
—¿Dónde se
encuentran vuestros compañeros? —inquirió Tiberio de Arruan cruzándose de brazos.
La sangre manchaba las pulseras de bronce que remataban su cota de malla.
Los bárbaros le ofrecieron una mirada desafiante como respuesta.
El sacerdote guerrero se mordió los labios y respiró con fuerza.
Jacques observaba la escena con ansiedad, comprendía que aquellos sujetos
no se dejarían amilanar por una simple hoja en el cuello.
—¿Dónde se
encuentra el resto de vuestra maldita horda? —repitió el caudillo
enfatizando cada palabra.
Un silencio y un gesto de desdén fue todo lo que obtuvo de los
cautivos.
Entonces Muñiz levantó a su presa con desconcertante facilidad y le
arrojó de una patada hasta el centro de la plaza.
Una expresión de sorpresa inundó los semblantes de los prisioneros.
Tiberio dibujó un gesto cruel y las comisuras de sus labios se curvaron
levemente.
—¿Qué? —exclamó alzándose
de hombros —¿Esperabais una muerte digna después de lo que habéis hecho, condenadas
bestias?
La resolución plasmada en la faz de los salvajes se convirtió en una
sombra de incertidumbre.
El paladín enfiló entonces hacia la explanada y encaró al puñado de
habitantes que aún continuaban con vida.
Los ojos de los aldeanos se clavaron sobre el bárbaro con profundo
rencor.
—¡Cobrad
vuestra venganza! —exclamó el paladín, señalando al cautivo que se revolvía con inquietud,
sin apartar la vista de los sombríos rostros que le rodeaban.
Un breve murmullo emanó de los abatidos seres que se arremolinaban en
la plaza. Una legión de cuerpos macilentos y rostros tiznados de hollín y
sangre se acercó al bárbaro como una manada de hienas hambrientas. Las mujeres
se armaron con palos y azadones, los viejos y los niños con piedras y cualquier
instrumento filoso que pudiesen encontrar.
El salvaje se arrastró con desesperación, sus rasgos convertidos en una
máscara de pánico cerval. Un grito de profunda angustia emanó de sus labios al
mismo tiempo que la turba de aldeanos caía sobre él.
Jacques y el resto de los guerreros observaban la espeluznante escena
en completo silencio. La voz de aquel desdichado se convirtió en un chillido
gutural opacado por el crujido de los huesos y la carne desgarrada.
Jacques volvió la vista hacia los prisioneros y advirtió el horror que
ensombrecía aquellos rostros pintarrajeados. Sin duda el oscuro fin de su
compañero había conseguido aplastar toda resistencia.
Los aldeanos aún continuaban mutilando el cuerpo sin vida, cuando Tiberio
de Arruan se giró y encaró los semblantes cenicientos de los salvajes.
—¡Hablad, o por
Othar que compartiréis la suerte de vuestro camarada! — Los ojos refulgieron
con intensidad al pronunciar aquellas líneas. Una energía pavorosa parecía
emanar desde el rincón más profundo de su pecho.
Y los bárbaros hablaron para
evitar aquel humillante final, y el diácono guerrero cumplió su palabra y
permitió que tuviesen una muerte limpia a punta de espada.
TRES
“El calor estival le obligó a retirarse la túnica y
buscar el abrigo de las sombras. Supo que no estaba solo al percibir el
delicado aroma de Marcia.
De manera inconsciente se vio
invadido por una oleada de deseo. Se volvió con lentitud y la tomó de la
cintura, atrayéndola con suavidad.
Una sonrisa iluminó los
delicados rasgos de la fémina y su aliento cálido le hizo estremecer.
Marcia, la hermosa criatura
que le había transformado la vida, se liberó de su presa con un gesto juguetón.
Corrió fuera de la cabaña y su risa cantarina le llenó de alegría y pasión.
Rodaron por la hierba como dos
cachorros traviesos y consiguió dominarla bajo su pesado corpachón. Entonces se
perdió en aquellos ojos por unos instantes, tratando de descifrar que secreto
querían ocultar.
