Publicado en Ragnarok No. 6
I
La furia de los vencidos
El sol no era más
que una esfera indiferente que flotaba en el firmamento. Un viento gélido se
colaba por los peñascos del altozano, aullando con fuerza a través de los bruscos
bordes de piedra. En la cima, un estandarte carmesí rugía al ser sacudido por
la corriente, imbatible, al igual que los hombres que se arremolinaban a su
alrededor. Eran apenas una treintena, los supervivientes de una centuria romana
enviada a explorar los alrededores de *Tigranocerta el día anterior. Nunca
imaginaron que se toparían con un destacamento armenio que se retiraba tras la
desastrosa derrota infligida por el *Cónsul Lucio Licinio Luculo. La furia de
aquellos hombres vencidos se evidenciaba por doquier en los cuerpos que
sembraban la colina. Su sed de revancha era colosal.
—¿Lo logrará? —inquirió uno
de los legionarios con voz rasposa.
Flavius tragó saliva y recordó la sed que le apretaba la garganta.
—Rogadle a los
dioses que así sea —replicó, sin apartar la vista de la figura que se deslizaba a través de
las rocas con sigilo. Era apenas un crío, pero eso le otorgaba algo de ventaja.
Su deber era alcanzar la ciudad sitiada y dar aviso de la precariedad de la
situación.
De manera instintiva, los ojos del legionario se desviaron hacia el cascajar
que se encontraba unos doscientos pasos a la derecha. Algo en su interior se
revolvió al notar el destello metálico que asomaba entre las rocas.
Un silbido mortal rompió el mutismo que les embarga. El muchacho
pareció quebrarse al sentir el impacto del proyectil clavándose sin piedad
entre los omoplatos.
Flavius apretó los puños e intercambió miradas sombrías con sus
compañeros. El cuerpo del joven aún se removía en estertores postreros.
Una luz demencial refulgió en las pupilas del guerrero. Los demás se
apartaron al reconocer aquel gesto tan familiar. Era la misma expresión que
llenaba su rostro antes de cada batalla.
—Alguien tiene
que acabar con ese bastardo —aseguró con dureza. Sus rasgos curtidos convertidos
en una máscara pétrea.
—Tened cuidado.
—Era
la voz de un sujeto de rostro enjuto, con una cicatriz que le cruzaba la
mejilla izquierda. Sonrió con amargura al advertir la espesa mirada de Flavius
Crasus.
—No depende de
mí —respondió el legionario con una mueca extraña—. Rogadle a la diosa
fortuna que pueda regresar de una sola pieza.
—Juro por Júpiter
que la suerte favorece a los locos —replicó el aludido, observando a su camarada
librarse de la pesada cota de malla y del yelmo.
—Volveré, Marco
—enfatizó
Flavius, asegurando el tahalí del gladio a su espalda. Revisó las correas que
sujetaban la daga al cinto y frunció los labios con satisfacción. Luego,
recorrió la línea de soldados agazapados, imaginando la manera de dar un extenso
rodeo para evitar el mismo sino del crío abatido. Al fondo, la imponente
estampa de los montes Taurus, bajo un lienzo nublado, era una interminable línea
de colinas azuladas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Pegado a las peñas,
el romano se arrastró como una serpiente sin apartar la vista del promontorio
que se insinuaba a su derecha. El viento comenzó a rugir con furia, colándose a
través de la túnica de lino como mil espadas afiladas. Los dedos entumecidos se
aferraron con fuerza al risco, sin darle importancia a las agudas aristas que le rasgaban las palmas.
Flavius aspiró hondo y examinó con cautela los alrededores. Se deslizó
sin hacer ruido, con la daga entre los dientes y el tahalí descansando sobre los
hombros. Intuía que el arquero aún continuaba en aquella posición, confiado en
que ningún enemigo se atrevería a levantar la cabeza después de haber acabado con
el muchacho. Guardó silencio por unos momentos, expectante. Sus músculos se
tensaron al escuchar un suave murmullo al otro lado de peñasco. Estiró la
cabeza y descubrió una oquedad en el muro de piedra. Sin pensarlo dos veces, se
dejó caer con la agilidad de un gato y se pegó a la pared. Un rumor de pasos le
aceleró el corazón en el pecho. Una figura asomó a través del saliente rocoso.
Flavius apenas notó la coraza de cuero que le ceñía el torso y el leve fulgor
de la placa de bronce que le protegía el pecho. Advertido por su instinto, el
hombre se volvió, como la gacela al sentir la presencia del león. No obstante
nada puedo hacer en contra de la furia del legionario. La punta de la daga mordió
con saña a través del resquicio del cuello, saciando su hambre en la palpitante
carótida del armenio. El líquido tibio empapó las manos y el rostro de Flavius.
El arquero cayó de rodillas, en medio de un gorgojeo pavoroso y tratando de
evitar con la mano derecha que la vida le abandonara a través de aquel tajo.
Sus ojos, llenos de terror, se fueron apagando lentamente, hasta que no era más
que un bulto inerte tendido sobre un charco oscuro. Flavius respiró el olor
dulzón y metálico de la sangre y una alegría primitiva despertó en su interior.
Retiró una faca enjoyada del cinto de su víctima y se dispuso a retornar a la
cúspide del altozano. De pronto, un sonido profundo y sostenido le heló la
sangre en las venas.
Los cuernos de los orientales anunciaban una nueva acometida.
Mientras esperaban
el inminente ataque, los gritos de la horda que ascendía la colina hicieron eco
en los oídos de los legionarios, aumentando la tensión que les carcomía. Buscando
alguna señal de su compañero, Marco Agripa recorría con ansiedad el paisaje
muerto y gris que les rodeaba. Respiró aliviado al advertir a la ágil figura
que se abría paso entre aquellos traicioneros peñascos. Un murmullo apagado
surgió de la línea al notar el arribo del veterano. Una espada como la de
Flavius siempre era bien recibida antes de un combate.
—¡Dadle algo de
agua! —rugió Marco. De inmediato un odre pasó de mano en mano hasta alcanzar
al recién llegado.
