Publicado en la antología Némesis: Sangre y Acero
“Oh Korghan, vuestras plegarias de venganza
arden en mi carne y avivan
la flama que late en
mi pecho.
Guiad mi mano en el combate
y permitid que
enfrente la victoria o la
muerte con la cabeza en
alto y una sonrisa fiera.”
Plegaria kerhanni.
UNO
EL VIENTO RUGÍA A TRAVÉS DE LA
ESTEPA y azotaba con furia al grupo de jinetes que galopaba
hacia el poniente. Se trataba de hombres fieros, enfundados en brigantinas y
cotas de malla y armados con hachas y mandobles que refulgían bajo el sol que atravesaba
las nubes.
Los rostros macilentos y las miradas
turbias develaban el horror que les había acompañado durante las últimas
jornadas. Se desviaron del sendero repleto de carromatos y se cruzaron con los semblantes
abatidos de los labriegos, mercaderes y nobles que buscaban escapar del
infierno que se había desatado sobre la marca de Selarkania.
El sujeto al mando señaló un altozano que se
hallaba a un cuarto de legua y hundió los talones en los ijares de la bestia.
La enseña dorada y negra de los sacerdotes guerreros de Othar flameaba
orgullosa sobre la cumbre.
Tiberio de Arruan desvió la vista
del caos que reinaba en la calzada y fijó su atención en la turma que ascendía
la colina. Se libró del yelmo y se pasó la mano por la mata sudorosa. El frío
le mordía allí donde los eslabones de la cota lamían su piel.
—Mi señor —saludó Jacques de Verk
con un ademán, tirando de las riendas del corcel. Sus ojos verdes refulgían
ansiosos a pesar del cansancio que le abrumaba.
El capitán de la mesnada le
contempló por unos latidos. Percibía el olor del humo, el sudor y la sangre que
acompañaba a los recién llegados y se preguntó si no se encontraría en las
mismas condiciones.
Sacudió la cabeza y volvió la mirada
hacia el resplandor amarillento que se advertía en lontananza. Aquella visión
le arrebataba el aliento.
—Xe-Urtar ha caído —aseguró Jacques,
confirmando sus peores temores.
El caudillo suspiró y palmeó el
cuello del caballo. En ese instante fue consciente del agotamiento que le
aquejaba. Sin embargo Tiberio de Arruan apartó aquellos síntomas de debilidad y
buscó consuelo en el férreo fanatismo que le caracterizaba. Recorrió los
rostros inexpresivos que le rodeaban y comprendió que la tropa estaba llegando
al límite de sus fuerzas.
Habían luchado sin cesar durante las
últimas cinco jornadas. Los dioses de fuego de los clanes deménidas y
darusianos habían despertado de su letargo, y ahora reclamaban la sangre de
aquellos que se habían atrevido a invadir la tierra que les pertenecía por
derecho.
El alzamiento tomó por sorpresa a
toda Selarkania. Las hordas barbáricas, animadas por sus chamanes, surgieron de
las planicies del este destruyendo todo a su paso. En cuestión de días cayeron
las aldeas y los puestos fortificados. Las pocas fuerzas que consiguieron
hacerles frente fueron barridas por aquella masa salvaje sedienta de sangre.
Tan sólo unos pocos escuadrones de caballería habían tenido éxito al realizar
ataques rápidos y certeros en los flancos del enemigo. La mesnada de Tiberio
había participado en innumerables asaltos de este tipo, pero todo aquello no
habían sido más que pellizcos sobre aquella bestia informe que dejaba un
sendero de muerte y destrucción a su paso.
Ahora Xe-Urtar, la última esperanza
de resistencia, había caído en manos de los idólatras y el caudillo advertía el
negro destino que les esperaba en aquellas frías planicies. No obstante, de
manera irónica, aquello les ofrecía otra oportunidad.
—Los bárbaros se tomarán su tiempo
para quemar, violar y asesinar a los infortunados que decidieron permanecer en
la ciudad. —Miró la extensa procesión que discurría a través del camino y
sintió una punzada en la boca del estómago—. Al menos durante tres o cuatro
días podremos poner algo de distancia entre ellos y nosotros.
Jacques respiró hondo y sostuvo la
mirada de su capitán.
—Tal vez si no cargásemos con este
lastre podríamos escapar de esta locura—dijo al contemplar con desánimo la
columna de refugiados.
Los ojos oscuros del Tiberio
refulgieron con indignación.
—¿Estáis proponiendo que abandónenos
estas gentes a merced del enemigo? —espetó airado, fulminándole con el ceño
fruncido.
El color abandonó las mejillas del
guerrero al entender que había permitido que la desesperación cobrase vida en
sus labios. Volvió los ojos hacia aquella aglomeración de almas angustiadas y
se maldijo por aquel arrebato de cobardía.
—Lo siento, mi señor —replicó con un
suspiro—.He permitido que el cansancio y la tensión me dominen.
Una sonrisa fiera iluminó los rasgos
atezados del sacerdote guerrero.
—No os tenéis que disculpar —respondió
el caudillo, tomando el odre que colgaba de la silla—. Tan sólo admiración
puedo sentir por cada uno de vosotros después de lo que hemos pasado.
Jacques atrapó la pelliza en el aire
y bebió un buen sorbo de aquel caldo avinagrado. Se volvió hacia sus hombres y
advirtió el gesto de agradecimiento que le dedicaron al entregarles el vino
restante.
—Ahora os explicaré la razón que nos
impide abandonar a estos miserables —exclamó Tiberio de Arruan encarando a la
docena de jinetes que colmaban la cima del collado.
—El honor. —Aquella palabra caló
hondo en los corazones de los hombres—. La lealtad es lo que nos diferencia de
los idólatras que infectan estos parajes. —Los ojos del paladín recorrieron
cada uno de los rostros mugrientos que le observaban con atención—. La palabra
que dimos a los miembros de Concejo de Xe-Urtar, la promesa de proteger a sus
habitantes, es lo que os convierte en hombres civilizados. Recordadlo con
orgullo mientras os batís con vuestro último aliento para cuidar a los
inocentes que nos acompañan. —Señaló a la masa de desposeídos que colmaba la
calzada y continuó—: Sin honor no somos mejores que los salvajes que nos pisan
los talones, nunca lo olvidéis.
Un coro de asentimiento emanó de
aquellos individuos taciturnos y agotados.
—Este será un buen lugar para
acampar —apostilló el capitán al notar que la esperanza refulgía en aquellos rostros
cenicientos, al menos por el momento.
—Daré las órdenes de levantar las
tiendas —se adelantó Jacques con un gesto cansino.
—Esperaremos a la turma de Muñiz
hasta el amanecer, después de eso continuaremos hacia el oeste —comentó Tiberio,
apretando los labios y fijando la atención en las inabarcables praderas que se
extendían por doquier. Al norte, en la distancia, se apreciaban los relámpagos
hendiendo la tierra como picas de plata. La tormenta se acercaba y no tardaría
en dar con ellos.
Las hogueras de los guerreros palidecían al compararse con el halo
anaranjado que refulgía en el este. La dramática destrucción del último enclave
civilizado encogía el corazón de los soldados que observaban aquello mientras
cenaban en silencio, envueltos en sus capotes. Al fondo, el monótono traqueteo
de los carromatos y los murmullos y lamentos de los refugiados era lo único que
rompía aquel espantoso mutismo. La procesión continuaba sin descanso hacia el
poniente, albergando la esperanza de evitar ser atrapados por la turba
enajenada que les pisaba los talones. La amenaza del vendaval había sido
arrastrada hacia el este, y apenas algunas nubes rezagadas navegaban por el
firmamento.