—Algo ha cambiado —le susurró al oído, mordisqueándole con suavidad el lóbulo de la oreja—. Puedo sentirlo.
La mirada de Marcia se iluminó
por unos instantes. Le aferró la diestra y la posó sobre su vientre tibio.
—Ahora seremos tres —confesó. Su aliento tenía el sabor de la fruta fresca”
La lluvia les
acompañó el resto de la jornada. Cruzaron las amplias estepas siguiendo el
rastro de muerte y destrucción dejado por los bárbaros. Al fin, después de dos días
de intensa marcha, desviaron el rumbo a través de los pantanos, buscando la
forma de cerrarle el paso a la hueste salvaje.
Para Jacques, aquellas duras faenas sirvieron para afianzar por
completo su espíritu guerrero. Era otra vez el taciturno admelahariano que
había sobrevivido a sangre y fuego las duras campañas imperiales durante más de
seis inviernos. Los hombres de Tiberio no dejaban de sorprenderse ante su valor
y resistencia. Era como si el sujeto que habían conocido jornadas atrás se
hubiese desvanecido para evolucionar en aquel desafiante guerrero de mirada
ardiente, que en nada se diferenciaba de ellos mismos.
Dejaron atrás las tierras cenagosas y enfilaron hacia un paraje conformado
por una cadena de suaves colinas, plagadas de arbustos y florecimientos
rocosos. No tardaron en encontrar un sitio adecuado para acampar y prepararse
para la dura tarea que tenían por delante.
Tiberio de Arruan no perdió el tiempo y esa misma noche envío varios
exploradores en búsqueda de la partida de invasores, esperanzado en poder hacer
contacto lo más pronto posible. Comprendía que los hombres comenzaban a ponerse
ansiosos y debía aprovechar la furia que anidaba en sus corazones tras
atestiguar el salvaje proceder de los infieles. Ese odio sería el combustible
que les daría la confianza necesaria para enfrentar a una fuerza que sin duda
les superaba ampliamente.
Jacques despertó
sobresaltado. Había pasado la noche en una constante duermevela y la cabeza no
dejaba de darle vueltas. Entonces el inevitable recuerdo de Marcia le inundó los
pensamientos y sintió un punzón en las entrañas el comprender que cada día le
era más difícil recordar sus rasgos. Pronto se convertiría en una imagen
idealizada que nada tendría que ver con la verdadera mujer que había amado con
pasión. Una súbita corriente le obligó a buscar el abrigo del fuego que ardía a
pocos pasos de allí. Se frotó las manos con vigor y sintió cómo el calor
entibiaba las anillas de la cota de malla, alejando la gelidez que comenzaba a
morderle la piel. Su corazón se aceleró al advertir un sonido en la distancia.
Aguzó el oído y trató de percibir el fragor que ocultaba el viento.
—¿Lo escucháis? —le preguntó
al sujeto que prestaba guardia sobre un roquedal. El hombre volvió la vista y
miró a Jacques sin comprender lo que quería decir. El sueño se reflejaba en su
mirada.
El guerrero se acercó a la cima y contempló el paisaje que se abría por
doquier. Un mar de verdor en el cual se apreciaban de cuando en cuando los
parches oscuros de algún pedregal en medio de la bruma matutina.
Entonces, los ojos del centinela se abrieron de par en par al divisar
la figura que emergía de la niebla como un ser fantasmagórico.
—¡Allí! —gritó,
señalando con la pica al jinete que cobraba forma a medida que se aproximaba a
la colina.
Jacques corrió a despertar al resto de sus compañeros, el afán del
recién llegado presagiaba la cercanía del combate que tanto anhelaba. El
momento de la venganza al fin había llegado.
Los guerreros se arremolinaron cerca de la hoguera y esperaron a que el
explorador saciara su sed. A pesar del frío matutino el sudor le perlaba las
sienes y se amontonaba sobre su labio superior. Vació el odre y se limpió con
el dorso de la mano antes de enfrentar a sus ansiosos compañeros. Nadie pasó
por alto la preocupación que refulgía tras aquella mirada huidiza.