Flavius dejó rodar el líquido por la garganta y sintió como si la lava
de un volcán ardiera en su interior. Se limpió con el dorso de la mano y esbozó
un gesto sombrío.
—Les he visto —aseveró con
gravedad—. Son unos ochenta o cien, armados con picas, espadas y cotas
escamadas.
—*Catafractos
sin montura —reflexionó Agripa con un gesto que remarcaba la señal en su mejilla
izquierda—. Deben estar desesperados por acabar con nosotros.
Flavius esbozó una mueca siniestra y se irguió con dificultad.
—¿Y no lo
estaríais vos? —inquirió con un suspiro—.Vamos, no hay que hacer esperar al barquero —sonrió desafiante,
intentando limpiar la sangre que le impregnaba las manos con un poco de arena.
Los armenios,
ataviados con pesadas cotas escamadas, fueron recibidos por una lluvia de
saetas y lanzas arrojadizas. La primera línea se deshizo ante la ferocidad de
la defensa y la dura pendiente del
cerro. Algunos intentaron recomponer la formación, esperanzados en poder
arrollar a los pocos romanos que aún quedaban con vida, pero se vieron
sorprendidos por la inesperada carga que surgió del roquedal en su flanco
izquierdo. Dos tercios de la mermada fuerza republicana se abalanzaron sobre
ellos como una manada de lobos rabiosos. Los orientales apenas tuvieron tiempo
de encararlos. Sin embargo el daño estaba hecho. El acero romano se abrió paso
entre las apretadas filas de hombres, cercenando miembros y vaciando entrañas.
Los gritos de agonía se entremezclaban con el restallar de las hojas y el
crujir de los escudos al chocar.
Flavius, en medio de aquella refriega, hendía almetes y golpeaba sin
piedad los cuerpos embutidos en hierro que le hacían frente, buscando cualquier
resquicio para hundir la venenosa hoja. Una emoción oscura guiaba sus acciones,
cortando cualquier vestigio de humanidad. En aquellos momentos se convertía en
una máquina implacable. Una lanza le rasgó el costado derecho, se volvió con un
revés, y sumergió la punta enrojecida en un rostro barbado. Un chillido
espeluznante emanó de aquella faz destrozada antes de desmoronarse a sus pies.
Desvió un hachazo con el broquel y barrió la rodilla de su atacante por encima
de las grebas. El armenio cayó para ser rematado por un tajo que le cercenó la
cabeza. A pesar de las bajas, los legionarios seguían abriéndose paso a través
de aquella muralla de carne palpitante que comenzaba a perder la cohesión. Los
gritos guturales de sus enemigos daban cuenta del encono de la carga romana. De
pronto, un dolor sordo estalló en la cabeza del legionario. Sus ojos se
nublaron con una bruma rojiza al tiempo que las piernas se le deshacían como
hilos de paja. Se desplomó y el sabor acre de la arena le llenó los labios.
Intentó moverse, consciente de que la muerte le respiraba ansiosa sobre la
nuca, pero aquel cuerpo entumecido se negaba a responder. Impotente, volvió la
vista para encarar con dignidad a su verdugo.
Un enorme bárbaro se alzaba sobre él. Cubierto con una cota
ensangrentada y un yelmo cónico, sonreía enloquecido mientras izaba una maza de
bronce para asestar el golpe final.
Flavius contuvo la respiración y le desafió con la mirada.
De repente, los ojos del armenio se salieron de sus órbitas a la vez
que una lanza le desgarraba la axila,
ensartándole como a un cerdo. La vida se apagó en aquel semblante demencial y
el cadáver se hundió como un árbol recién talado.
En medio de la bruma que acosaba sus sentidos, Flavius creyó ver a Marco
Agripa arrastrándole fuera de aquel caos de muerte, gritos y desolación.
II
Las ruinas
El despertar de
Flavius fue un doloroso palpitar que amenazaba con hacerle explotar el cerebro.
Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la suave penumbra que le rodeaba. Sombras
etéreas y confusas se deslizaban a su alrededor, repitiendo fragmentos
inconexos que no podía comprender.
De repente sus labios se empaparon con un líquido tibio que le calentó
los músculos entumecidos. Se estremeció al notar los seres de pesadilla que le
contemplaban desde las paredes. Frescos desconchados con figuras inquietantes
que le aceleraron el corazón. Se trataba de leones alados con rostro humano. A
pesar del paso del tiempo, algunos conservaban los vivos colores que alguna vez
engalanaron aquel desconcertante lugar.
—Dónde estamos…—La voz pastosa
que brotó de su garganta retumbó en los muros. El rostro cicatrizado de Marco
Agripa le examinaba desde un rincón. El reflejo de las antorchas le otorgaba un
aura de irrealidad.
—Tenéis suerte
de estar vivo —aseguró el legionario sin demostrar ninguna emoción—. Si no
hubiese intervenido, estaríais rumbo al reino de Hades.
Flavius no dijo nada, comprendía lo cerca que había estado de perecer
aquel día.
—Os debo la
vida, Marco —reflexionó después de unos instantes de incómodo silencio.
El aludido dibujó una amarga sonrisa y se acercó a su compañero con una
orza rebosante de orujo.
—Bueno, al
menos os he pagado algo de lo que os debo —replicó, tomando la
cabeza de su camarada y vertiendo con cuidado el vino sobre sus labios.
Flavius bebió con alivio, sintiendo cómo las fuerzas retornaban a su
maltrecha humanidad. Apartó el cuenco y sintió un latigazo de dolor en la base
del cuello.
—Tenéis la
cabeza tan dura como una roca —rió Marco—. A pesar de portar un yelmo, cualquiera hubiese
sucumbido ante un golpe como el que recibisteis.
Flavius se pasó la mano por el lino mugriento que le cubría la testa.
Un leve palpitar en la parte superior del cráneo no dejaba de atormentarle.
—La diosa
fortuna me ha favorecido de nuevo —murmuró con devoción.
—Pero al
parecer olvidó a todos los demás —remarcó su compañero compungido.
Flavius se estremeció al recordar lo acontecido en la colina. En aquel
momento, le parecía que todo aquello formaba parte de una pesadilla distante
ocurrida en otro tiempo y lugar.