De vez en cuando, la figura
consumida de algún refugiado se atrevía a abandonar la calzada para vagabundear
a través de las piras, con la perspectiva de conseguir una hogaza de pan o un
poco de agua. Al principio la tropa compartía sus raciones con aquellos
miserables, pero a medida que pasaban los días los víveres comenzaron a
escasear y aquellas visitas furtivas se convirtieron en un verdadero drama. La
naturaleza era una madre despiadada y la prueba de ello se advertía por
doquier. Los ancianos y los enfermos fueron los primeros en sufrir sus
consecuencias. Agonizaban a la vera del camino, víctimas del cansancio, el
hambre y la sed, bajo la indolente mirada de los que alguna vez fueron sus
parientes o amigos.
Jacques pensaba en aquello mientras
trataba de evitar a la suplicante anciana que permanecía a pocos pasos de la
hoguera. En sus rasgos marchitos se apreciaba el sufrimiento que le aquejaba.
El soldado apretó los labios y comprendió que la ración de cecina apenas duraría
un par de jornadas más. A veces se preguntaba si no sería más piadoso acabar
con aquellos desdichados de una vez por todas, al menos así les evitarían el
espantoso final que les esperaba a manos de los salvajes. Agradeció al ver cómo
la vieja desaparecía como un perro apaleado al escuchar el rumor de los jinetes
que se acercaban desde el oeste.
La voz de alarma se esparció con
rapidez, a pesar de que el enemigo se hallaba a un centenar de estadios a sus
espaldas.
—¡Quién va! —rugió un centinela
blandiendo una pica de caballería. El acero resplandeció bajo el titilar de las
flamas.
—¡Muñiz y su cohorte! —clamó un coro
de voces desde la penumbra.
La emoción revolvió las entrañas de
Jacques. Se irguió con premura y enfiló en dirección de aquel alboroto en busca
de noticias.
El segundo al mando desmontó y se
libró del yelmo y los guanteletes de malla. El sudor resbalaba por aquel rostro
marcado por la viruela y sus ojillos almendrados no anunciaban nada bueno. A
Jacques le pareció que había envejecido un par de lustros durante los últimos
días. Entonces se estremeció al descubrir que menos de la mitad de los hombres
habían regresado con vida de aquella patrulla. Encontró la mirada de Muñiz y
advirtió la desolación y la impotencia que le embargaban. El oficial agitó la
cabeza y evadió la penetrante mirada del guerrero.
—¿Dónde está el capitán? —espetó con
voz cansina, buscándole entre la multitud.
—Aquí estoy —contestó Tiberio,
emanando de la penumbra como una aparición fantasmal. Sus ojos refulgían con la
intensidad de mil infiernos al constatar el estado de los recién llegados. Sospechaba
que su subalterno traía consigo noticias devastadoras.
—¿Qué os ha sucedido? —inquirió con
los rasgos apretados.
Muñiz agitó la cabeza, y por unos
instantes, Jacques imaginó que aquel hombretón se desharía a sus pies como una
efigie de barro.
—Nos sorprendieron a unos veinte
estadios de aquí, mi señor. —El tono del segundo era tan vacío como la
expresión de su mirada—. Demonios darusianos, caballería ligera. Al menos unos
ochenta o cien avanzando rápido hacía el poniente. Les dimos batalla pero nos
superaban en número.
Tiberio de Arruan no pudo evitar el
escalofrío que le revolvió las entrañas. Aquello significaba que las hordas paganas
se habían dividido y ahora pretendían cerrarles el paso hacia el oeste.
El caudillo recorrió los semblantes de
los hombres y constató el catastrófico efecto de las palabras de Muñiz. Tenía
que pensar rápido si quería mantener la cohesión de la tropa. Aquellas noticias
podrían provocar una desbandada e incluso un motín.
Sin embargo el sacerdote era un
hombre forjado en el calor del combate, y aquel revés tan sólo significaba un
súbito cambio de planes. Aquellos bárbaros pintarrajeados no iban a vencerle
tan fácilmente.
—¡Chevalier! —gritó a todo pulmón,
arrancando a sus oficiales del estupor que les embargaba.
Un sujeto alto, ataviado con una
brigantina gris, brotó del grupo de guerreros. Los ojos azules delataban la
sangre norteña que corría por sus venas, y la cicatriz que le recorría la
mejilla izquierda denotaba su experiencia guerrera.
—Traedme el estuche de piel que
descansa sobre mi silla —le ordenó Tiberio. El aludido se limitó a asentir
antes de desaparecer en la oscuridad que reinaba más allá del círculo de
hogueras.
Jacques y los demás se sentaron
sobre la hierba mientras el capitán se alejaba unos pasos y discutía con Muñiz.
Por la palidez y el estupor que abrumaban al segundo, parecía no gustarle nada
de lo que estaba escuchando. Jacques respiró hondo y se estremeció bajo el
abrazo de la corriente gélida que recorría el descampado.
La estilizada figura de Chevalier
surgió de la penumbra. El parpadeo de las flamas empeoraba aún más el feo tajo que
exhibía en el rostro.
Tiberio abrió la funda y extrajo un
viejo pergamino que crujió al ser extendido sobre el césped humedecido.
Los hombres se acercaron con
vacilación. No podían imaginar qué otra ruta podrían utilizar para abandonar
Selarkania antes de ser interceptados por el enemigo.
El caudillo se plantó enfrente de la
vitela y señaló el este con la punta de una daga.
—Los idólatras partirán de Xe-Urtar
en dos jornadas, tres a lo sumo si la fortuna nos sonríe. —A Jacques le pareció
que aquel hombre parecía un escribano. Su porte noble y las sienes encanecidas le
dotaban de aquel curioso aspecto—. Pero ahora sabemos que han dividido sus
fuerzas con el afán de cerrarnos el paso hacia el oeste. —El fulgor homicida
que iluminó los ojos del caudillo diluyó el espejismo de bondad que había
percibido momentos antes—. Los darusianos utilizarán la rapidez de sus monturas
para acosarnos mientras sus aliados dan alcance al tren de refugiados que nos
acompaña.
—¿Entonces qué nos queda por hacer?
—inquirió un sujeto rechoncho de piel cetrina, llamado Vendakam.
Tiberio de Arruan se mesó la
barbilla y encaró al sureño que acababa de hablar.
—Nos queda una opción, enfilar hacia
a la fortaleza de Ur´ Jakat — replicó con sequedad—. Es nuestra única
esperanza.
Muñiz suspiró y se mordió los labios.
Ahora Jacques comprendía el resquemor del segundo oficial. Al mirar a sus
compañeros advirtió la inquietud que les invadía tras escuchar aquella inesperada
proposición.
—¿Pero mi señor? —insistió Vendakam
con el rostro convertido en una mancha gris—. La Guardia Sagrada del señor de
la venganza ha protegido ese lugar por más de diez siglos. No creo que nos vean
como muy buenos ojos. Tal vez caigan sobre nosotros imaginando que somos una
fuerza invasora.
Tiberio encajó la mandíbula,
consciente de que no iba a ser fácil convencerles. Y para ser honesto, él mismo
tenía sus dudas. Se preguntó si aquella decisión no sería producto de la
desesperación que cobraba vigor en lo más profundo de su pecho.
