Publicado en Ragnarok No. 10
I
El viejo fortín
La columna romana
se abrió paso entre el barro y ascendió con dificultad el terraplén que le
ofrecía la montaña. El peso de la impedimenta y la gelidez que les mordía la
carne aumentaba el tormento de aquella fatigosa marcha.
Flavius Crasus contempló el terreno con desconfianza. Se trataba del
sitio indicado para una celada. Ambos lados del estrecho sendero estaban
rodeados por un boscaje espeso que desembocaba en una impenetrable barrera de
pinos. Leguas y leguas de gigantescos árboles, cubiertos por la bruma, que se
extendían hasta las faldas de la sierra y cubrían aquel melancólico paisaje con
un manto de sombría irrealidad.
El centurión dejó escapar una ráfaga de vaho y se arropó en la capa. Un
acto fútil que no pudo evitar que las anillas frías de la cota le lamieran la
piel sin compasión. Levantó la vista y contempló la construcción de piedra que
se elevaba sobre la cima. Agitó la cabeza con desdén, preguntándose quién
diablos habría construido una fortaleza en medio de aquel paraje remoto. Sin
embargo agradeció su presencia, ya que al menos tendrían la oportunidad de
disfrutar una buena comida caliente y pasar la noche resguardados del
implacable frío boreal.
Después de dos clepsidras, alcanzaron el rellano construido enfrente de
los muros. Los legionarios no pasaron por alto las huellas del combate y la
podredumbre del cieno ensangrentado. La desidia que les abrumaba durante el
ascenso se transformó en una inquieta cautela. Un silencio ominoso recorrió a
la tropa al contemplar los restos de las piras y las cruces emplazadas sobre un
roquedal cercano. Cuatro despojos desnudos se podrían con lentitud.
—Bárbaros, mi
señor —comentó Flavius al notar el estupor del joven tribuno que dirigía la
expedición.
El oficial asintió con el rostro ceniciento. El centurión comprendió
que aquel rapaz nunca había visto un campo de batalla.
Miró a Flavius sin ocultar la impresión y reprimiendo una súbita
arcada.
—Organizad a
los hombres —espetó con dureza, tratando sin éxito de ocultar el impacto de aquella
horrenda visión—. Yo me presentaré ante el comandante del bastión.
El legionario se llevó el puño al pecho y asintió con respeto. Luego
examinó los muros reforzados con almenas y pudo comprobar que los defensores
habían elevado el murallón al menos unos cinco codos más. La argamasa clara
contrastaba con el verdín centenario que cubría el borde de la muralla y
oscurecía la piedra. Giró la vista hacia las hojas de madera que señalaban la
entrada y siguió el recorrido del tribuno hasta que desapareció en el interior.
Entonces alzó la mirada y sintió un escalofrío al ver los rostros demacrados
que le contemplaban desde los adarves. Los rastros del combate se apreciaban en
aquellos taciturnos vigías. Algo en su fuero interno se revolvió al contemplar
el espeso cinturón de verdor que rodeaba el baluarte. De inmediato supo que la
muerte campaba a sus anchas en aquel infierno gélido y silencioso.
Después de
organizar a los hombres en el extremo del fortín, Flavius les instó a encender
un gran fuego para calentarse y preparar los alimentos. Al menos con ello
evitaría que se contagiasen de la tensión malsana que parecía infectar cada
recoveco de aquel lugar. No tardaron los recelosos miembros de la guarnición en
unirse al festín de los recién llegados, al menos los que no tenían el deber de
guardar los muros. Pronto, el aplastante silencio que reinaba por doquier se
vio interrumpido por las voces de los legionarios.
Flavius les estudió con interés, tratando de encontrar algún oficial
que le informará acerca de la situación que imperaba en la zona. Al amanecer
atravesarían aquel manto boscoso y no quería toparse con una desagradable
sorpresa. Por fin, después de un buen rato, descubrió la inconfundible estampa
de un veterano. Se acercó y admiró las *faleras
que portaba sobre la cota desgarrada.
—Habéis pasado
un mal rato —comentó Flavius, ofreciéndole un odre repleto de vino—. Esto es lo
menos que merecéis —agregó, estirando la mano.
La prevención se esfumó del rostro del guerrero y sus labios esbozaron una
amarga sonrisa. Contempló al recién llegado con intensidad mientras bebía un gran
sorbo del caldo fermentado.
Flavius analizó aquellos rasgos afilados de labios delgados y cejas
espesas. Una frialdad asesina latía detrás de esos orbes azulados que pretendían
desnudar sus pensamientos. Los labios del centurión se curvaron en un curioso gesto
al constatar que se hallaba enfrente de
un igual.
—¡Por Júpiter
que necesitaba un condenado trago! —gruñó el legionario, limpiándose los labios con
el dorso de la mano. Flavius advirtió el corte que asomaba debajo de su
antebrazo.
—Conservad el
vino, lo necesitareis más que yo —replicó el centurión alzándose de hombros—. Mañana seguiréis
aquí y nosotros continuaremos nuestro periplo.
Un gesto oscuro asomó en la faz del soldado.
—No habrá
mañana, centurión —exclamó en un tono monocorde que dejó mudo a su interlocutor—. Los *ligures caerán sobre nosotros en
cualquier momento. Esos demonios rubios harán lo que sea para liberar a su
líder.
Flavius Crasus apenas podía asimilar lo que acaba de escuchar. Un
intenso vacío le apretó las entrañas.
—Por todos los
vástagos de Plutón… ¿De qué estáis hablando? —inquirió con
inquietud.
El aludido bebió otro sorbo antes de contestar.
—Hace unos días
los ligures nos atacaron con todo lo que tenían— confesó. Sus ojos
ardían como ascuas infernales—. Nos hubiesen exterminado si no hubiera sido
porque su paladín fue herido y cayó en nuestras manos por un golpe de la
fortuna.
El legionario escuchaba el relato con asombro y perplejidad.
—Marcio Tulio,
nuestro comandante, les instó a abandonar el sitio o le daría muerte a su
líder. —Se detuvo y respiró hondo, recordando aquellos momentos. El reflejo de
la hoguera creaba sombras palpitantes sobre sus rasgos macilentos—. Entonces,
los bárbaros exigieron que abandonásemos la fortaleza en un plazo de cuatro
jornadas o regresarían para liberar a su caudillo sin importar las
consecuencias.