—¿Qué ha
sucedido? —preguntó con inquietud—.Tan sólo recuerdo fragmentos confusos antes de
perder el conocimiento.
Su camarada le contempló en silencio, pensativo, aunque la expresión
plasmada en su rostro no prometía nada bueno. Bebió un poco de aquel caldo y se
aclaró la garganta.
—Los rechazamos
con las uñas —explicó con un suspiro—. Cargamos con todo después de que vosotros destrozasteis
su flanco. No obstante lucharon como bestias acorraladas y perdimos la mitad de
nuestras fuerzas. Prefirieron morir antes que retroceder.
Flavius respiró despacio, tratando de asimilar aquel debacle. De los
cien hombres que habían abandonado *Tigranocerta el día anterior, quedaba menos
de una veintena. Ningún tribuno o
centurión había sobrevivido a la furia de los vencidos.
—Encendimos
varias hogueras —continuó su compañero con aire taciturno—, conscientes de que
no atacarían esa noche.
—Los ojos le brillaban de manera extraña mientras el
relato fluía entre sus labios—. Uno de los batidores se topó con un sendero perdido
entre las rocas, y decidimos que era el momento de abandonar aquella amarga
posición.
Flavius, ávido por conocer cada detalle, le contemplaba sin decir
palabra.
Marco se pasó la mano por la melena y aspiró el aire cargado que
flotaba en aquel lugar.
—Luego dejamos
los cuerpos de algunos camaradas cerca de aquellas piras, para que los bárbaros
que vigilaban desde la base del cerro no se percataran de la fuga. Los
aseguramos con lanzas para que permanecieran erguidos como atentos centinelas. —Una sombra de
vergüenza asomó en los ojos de Marco al decir aquello. No era costumbre romana
abandonar a sus muertos para que fueran pasto de las alimañas. No obstante
aquella treta había conseguido salvar a los que aún continuaban con vida.
—No había
opción, amigo mío —le interrumpió Flavius al advertir el tormento que le aquejaba—. Los dioses
lo comprenderán.
El legionario asintió con resignación y prosiguió relatando lo
acontecido
—Nos adentramos
por un sendero estrecho que cruzaba detrás de la montaña. Un camino oscuro y
empinado que nos arrastró hasta estas ruinas abandonadas —concluyó, extendiendo
los brazos y señalando el entorno que les rodeaba.
Flavius consiguió apoyar la espalda sobre la pared y observar con
detenimiento aquella planta cuadrada poblada de columnas labradas. El pulso de
las teas que pendían de los muros le dotaba de un aire lúgubre y tenso. En
algunos lugares el domo había cedido, permitiendo que la densa oscuridad de la
noche sin luna se fundiera con la débil penumbra que latía alrededor.
—¿Qué es este
lugar? —inquirió, fijando la vista en la estatua de un león alado que se
insinuaba en un estrecho nicho a un costado del salón.
—Si no me
equivoco —reflexionó Marco—, se trata de un templo persa.
Flavius le miró con curiosidad. Él era un simple soldado sin otro
conocimiento que el manejo del acero y las tácticas de combate. No obstante
siempre sospechó que Marco Agripa no era un simple campesino. Sus modales y su forma de hablar daban a entender
que provenía de noble cuna. Aunque Flavius no lograba comprender qué podría
hacer un hombre como aquel mezclado con rudos legionarios salidos de las
cloacas de Roma.
—No me miréis
de esa manera —exclamó su compañero al notar el desconcierto de Flavius—. En mi
juventud tuve la fortuna de tener una buena educación. —Sus ojos se nublaron
con una melancolía que duró tan sólo unos instantes—. Bueno, lo importante
es que este lugar es un buen refugio para pasar la noche. Los viejos dioses han
muerto bajo el peso de los nuevos conquistadores. Ahora este santuario no es
más que una remembranza de una era olvidada.
Miró a Flavius con intensidad y esbozó una débil sonrisa que, bajo el
destello de las teas, pareció ensanchar el surco de la mejilla.
—Ahora
necesitamos descansar —murmuró con un deje taciturno.
Ambos hombres
despertaron aturdidos por el estruendo. De manera instintiva echaron mano a sus
espadas e intercambiaron miradas de incertidumbre, mientras el sitio cobraba
vida en torno a ellos. El eco de las voces de sus compañeros retumbaba con
apremio entre aquellos muros centenarios.
Un olor mohoso llenó los pulmones de Flavius. Una nube de polvo infectó
el lugar, flotando a través de la escasa luz que emanaba de las teas, como unos
dedos fantasmales que intentaran atraparlos.
—¿Qué ha
sucedido? —inquirió Marco con inquietud. Los nudillos apretados sobre el pomo de
su gladio.
Flavius Crasus rezongó al erguirse, recordando con dolor el tajo que le
rasgaba el costado derecho. Agradeció a los dioses que el golpe en la cabeza no
era más que un sordo latido en el fondo de su cerebro.
Con prudencia alcanzaron el centro del recinto. De allí parecían
provenir las voces de la tropa.
No mas llegar, descubrieron con horror que uno de los muros se había
venido abajo. Al otro lado, se observaban las teas palpitantes de los hombres
que se internaban en aquel lugar, en medio de un cúmulo de polvo producido por
los escombros.
—Parece que hay
otra sala más allá de esa pared —comentó Marco con inquietud, fascinado con la boca
de lobo que se abría enfrente de ellos.
—¡Aquí!
¡Ayudadme! —La voz cargada de desesperación retumbó en todo el recinto. Varios
hombres se adentraron en aquel pasillo en auxilio de sus compañeros.
Momentos después, el cuerpo polvoriento de un legionario emergía de
aquel caos, cargado en hombros.
Lo posaron con cuidado sobre el firme, aunque las heridas que se
insinuaban en su vientre y rostro no auguraban nada bueno.
—Está muerto… —murmuró uno de
los soldados con frustración. Los demás
contemplaban el cadáver con una mezcla de sorpresa y enojo.