No obstante el apoyo surgió de quién
menos lo esperaba.
Muñiz se irguió y se pasó la mano por la mata rojiza que le
coronaba la cabeza. Miró a cada uno de los presentes y recobró el aplomo que le
caracterizaba.
—Estoy de acuerdo con el plan del
capitán —aseguró con tranquilidad—. Los darusianos pretenden cerrarnos el paso y
los deménidas se disponen a aplastarnos con su innumerable infantería. —Respiró
hondo, sus ojos oscuros flameaban con vigor—. A no ser que estéis dispuestos a
esperarlos en medio de la llanura, propongo que enfilemos hacia las montañas y
busquemos cobijo en Ur´Jakat. Al menos aquello nos ofrece la oportunidad de
vivir unos días más.
El silencio confirmó la adhesión de
todos al osado plan del caudillo. De todos modos, ¿qué otra cosa les quedaba
por hacer?
Aquella era la espantosa realidad que pesaba
sobre cada uno de ellos mientras la muerte se acercaba a pasos agigantados, sin
que nadie pudiera hacer nada para evitarlo.
DOS
LA LÍNEA DE REFUGIADOS ALCANZABA la media legua mientras enfilaba hacia los picos
nevados que destacaban en septentrión. Su avance se dificultaba al dejar atrás
las llanuras y adentrarse por los traicioneros senderos que conducían a las
montañas.
Jacques cabalgaba despacio,
abriéndose paso entre aquella sombría muchedumbre. En medio de la miseria y el
dolor que atestiguaban sus ojos una escena llamó su atención. Una joven de
cabello oscuro sostenía a un anciano enjuto que apenas podía caminar. Se
desplazaban con el cieno hasta las rodillas, haciendo de cada paso una
verdadera odisea. El guerrero intercambió una mirada con la moza y quedó sin aliento
al advertir el abatimiento que le desfiguraba las facciones. Tenía la expresión
de una anciana a pesar de su lozanía.
—En algún momento deberá elegir
entre ella y el viejo —reflexionó Muñiz con sorna, agitando la cabeza—. Es
cuestión de supervivencia.
Jacques se volvió. Por algún motivo
aquel comentario le aceleraba el corazón.
—En verdad sois uno perro desalmado,
compañero —replicó con acritud, evadiendo un cuerpo desmadejado que yacía sobre
el barro.
El segundo al mando le miró con una
ceja enarcada y esbozó un gesto lobuno.
—¿No lo somos todos, camarada? —exclamó
con desdén—. La guerra nos ha convertido en lo que somos, Jacques. —Un fulgor sombrío
asomó en sus pupilas—. Los más afortunados caen en combate, mientras los demás
vagamos por el mundo con el alma muerta.
Jacques quedó sin palabras. La
crudeza de Muñiz resumía a la perfección el sentimiento que trataba de evadir desde
hacia mucho tiempo. Su vida se había convertido en una espiral de incontrolable
violencia, y cada vez le era más difícil buscar sosiego en el recuerdo de su
esposa muerta. Las únicas imágenes que retornaban a su mente eran los cuerpos
ensangrentados de los miserables que habían caído bajo su espada. Pero una luz
de esperanza refulgía en su corazón al contemplar a la turba de desheredados
que les seguían los pasos. Tal vez por esta vez valdría la pena empuñar el
acero para defender la vida de aquellas almas atormentadas.
Al caer la tarde, el sendero no era más que un angosto pasaje a través
de altas paredes de granito. La mesnada de Tiberio se había dividido en tres
grupos, uno para encabezar la marcha y otro para cubrir la retaguardia y dar
aviso en caso de la presencia de los bárbaros. El tercero recorría la columna de
un lado para otro para evitar incidentes y retrasos.
Jacques había dejado a Muñiz en la
zaga y ahora cabalgaba a un lado del capitán. Acosado por el hambre y la sed,
prefirió esperar la caída de la noche para merendar y así evitar las miradas
hambrientas de los asilados.
—Siento que nos vigilan —comentó el
caudillo con una tranquilidad que dejó asombrados a sus acompañantes—. Estamos
entrando en los dominios del antiguo imperio. —Jacques intercambió una mirada
ansiosa con el portaestandarte y luego examinó las sombrías moles que se
elevaban por encima del convoy. Se le encogieron las tripas al comprender que la
situación no podía ser más comprometedora. Un ataque en aquel lugar sería
devastador.
Al advertir el desasosiego que se
apoderaba de sus hombres, Tiberio dibujó una sonrisa en su tez aceitunada.
—No os preocupéis —aseguró en tono
burlón—. Los caballeros de Korghan no suelen atacar a traición, prefieren los
combates frente a frente para aumentar su prestigio y honor.
—Disculpad si vuestras palabras no
logran convencerme —replicó Jacques con un hilo de voz, arropándose en su capa
de lana basta.
—Nunca los comprenderíais, hijo —exclamó
el paladín, pensativo—. Los defensores de la fortaleza son los últimos miembros
de la vieja raza kerhanni, los primeros humanos que pusieron pie en estas tierras.
—Le echo un rápido vistazo al acantilado que se perfilaba a su derecha y
continuó—: Sometieron a las bestias que infectaban las planicies y fundaron un
imperio que duró al menos cien siglos. Sus antepasados eran maestros de la
guerra y la sola mención de su nombre era sinónimo de terror en tres
continentes.
—¿Y qué sucedió con ellos? —terció
Vendakam, que les seguía unos pasos atrás. La curiosidad bailaba en sus ojillos
hundidos.
—Lo que sucede con todo en este
mundo —reflexionó el sacerdote guerrero torciendo el gesto—. Después de una era
de esplendor se sumergieron en sus oscuras religiones y finalmente
languidecieron, permitiendo que razas nuevas y aguerridas se apropiaran de lo
que alguna vez fueron sus vastos dominios. —Suspiró con melancolía—. Es la
historia de la humanidad, ciclos interminables de gloria y decadencia.
Jacques le miró asombrado, aún le
costaba comprender las facetas que componían el tejido de Tiberio de Arruan. Clérigo
y guerrero, erudito y asesino, todo aquello conformaba un amalgama apasionante.
Sin embargo apartó aquellos pensamientos y centró la atención en algo más apremiante.
—Si el imperio se extinguió… ¿Qué
sentido tiene el alcázar? — indagó con recelo.
El caudillo frunció los labios y sus
ojos ardieron con intensidad.
—El imperio podrá ser historia
antigua, hijo —contestó—, pero los kerhanni aún perviven más allá de las
montañas negras. —Señaló con el mentón la accidentada sierra que se apreciaba a
cientos de estadios de distancia—. Los descendientes son orgullosos de su
herencia y son pocos los extranjeros que pueden franquear las puertas de
Ur´Jakat.
Jacques y los demás le miraban como
si se tratase de un puñado de rapaces escuchando a su tutor.
—Los pocos que han tenido la suerte
de tratar con ellos, hablan de un pueblo dedicado a cultivar la excelencia
guerrera bajo las milenarias y estrictas reglas religiosas de sus antepasados
—concluyó el clérigo con gesto ausente, sin apartar la vista del borde del
acantilado.
Un silencio incómodo se apoderó de
todos al recordar el oscuro panteón que se atribuía a los kerhanni. Eran las
deidades de la contienda y la revancha las que regían los destinos de aquel
belicoso pueblo.