Flavius se restregó las manos sobre la faldilla de cuero y aspiró el
aire cargado de humo. Una sensación punzante le roía la boca del estómago.
—¿Cuándo vence
el plazo? —inquirió con ansiedad. Al fondo, algunos soldados reían sin saber los
que les esperaba.
Apesadumbrado, el legionario agitó la cabeza con lentitud. Una
expresión de profunda impotencia le enmarcaba la cara.
—Vencía al caer
el sol —apostilló, señalando la penumbra que envolvía el bosque—. Nos podrían
atacar en cualquier momento.
El centurión guardó silencio, tratando de organizar el caos que reinaba
en su cabeza. Aquella macabra revelación le dejaba anonadado.
Se giró hacia el edificio de piedra enclavado en el centro de la fortaleza,
y vislumbró al joven tribuno emergiendo del interior en compañía de un sujeto
alto y de rasgos bruscos. Los hombres abandonaron la charla para centrar su
atención en los recién llegados.
Sin pronunciar palabra, Marcio Tulio examinó a las dos centurias que
descansaban cerca de las hogueras. Cruzó los brazos en la espalda sin parar de agitar
los dedos en medio de un espasmo nervioso. Volvió la mirada hacia Flavius, y el
centurión advirtió el fanatismo que resplandecía tras los orbes que coronaban aquel
pétreo semblante.
El comandante del bastión intercambió unas palabras con el tribuno, y
éste se limitó a asentir con los labios apretados. Flavius imaginó que aquel inexperto
rapaz trataba de controlar la oleada de temor que le rasgaba las entrañas.
Y no era para menos, ya que él
mismo se vio abrumado al constatar que sumados con lo miembros de guarnición serían
poco más de cuatrocientos hombres. Respiró el aire gélido del atardecer y
consiguió apaciguar el pánico que comenzaba a latir en su pecho. Si quería
sobrevivir debería pensar con frialdad y mantener la moral de la tropa. Sin
ello, estarían irremediablemente perdidos.
Se arrebujó en la capa y caminó con firmeza hacia la deslucida estampa
de su superior. A pesar de la
tranquilidad que pretendía esbozar el miedo ardía en aquel rostro juvenil.
—¿Alguna
novedad, señor? —inquirió con calma, intentando sonsacar algo de información.
Sorprendido, el tribuno parpadeó antes de contestar.
—Al parecer no
habrá descanso esta noche, Flavius —comentó con desconsuelo—. Marcio Tulio teme
que los bárbaros puedan atacar el fuerte de un momento a otro. —Frunció el
ceño y perdió la mirada en la densa oscuridad que reptaba sobre la montaña como
un espectro silencioso—. Se regocijó con nuestra llegada —continuó con ironía—, afirma que
hemos sido enviados por la fortuna.
Los severos rasgos del centurión dibujaron una mueca sombría
—Eso depende
del punto de vista, mi señor —aseguró con desdén.
El aristócrata tragó saliva y, por un instante, sintió envidia de aquel
avezado guerrero. Torció el gesto y recobró la altivez propia de su clase.
—Dadle las
malas nuevas a la tropa —ordenó, mirándole con acritud—. Y repartid los turnos de vigilancia en los
adarves. Será una larga noche.
—Sin duda, mi
señor —replicó Flavius con un asentimiento.
La noticia no caló
muy bien entre los legionarios. Tras una dura jornada de marcha a través de
tortuosos senderos montañosos, lo último que esperaban era pasar la noche entre
los merlones gélidos de una muralla. Sin embargo eran soldados y, después de
rezongar y despotricar de sus mandos, tomaron posiciones en espera del
anunciado ataque de los bárbaros.
Flavius se movía de aquí para allá, repartiendo órdenes sin cesar y
organizando la distribución de las armas necesarias para repeler a los
intrusos.
Se encargó de situar braseros y barriles de brea, cada veinte pasos,
para encender teas y saetas. También constituyó un grupo de legionarios para
bloquear las puertas con cualquier cosa que pudiesen encontrar, desde troncos hasta
toneles repletos de arena y piedra.
Se encontraba en medio de estas labores cuando recibió órdenes de
presentarse ante el comandante del bastión. Sorprendido, le echó una ojeada a
al débil fulgor amarillento que brotaba del interior del edificio de piedra.
Pensó en vestir la camisa de hierro pero cambió de opinión. No quería
dejar esperando a Marcio Tulio. Se secó la transpiración que le perlaba la
frente y se encaminó hacia los aposentos del oficial, ataviado tan sólo con una
túnica sudorosa y el *pugio en el
cinto.
Tras cruzar el umbral, agradeció
la tibia caricia de los braseros sobre la piel. Percibió el olor de la sangre
seca entremezclado con la penetrante hediondez mohosa que flotaba en la
habitación. El líder de la guarnición se encontraba de espaldas, revisando el
contenido de un cubo de pergaminos que yacía cerca de la pared. La temblorosa
luz de una lámpara de aceite aguzaba las sombras reflejadas en la pared,
dotándolas de una cualidad sobrenatural.
—¿Me habéis
mandando llamar, mi señor? —exclamó el centurión. Marcio Tulio se volvió y le
examinó con detenimiento. Flavius no pasó por alto el aspecto turbio de aquella
mirada ni tampoco el espasmo nervioso que destacaba en su diestra. Aquel sujeto
poseía un aura de crueldad difícil de ocultar.
—¿Vino? —preguntó con
un esbozo de sonrisa que sorprendió al legionario.
—Si no es
molestia, excelencia —replicó Flavius con asombro.
El oficial acercó dos orzas de barro y vertió el contenido de un odre
que pendía del muro.
El centurión aferró la vasija y degustó el caldo agrio que descansaba
en su interior. A pesar del horrible sabor consiguió saciar la sed que le
aquejaba.
Marcio bebió un trago y respiró hondo.
—¿Creo que
imagináis por qué os he convocado? —le interrogó con franqueza.
—La verdad no
tengo la menor idea, comandante —replicó el aludido, intentando sin éxito desviar
la atención del desconcertante espasmo en los dedos del oficial.
Marcio se dejó caer en un escabel y miró al centurión con apremio.
—Vuestro
tribuno… —comentó, torciendo el gesto—, es apenas un mocoso.
Flavius enarcó una ceja y asintió.