—Al parecer se apoyó
sobre la pared y ésta se vino abajo —reflexionó Flavius, acercándose con precaución a
la tapia derruida. —Soltó un bufido y recorrió los rostros tiznados que le rodeaban—. Salir ileso
de la batalla para perecer de una manera tan estúpida —concluyó con frustración.
De repente, un rostro sucio y demacrado surgió como una aparición
espectral desde el interior de aquel pasaje.
—Debéis ver esto
—exclamó
el recién llegado, con los ojos abiertos de par en par y una profunda turbación
en su semblante
Los romanos intercambiaron miradas de asombro antes de poner pie en
aquel lugar y seguirle los pasos.
Se adentraron en aquel estrecho pasaje tras la estela palpitante de las
antorchas. El hedor mohoso y decadente se pegaba al paladar de Flavius,
aumentado el malestar que le aquejaba. Una oquedad apareció enfrente de ellos. Al
ingresar a través del claustrofóbico umbral, se toparon con una habitación de
planta circular. Marco Agripa soltó un bufido al admirar los frescos que
plagaban los muros. Se trataba de las mismas figuras aladas con cuerpo de león
y rostro humanoide que habían visto antes, pero en mejor estado de
conservación. Los colores cristalizados parecían latir con vida propia. Sin
embargo los ojos de la tropa estaban más interesados en los tres misteriosos
arcones que se amontonaban en un rincón.
Uno de los legionarios se aproximó con cautela y los examinó con
detenimiento. Soltó un gruñido de desaprobación y luego fijó la atención en los rostros que le miraban con recelo y
curiosidad.
—No lo sé —musitó con el
grave acento de Campania—, es mejor no perturbar los secretos de los antiguos dioses, podría
traer mala suerte.
Un murmullo surgió de los hombres apretujados en derredor. El miedo
podía palparse en el ambiente.
—¡Dejaos de
tonterías, Prisco! —rugió un sujeto de cabeza pequeña y ojos impíos, llamado Claudio
Atistio—. Por alguna razón esos cofres están escondidos en este maldito lugar.
De un empellón le arrebató la tea a su compañero y acarició con ardor
el borde rugoso del baúl. Extrajo la daga del cinto y reventó el pestillo de
bronce con un golpe seco.
La madera soltó un lamento al abrirse después de tantas centurias, y
los romanos aguantaron el aliento al advertir su maravilloso contenido.
III
El oro de Darío
Una mueca demencial
se dibujó en el semblante de Claudio Atistio al sumergir los dedos en las
monedas que refulgían bajo el pulsante resplandor de las teas. Los hombres enloquecieron
y se precipitaron sobre los arcones restantes, haciendo caso omiso del temor
que les consumía hacia tan sólo unos instantes. La locura de la codicia palpitaba
descontrolada en sus miradas. Reventaron las cerraduras y rompieron en júbilo
al descubrir una riqueza con la que apenas podían soñar.
Incluso Flavius se vio atrapado en aquel frenesí de avaricia. Se abrió
paso entre los legionarios y tomó una de aquellas monedas de oro entre sus
dedos. Atónito, examinó los bordes irregulares y la figura labrada sobre el
metal.
—Por todos los
dioses de Roma… —murmuró, tratando de controlar el torrente de adrenalina que amenazaba
con hacerle estallar el corazón.
—No puedo
creerlo —exclamó Marco Agripa, arrodillado a su izquierda— son *dáricos de oro.
Flavius se volvió con el ceño fruncido, los ojos inyectados con un
brillo extraño.
—¿*Dáricos? —preguntó con
curiosidad.
Marco sonrió con benevolencia y palmeó el hombro de su compañero.
—Si, camarada —replicó—, este tesoro
que veis aquí tiene más de trescientos años. —Su rostro adquirió un
cariz enigmático, que le hizo recordar a Flavius los viejos tutores que solía
ver en las calles de Roma—. Estas monedas pertenecieron a Darío III, el último rey de Persia.
El legionario arrugó la nariz y le miró con suspicacia
—¿Y cómo podéis
estar tan seguro de ello?
—inquirió en tono desafiante.
Marco respiró hondo y perdió la vista en el contenido del cofre antes
de contestar
—Es la única
explicación plausible para este hallazgo —explicó con calma—. En su huida de las
tropas de Alejandro, los persas debieron esconder sus tesoros en lugares
alejados como éste, confiados en que después de derrotar a los macedonios
podrían recobrarlos.
—¿Habláis de
Alejandro el Grande? —le interrogó Flavius con interés.
—El mismo —confesó Marco
en tono melancólico, recordando los agradables días de su infancia, cuando la
vida prometía cosas muy diferentes a vagar por el mundo matando en nombre de
Roma—. Veo que no estáis tan perdido como imaginaba.
Flavius agitó la cabeza y volvió la vista hacia la fabulosa fortuna que
refulgía en los cofres.
Después de sacar
los arcones de su oscura tumba, los legionarios los amontonaron en el centro
del templo. El oro resplandecía bajo la tenue penumbra, obnubilando las mentes
de los hombres que se arremolinaban en torno a ellos.
—Hay al menos cinco
Talentos —exclamó Marco acariciándose la barbilla. El destello dorado del metal
se reflejaba en sus orbes oscuros con intensidad—. Creo que cada uno de
vosotros podría vivir de manera holgada con su parte.
—¡Somos ricos! —vociferó
Claudio Atistio con una carcajada—. ¡Nos revolcaremos en vino de Falerno y
vestiremos túnicas púrpura!
El milenario santuario se vio estremecido por las risas de los
guerreros.
Flavius, sentado sobre una escalinata, escuchaba todo aquello con
preocupación. No desdeñaba su parte del botín, pero a diferencia de los demás,
el oro no había alejado de su mente el peligro en el que se encontraban.
—¡Gastaré mi
parte en putas y en una mansión en el Palatino! —se jactó otro de
ellos, palmeando la espalda de Claudio Atistio y reventando en una risotada.
—Primero
deberéis salir con vida de aquí. —El duro comentario de Flavius cayó sobre ellos
como una maldición. Incluso Marco Agripa se vio sorprendido por la reacción de
su viejo amigo.