Tiberio se removió en la silla al
pensar que tal vez una muerte atroz les esperaba más allá de aquel sendero. Empero,
llegó a la conclusión de que sería preferible jugarse la suerte con los
kerhanni que dar media vuelta y encarar a las hordas sanguinarias que les
pisaban los talones. Al menos le debía aquello a los civiles que les
acompañaban en busca de redención.
Aquella noche abandonaron la senda y
se internaron en un valle oscuro bordeado por un milenario bosque. Bajo el espejismo
lunar aquel lugar se antojaba misterioso y aterrador. No fueron pocos los que
rezaron una plegaría al advertir aquellos troncos nudosos que se asemejaban a
las zarpas de un monstruo dormido. Tiberio de Arruan no compartía el temor
supersticioso de la tropa. Era consciente de que la verdadera bestia les seguía
los pasos sin descanso ni vacilación. Se trataba de una criatura conformada por
miles de seres embrutecidos que compartían una cosa en común: Un insaciable deseo
de asesinar a todos los hombres, mujeres y niños que colmaban la caravana.
El líder de la expedición organizó
aquel maremagno lo mejor que pudo, y permitió doblar la guardia en los linderos
de la floresta para aliviar el desasosiego de la hueste. Luego recorrió la
línea de refugiados, tratando de infundirles algo de aliento y esperanza. Aquello
era más difícil a medida que pasaban los días y las perspectivas se tornaban más
sombrías. Lo único que esperaba ahora era que los dioses le tendieran la mano y
permitieran que los kerhanni no decidieran acabar con ellos. Luego de merendar
cecina y gachas avinagradas, el caudillo se sumió en una duermevela intranquila
que no hizo más que aumentar la tensión que le embargaba.
El amanecer trajo consigo un firmamento radiante que les permitió
vislumbrar el paisaje que les rodeaba. Hacia el sur se extendía una explanada
de hierba alta de al menos legua y media, mientras hacia septentrión el terreno
se convertía en suaves colinas que finalizaban de manera abrupta en un corredor
de muros de basalto y pizarra tan altos como cuatro hombres. Se trataba de una
barrera natural que separaba la tierra de los kerhanni del resto del mundo. El
valle medía al menos tres leguas de largo por legua y media de ancho, y el
único acceso desde el sur era el sendero estrecho por el cual habían irrumpido
durante la noche.
—Las puertas de Ur´ Jakat —exclamó
Vendakam señalando los muros que destacaban hacia el norte. Jacques creyó
advertir cierto temor en la voz de su compañero.
—Todo este lugar es una maldita
trampa —terció Muñiz con sequedad, lanzando un escupitajo—. Podrían esconder
miles de hombres en ese condenado bosque y nadie se daría cuenta de ello. —Señaló
la espesa floresta que bordeaba el extremo occidental, e hizo un curioso gesto
con los dedos para alejar el mal de ojo.
Jacques se disponía a replicar
cuando un resplandor llamó su atención y la del resto de sus camaradas. No
tardó en surgir un clamor colectivo cuando aquel fulgor se materializó en un
nutrido grupo de caballería.
Al igual que los demás, no pudo
ocultar la impresión que le causaron aquellos soberbios jinetes. Portaban
armaduras escamadas y yelmos cónicos que despedían reflejos de plata bajo los
primeros rayos del sol. En sus estandartes de seda roja flameaba un puñal
rodeado por una serpiente, la enseña de Korghan, el señor de la venganza.
El guerrero sintió un retortijón en
la base del estómago al enfrentarse con aquellas leyendas vivientes. Le
impresionó además la majestuosidad de sus monturas, corceles de batalla que
dejaban a los suyos como meras bestias de carga.
—Aprestad vuestros aceros pero no
desenvainéis si ellos no lo hacen primero. —Aquella orden recorrió la línea y
aumentó la tensión que les encogía el alma.
El guerrero captó el intercambio de
miradas ansiosas y rogó porque nadie cometiera un error del cual pudiesen
arrepentirse.
La comitiva se detuvo a unos cincuenta pasos del
primer grupo de centinelas. Intercambiaron algunas palabras en su lengua nativa
y luego dos de ellos se separaron del grupo principal. Cruzaron la línea de
guardias ante la atónita mirada de los lanceros. La apariencia de aquellos
misteriosos guerreros provocó una gran agitación.
Se trataba de hombres recios, de
ojos almendrados, pómulos altos y piel tan blanca como la nieve de las montañas.
A pesar de su aspecto fiero, lo que en verdad amedrentó a la tropa fueron los
extraños tatuajes que cubrían sus rostros. Plegarías escritas en una lengua
extinta que les recorrían la piel desde la frente hasta el cuello, otorgándoles
un aspecto aterrador. El tintineo de las armaduras y el murmullo ahogado de los
presentes consiguió romper el mutismo reinante.
—¿Quién habla en vuestro favor? —inquirió
el que parecía ostentar el mando, tirando de las riendas de su ansiosa cabalgadura.
La enseña de Korghan refulgía en el petral de plata de la bestia.
Tiberio de Arruan se abrió paso en
medio de los refugiados que contemplaban a los kerhanni con una mezcla de miedo
y estupor. Portaba la capa púrpura de los sacerdotes guerreros y sus ojos
brillaban con altiva dignidad.
—Soy yo —replicó con entereza,
encarando al sujeto que le contemplaba desde la silla del caballo—. Venimos
desde muy lejos, escapando de la furia de los salvajes que han despertado a sus
dioses paganos y ahora claman la sangre de los inocentes. —Abrió los brazos y
señaló los carromatos y los seres consumidos que se amontonaban hasta donde
alcanzaba la vista.
El kerhanni frunció el ceño y
pareció vacilar, pero recobró el gesto frío que le caracterizaba.
—Pues estáis invadiendo la tierra
sagrada de los kerhanni —aseguró cortante, fulminando al clérigo con la mirada—.
Debéis dar media vuelta y regresar por donde habéis venido.
Los rasgos de Tiberio palidecieron,
pero la resolución ardía en su mirada.
—Atrás nos espera la muerte,
kerhanni —aseguró con crudeza, clavando la vista en aquellos rasgos tatuados.
—Pues la muerte os espera también si
seguís avanzando —contestó el guerrero, acariciando la empuñadura de la
cimitarra.
Un silencio espeso se adueñó del
lugar. Ni siquiera el viento se atrevía a interrumpir aquella reunión. Jacques
miró a Vendakam y captó el miedo en su mirada.
—¿Vais a permitir que los bárbaros
masacren a estos miserables? —espetó el caudillo con acritud—. Los que veis
aquí son los únicos que pudieron huir de Xe-Urtar antes de que fuese destruida
por las hordas tribales.
El kerhanni dio un respingo. Al
parecer la caída de la urbe le tomaba por sorpresa. Sostuvo la mirada de
Tiberio y luego se volvió hacia su compañero.
El hombre asintió y galopó de vuelta
hasta el grupo principal, para luego enfilar hacia las puertas de Ur´Jakat.
—Si estáis en lo cierto —comentó el
kerhanni—, la oscuridad no tardará en cernirse sobre toda la marca de
Selarkania.
—Ya lo ha hecho —confesó Tiberio con
amargura—, y de una manera que no podríais imaginar. —El caudillo torció el
gesto al recordar el sufrimiento y el dolor que le habían acompañado durante los
últimos días, y por alguna razón deseó que aquel altivo guerrero lo viviese en
carne propia, al menos por unos latidos.