—¿Y bien? —inquirió el paladín
en tono cortante, devorándole con aquellos profundos ojos oscuros— ¿Los habéis
encontrado?
El sujeto suspiró y agitó la cabeza con lentitud.
—Si, mi señor —contestó con
un hilo de voz, señalando hacia las colinas que se fundían con la bruma—. Se
encuentran cerca de la ribera del río, a menos de diez leguas de aquí.
Un murmullo se alzó entre la tropa en aquel momento.
Tiberio los acalló con un severo gesto antes de proseguir.
—¿Cuántos son? —preguntó con
el ceño fruncido.
El explorador bajó la mirada y apretó los labios.
—Son al menos
una centena, mi señor —aseguró con preocupación.
Los miembros de la mesnada intercambiaron miradas de apremio en medio
de un mutismo sobrecogedor.
—Llevan dos
carromatos cargados y varias mujeres y niños caminan atados a ellos.
Los ojos de Tiberio de Arruan refulgieron de cólera. Apretó los puños y
dirigió una mirada fiera a los hombres que le rodeaban.
—Triste destino
le espera a esas criaturas si permitimos que alcancen sus sucios dominios.
Jacques frunció los labios, sin entender aquello. Los ojos del caudillo
le sostuvieron la mirada por unos latidos.
—Al parecer
sois ajeno a los ritos impuros de estos salvajes —prosiguió el líder de
la hueste, sin quitarle la vista de encima—. Rinden culto a
deidades oscuras que exigen su tributo en carne humana. Ese es el sino que les
espera a los desdichados que cargan consigo.
Jacques se vio invadido por una sensación estremecedora que le revolvió
las entrañas. Al parecer su mujer había tenido la fortuna de haber muerto antes de enfrentar aquel horror. Esta
reflexión avivó el sufrimiento que latía en su fuero interno como un fuego
fuera de control.
—¿Habéis visto
su caballería? —continuó el comandante, encarando de nuevo al explorador.
El hombre se mordió el labio inferior y asintió, pensativo.
—La mayoría son
infantería, armada con picas y espadas. Algunos se cubren con petos de cuero y
el resto porta simples túnicas o avanza con el pecho desnudo y pintado de rojo.
Tiberio de Arruan se mesó la barbilla con interés. Una leve sonrisa se
dibujaba en sus rasgos aceitunados.
—Tal vez
tengamos una oportunidad en contra de estos bastardos— musitó para sí mismo,
recorriendo los semblantes que le rodeaban.
—¿Decís que no
habéis visto caballería?
—insistió con gravedad.
—Bueno —continuó el
rastreador—, creo que cuentan al menos con una decena de jinetes que cabalgan en
cabeza y cubren la retaguardia.
—Habéis hecho
un buen trabajo, hijo —exclamó el diácono de Othar palmeando el hombro del guerrero.
Se volvió hacia el resto de la tropa y respiró con fuerza antes de
hablar.
—¡Comed en
abundancia! —ordenó —¡Esta noche habremos manchado la pradera con la sangre de la horda o
estaremos sentados a la diestra de nuestro dios!
La bruma había dado
paso a un sol triste que apenas conseguía destacarse en el lienzo nubloso que
cubría las estepas. El rumor de la corriente conseguía aplacar los gritos
guturales de los salvajes que se preparaban para retomar el camino. Dos
jornadas de marcha y estarían a salvo en sus tierras sombrías, llevando consigo
un jugoso botín en especie y carne, para saciar el hambre de sus deidades y
otros apetitos más mundanos.
A fuerza de látigo obligaron a los cautivos a ponerse de pie y
continuar. Entonces las mujeres y los niños rompieron en llanto y desesperación
al avistar las pálidas siluetas que comenzaban a cobrar forma en lo alto de las
colinas circundantes. Los bárbaros no tardaron en dar la voz de alarma al
descubrirlos también.