Claudio Atistio se irguió y acalló los comentarios que susurraban sus
compañeros.
—¿Pensáis
matarnos y quedaros con esta fortuna? —exclamó con desdén, fulminando a Flavius con una mueca
poco amigable.
El legionario recorrió los rostros que le contemplaban y sacudió la
cabeza lentamente.
—Al parecer la
codicia ha conseguido nublar vuestro sentido común, Claudio Atistio —replicó con dureza—. ¿Cómo vais a
arrastrar esos condenados cofres con los armenios pisando vuestros talones?
Los legionarios intercambiaron miradas intranquilas. Las palabras de su
compañero les devolvía a la terrible realidad que les abrumaba.
Claudio Atistio soltó un bufido y escupió a los pies de Flavius con
desprecio.
—¿¡Pretendéis
que escapemos como ratas asustadas y abandonemos esta fortuna!? —exclamó
indignado. Recorrió aquellos mudos semblantes con ojos encendidos—. No Crasus,
los tribunos y los centuriones han muerto, y no sois nadie para darnos órdenes.
Un coro de asentimiento llenó el salón. Flavius apretó los labios,
consciente de que no podría derrota la
avaricia que infectaba los corazones de aquellos sujetos.
—No estoy
diciendo que abandonéis el botín —replicó, respirando con fuerza—, tan sólo os
pido que toméis lo que podáis cargar y nos marchemos de aquí al amanecer.
—¡Migajas! —protestó
Atistio, su cuello de toro enrojecido—.
¿Pretendéis que nos conformemos con las sobras y dejemos atrás el
banquete?
Flavius estaba comenzando a impacientarse con aquel individuo. La
cabeza le latía dolorosamente y el tosco rostro del legionario, iluminado por
el vibrante fulgor de las teas, se asemejaba a las figuras demoníacas plasmadas
en las paredes.
Claudio se volvió hacia sus compañeros y aferró un montón de monedas
entre sus gruesos dedos.
—¡Mirad! —vociferó,
permitiendo que las piezas resbalaran de sus manos y producieran un sonoro
tintineo al retornar al cofre—. La paga que recibiréis en la legión por
arriesgar vuestro pellejo año tras año, no alcanzaría ni la décima parte de
este puñado de oro.
Flavius no replicó, por desgracia su rival hablaba con la verdad.
Encaró al resto de la tropa y percibió el rechazo en aquellos rasgos demacrados
y pálidos. Venderían a sus propias madres por un poco de aquel oro.
—Creo que
Flavius tiene razón. —La voz de Marco resonó en las paredes, atrayendo la atención de
todos.
El legionario avanzó hasta el centro del recinto y posó la mano sobre
el hombro de su camarada. Éste se limitó a asentir con aspereza.
—En el
hipotético caso de que consiguierais salir con vida de esta ratonera —continuó Marco—, ¿Qué pensáis
que harían Lucio Licinio Luculo y sus oficiales al enterarse?
Un silencio sepulcral invadió la sala. Los hombres intercambiaban
miradas incómodas.
—Creo que la
respuesta sobra, caballeros —sonrió Marco con amargura—. Lo reclamarían en
nombre de vuestro glorioso senado y luego se lo repartirían entre ellos como
cucarachas hambrientas. Creedme, conozco la avaricia de los patricios. —Su voz se
quebró al decir aquello.
Claudio Atistio se irguió furioso y comenzó a caminar de un lado para
otro con las manos en la espalda. Se volvió hacia Marco y lo fulminó con la
mirada.
—¡Patrañas, Agripa! —espetó airado—. No tienen
por qué saberlo, lo sabremos ocultar.
El aludido sonrió y agitó la cabeza con tristeza.
—Buena suerte,
entonces —apostilló con ironía—. Una patrulla regresando a Tigranocerta con tres
pesados baúles será difícil de pasar por alto. Sois realmente estúpidos si
pensáis que saldréis airosos de esto.
Los toscos rasgos de Claudio se congestionaron y sus ojos se
convirtieron en dos estrechas rendijas.
Siempre había visto a Marco Agripa como a un extraño, un intruso salido de un
mundo de mármol y riqueza que siempre había anhelado. Y ahora aquel sujeto
engreído pretendía que dejaran atrás la fortuna que le había sido esquiva
durante toda su miserable existencia.
—¡Maldito
bastardo! —gruñó fuera de sí—. Siempre os habéis creído mejor que nosotros. —El legionario saltó
como un lince y aferró el cuello de Marco con sus manos de hierro. Ambos
hombres rodaron sobre los baúles, vaciando su contenido sobre el firme.
El resto de la tropa se arremolinó en derredor, sin saber qué hacer.
Marco consiguió librarse del mortal abrazo, propinándole un rodillazo
en la entrepierna a su furioso contrincante. Claudio le devolvió el golpe, pero
Marco contraatacó con la diestra, alcanzándole en la barbilla. El hombretón
rodó hacia el lado contrario y echó mano a la daga que pendía del cinto. Una
furia ciega danzaba en su rostro congestionado.
Su contrincante fintó el primer golpe, pero arrinconado contra una
gruesa columna, comprendió que no podría evadir la hoja asesina. Claudio
Atistio sonrió con impiedad, dispuesto a acabar de una vez por todas con aquel
cerdo engreído. De repente una mano helada le recorrió la espina dorsal al
sentir el filo de una hoja lamiendo su garganta.
—Soltadla. —La grave voz
de Flavius le daba a entender que no dudaría en rasgarle el gaznate si no
seguía aquella indicación.
Claudio dibujó un gesto extraño y dejó caer el arma. El eco del metal al
estrellarse contra el adoquinado retumbó
como un trueno en medio de aquel sobrecogedor silencio.
—¿Qué haréis Crasus…
matarme? —le desafió con un gesto altivo.
Los dedos del legionario apretaron la empuñadura con vigor. Bastaría un
leve movimiento de muñeca para deshacerse de aquel pendenciero.
No obstante, Flavius respiró con fuerza y liberó al cautivo de un
empellón.
—No sois mi
enemigo, Claudio Atistio —aseguró con sequedad—. Además, necesitamos todas las espadas
disponibles para salir de este brete de una sola pieza.