TRES
JACQUES QUEDÓ ATÓNITO AL descubrir que la fortaleza que Ur´Jakat estaba
compuesta por tres bastiones inexpugnables. Desde el claro apenas se apreciaban
la piedra negra y los muros del castillo principal. Sin embargo al adentrarse a
través de los senderos que discurrían detrás de los peñascos, pudo ver con
claridad los viejos fortines que protegían el camino principal. Eran
estructuras de piedra maciza que podrían albergar al menos dos centenas de soldados
bien pertrechados. Aunque su aspecto no era tan intimidante como el del alcázar
que dominaba la cima, sin duda aquellas fortificaciones llevarían el peso de la
batalla en caso de un sitio prolongado. Jacques trató de imaginar cuántos
enemigos se habrían estrellado contra aquella barrera a lo largo de los siglos.
Dejaron atrás las sombrías
fortificaciones cubiertas de verdín, y se desviaron por un sendero de cabras
que les llevaría hasta las puertas del castillo. Al cabo se toparon con antiguas
efigies talladas en una de las caras de la montaña. Tenían el tamaño de un
hombre y representaban a los doscientos
maestres de la Orden
de Korghan que habían dirigido la fortaleza desde su construcción. Jacques y el
resto de la comitiva se sintieron empequeñecidos por la grandeza milenaria de la Guardia Sagrada. El guerrero
volvió la vista hacia su comandante y captó el estupor que le abrumaba. Tiberio
vestía sus mejores galas, pero en comparación con las cotas bruñidas y los
yelmos resplandecientes de la escolta kerhanni, se asemejaba más a un
pordiosero que a otra cosa. Aquello le entristeció.
Esta reflexión se vio interrumpida
por el bramido de un poderoso cuerno que le erizó los vellos del cuerpo. Alzó
la cabeza y contempló las murallas negras y las agujas de jade que parecían
rivalizar con el azul impoluto del firmamento. Aquel lugar exudaba una
majestuosidad temible que le arrebató el aliento.
Las hojas de bronce y hierro se
abrieron de par en par, y un nutrido grupo de caballería salió a su encuentro
enarbolando los pendones del señor de la venganza.
Eran al menos veinte jinetes bien
armados que despertaron el recelo de los recién llegados. Muñiz apretó la
empuñadura de su hoja e intercambió una rápida mirada con Jacques. Sin embargo
el aplomo en la expresión del comandante consiguió traerle algo de sosiego.
La inusitada guardia les rodeó y les
condujo en silencio hasta el interior de U´r Jakat. Cruzaron las hojas
reforzadas y se internaron a través una corta calzada que discurría bajo las
almenas. Entraron al patio de armas y se detuvieron enfrente de la torre de
homenaje. Una edificación milenaria y rústica, enclavada en medio del templo de
Korghan y una llamativa atalaya de jade y granito. Desmontaron bajo la atenta
mirada de los centinelas que prestaban guardia en los adarves. Una súbita
sensación de indefensión aceleró el corazón de Jacques de Verk. Imaginó que
aquellos hombres podrían hacer lo que quisieran con ellos sin que pudiesen
mover un dedo para evitarlo. Aquella idea se convirtió en una inquietante
realidad al escuchar las palabras del individuo que se plantaba enfrente de
Tiberio.
—Dejad vuestras armas a buen recaudo
—exclamó el kerhanni con gravedad, sosteniendo la mirada del clérigo guerrero—.Tan
sólo dos de vosotros podréis reuniros con el maestre.
Tiberio de Arruan apretó los labios
y aguantó las palabras que luchaban por salir de su boca. Estaba dispuesto a
tragarse su orgullo si con ello conseguía el favor de los kerhanni. Miró
alrededor y advirtió la ansiedad que bullía en los semblantes de sus hombres. Comprendió
que tan sólo se necesitaría de una breve chispa para iniciar una carnicería de
la cual sin duda llevarían la peor parte. El sacerdote respiró hondo y esbozó
un amago de sonrisa al aflojar el broche del cinto.
—Jacques, Vendakam —exclamó sin
apartar la vista del oficial de la fortaleza—, permaneced aquí con los
caballos. Estoy seguro de que nuestros anfitriones os tratarán con el respeto
que os merecéis.
El guerrero dio un respingo y
recibió la hoja del caudillo sin saber qué decir. Captó el gesto de estupor de
Vendakam con el rabillo del ojo.
Muñiz soltó un improperio y se libró
de la daga y el mandoble.
El kerhanni sonrió y les invitó a
seguirle al interior de la torre con un leve ademán.
A pesar del calor que salpicaba el exterior, en el pasillo del edificio
reinaba una gelidez que congelaba los huesos, o al menos eso pensó Tiberio
mientras sus pasos hacían eco en las paredes. Otra cosa que le impresionó
fueron los vestigios de los frescos que alguna vez cubrieron los muros. Escenas
de gestas gloriosas y ritos misteriosos perdidos en los abismos del tiempo.
Dejaron atrás el corredor e ingresaron en un amplio salón de planta circular,
iluminado por varios braseros. El capitán de la mesnada agradeció la tibieza
que envolvió su cuerpo al poner pie en aquel lugar. Se frotó las manos y volvió
a sentir la circulación despertando sus ateridas articulaciones.
A pesar de la penumbra que pervivía
en los rincones, una columna de luz brotaba de la cúpula y daba vida a la
sombría efigie del dios de la revancha.
Korghan, mitad hombre y mitad hiena,
parecía congelado en la piedra negra que le daba forma. Unos ojos de rubí
resplandecían sobre aquella testa bestial que consiguió inquietar a los recién
llegados.
Tiberio de Arruan aguantó el impulso
de realizar el signo sagrado del Othar en aquel sitio pagano. Miró a Muñiz y la
consternación y el miedo luchaban en su expresión.
—No debéis mostrar temor enfrente
del señor de venganza. —Aquella voz firme y melodiosa resonó con fuerza en las
paredes—. Es el único dios que ofrece consuelo a quienes lo han perdido todo.
Un hombre surgió de las sombras y
les contempló con curiosidad. Vestía un caftán celeste adornado con piedras
preciosas. Tenía las facciones angulosas y los ojos almendrados propios de su raza,
pero guardaba una inquietante sensibilidad en la mirada. El cabello blanco
contrastaba de manera extraña con sus movimientos gráciles y calculados,
mientras los tatuajes que le cubrían el rostro parecían danzar bajo el tubo de
luz que surgía del techo.
Avanzó unos pasos y se detuvo en el
centro de la estancia.
—Debo admitir que es la primera vez
que un sacerdote de Othar viene a pedir ayuda a los acólitos de Korghan —comentó
con cierta ironía.
Tiberio palideció y apretó los puños
para contener las emociones que danzaban en sus entrañas.
—Creedme que nunca hubiese puesto
pie en vuestra fortaleza si tuviese otra opción. —Apretó los dientes y se
arrepintió de haber hablado. Mucho estaba en juego para echarlo a perder por
una antigua rencilla eclesiástica.
El maestre guardó silencio por unos
instantes. Luego soltó un suspiro y se dejó caer sobre el sitial que descansaba
a los pies de la espeluznante efigie.
—No es momento de revivir viejos
desacuerdos, sacerdote guerrero— aclaró el kerhanni con gravedad—. La amenaza
que se cierne sobre la marca nos obliga a pactar una tregua en nuestras
diferencias. El futuro de la civilización pende de un hilo.