—Me temo que
tenéis razón —confesó—. Cneo Sempronio acaba de ser comisionado. Nos dirigíamos a la Galia para unirnos a la
expedición de Rufo Avieno en contra de los celtas del Ródano. No esperaba que
viera acción tan pronto.
—Al parecer su
mando es tan sólo nominal —reflexionó Marcio, entrecruzando los dedos y
estudiando la reacción del legionario—. Sois el poder detrás del muchacho.
—Estoy para
respaldarlo en caso de necesidad —replicó Flavius con franqueza. En verdad le
agradaba el rapaz y no quería desvirtuarlo enfrente de aquel sujeto.
Marcio asintió sin apartar la vista del soldado.
—Espero
entonces que estéis siempre a su lado para que tome las decisiones correctas. —Un fulgor extraño
brotó de aquellos ojos crueles—. No quiero que pierda la cabeza y a afecte la
moral de la tropa.
—Eso no
sucederá, Marcio Tulio —respondió Flavius, desafiante.
Los labios del comandante se torcieron en un gesto enigmático. Contempló
aquel hombre de cuerpo nervudo y ojos de hielo, y comprendió que sería vital
para la defensa del baluarte. Tal vez después le amonestaría por aquella leve
insubordinación.
—Muy bien, de
vos depende que no tenga que lanzar a ese mocoso al otro lado de la muralla —sentenció con
acidez—. Podéis retiraros entonces.
No obstante, el centurión permaneció impasible en su lugar.
Marcio Tulio frunció el rostro y le devoró con ojos encendidos.
—Permiso para
hablar, mi señor —exclamó al advertir el peso de aquella mirada.
—Hablad —espetó el
comandante, cruzándose de brazos. El resplandor de los braseros arrancaba
destellos juguetones de los brazales de bronce labrado que portaba.
—Tengo
entendido que los ligures eran nuestros aliados —indagó con inquietud—. Yo mismo
luché codo a codo con ellos hace dos veranos, durante el último alzamiento
samnita.
—Lo eran,
centurión, lo eran —respondió el oficial en tono cansino—. No estuvieron de
acuerdo con las últimas disposiciones del Senado y decidieron alzarse en armas
en contra de la República.
—Conocí a su caudillo
—recordó
Flavius, regresando a aquellos días sangrientos—. Un magnífico
guerrero llamado Arevestus.
Marcio sirvió más vino y se pasó la lengua por los labios. Por un breve
instante pareció interesarse en las palabras de su subordinado.
—Las cosas han
cambiado bastante desde aquella guerra —le interrumpió con desgana—. Arevestus murió hace
algunas cuentas y ahora su hijo Vartus comanda
a esa caterva de traidores.
Flavius Crasus quedó paralizado al escuchar aquel nombre. De inmediato,
la estampa de un titánico guerrero de cabellera rojiza que abría un sendero de
muerte a través de las líneas samnitas, inundó su cerebro.
—Vartus se ha
convertido en el rey de los ligures —prosiguió Marcio Tulio con gravedad—, y es el
motivo por el cual debéis impedir que los bárbaros pongan pie en esta
fortaleza. No podemos permitir que lo liberen y
se salgan con la suya.
Por un instante Flavius creyó que sus piernas no le sostendrían. Jamás
hubiese pasado por su cabeza que Vartus, el hombre que la había salvado la vida
en aquella emboscada samnita, fuese el mismo sujeto que yacía en las mazmorras
del fortín. Algo en su interior se revolvió con amargura al tratar de imaginar
qué habría provocado aquel odio entre sus antiguos aliados. La necesidad de
averiguar la causa de aquella locura se convirtió en una obsesión para el
centurión.
Sin pronunciar otra palabra dio media vuelta y abandonó los aposentos
de Marcio Tulio.
II
Cuernos en la oscuridad
Un manto nebuloso cubrió
el disco lunar y sumió el bosque en un manto de lobreguez que consiguió inquietar
a los hombres que custodiaban los adarves. Flavius se desplazó entre aquellos
rostros cargados de tensión sin apartar de la mente el recuerdo de Vartus. Sin
pensarlo siquiera enfiló en dirección de las mazmorras, dispuesto a averiguar
de una vez por todas lo que había sucedido.
Los legionarios que guardaban las puertas le recibieron con recelo,
pero la mirada gélida del centurión consiguió disuadirlos de cualquier intento
de cerrarle el paso.
—¿Dónde está el
prisionero? —les interrogó con firmeza.
Ambos soldados intercambiaron miradas antes de contestar.
—Abajo, al
fondo del pasillo —replicó uno de ellos. Un sujeto espigado con rasgos etruscos. Se apartó
y permitió que Flavius encendiera una tea en el brasero.
El centurión se adentró en las escaleras talladas y disolvió las
tinieblas que amenazaban con devorarle. El goteo de las filtraciones de agua se
multiplicaba en medio del espantoso silencio que llenaba el interior. Avanzó
con cuidado sobre las losas mohosas, permitiendo que la palpitante luz de la
antorcha le diera sentido a las sombras que le rodeaban. Aspiró el aire cargado
de hedores inimaginables y se detuvo enfrente de un nicho estrecho, rodeado de
barrotes. Entrecerró los ojos y estiró el brazo para iluminar el interior.
Su corazón se paralizó al descubrir la forma humana que yacía sobre la
piedra desnuda. El prisionero se removió y el sonido de las cadenas retumbó
entre aquellos muros húmedos.
—¿Habéis
decidido terminar con mi miseria, perro romano? —El corazón de legionario
latió con vigor al reconocer aquella gruesa voz.
—Vartus… ¿sois
vos? —replicó intranquilo.
Un intenso silencio fue lo único que obtuvo como respuesta.
De repente, un rostro macilento se pegó a los barrotes. El odio ancestral
que destellaba tras aquellos orbes azulados se transformó en sorpresa y
estupor.
—Flavius
Crasus…—musitó el celta sin dar crédito a lo que veía.
El centurión se acercó y aferró con fuerza la mano del ligur.
Conmovido, observó los ojos hundidos y el triste aspecto de su viejo camarada.
—Por todos los
dioses… ¿Qué os ha sucedido? —inquirió estupefacto.
La súbita alegría del reencuentro se apagó en los rasgos del cautivo.
—Cometimos el
error de confiar en los romanos —espetó con disgusto.