El legionario se irguió y sus ojos, encendidos como brasas infernales,
se posaron sobre el rostro de Flavius. Se disponía a replicar, cuando unos
pasos apresurados hicieron eco sobre el firme.
Un soldado sudoroso se detuvo en el centro del salón. El horror asomaba
en su tez cenicienta.
—¡Los armenios…
vienen los armenios! —farfulló con desesperación.
IV
Cuerpo a cuerpo
La codicia que
refulgía en los ojos de los romanos se vio reemplazada por el temor y la
incertidumbre. Atónitos, no podían comprender cómo habían pasado de la gloria
al abismo en tan sólo un instante. Los sueños de riqueza se vieron rebosados
por el atávico deseo de supervivencia. Aferraron sus armas, aseguraron los
yelmos y corrieron a tomar posiciones cerca del umbral, conscientes de que allí
podrían aguantar la embestida enemiga.
Los armenios se esparcían
sobre la colina que dominaba aquel estrecho valle. Algunos portaban arneses
escamados, pero la mayoría se protegía con petos de cuero endurecido y almetes
cónicos. Flavius Crasus centró la atención en el hombre que los guiaba. Un
sujeto ataviado con un arnés dorado y un yelmo labrado, con orejeras y nasal,
rematado en una aguda púa. Desde su posición podía ver cómo repartía órdenes a
diestra y siniestra.
—Es su líder —dijo,
señalando lo alto del cerro. El alazán del caudillo se removía con inquietud
enfrente de la nutrida tropa amontonada a su alrededor, bajo la luz de decenas
de antorchas.
Los grises orbes del romano ardieron con una emoción oscura.
—¿En qué pensáis? —le interrogó
Marco con preocupación, sin apartar la vista de la numerosa fuerza enemiga.
El legionario dibujó un gesto frío que acentuó sus pétreos rasgos.
—En la única
manera de poder salir de esta condenada tumba —aseguró con firmeza,
acariciando el pomo de su hoja—. No tardarán en caer sobre nosotros aprovechando
las tinieblas.
—Esta vez no
habrá escapatoria —reflexionó su compañero con un gesto sombrío—. Son demasiados.
Flavius posó la mano sobre el hombro de su camarada. Una débil sonrisa
le suavizó las facciones, a pesar de la dureza en su mirada.
—Confiad en mi,
aún hay una leve esperanza —dijo con una convicción que consiguió apartar la
inquietud que apretaba el pecho de Marco—. Pero os necesito aquí —prosiguió, mirando a
Claudio Atistio de soslayo—. Debéis mantenerlos en las puertas para que
resistan la primera embestida. De lo contrario todo estará perdido.
Marco Agripa respiró hondo y apretó el antebrazo de su compañero con
inusitado fervor.
—Mantendremos
la línea, no os preocupéis —replicó con franqueza. Al fondo, decenas de teas
parpadeaban sobre el collado, presagiando el ataque armenio.
—Qué Belona y
Júpiter os protejan —exclamó Flavius con determinación. Luego se dio media vuelta y
desapareció en la oscuridad de la noche.
La tensa quietud de
la penumbra se vio interrumpida por la carga de los bárbaros a través de la
colina. Ni un solo grito de batalla emanó de sus gargantas. Lo único que
palpitaba en sus mentes era una aterradora ansía de venganza. Eran los
vestigios de un ejército derrotado y estaban dispuestos a vender caras sus
vidas para recuperar el honor mancillado.
Chocaron contra la barrera de broqueles romanos como una marea
imparable. No obstante aquellos hombres, hambrientos y sucios, consiguieron
repeler la acometida con una fuerza surgida de la desesperación y la ira. Las
espadas y las lanzas refulgieron con un brillo diamantino, los escudos se
reventaron y los heridos cayeron sin proferir lamento alguno. Era una lucha
brutal, la pugna del moribundo imperio oriental contra la vital energía del
naciente poder de occidente. Hasta el firmamento se unió a la furia que
impregnaba a los combatientes. Los truenos retumbaron sobre aquella hondonada y
varios relámpagos arrancaron reflejos de plata de los yelmos y las corazas
labradas.
Flavius Crasus ascendía una áspera pared al otro lado del risco. La
súbita lluvia tintineaba en su cota de malla y producía un eco sordo en el
interior del yelmo. Sus dedos buscaban con desesperación cualquier saliente
para aferrarse y continuar hasta la cima. El peso parecía multiplicarse y, por
momentos, creyó que desfallecería y encontraría su destino en el florecimiento
rocoso en la base del cerro. Aterrado ante esta perspectiva, apeló a su
voluntad de hierro para seguir avanzando. El sonido del combate llegaba a sus
oídos como un creciente murmullo. Imaginó a los hombres luchando con denuedo y
esto consiguió imprimir nuevas fuerzas en su pecho. Levantó la mirada y las
gotas le castigaron el rostro con furia. Al fondo, un haz azulado iluminó la
cúspide, anunciando que pronto alcanzaría su destino.
Tal como lo imaginaba, los armenios lanzaron todas sus fuerzas contra
el viejo templo. Desde la cima descubrió a los atacantes amontonados cerca de
las puertas, el brillo de las antorchas que llevaban consigo iluminaba aquel dantesco
caos. Los romanos habían conformado una sólida línea que sellaba el umbral y
defendían sin cuartel aquella posición. Flavius se arrepintió por no
encontrarse allí, luchando hombro a hombro con sus camaradas. No obstante
comprendía que en sus manos se encontraba el destino de todos ellos. Sin perder
tiempo, emprendió de nuevo el recorrido, sin amilanarse ante el frío y el peso
del metal que le desgarraba los hombros.