El corazón de Tiberio latió con
vigor al comprender lo que significaba aquello. La sombra de la aniquilación que
le había acompañado durante las últimas jornadas comenzaba a desvanecerse como
el rocío bajo los rayos del sol.
—La caída de Xe-Urtar ha marcado un
punto de inflexión que no podemos pasar por alto —continuó el kerhanni,
perdiendo la mirada en las sombras que se acumulaban en los rincones—. Si no
actuamos de inmediato más tribus se unirán a la rebelión y ni siquiera los
muros de Ur´Jakat podrán contener tal marea de odio. —La duda asomó en los
gallardos rasgos del maestre, y Tiberio y su acompañante fueron conscientes de
que la situación era mucho peor de lo que habían pensado. Si todos los pueblos
de Selarkania se levantaban en armas la sangría se extendería durante décadas y
la destrucción sería incalculable.
—¿Qué proponéis, entonces? —inquirió
el diácono de Othar con ansiedad. El resplandor de los braseros le otorgaba un
aspecto siniestro a sus facciones afiladas.
El kerhanni enarcó una ceja,
sorprendido ante aquella intervención.
—Lo único que sabemos hacer los
miembros de la orden —replicó con dureza—. Matar a nuestros enemigos y
engrandecer el nombre de nuestro dios.
—Al menos en eso estamos de acuerdo,
kerhanni —respondió Tiberio con una sonrisa fiera. El líder de la guardia le
devolvió el gesto con una carcajada que retumbó de manera lúgubre en los muros
del salón.
A medida que las noticias acerca de la devastación causada por los
bárbaros apretaba los corazones de Tiberio y su mesnada, los miembros de la Guardia
Sagrada parecían alegrarse por la inevitable contienda que tenían entre manos.
Los preparativos para la batalla
fueron en aumento durante las jornadas posteriores a la llegada de los
refugiados. Los kerhanni apelaron a las tropas que se hallaban acantonadas en
los confines de sus dominios, mientras los hombres aptos entre la muchedumbre de
asilados fueron reclutados con premura. Cualquiera que pudiese empuñar una
espada o un arco fue recibido con el beneplácito de Tiberio y el maestre
Ad-Jedimm.
Al tiempo que esto ocurría, los
batidores recorrían los caminos en busca del rastro de la horda barbárica. No
tuvieron problema en dar con su legado de muerte y destrucción. El humo de los
incendios se extendía a cientos de decenas de leguas a la redonda.
Los informes daban cuenta de una
fuerza de cerca de diez mil hombres. Avanzaban en dirección a las puertas,
convencidos de que su ventaja numérica y la protección de los chamanes serían
suficientes para arrasar de una vez por todas con sus enemigos ancestrales.
Aquellas nuevas desconcertaron a los
selarkianos pero no consiguieron alarmar a los inquietantes kerhanni. Pasaban
el día reforzando las defensas y entrenando complicadas formaciones de
caballería en la extensa explanada que se abría enfrente del paso fortificado.
Tiberio y sus oficiales contemplaban
todo aquello con una mezcla de envidia y admiración, convencidos de que los
miembros de la Guardia Sagrada eran dignos de la leyenda forjada por sus
antecesores.
Los días pasaron incólumes e incluso
algunos llegaron a pensar que la batalla nunca tendría lugar.
No sabían lo equivocados que
estaban.
El sacerdote guerrero cruzó el umbral de la estancia y advirtió el olor
a mirra y azafrán que flotaba en el aire. La testa bestial de Korghan parecía
haber cobrado vida bajo el resplandor de los braseros que llenaban los rincones.
—Están aquí. —Ad-Jedimm permanecía
postrado sobre el solio con mirada ausente. Por unos momentos parecía fundido
con la efigie que se alzaba encima de su cabeza.
—Lo sé —respondió el clérigo de
Othar con tranquilidad. De alguna manera experimentaba cierto alivio al saber
que todo se decidiría al día siguiente—. Los batidores han avistado a sus
exploradores en el valle.
El maestre suspiró y tomó la copa de
cristal que descansaba sobre el brazo del sitial. El líquido rojizo
resplandeció como el fuego al ser tocado por el espejismo lunar que se filtraba
por la cúpula.
—Mis hombres han esperado este
momento desde hace siglos —musitó, bebiendo un largo sorbo—. Siempre supimos
que las tribus salvajes vendrían algún día por nosotros. —Aquellas palabras encerraban
un desconcertante placer que consiguió estremecer a Tiberio.
—Al parecer la expectativa de
enfrentar a vuestros enemigos no os alegra el corazón, servidor de Othar —comentó
Ad-Jedimm con aire burlón.
Tiberio respiró hondo y enfrentó
aquellos ojos cargados de misterio.
—Al contrario de vuestro pueblo, la
guerra para nosotros es un mal necesario —respondió con honestidad.
El líder de la Guardia Sagrada dio
un respingo y apretó los labios.
—Para nuestra nación el conflicto es
un arte que nos llevó a la grandeza —aseguró con resquemor.
—Y os arrastró a la destrucción
también. —Tiberio parpadeó y se maldijo a sí mismo por haber hablado de aquella
manera. Después de todo, los kerhanni le habían apoyado sin esperar nada a
cambio.
Ad-Jedimm le sostuvo la mirada con
dureza, pero nada en su expresión parecía haberse alterado.
—Disculpadme —confesó Tiberio con resignación—.
No soy quién para hablar así de vuestras tradiciones.
El maestre se irguió y las piedras
preciosas que adornaban el caftán cobraron vida en una orgía de destellos
multicolores.
—No tenéis que disculparos,
extranjero. —Había resentimiento en el tono del kerhanni—. Mañana veréis con
vuestros propios ojos cómo lucha la Guardia
Sagrada. —El maestre abandonó el inmenso salón dejando el eco
de sus pasos como único testigo de su presencia.
Tiberio de Arruan cerró el broche de
la capa y se sintió más solo que nunca en aquel espeluznante lugar.
CUATRO
JACQUES DE VERK EXPERIMENTÓ UNA PUNZADA en la boca del estómago al
constatar la dimensión de la fuerza enemiga. Los bárbaros se desplegaban en la
embocadura de la llanura en medio de gritos y cánticos que el viento arrastraba
hasta su posición. Volvió la vista hacia el resto de sus compañeros y sospechó
que eran víctimas de la misma aprensión que le arrebata el aliento.
El miedo y la resolución luchaban
por partes iguales en la expresión de Vendakam. El sureño sería su compañero en
el ala derecha, mientras Tiberio y Muñiz comandarían el ala izquierda. Su
misión consistiría en enfrentar a la caballería darusiana y proteger el flanco
de los kerhanni, los cuales lanzarían sus monturas acorazadas en contra del
grueso de los rebeldes.
La mesnada de Tiberio no envidiaba la
labor de la Guardia Sagrada.
Los cuatro mil jinetes al mando de Ad-Jedimm intentarían romper la nutrida
formación de infantería deménida que comenzaba a desplazarse a través de la explanada
como una plaga de langostas. Los yelmos de bronce y las armas de los vándalos
arrojaban destellos al ser acariciadas por el sol que se alzaba en el
firmamento, testigo mudo de la contienda que se desataría a continuación.
Tiberio desmontó y plantó la rodilla
en la hierba mientras ofrecía una plegaría al señor de la guerra. Algunos
siguieron su ejemplo, aunque la mayoría apenas podía despegar la vista de la inabarcable
masa de invasores.