—Son demasiados —comentó Muñiz soltando
un escupitajo, mientras observaba el caos que había causado su arribo.
Permanecía encima de un amplio collado que dominaba la hondonada y la ribera.
Bermejo dibujó un gesto fiero bajo el yelmo.
—Si fuesen
miles tampoco importaría mucho —replicó con desdén—. De todos modos arremeteríamos
contra ellos.
Ambos volvieron su atención hacia el hombre que les dirigía. Tiberio de
Arruan se hallaba en el centro de la formación, ataviado con cota de malla y
yelmo al igual que el resto de la mesnada. Lo único que le diferenciaba era la
capa púrpura de los sacerdotes guerreros de Othar.
—¡Desplegad los
colores! —ordenó con firmeza, sin apartar la vista de los infieles que trataban
de organizar la defensa.
De inmediato el blasón con el águila negra sobre fondo amarillo flameó
con vigor bajo el viento, acelerando los corazones de los jinetes.
Jacques tomó su lugar a la diestra de Bermejo. Cargarían colina abajo y
luego se dividirían en dos y formarían una tenaza para reventar por los flancos
y sembrar el caos y la muerte.
El admelahariano se ciñó el yelmo y sintió cómo la respiración se le
aceleraba bajo los kilos de metal que descansaban sobre sus hombros. En
aquellos instantes sus sentidos parecían multiplicarse. El aroma de la hierba
húmeda se entremezclaba con el fuerte efluvio del sudor de hombres y monturas.
Elevó una plegaria a Othar y a Ariestes y luego sujetó las correas que
le aseguraban las armas al cuerpo. Palmeó el cuello sudoroso del corcel y
percibió la ansiedad que corría por las venas del noble bruto. Sin duda aquella
alma indómita comprendía lo que vendría a continuación.
—¡Por Othar! —gritó Tiberio
de Arruan a todo pulmón, señalando al enemigo —¡Muerte a los
infieles!
Y el estruendo de las monturas acorazadas hizo cimbrar la tierra a sus
pies, tras lanzarse colina abajo con el fulgor de las picas señalando el
corazón de los bárbaros.
Jacques apenas podía ver lo que sucedía, envuelto en el fragor de los
cascos que retumba sin piedad en su cerebro. Sus ojos se fijaron entonces en
las figuras que cobraban forma humana a medida que alcanzaban la hondonada. Los
retazos de los gritos de sus enemigos apenas podían escucharse bajo el metal
que le cubría la cabeza. El recuerdo de Marcia le inflamó la sangre en las
venas.
Los salvajes conformaron un muro de escudos con los carromatos
cubriéndoles las espaldas. Aullaban en su lengua gutural tratando de insuflar de
valor sus corazones.
A menos de cien pasos de la barrera de carne y acero, el bramido de un
cuerno inundó la planicie superando el fragor de las monturas y los gritos de
los bárbaros. La sólida formación de caballería se abrió en abanico antes de
dividirse en dos ágiles columnas que asaltaron los flancos, sorteando el mar de
acero que les esperaba.
Las lanzas de los guerreros rompieron con facilidad la mediocre defensa
rival. Los caballos saltaron por encima de los aterrados defensores mientras
los jinetes los ensartaban sin misericordia con las picas engalanadas con los
colores de la orden. El grueso de los bárbaros que esperaba el choque frontal
apenas comenzaba a reagruparse, a la vez que los jinetes daban cuenta de su
infantería ligera y los pocos arqueros que traían consigo. Algunas saetas
alcanzaron a los hombres de Tiberio, pero en la mayoría de los casos sus
densas cotas y escudos de madera y piel
evitaban la desgracia.