Respirando con esfuerzo se
cubrió tras un roquedal. A unos cien pasos de allí, el líder de los bárbaros
continuaba repartiendo órdenes a sus subordinados. En el extremo opuesto, dos
centinelas alimentaban una hoguera que luchaba por mantenerse ardiendo en medio
del chubasco. Flavius sopesó sus posibilidades. Debería actuar con rapidez y
sorprenderlos, de lo contrario le darían muerte sin contemplaciones. Los
músculos le latían dolorosamente bajo la cota de malla, el cansancio acumulado
tras casi dos días de intensa lucha comenzaba a cobrar su precio. El suplicio
en el costado era acuciante y la cabeza le daba vueltas. Sin embargo un poder
primitivo pulsaba en su interior. La responsabilidad que tenía a cuestas
consiguió opacar todas sus tribulaciones y otorgarle la energía necesaria para continuar.
Se arrastró por el firme, convertido ahora en un barrizal. Se detuvo al
percibir una sombra a la derecha. Su afilado instinto le advertía que el
peligro estaba cerca. Las descargas que inundaban los cielos develaron la
silueta de un centinela. El armenio no tuvo oportunidad. La hoja del romano se
filtró a través del zurcido del coselete, destrozándole la espina dorsal.
Flavius arrastró el cuerpo hasta el pedregal y lo despojó de sus armas. Al
parecer la fortuna seguía de su parte, un arco y tres dardos hacían parte del
botín. Aspiró el aire cargado de ozono y el frío le quemó los pulmones. Levantó
la vista, y en medio del aguacero, descubrió que el caudillo enemigo permanecía
sobre su montura, rodeado por dos esbirros. Sin duda aquel trío era el cerebro del enconado ataque sobre
el santuario.
Montó un proyectil sobre el arco. Los dedos entumecidos apenas podían
sostener el arma. Respiró despacio y eligió el primer blanco. La cuerda emitió
un quejido sordo al soltarse. Un lamento aún mayor surgió de la garganta del
armenio. El hombre cayó de bruces con el asta atravesándole el pulmón. Se
retorcía sobre el cieno en dolorosos estertores.
El paladín armenio se volvió y apenas pudo controlar la montura
encabritada. El segundo individuo corría enloquecido de un lado para otro,
tratando de advertir a los centinelas que alimentaban la pira. Pero sus gritos
de alarma fueron sofocados por la flecha que le alcanzó en el centro del pecho.
Flavius corrió en medio del
chubasco montando el último proyectil. Enceguecido por el agua que le castigaba
sin tregua, disparó al percibir el sonido de los cascos del alazán a su
izquierda. La flecha hizo blanco en los ijares de la bestia. Enloquecida, ésta
se revolvió y desmontó a su jinete.
El armenio gruñó por lo bajo y arremetió contra el romano. Flavius
apenas pudo evadir el primer golpe de su espada. Resbaló en el lodazal y el
furioso filo lamió la cota de malla a la altura del abdomen. Con el corazón
batiendo en las sienes, el legionario consiguió hincar una rodilla y bloquear
un golpe que le hubiese hundido el cráneo. Un mar de chispas brotó de las hojas
al encontrarse de nuevo. Sin embargo, Flavius había conseguido recuperar la
verticalidad y contaba con cierta ventaja sobre su oponente. Ataviado con una
pesada coraza escamada, el armenio se movía despacio y golpeaba con torpeza. El
romano, en cambio, contaba con más velocidad y picaba aquí y allá como una
serpiente. El bárbaro atacó con un rugido bestial. Flavius fintó con dificultad
a la izquierda, debido al lodo que arrastraba la lluvia bajo sus pies. El
reborde de la hoja enemiga le rasgó la pantorrilla, pero al mismo tiempo el
filo del gladius mordió el muslo rival. El caudillo soltó un bufido y se alejó
de manera instintiva. La sangre que emanaba del corte se mezclaba con el agua
que rodaba por sus piernas. Ambos hombres jadeaban por el esfuerzo. Una nube de
vaho les rodeaba. El fragor del combate a las puertas del templo cobraba fuerza
por momentos, para luego confundirse con el rugido del vendaval.
Flavius comprendía que el tiempo estaba en su contra. Los sujetos que
avivaban la hoguera no tardarían en advertir la situación. No estaban muy lejos
de allí, tan sólo la borrasca nublaba su presencia. Una sombra de duda asomó en los ardientes ojos
de su contrincante. Flavius aprovechó aquel titubeo para arremeter con la
energía de la desesperación. El armenio reculó, sorprendido por la ferocidad
del ataque. Abrió la guardia al evadir un cascajar y la hoja del legionario le
golpeó con violencia el costado izquierdo. El hombre emitió un débil lamento y
perdió el equilibrio. A pesar de la protección del arnés, el brutal golpe
consiguió romperle un par de costillas. Jadeante, fulminó a Flavius con una
mirada envenenada. El legionario apenas podía sostenerse en pie y respiraba con
dificultad. Angustiado al comprender el destino que le esperaba, el armenio
gritó con todas sus fuerzas, esperanzado en recibir auxilio de sus hombres. Sin
embargo, sus suplicas fueron arrastradas por la furia del viento que rugía
sobre la cúspide como un león hambriento.
Flavius aspiró el aire gélido y contempló por unos latidos el rostro
aterrado e impotente de su enemigo. Dejó caer la hoja sin piedad, hundiéndole
el cráneo hasta la mandíbula. El cuerpo se revolvió de manera macabra antes de
aquietarse para siempre.
V
El precio de la codicia
La terrible noticia
de la muerte de su líder terminó por desbaratar el desesperado asalto de los
bárbaros. A pesar de haber luchado con ferocidad, los pocos que consiguieron
romper el férreo cerco de los legionarios fueron destazados antes de poner pie
en el interior. La fuerza de los números no podía competir con la experiencia
de unos hombres que hacían de la guerra su forma de vida. En medio del caos, se
replegaron hasta el altozano tras sufrir serias pérdidas.
Flavius estaba hecho un guiñapo al alcanzar la seguridad del santuario.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo al percibir el denso hedor de la muerte
infectando aquellos pasillos. Bultos informes se dibujaban cerca de la entrada,
atestiguando la furia del combate. La sangre formaba charcos oscuros por
doquier, y adquiría un fulgor bermejo donde era acariciada por el resplandor de
las teas. Los sentidos del legionario se pusieron en guardia al no ver a
ninguno de sus compañeros alrededor.
¿Habrían caído todos en aquella refriega?