Flavius quedó mudo. No tenía palabras para describir las emociones que
le embargaban en aquel momento.
—¿Pero no lo
entiendo?… ¡luchamos como hermanos… me salvasteis la vida!. —señaló el
atónito guerrero.
Vartus respiró hondo y la dureza de sus facciones se convirtió en una
máscara sombría.
—Hace más de un
año, el Senado decidió revertir nuestros privilegios y reclamar estas tierras en
nombre de la República
—comentó con acritud—. Mi padre decidió entonces encabezar una embajada para tratar de
averiguar qué estaba sucediendo. Tenía la sospecha de que tribus rivales habían
sobornado a algunos senadores para obtener dichos beneficios y mermar nuestra
influencia.
Flavius le escuchaba con inquietud y vergüenza. Él mejor que nadie
conocía la vileza de sus propios gobernantes.
—¿Y qué
consiguió averiguar? —inquirió con recelo.
Vartus apretó los labios y el dolor asomó en aquellos rasgos mugrientos.
—Nunca lo
supimos —exclamó, taladrando a Flavius con ojos ardientes—. La comitiva fue
emboscada a medio camino de Roma. Todos fueron asesinados.
El centurión sintió el sabor de la bilis en la garganta. La mano negra
de la traición enmarcaba todo aquello.
—Respetaba a
vuestro padre, Vartus —confesó con franqueza.
Una pálida sonrisa iluminó el rostro del ligur.
—La única
opción que Roma nos dejó fue la guerra —apostilló el prisionero con impotencia. Contempló
al romano y éste captó la profunda melancolía que asomaba en sus pupilas—. Y seréis el
único legionario cuya muerte lamentaré después de que mis hombres arrasen este
condenado lugar.
Flavius agitó la cabeza y maldijo a los dioses por verse envuelto en
aquella terrible situación.
—Debo regresar
a mi puesto —aseguró con pena, no quería extender más aquella patética reunión.
Extrajo un trozo de pan del interior de la túnica y lo puso en los mugrientos dedos
de Vartus.
—¡Esperad! —clamó el
celta con angustia, estirando el brazo fuera de los barrotes.
El legionario se volvió, la pena cincelaba sus rasgos afilados.
—¡Escapad,
Flavius! —le urgió el cautivo—. ¡Huid cuando aún tenéis posibilidad!
El rostro del soldado se endureció y sus ojos grises recobraron el
fulgor letal que les caracterizaba.
—Sabéis tan
bien como yo que nunca abandonaré a mis camaradas—confesó con amargura.
Vartus agitó la cabeza y le miró con aflicción.
—Lo sé, amigo
mío, lo sé —musitó, tragando saliva—. Ahora todo queda en manos de los dioses.
En ese momento un eco lejano retumbó entre los muros de la fortaleza y
apretó el corazón del legionario. Un sonido que parecía brotar de todos los
rincones del extenso bosque que les rodeaba.
—Cuernos en la
distancia —exclamó Vartus con altivez—. Los ligures han llegado.
Flavius contempló por algunos latidos la expresión demencial en el
rostro del celta y un sudor frío le recorrió la espina dorsal. El momento de la
verdad había llegado.
El legionario dejó
atrás las mazmorras y se sumergió en el caos que se enseñoreaba en el patio de
armas. Se abrió paso entre la multitud que corría a tomar posiciones en las
almenas en medio de gritos y desesperación. Al fondo, el clamor de los cuernos
era cada vez más agudo y aterrador.
Se acercó al lugar donde se hallaban sus hombres y se atavió con
rapidez la cota de malla. El metal gélido le mordió la carne pero fue una
sensación reconfortante que disparó la adrenalina en sus venas. Aseguró el
tahalí sobre el hombro derecho y embrazó el escudo con firmeza. Enfrente, los
rostros expectantes de la tropa esperaban sus órdenes.
Les contempló con pasión, tratando de grabar aquellas facciones
cargadas de apremio en el fondo de la mente. Tal vez no volvería a ver a muchos
con vida. En ese momento reparó en la silueta sombría del tribuno. El joven
aristócrata permanecía al margen de la formación con el rostro convertido en
una máscara de alabastro.
Marcio Tulio emergió de la
muchedumbre acompañado de su escolta. Portaba una coraza de bronce finamente
labrada que refulgía bajo el resplandor de las antorchas.
—¡Cneo
Sempronio! —aulló enloquecido, clavando las pupilas sobre el muchacho. Éste se
volvió con el miedo desfigurándole los rasgos juveniles—. ¡Desplegad vuestras
centurias en el flanco izquierdo! —le ordenó el comandante de la guarnición antes de
desaparecer de nuevo entre la turba.
Con un ruego silencioso, el rapaz giró la cabeza hacia Flavius. El
centurión suspiró y captó la inquietud que comenzaba a infectar a la tropa. No
podía permitir que perdieran la confianza en sus oficiales. No en un momento
tan crucial.
Enfiló hacia el muchacho. La altivez patricia había desaparecido y ante
él no quedaba más que un mocoso aterrorizado.
—Ordenad el
despliegue, Cneo Sempronio —le instó, enfatizando cada palabra con gravedad—. Estaré a
vuestro lado en todo momento.
El tribuno tragó saliva y un
destello de sensatez refulgió en sus ojos al asentir.
—¡Adelante! —exclamó con
sorprendente energía, dirigiendo sus pasos hacia los adarves.
Los hombres dejaron escapar un grito de batalla que consiguió
estremecer a los miembros de la guarnición.
Flavius sonrió con fiereza. El león que moraba en su fuero interno
rugía complacido ante la inminente refriega. Ascendió los empinados escalones
que conducían a la cumbre con el corazón rasgando sus sienes.
Una gélida corriente les saludó en lo alto de los muros. El centurión
contempló el océano de pavorosa tenebrosidad que se abría por doquier y
acarició el pomo de la espada. Podía sentir el hedor de los cuerpos sudorosos
de los hombres que avanzaban a través de la espesura, de la misma manera que un
lobo hambriento detectaba el efluvio de sus presas.