Bermejo penetró con furia por el costado izquierdo. Los caballos arrollaron
a varios lanceros sin protección, al tiempo que las picas buscaban con ansías
las espaldas de los que retrocedían aterrados. Jacques veía al asesino de su
mujer en cada rostro que destrozaba, en cada pecho que rasgaba y cada yelmo que
hundía con el peso de la espada. La venganza bullía enloquecida en su cerebro,
transformándole las facciones en una máscara de inhumana brutalidad. A pesar
del caos y la muerte que habían sembrado entre sus enemigos, aún se encontraban
en desventaja numérica. En medio de aquella sangrienta confusión, varios
jinetes rivales consiguieron organizar parte de la tropa y formar una nueva
barrera defensiva. El sonido del cuerno retumbó por encima de la refriega y los
hombres de Tiberio de Arruan se reagruparon en la colina.
Jacques, excitado, hundía la espada en la garganta de uno de los
salvajes. Se volvió al escuchar el clamor de sus aliados en medio del fragor
del acero. El campo hedía a sangre, excrementos y vísceras. Los moribundos se
revolvían sobre el cieno ensangrentado y tuvo que hacer un gran esfuerzo para
evitar los cuerpos sembrados por doquier.
Desde la cima del collado descubrieron que cinco de ellos nunca
abandonarían el campo. Sin embargo, su
ataque había liquidado al menos a la tercera parte de los salvajes.
En medio de la sangre que le cubría el rostro, los ojos del diácono
guerrero refulgían con alegría demencial. Levantó la espada enrojecida y señaló
a los bárbaros que comenzaban a formar enfrente de ellos.
—¡Los dioses
están complacidos! —vociferó enronquecido —¡Ríen y celebran cuando sus fieles riegan la
sangre de los herejes!
Los hombres que le rodeaban vitorearon aquellas palabras con regocijo,
sumergidos en la locura asesina que nubla la mente de los hombres durante el
combate.
Jacques respiró hondo, el sabor metálico de la sangre se acumulaba
detrás de su garganta. Palmeó el cuello sudoroso del corcel y sus dedos se
mancharon de linfa rival.
Esta vez no hubo arengas ni gritos de ánimo. Los jinetes de Tiberio
cargaron en un sofocante silencio, acompañados tan sólo por la vibración
enloquecida de sus corazones. Ahora los bárbaros protegían los flancos con
recelo y no esperaban que la carga rompiera con furia a través de su centro, pero
así fue. El peso de las monturas reventó aquel dique de carne, madera y metal.
Los gritos de agonía y de ira se mezclaban con los relinchos desesperados de
los corceles, conformando una cacofonía pavorosa a la que se sumaba el
restallar de los aceros.
Luchando por su vida, los bárbaros resistieron el embate con furiosa
tenacidad. Varios jinetes fueron alcanzados junto con sus cabalgaduras. Se
derrumbaban como gigantescos titanes en medio de la turba indómita que los
despedazaba con hachas y alfanjes. Sin embargo, el grueso de la fuerza
consiguió arrastrar la tenaz resistencia repartiendo tajos sin cesar y
machacando a todo el que caía bajo los cascos de los caballos.
Jacques hundió un cráneo desnudo y estuvo a punto de caer del corcel al
sentir el peso del caballo de Bermejo al ser atravesado por una pica. El
capitán se irguió blandiendo la espada y repartiendo la muerte sin
contemplaciones. Varios salvajes fueron abatidos por sus certeros mandobles
antes de que un hacha le cercenara el brazo derecho. Un grito agudo emanó de su
garganta mientras el filo de media docena de hojas se le hincaba en la carne.
Jacques desvió una lanza y hundió el filo en un rostro pintarrajeado. Los
vándalos, envalentonados, cargaron contra él. El admelahariano aulló enloquecido,
absorbido por la hiel que anidaba en su pecho. Arremetió con furia y rebanó una
mano y una cabeza al abrirse paso entre los furibundos rivales. Una sensación
caliente le recorrió la espina dorsal al sentir una hoja rasgándole el muslo
izquierdo.
Entonces sus ojos se clavaron en el resplandor del yelmo de Tiberio de
Arruan. El sacerdote se encontraba enfrascado en una lucha fraticida más allá
del nudo de hombres amontonados cerca de los carromatos. Repartía angustiosos
golpes a diestra y siniestra, tratando de evitar los alfanjes de los tres
jinetes que le acosaban sin misericordia. Un hilillo de sangre resbalaba por su
mejilla. Jacques espoleó la montura y se abalanzó sobre los caudillos enemigos.