Jacques miró a los miembros de la Guardia Sagrada que
ocupaban el centro de la formación. Se sorprendió al captar la resolución que
ardía en la mirada de aquellos altivos guerreros. Los años de constante
entrenamiento los habían convertido en soberbios asesinos, dignos herederos de
la nación que alguna vez había dominado aquella tierra con puño de acero.
El silencio que inundaba la línea se
deshizo bajo los acordes de los cuernos que hacían eco en los muros de la
fortaleza. Una nube de polvo se alzó en el sendero mientras los colores de
Korghan ondeaban al viento y la cota dorada del maestre Ad-Jedimm sobresalía
por encima de las corazas de plata de su escolta personal. Un clamor cobró vida
entre los acólitos del señor de la venganza mientras golpeaban las espadas
contra sus escudos. El caudillo kerhanni, ataviado con panoplia completa,
recorrió la línea saludando a sus hombres como si se tratase de sus propios
hijos.
Se detuvo unos instantes en el
flanco derecho e intercambió unas palabras con Tiberio de Arruan. Ambos líderes
sellaron su alianza con un apretón de manos que despertó la admiración entre la
tropa.
Entonces, los retazos de gritos y
lamentos provenientes de la llanura les obligaron a volver la atención hacia
los primeros focos del combate. Los arqueros, ocultos en el bosque desde la
noche anterior, habían comenzado a castigar la compacta formación deménida.
Algunos jinetes darusianos enfilaban hacia la floresta en medio de aullidos
salvajes.
—¡Qué estamos esperando! —rugió
Ad-Jedimm, levantando la cimitarra y encarando a la tropa —¿Permitiréis que los
salvajes aniquilen a vuestros aliados?
Un coro de voces indignadas fue su
respuesta.
Los ojos del maestre refulgieron con
furia bajo el yelmo. Señaló a la turba barbárica y, sin mirar atrás, descendió
al trote la colina que le separaba de la explanada. Los kerhanni le siguieron
al tiempo que recitaba una plegaria que caló hondo en el corazón de sus aliados:
“Oh Korghan, vuestras plegarias de
venganza
arden
en mi carne y avivan la flama que late en
mi
pecho.
Guiad
mi mano en el combate y permitid que
enfrente
la victoria o la muerte con la cabeza en
alto
y una sonrisa fiera.”
Hipnotizado por aquellos cánticos,
Jacques de Verk se dejó arrastrar por la fuerza primigenia que latía en su
corazón. Hundió los talones en los ijares de la yegua y se entregó a la
voluntad de los dioses, al tiempo que sus ojos buscaban con aprensión la línea
enemiga en medio de una nube de polvo. El suelo temblaba bajo el peso de las
cabalgaduras acorazadas de la Guardia
Sagrada. La polvareda nubló su visión y el peso de la cota
amenazaba con quebrarle la espalda, pero un júbilo demencial se había apoderado
de sus sentidos y no le abandonaría hasta caer o salir victorioso.
Los darusianos dieron media vuelta
para hacerle frente a la nueva amenaza. A pesar de carecer de cotas o
armaduras, arremetieron con el irreflexivo coraje propio de los primitivos,
coreando sus gritos de guerra.
En flanco derecho, desde los
linderos del bosque, los exilados de Xe-Urtar cobraban su venganza mientras continuaban
sembrando la muerte con una letal lluvia de saetas. Los deménidas se apretaban
bajo sus escudos de madera y piel, pero era tal su cantidad que era casi
imposible fallar el blanco entre aquel hormiguero humano. Los chamanes y los
caudillos se movían de un lado para otro, señalando con desdén la nube de polvo
que devoraba estadios y se acercaba con celeridad.
Mientras aquello ocurría, Tiberio y
los suyos chocaban contra los primeros escuadrones darusianos. Los gritos se
entremezclaban con el restallar de los aceros y los relinchos de las bestias,
en medio de una cacofonía espantosa. El hedor de la sangre se alzó como un tufo
dañino en medio de aquella salvaje refriega.
En el ala izquierda, Jacques y su
turma apenas pudieron reaccionar ante el ímpetu de los bárbaros. Las flechas
alcanzaron al portaestandarte, y de Verk tuvo que saltar por encima de la
cabalgadura que se derrumbaba enfrente de él. Desenvainó con premura, y pegó
los muslos a la silla al tiempo que tomaba impulso y rajaba el rostro del primer
rival que le hacía frente. El darusiano cayó del caballo y fue arrollado por
los jinetes que seguían al guerrero. Una lanza surgió del caos y se hundió en
el pecho de Vendakam.
Jacques se estremeció al ver caer a
su segundo. El sureño se revolvió con las vísceras regándose a su alrededor. Sin
embargo aquello duró tan sólo unos instantes, el caos de la refriega y la
polvareda tiñeron aquellas escena con un aire de irrealidad. El hedor de la
muerte invadió los pulmones de Jacques y despertó sus impulsos más primitivos.
Ahora la lucha era personal y cada hombre libraba su propia gesta.
El guerrero de Othar desvió un golpe
de hacha con el escudo y cercenó una mano que intentó desmontarle. El caballo
se encabritó y hundió el cráneo de otro bárbaro que se atravesaba en su camino.
Todo era confusión, sangre y muerte. Los cuerpos de los guerreros se
amontonaban sobre las monturas y la locura reinaba por doquier, pero los
hombres de Tiberio lograron imponerse gracias a la ventaja que les otorgaban
sus yelmos de bronce y cotas de malla.
Jacques, agotado y cubierto de
sangre de pies a cabeza, continuaba acosando a los supervivientes. Las escenas
de horror vividas durante los días anteriores eran el combustible que
alimentaba su sed de venganza.
Un darusiano se volvió para hacerle
frente. Era apenas un muchacho, pero en sus ojos ardía la crueldad de su raza.
Desvió el golpe de la espada del jinete, pero resbaló sobre los intestinos de
un caballo destrozado. De Verk no tuvo misericordia, lanzó un tajo que le abrió
hasta el esternón y un placer demencial refulgió en su rostro salpicado de
sangre y sesos.
Un clamor desgarrador inundó la
llanura cuando la Guardia
Sagrada reventó la barrera de carne y acero conformada por
los deménidas, con la fuerza de un huracán. Cientos cayeron o fueron aplastados
por aquellos diestros jinetes. Los kerhanni aprovecharon el peso de sus
monturas y penetraron las defensas, dejando tras de sí una estela de muerte y
espanto.
El maestre encabezaba aquella
pavorosa carga seguido de sus oficiales de confianza. Las inmaculadas cotas de
los acólitos de Korghan se opacaron con la sangre y las entrañas de sus
enemigos, mientras las monturas hundían las pezuñas en pozos de sangre oscura y
cuerpos mutilados.
El estandarte de la guardia flameaba
orgulloso por encima de la turba enloquecida que trataba de reagruparse para
detener aquella carnicería. Los jinetes acorazados se abrían paso a punta de
espada y lanzas largas, a la vez que los salvajes contraatacaban como hienas
acorraladas.
El portaestandarte fue alcanzado y
los jinetes cerraron filas alrededor del cuerpo sin vida para recuperar los
colores. En aquel embate cayeron varios caballeros, pero un grito victorioso
surgió de aquellos fieros guerreros cuando la enseña de Korghan flameó en medio
de la devastación.