III
Sangre y acero
—¡Un hombre cada diez pasos, dejad espacio para los
arqueros! — rugió el centurión recorriendo el estrecho pasillo en lo alto de la
muralla. Separó a los veteranos y los posicionó en medio de los nuevos reclutas
para mantener la cohesión a la hora del combate. Volvió la vista y sintió una
oscura emoción al ver el fulgor de las picas y los yelmos repartidos a lo largo
de los adarves. Era en aquellos momentos en que sentía la vida recorriendo cada
fibra de su cuerpo, una sensación intoxicante que alejaba de su ser toda
vacilación. Aguzó los sentidos en busca de algún rastro del enemigo y centró la
atención en la lobreguez que inundaba el bosque como un mar de brea.
Los cuernos reverberaron con vigor, para luego sumir la floresta en un mutismo
desolador que aceleró el corazón de los romanos.
Flavius recorrió la línea sin apartar los ojos de la oscuridad. La sangre se congeló en sus venas al detectar
el espeluznante silbido de las saetas.
—¡Escudos! —aulló con premura,
elevando el amparo por encima de su cabeza. El silencio se quebró con el sonido
de los proyectiles mordiendo los broqueles y hendiendo la carne de los menos
afortunados. Aquí y allá se elevaban los lamentos de los heridos. Otra andanada
castigó la línea romana causando aún más conmoción. El centurión maldijo por lo
bajo y se movió entre la tropa con palabras de aliento. Se acercó al tribuno y
le descubrió temblando bajo el escudo. Apretó los dientes con furia y enfrentó
al rapaz. La hediondez del orín le inundó las fosas nasales. Aferró el hombro
de Cneo Sempronio y le obligó a encararle.
—¡Por Belona y
Marte! —espetó con toda la calma que pudo amasar—. Reaccionad o
estaréis muerto antes de que comience la verdadera refriega.
Con la mirada perdida, la faz del tribuno no era más que una máscara de
pánico. El centurión encajó la mandíbula y le cruzó el rostro con una violenta cachetada.
El chico dio un respingo. El miedo se esfumó de sus rasgos y dio paso a
una furia cerval que arrebató un fiera sonrisa del grave semblante de Flavius.
—Eso es, Cneo
Sempronio —exclamó con entusiasmo—. Aferraos a la ira que late en vuestro pecho y
mantenedla encendida para derramarla sobre los bastardos que pretenden
asesinarnos. Solo así podréis salir airoso del infierno que se nos viene
encima.
Los ojos del crío resplandecieron con locura y decisión. Apretó los dientes
y asintió apretando el pomo del gladio.
—Mantened esta
posición, cueste lo que cueste —le instó el veterano con apremio—. Yo vendré en
vuestro auxilio si es necesario.
Se alejó de allí sin mirar atrás, rogándole a los dioses que el joven
oficial cumpliera con su deber.
En ese preciso momento, el fragor de mil gargantas emergió de las
entrañas del bosque anunciando la matanza. Los romanos apretaron las lanzas y
los arqueros tomaron posición.
Un murmullo ahogado surgió de los defensores al vislumbrar la marea
humana que brotaba del boscaje como un gigantesco hormiguero.
Flavius aguantó el aliento y contempló aquella magnífica fuerza de
gigantes rubios. Algunos portaban yelmos de bronce y cotas de malla que
destellaban bajo el espejismo lunar. Otros se protegían con petos de cuero o coseletes
ligeros. No obstante, la gran mayoría se cubría tan sólo con pieles de oso y
venado. Estaban armados con lanzas de moharra gruesa, espadas largas y hachas
de batalla.
El centurión se estremeció al ver cómo la turba continuaba su salvaje
acometida a pesar de la letal lluvia de metal que brotaba de las almenas. Los
cuerpos se amontonaban en la explanada, mientras nuevos guerreros ocupaban el
puesto de los caídos y los moribundos eran aplastados por sus propios camaradas
en medio de un brutal frenesí.
Los arqueros vaciaron las aljabas y no les quedó otro remedio que echar
mano de las dagas y espadas que portaban
en el cinto, esperando el inevitable cuerpo a cuerpo que vendría a
continuación.
El sonido metálico de los garfios retumbó como una sentencia de muerte
en el pecho de los defensores. Debían evitar a toda costa que los bárbaros se
apoderarán de los adarves. Flavius corrió hacia el muro más cercano y cortó el
trozo de cáñamo que pendía del gancho. Se volvió con urgencia y cercenó una
mano que se aferraba a la pared. Un aullido de dolor llegó a sus oídos,
acompañado del macabro sonido de un cuerpo reventándose contra el firme.
Levantó la vista y contempló la misma escena repitiéndose a lo largo de la
muralla. Los romanos, desesperados, trataban de evitar que los ligures ganaran
la posición. Entonces sus ojos buscaron al tribuno entre el caos que reinaba
por doquier. Se abrió paso como pudo y quedó paralizado al comprobar que los
bárbaros se hacían fuertes en uno de los torreones. Habían conseguido reducir a
los defensores y preparaban una cabeza de puente para ampliar la brecha. Reunió
con prontitud un grupo de asalto y encabezó la acometida.
—¡Formación
cerrada, cuatro enfrente!
—ladró con furia, cubriéndose con el escudo. Los
legionarios obedecieron la orden y avanzaron hacia adelante cubiertos por los
broqueles y con lanzas en ristre. Los primeros arqueros celtas habían
conseguido poner pie en la trinchera y concentraban las andanadas sobre la
barrera escarlata que se les echaba encima. Flavius aguantó el aliento al
sentir los golpes de las saetas castigando la salvaguarda de madera y cuero. Un
hombre a la izquierda cayó con un gemido sordo, la pluma de una flecha asomaba
en medio de su rostro.
—¡Descargad! —rugió,
bajando por un latido el amparo y permitiendo que los *pilum de sus compañeros diezmaran a los bárbaros que defendían el
torreón. Los ligures retrocedieron espantados, no esperaban aquella letal
andanada a quemarropa.
Los legionarios dejaron escapar un grito victorioso y asaltaron la posición.
Resbalaron en la sangre oscura de los caídos y se batieron con desesperación.
Flavius hundió la hoja en una pierna desprotegida. El bárbaro perdió pie y el
romano le atravesó la garganta. La barrera celta comenzaba a ceder en medio de
maldiciones y gritos de dolor. El hedor dulzón de la sangre se acumulaba en el
paladar de los guerreros al igual que el fuerte efluvio de la brea que ardía en
derredor. Flavius Crasus apretó los dientes y alentó a los hombres que le
rodeaban a recuperar el torreón. El sudor le escocia los ojos bajo el yelmo.