El primero se volvió, y murió atravesado de lado a lado sin saber qué
le había sucedido. La violencia del impacto hizo volar a Jacques por los
aires. El guerrero rodó antes de que los
cascos de uno de los corceles cayeran sobre él. Aferró una pica medio enterrada
en el cieno y la hundió sin piedad en el pecho de la cabalgadura. La bestia se
encabritó consumida por el sufrimiento, lanzando a su dueño contra el firme.
Antes de que pudiese ponerse en pie, Jacques le había cortado la garganta con la
espada. El cuerpo pintando de rojo se revolvió en espeluznantes estertores
antes de aquietarse para siempre.
Tiberio de Arruan dibujó en gesto feroz mientras terminaba de abatir al
salvaje restante. Miró a Jacques con una expresión demencial y espoleó a su
caballo para retornar a la refriega.
El admelahariano se derrumbó sobre el fango. Los músculos se negaban a
responderle y la hemorragia en la pierna comenzaba a drenar la energía que le
mantenía en pie. Algo en su interior le pedía a gritos que continuara con la
matanza, pero el agotamiento se lo impidió.
Por primera vez desde la desaparición de Marcia una extraña paz le
invadía. Un sosiego oscuro que le permitió deleitarse con la muerte de los
últimos bárbaros que se empecinaban en seguir luchando. Ya no eran más que un
puñado de miserables arrumados hombro con hombro, esperando su turno de morir.
Los hombres de Tiberio fueron implacables. Los que intentaron abandonar
el campo de muerte fueron cazados sin misericordia y exterminados como las
alimañas que eran. Jacques recorrió la explanada y contempló sin emoción como
los heridos eran degollados por los siervos de Othar. Hasta el último momento
conservaron el carácter indómito que les caracterizaba, escupiendo con orgullo el
rostro de sus verdugos.
—Decidle a
Muñiz que os vea esa herida —dijo el caudillo posando una mano enguantada sobre
el hombro de Jacques. Hedía a sangre y sudor.
—Me habéis
salvado la vida —prosiguió, mirándole con aire paternal—. En verdad fuisteis
enviado por los dioses.
Jacques respiró con fuerza y esbozó un gesto indescriptible.
—Esperaba un
hijo… ¿Lo sabéis? —dijo en tono sombrío. El dolor
apretó sus rasgos manchados de barro y sangre.
—Al menos
habéis vengado su muerte, muchacho —reflexionó el veterano con un largo suspiro.
Los ojos verdes de Jacques buscaron el rostro del paladín. Refulgían
con intensidad.
—¿Entonces por
qué el dolor aún me perfora las entrañas? —inquirió con el cansancio impreso en la mirada.
Tiberio de Arruan se mordió los labios y sus rasgos se endurecieron
como placas de piedra.
—Aún no habéis
matado lo suficiente para saciar la sed de vuestra espada.
Jacques quedó mudo ante aquella respuesta. Tal vez aquel sujeto con
aspecto de escribano hablaba con la verdad.
—Cabalgad
conmigo y os juro por los dioses que obtendréis vuestra redención.
El admelahariano volvió la atención hacia las suaves colinas que se
extendían hasta donde alcanzaba la vista, y comprendió que tan sólo el dolor le
esperaba en aquel lugar. Ahora no le quedaba otra opción que tomar otro camino.
El camino de la espada.
FIN
Leído de cabo a rabo, muy bueno. La mejor receta contra el dolor es la venganza mediante el camino de la espada, tiene razón el bueno de Tiberio. :-)
ResponderEliminarNi que lo digas compañero, en aquellos tiempos salvajes no había otro camino. Me alegro que te haya gustado, amigo mio.
ResponderEliminarCreo que estos personajes prometen para más relatos de frontera.