El sonido del cuerno se alzó en aquel
caos y los jinetes de la guardia se replegaron para organizar un nuevo ataque.
Los bárbaros aullaron desafiantes y
elevaron sus macabras insignias con cabezas cercenadas, imaginando que habían
conseguido ahuyentar al enemigo. Animados por sus paladines, se lanzaron a la
carga arrollando a los heridos y moribundos que tuvieron el infortunio de
atravesarse en su camino.
Jacques contemplaba todo aquello con
admiración. La locura del combate ardía en su pecho y deseaba regresar a la lid
a toda costa. Respiraba con dificultad y apenas podía levantar el brazo que
sostenía el broquel, pero nunca se sentía más lleno de vida que cuando entraba
en combate.
Entonces volvió su atención hacia la
formación que se acercaba a todo galope. Los ojos de Tiberio de Arruan
resplandecían como fuegos fatuos bajo unos rasgos sucios y ensangrentados.
Tenía la cota desgarrada y un hilillo de sangre resbalaba por su frente. Sin
embargo la sonrisa fiera que le ofreció a sus subordinados aceleró el corazón
de Jacques.
—Vendakam ha caído —musitó el
guerrero con voz gangosa.
—¡Qué Othar lo tenga en su gloria! —balbuceó
el clérigo con ira y resignación. Hizo girar la montura y volvió la atención
hacia los kerhanni que formaban en la explanada. Al fondo, el viento arrastraba
la bravata de los bárbaros. Se amontonaban sobre la llanura sin orden ni
concierto.
—Desplegad la enseña de Othar sobre
vuestras lanzas —ordenó Tiberio, ajustándose el yelmo abollado—. Es hora de que
los bárbaros y los kerhanni sepan de qué estamos hechos.
Ad-Jedimm esbozó un gesto de
sorpresa al descubrir a los recién llegados cubriendo los flancos. Algunos
estaban heridos y otros apenas podían sostenerse en la silla, pero todos estaban
resueltos a continuar hasta el final.
El mismo maestre apenas podía
disimular la agonía en sus rasgos sudorosos. Un hacha deménida le había traspasado
la cota a la altura de las costillas.
Desenvainó la cimitarra cubierta de
sangre y señaló a la turba que se acercaba desafiante.
—¡Muerte o victoria! —aulló Tiberio
de Arruan dedicándole un gesto lobuno al caudillo kerhanni. Los orbes de
Ad-Jedimm recobraron la vitalidad antes de cargar sobre el enemigo.
Los jinetes avanzaron mil pasos
antes de cerrarse como una cuña sobre el centro de los salvajes. Las picas
enhiestas y la velocidad demencial de aquella carga consiguieron desbandar a
los pocos darusianos que aún continuaban en la refriega.
Algunos kerhanni fueron alcanzados
por una lluvia de saetas y lanzas, pero la mayoría consiguió cruzar indemne
aquel muro humano, dejando un pavoroso rastro de agonía a su paso.
Pegado a la silla y con el corazón
en la garganta, Jacques no dejó de repartir golpes a las sombras que se
cruzaban en su camino. En medio del caos y el desenfreno advirtió que aquella
enloquecida carga tenía un propósito definido.
Protegidos por una densa formación
de lanceros, los caudillos enemigos ocupaban el centro del avance. Los bárbaros
continuaban cayendo en cantidades pavorosas, pero al final su número terminará
por imponer al vencedor. Aquella descarnada verdad fue la que impulsó a los
kerhanni a llevar a cabo aquel desesperado ataque.
Ad-Jedimm se desvió hacia la derecha
y el anillo defensivo de los salvajes apenas pudo reaccionar. Mientras tanto,
Tiberio y su reducido séquito encaraban a los hacheros que reculaban para
defender a sus líderes.
Los filos destrozaban las cotas y partían
los espinazos de las monturas, pero la mesnada aguantó la posición, dando
muerte a todo aquel que estaba al alcance de sus picas y mandobles. Los
cadáveres se amontonaban y el hedor de la sangre y los excrementos apenas
permitía respirar.
Jacques luchaba como un infante más
después de haber perdido su caballo. Apenas podía sostener el escudo pero
soportaba como un león todo lo que se le echaba encima.
Vació las entrañas de un salvaje y
luego hundió la hoja en la garganta de un nuevo rival.
Tiberio y los demás cerraron el
círculo a pesar de las graves perdidas.
Entonces un aullido triunfal surgió
a sus espaldas.
Los kerhanni habían dado cuenta de
la escolta de los chamanes y ahora se cebaban sobre los instigadores de aquella
cruenta guerra.
Algunos gritaban y lanzaban
maldiciones antes de ser decapitados o abiertos en canal por los implacables
acólitos de Korghan. Otros luchaban con denuedo y morían con el orgullo
reflejado en sus rostros primitivos.
Tiberio dio un respingo al ver cómo
el mismo Ad-Jedimm se sumergía en aquel nudo de hombres pintarrajeados, y les
destrozaba con el martillo de batalla, animado por el clamor de la tropa.
Aquello fue suficiente para
desbandar la acometida de los deménidas, una nación primitiva y supersticiosa
que temía más el poder de los brujos que a cualquier enemigo. Verles caer allí,
masacrados por aquellos demonios enfundados en acero, fue suficiente para
apaciguar cualquier deseo de conquista.
Ahora aquella masa abigarrada
luchaba por abandonar el valle y regresar a las fronteras que les ofrecían
protección.
En ese momento el combate se
transformó en una espeluznante masacre que duraría hasta el atardecer.
Miles de nativos cayeron bajo el
acoso de los arqueros y las incontables cargas de caballería orquestadas por
Tiberio y el maestre de la Guardia Sagrada.
Jacques vagaba entre los cuerpos sin
vida y los moribundos, rematando a los heridos con un hacha. Un deménida
ensangrentado se arrastraba con esfuerzo. Sus ojos salvajes taladraron al
hombre que se le echaba encima.
Jacques recordó a los muertos, los
niños y los ancianos que se pudrían en el camino tras la fatigosa retirada de
Xe-Urtar.
El bárbaro sonrió con desdén antes
de que Jacques le hundiera la hoja en medio de la cara. Un clamor en medio de
los cuerpos le anunció una nueva víctima.
El guerrero elevó el arma con
esfuerzo, aún había muchos que degustarían el sabor de su venganza.
******************************
Las piras ardieron por tres jornadas y se dice que la nube alcanzó las
mismas fronteras del imperio de Admelahar.
A pesar de la aplastante victoria,
el maestre de la Guardia
Sagrada nunca se recuperó de sus heridas. Falleció una cuenta
más tarde en medio de terribles sufrimientos, pero afirmando que jamás se
arrepentiría de haber participado en aquella batalla. Fue enterrado con honores
a las puertas de la fortaleza y su efigie se talló sobre la base de la montaña
que circundaba el fortín.
Tiberio de Arruan y su mesnada
continuaron protegiendo las fronteras civilizadas, y su leyenda se unió por
generaciones a las gestas que narraban la pavorosa batalla de las Puertas de
Ur´Jakat.
FIN.
Muy buena historia con otro gran personaje, Tiberio de Arruan, a la altura de Argoth o Flavius. La descripción del combate final es muy gráfica e impactante.
ResponderEliminar¡Sigue así, compañero!
Gracias Eihir, sabía que te iba a gustar. Tiberio de Arruan es sin duda un personaje fuerte e inspirador, que promete todavía muchas aventuras.
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