Entonces el crujido de la madera al reventarse le hizo estremecer. Volvió la
vista y descubrió al titán que blandía una enorme hacha de doble filo y abría
un sendero de muerte a su paso. Hizo añicos dos escudos y obligó a los romanos
a replegarse. Un legionario intentó hacerle frente, pero antes de que pudiera
reaccionar, yacía sobre el empedrado convertido en una pulpa sanguinolenta.
El bárbaro dejó escapar un grito triunfal que se alzó por encima de la
confusión de la batalla. Flavius arrebató una pica de manos de un cadáver y
enfrentó al hachero.
El romano estudió los movimientos del inmenso ligur. Le llevaba al
menos una cabeza de ventaja. Vestía calzas largas, botas de ante y se cubría el
pecho con una placa de bronce. A pesar de su tamaño se movía con la agilidad de
una serpiente. Fijó la atención en el
filo que refulgía bajo la luz de la luna. No podía perderlo de vista si quería
sobrevivir aquel angustiante embate. Se estremeció al captar las hilachas de
carne adheridas al borde de la hoja. El bárbaro arremetió y dejó caer la
pavorosa arma a pocos dedos del legionario, elevando una lluvia de chispas y
trozos de piedra.
Con el corazón en la boca, Flavius reculó sin apartar la atención de
los rasgos demenciales de su rival. El titán rubio fintó y lanzó un golpe diagonal
que rasgó la cota del romano. Dibujó una sonrisa cruel y atacó de nuevo,
decidido a terminar de una vez por todas con su rival.
Los ojos del legionario flamearon con intensidad. Esperó hasta el último
latido y se escurrió hacia el lado contrario, evitando un golpe letal. Rodó
hacia el frente, escapando de otra acometida que por poco le arranca la cabeza.
Aquel era el momento que estaba esperando. Aferró la lanza con firmeza y la
arrojó hacia la bestia que se le echaba encima. Aún atravesado de lado a lado,
el ligur continuó su loca carrera unos pasos más. Se derrumbó enfrente del
romano con unos ojos moribundos cargados de odio.
El centurión se desentendió del bruto y enfiló hacia el borde del torreón.
Con horror descubrió que al menos una treintena de hombres ascendían por los
garfios y estaban a punto de alcanzar la cúspide. Reunió a la media docena de
legionarios que aún quedaba en pie y vació dos toneles de brea sobre las paredes.
El pánico cundió entre aquellos miserables al vislumbrar el macabro destino que
les esperaba. Se estrellaron contra el borde de la muralla convertidos en
antorchas humanas. Los defensores contemplaban la escena con una mezcla de
espanto y fascinación, mientras el hedor de la carne abrasada les llenaba los
pulmones.
A pesar de esta pequeña victoria la refriega no pintaba nada bien para
los hijos de la loba. Los invasores colmaban los cuatros flancos del baluarte
desplegando escaleras y garfios, a la vez que una fuerza todavía mayor golpeaba
las hojas con inmensos troncos y piedras, sin que nadie pudiera hacer nada para
detenerlos. Flavius Crasus estudió aquel oscuro panorama y comprendió que sería
cuestión de tiempo antes de ser arrollados por los salvajes. Giró la cabeza y
descubrió al joven tribuno repartiendo golpes sin cesar. Bañado en sangre de
pies a cabeza era la reencarnación del mismo Marte. El centurión se vio acosado
por una oleada de furia e impotencia. Nunca imaginó que encontraría la muerte
en un enclave insignificante como aquel. Pasarían días, incluso semanas antes
de que Roma se enterase del desastre. Aspiró el aire cargado de muerte y la
certeza de la extinción le arropó con una incomprensible paz. Contempló con
admiración la lucha angustiosa de sus camaradas, y supo que caerían matando
como bestias cercadas. Una sonrisa lobuna se dibujó en aquel semblante sucio y
sudoroso. Miró con entereza al puñado de legionarios que le acompañaban, y
advirtió la misma resolución en aquellos rostros tiznados. Sin mediar palabra
se sumergieron de nuevo en aquel maremagno de destrucción.
El joven tribuno
bloqueó la acometida del lancero que se le arrojaba encima. Evitó el filo por
medio codo y barrió los pies de su rival, salpicándose el rostro de sangre
tibia. Un aullido de intenso sufrimiento le llenó los oídos y le produjo una
profunda satisfacción. Descubrió unos ojos cargados de dolor y hundió el filo
en aquel rostro barbado.
Entonces reparó con horror en los dos guerreros que se filtraban por la
diestra. Intentó elevar el broquel para evitar el embate, pero sus agotadas
extremidades se negaban a responderle. Un haz diamantino desvió el golpe del
ligur, obligándole a retroceder hacia el caos del muro de escudos. El otro no
compartió la suerte de su compañero, se retorcía sobre un charco de sangre con
un asta asomando encima del pecho. Atónito, el muchacho se enfrentó a los ojos
de acero de su salvador.
—¡Debemos
retroceder! —le urgió Flavius con apremio, tirando de su hombro—. Las almenas no
resistirán —agregó angustiado, señalando el hervidero de bárbaros que luchaba en
los adarves. El clamor victorioso de los asaltantes retumbaba por doquier. Sus
yelmos cónicos refulgían bajo el brillo de la luna y sus hojas enrojecidas
acosaban sin piedad a los agotados defensores que comenzaban a cederles la
iniciativa.
El rapaz asintió con el desconcierto de la derrota reflejado en el
rostro. Flavius organizó a la veintena de hombres que aún continuaban con vida
y señaló la estructura de piedra que destacaba en el extremo de la plaza de
armas.
—Nos haremos
fuertes en el interior —explicó con voz quebrada, mientras se limpiaba la sangre y el sudor que
le cubrían la cara—. Es nuestra única posibilidad.
El grupo de romanos se abrió paso a punta de espada y consiguió agrietar
la tenaz resistencia de los ligures que les hacían frente. A pesar de ser
superados en número, alcanzaron su destino dejando atrás a muchos camaradas. Al menos media docena de legionarios
habían quedado esparcidos en el camino.
El crujido de las hojas al ceder apagó todas las esperanzas de los
defensores. La turba que ocupó el baluarte barrió sin misericordia los pocos que
continuaban en pie para desafiarles.
IV
Fieras acorraladas
—¡Bloquead las puertas! —ordenó el centurión,
apoyado en el muro y jadeando con dificultad. La intensidad del combate comenzaba a cobrarle el precio. Recorrió
con tristeza los rostros de sus acompañantes. Aquel puñado de hombres heridos y
abatidos era todo lo que quedaba de dos centurias romanas. Sin embargo, aún captaba
el fuego que ardía en sus miradas y comprendió que lucharían hasta el final.
Sonrió con pesar y repartió el poco de agua que aún conservaba en el
odre que cargaba consigo. En el exterior reverberaban los vítores de los
invasores.
—¿Dónde
estamos? —inquirió Cneo Sempronio desde un rincón. Un hilillo de sangre se
deslizaba por su frente tiznada. Los rasgos infantiles habían dado paso a un
rostro cargado de decisión. Al centurión le pareció que aquel rapaz había
envejecido un lustro durante aquella refriega.
Flavius recorrió con la vista los muros anquilosados y suspiró.
—Nos
encontramos en las mazmorras —explicó, indicando con la espada el oscuro pasillo
que se adentraba en las entrañas de la tierra a pocos pasos de allí—. Y esas
escaleras serán nuestra última línea defensiva. —Los soldados
intercambiaron miradas apremiantes—. Tendremos la ventaja de nuestro lado —continuó, sin
prestar atención al estupor de la tropa—. A pesar de su ventaja numérica no podrán enviar
más de dos hombres a través del umbral. Estaremos en igualdad de condiciones.
—¿ Y cómo se
supone que les haremos frente? —preguntó un sujeto de aspecto rudo que pertenecía
a la guarnición, tal vez el único que seguía con vida. Había un tinte de ironía
en su voz.
—Lucharemos en
parejas e intercambiaremos posiciones al menor signo de agotamiento —respondió el
centurión con un duro gesto que no admitía reparos.
En ese instante la angustia se apoderó de los supervivientes al captar
los movimientos en el exterior. Los invasores golpearon la puerta con fuerza y
luego intercambiaron palabras en su lenguaje gutural.
—Podremos
resistir aquí —murmuró el tribuno poniéndose de pie, sus orbes oscuros ardían con la
locura del combate—. No retrocederemos un paso más.
Flavius agitó la cabeza y le sostuvo la mirada por unos latidos.
—Nos barrerán
sin misericordia —sentenció con gravedad—. Nuestra única oportunidad se encuentra en ese
condenado sótano. —Respiró el aire cargado de humedad y contempló los rostros expectantes
que le rodeaban—. Además, allí abajo se encuentra el hombre que vinieron a buscar. Es la
única carta que nos queda.
—El caudillo
rebelde —exclamó Cneo Sempronio sorprendido.
El eco sordo de la madera al quebrarse alertó a los romanos. El filo de
un hacha se filtró a través de las astillas destrozadas, mientras las voces
desafiantes de los atacantes se multiplicaban en el exterior.
Los legionarios intercambiaron miradas y siguieron la titilante
antorcha que les guiaba hasta el corazón de la prisión, dejando atrás el
espeluznante crujido de la puerta haciéndose pedazos y sellando su destino.
Los ligures irrumpieron en la estancia blandiendo sus armas. La sed de
sangre palpitaba enloquecida en aquellos rostros crueles y decididos. No
tardaron en enfilar por la estrecha escalinata en busca de nuevas víctimas.
La sorpresa fue total al ser recibidos por el acero romano en medio de
un claustrofóbico recodo. Los gladios de los legionarios eran más certeros que
las hojas largas de los celtas en aquel reducido espacio. Los tozudos
montañeses arremetieron con furia, conscientes de que aquel puñado de
legionarios era lo único que les separaba de su rey.
El apretado pasaje no tardó en convertirse en una pesadilla de muerte y
dolor. Los cuerpos de los guerreros se amontonaban unos sobre otros,
entorpeciendo el paso de los camaradas que les seguían los pasos. Los romanos
hendían yelmos y sumergían las hojas en rostros y vientres con mecánica
precisión. Por su parte, los ligures utilizaban largas picas para atravesar a
sus enemigos a la menor oportunidad. La sangre se deslizaba como un torrente
oscuro a través de los escalones, obligando a los defensores a pegarse al muro
para no resbalar. En medio de aquella carnicería los romanos perdieron todo
rasgo de humanidad y se entregaron a la lucha como bestias acorraladas. Se
arrojaban con sus aceros mellados, haciendo caso omiso de los cortes y heridas
infligidas por el enemigo. Al ser alcanzados se desvanecían con la espada en la
mano y con la locura del combate latiendo aún en sus moribundos corazones.
Vartus se movía de un lado para otro de la celda, contemplando todo
aquello con una mezcla de estupor y admiración. Bajo el palpitante fulgor de
las teas veía a sus enemigos batirse con denuedo en contra de una fuerza
superior. Sus ojos ansiosos se volvieron hacia el legionario que balbuceaba
incoherencias a unos pasos de los barrotes. Aún conservaba un tinte de orgullo
a pesar de que intentaba sin éxito mantener los intestinos en el interior de su
cavidad abdominal. No tardaría en fallecer.
Desvió la vista hacia los dos
romanos heridos que aguantaban en el umbral, esperando su turno para unirse de
nuevo a la refriega. Su corazón latió con fuerza al escuchar la cercanía del
clangor de los aceros. Los suyos no tardarían en llegar. Entonces sus ojos
enloquecidos se posaron en el guerrero ensangrentado que emergía del pasillo.
—¡Sostened la
línea un poco más! —balbuceó el centurión a los legionarios que le reemplazarían en la
lucha. Vartus se preguntó cómo aquel hombre podría seguir en pie. La cota
estaba desgarrada en varios puntos enrojecidos, y exhibía un feo corte en el
muslo izquierdo que no cesaba de sangrar a pesar del lienzo mugriento que
intentaba restañar la herida. Entonces, una sensación espeluznante le reptó por
la espina dorsal al toparse con aquellos ojos helados y comprender que no
saldría con vida de aquella madriguera infecta.
El rostro de Flavius no era más que una máscara de sangre y suciedad. Respirando
con dificultad, renqueó hasta el borde del lúgubre calabozo. El pulso de las
teas arrancaba extraños reflejos de la hoja ensangrentada que aferraba con
decisión al abrir la celda.
Vartus reculó espantado, sus rasgos mugrientos desfigurados en una
mueca de cólera. Apretó los dientes y enfrentó al romano con entereza. Era un
rey, un caudillo. No iba a demostrar la frustración ante su verdugo.
—De alguna
manera es un alivio saber que moriré en manos de un viejo amigo —exclamó con
frío desdén. —Abrió los brazos encadenados, esperando el golpe letal.
En ese instante el tropel de guerreros rubios irrumpió en el sótano, arrastrando
consigo a los últimos defensores. Flavius se giró y vio cómo el joven tribuno era
atravesado por una lanza. No obstante, tuvo los arrestos necesarios para lanzar
un último golpe y hundir el cráneo de su ejecutor. Ambos se desvanecieron en un
abrazo póstumo.
El legionario gruñó enfurecido, aferró el cuello de Vartus y apretó la
hoja contra su garganta. Observó los crueles semblantes que se acercaban como hienas
hambrientas, y esbozó una sonrisa agridulce al comprender que sus días
terminarían en aquella mazmorra pestilente al lado de sus camaradas.
—Vartus, nunca
olvidéis que un romano paga sus deudas —musitó al oído del ligur—. Recordadlo siempre.
El caudillo aguantó la respiración, esperando que el acero del romano
le cercenara el gaznate. Tembló al escuchar el eco del metal estrellándose
contra el firme.
Al verle soltar la espada la turba se arrojó sobre el legionario.
Flavius apenas pudo reaccionar ante la violenta acometida. Una rodilla se
hundió sin piedad en su plexo solar y una patada en la cara le nubló la vista.
En medio de aquella agonía sintió cómo unos potentes brazos le obligaban a
ponerse de rodillas. Agitó la cabeza en un intento angustioso por no perder la
consciencia y lo primero que distinguió fue el rostro mugriento de Vartus
emergiendo de la multitud.
—¡Deteneos! —gritó el paladín
con aplomo y decisión.
El bruto que se disponía a decapitar al legionario le contempló con
estupor.
—Dejad a ese
hombre con vida —prosiguió el montañés, recorriendo los semblantes estupefactos que le
rodeaban.
—¡El romano
debe morir! —protestó un sujeto de cabello rojo y rostro rubicundo, apuntando una
lanza contra el pecho de Flavius.
—¡Bajad esa
jabalina! —espetó Vartus con frialdad, clavando una mirada asesina sobre el
lancero—. Atreveos a desafiar mis órdenes y os haré hervir en aceite, maldito
bastardo. —El gesto pétreo del soberano de los ligures fue suficiente para aplacar
la ira de sus súbditos.
Liberaron al cautivo de mala gana y se dedicaron a hurgar las
pertenencias de los cuerpos sin vida desperdigados por doquier.
Flavius se arrastró hasta la pared y respiró el aire viciado que
infectaba aquel lugar. El dolor palpitaba sin misericordia en todo su cuerpo y
se preguntó si tendría las fuerzas necesarias para retornar a la superficie.
Levantó la cabeza y se encontró con los orbes azulados de Vartus contemplándole
con atención.
—¿Por qué no
acabasteis conmigo? —le interrogó el monarca con aire enigmático—. Hubieseis sofocado
la rebelión de un solo golpe.
El legionario sonrió y sintió que algo se desgarraba en su interior.
Encajó la mandíbula y respiró con lentitud.
—Ya os lo dije
antes —le aseguró—. Un romano siempre paga sus deudas.
—Al parecer
estáis comprometido nuevamente —respondió el ligur con el ceño fruncido.
Flavius parpadeó, controlando la oleada de sufrimiento que le provocaba
el corte en la pierna.
—Eso parece —replicó,
apretando los dientes—. Espero poder pagaros el favor algún día.
Vartus esbozó una triste sonrisa y le contempló por largo rato,
meditando acerca de su vieja amistad. Agitó la cabeza y llamó a uno de sus
hombres.
—Espero que os
sea de utilidad, romano —musitó, lanzándole un odre repleto de agua fresca y un petate con algo
de comida.
Flavius asintió en señal de agradecimiento y le siguió con la mirada
hasta que desapareció por la escalinata seguido de varios de sus guerreros.
Volvió la atención hacia los caídos
y se preguntó por qué los dioses insistían en mantenerle en este mundo. Otra
oleada de sufrimiento le hizo estremecer. Cerró los ojos y rogó por un poco de paz y sosiego.
FIN.
Glosario
*Faleras: Condecoraciones en
forma de disco que los soldados romanos portaban con orgullo sobre la cota de
malla, casi siempre se entregaban en grupos de seis o nueve.
*Ligures: Pueblos que habitaban el
sudeste francés y el noroeste italiano.
Probablemente enraizado en el complejo cultural neolítico del Mediterráneo
occidental, no está aún esclarecido si se trata de un pueblo preindoeuropeo o
indoeuropeo de una oleada anterior a los celtas y a los latinos.
*Pugio: Puñal usado por los soldados de
las legiones de la República
romana usada desde los alrededores del año 100 a. C. al 100 d.C. Fue adoptado de los pueblos hispanos,
del mismo modo que el gladius hispaniensis. La hoja medía unos 24 cm. por 6 de ancho.
Resultaba un arma ideal para apuñalar, pudiendo con una buena acometida
perforar una cota de malla. Esto se debía a que poseía un nervio central que
dotaba a la hoja de resistencia y firmeza.
*Pilum: Lanza básica del legionario
romano.
Grandioso, me ha encantado esta nueva aventura de Flavius Crasus. La verdad es que es un tipo con fortuna, tocado por los dioses, porque es el único romano con vida tras el asalto de los bárbaros. Larga vida al centurión, queremos más.
ResponderEliminarEstoy trabajando en eso, amigo mío. Estoy escribiendo otra aventura del avezado legionario. Apenas la tenga lista te aviso.
ResponderEliminarGenial, lo esperaré con ansia devoradora, un saludo amigo.
EliminarFelicidades, maestro, quedaste el segundo, medalla de plata. Ya tengo ganas de leer el Cristal de Sangre.
ResponderEliminarNo me digas!!!, tengo que pasar por la página.Apenas me entero.
ResponderEliminarMuchas gracias, compañero.