Este pensamiento le hizo estremecer. Aferró la hoja con energía y
recorrió con sigilo felino el resto del edificio. No tardaría en amanecer y los
armenios regresarían con las primeras luces. De una manera u otra debería salir
de allí.
—¿Quién anda
ahí? —inquirió al percibir un suave gorgojeo en un corredor adyacente.
Sus ojos se abrieron de par en par al descubrir lo sucedido. Marco
Agripa permanecía recostado sobre una gruesa columna labrada. Esbozó un débil
gesto al percibir la presencia de su amigo.
Flavius corrió en su auxilio. Una mancha oscura asomaba por debajo de
las piernas del legionario.
—¡Por todos los
dioses! —exclamó Flavius abatido —¡estáis mal herido!
Marco sonrió con dificultad y un esputo sangriento brotó de sus labios.
Su camarada palideció al
descubrir el profundo tajo en su vientre.
—Escapad,
compañero…—tosió y se retorció en medio de un intenso sufrimiento—. Hemos sido
traicionados.
Flavius le miró estupefacto, tratando de asimilar aquel oscuro giro del
destino.
—Os sacaré de
aquí —aseguró con angustia, aferrando el brazo de Marco.
—¡No! —protestó éste,
apretando la mano del recién llegado—. Es inútil, la herida me ha destrozado las
entrañas.
Flavius quedó mudo, una inmensa zozobra asomaba en sus pupilas al
comprender la seriedad de la situación. Al fondo, un relámpago iluminó la sala,
develando por doquier las huellas del combate
—Después de
rechazar a los bárbaros —prosiguió Marco con un hilo de voz—, Claudio Atistio me
sorprendió. —Una mueca de dolor apretó los rasgos sudorosos del moribundo—. Luego los
supervivientes se marcharon cargando consigo el tesoro de Darío.
Flavius se mordió el labio y maldijo a todos los dioses. Debió haber
destripado a aquel gusano cuando tuvo oportunidad.
Marco se estremeció en un violento estertor, los dedos se clavaron como
dagas afiladas en el antebrazo de su camarada. Aquella mirada sin vida
permaneció fija sobre el semblante que le observaba en silencio.
Flavius le cerró los ojos con suavidad y recostó los restos sobre el
suelo. A pesar del cansancio, las heridas y el hambre, juró perseguir a Claudio
Atistio hasta el mismísimo infierno.
Luego de colocar un par de monedas sobre los párpados de su hermano de
armas, el legionario se atavió con los ropajes y la coraza de uno de los
armenios caídos. En medio de la penumbra
que antecedía el amanecer podría burlar
la vigilancia enemiga y escurrirse entre aquellos escarpados picos. No
descansaría hasta dar con los traidores.
La lluvia de la
noche anterior había dado paso a un día resplandeciente. El sol reinaba en toda
su majestuosidad sobre aquel terreno estéril y peligroso. Flavius había
decidido dar un amplio rodeo para evitar cualquier contacto con los armenios.
Comprendía que debería enfilar hacia el sur para alcanzar Tigranocerta. No
dudaba ni por un instante que Atistio y sus secuaces tomarían aquella
dirección. Eran demasiado estúpidos para hacer lo contrario.
De pronto su intuición de soldado le obligó a pegar el pecho a tierra.
Una nutrida columna de caballería enemiga cruzaba a todo galope la hondonada
que se abría a pocos pasos de allí. Pronto se alejaron, dejando una estela de polvo como único testigo de su
presencia.
Intrigado, el legionario se preguntó que estarían haciendo tan al sur,
después de haber sido derrotados por los suyos.
Alejó estas inútiles reflexiones y continuó su camino hacia la
seguridad de sus líneas.
Al principio
imaginó que se trataba de un espejismo producido por la sed y el agotamiento.
Las figuras permanecían inmóviles sobre aquel risco y parecían no representar
ningún peligro. Una bandada de buitres sobrevolaba con cautela por encima de su
cabeza.
Intrigado por aquel descubrimiento, ascendió la colina con espada en
mano.
Sorprendido, se detuvo a pocos pasos de la cúspide. Ocho cuerpos
desnudos permanecían atados a largas picas de caballería. Grotescas posiciones atestiguaban
el horrible suplicio del que habían sido víctimas.
Flavius se acercó con prudencia, sin dejar de examinar los alrededores.
Un viento suave mecía la capa que le cubría.
Los rescoldos de una hoguera trataban de cobrar vida sobre la leña
chamuscada.
Se arrodilló y tomó un trozo de madera rugosa que consiguió sobrevivir
a las flamas. Era similar a la de los cofres robados por sus compañeros. Una
certidumbre oscura comenzó a latir en su
pecho.
Enfiló hacia los cuerpos y reconoció de inmediato aquellos semblantes terriblemente
mutilados por las quemaduras. El rostro de Claudio Atistio era una masa
enrojecida apenas reconocible. Se estremeció al notar el oscuro tormento que
develaban aquellos ojos sin vida. La
carne de los labios había desaparecido y en su lugar había una oquedad
ennegrecida y apestosa. Flavius sintió náuseas, nunca había visto una atrocidad
semejante.
Al parecer los armenios les atraparon en medio de su fuga, y al notar
el oro que cargaban consigo, decidieron darles muerte de una forma impensable
para un ser civilizado. Flavius trató de imaginar aquel macabro espectáculo,
pero era demasiado tenebroso para poder asimilarlo con claridad.
Los bárbaros se habían tomado el tiempo para fundir parte del oro y
vaciarlo al rojo vivo por las gargantas de aquellos miserables.
—Habéis pagado
el precio de la codicia, perro traidor —murmuró para sí mismo.
Levantó la vista al lienzo
azulado y continuó su camino, dejando a los carroñeros aquel suculento festín.
FIN
Glosario
* Tigranocerta: Capital
del reino de Armenia, tomada y saqueada por
Los romanos.
*Lucio Licinio Luculo: Cónsul
romano que derrotó a Tigranes II de
Armenia en la batalla de
Triganocerta en el 69 a.
C.
*Dáricos: Moneda de oro acuñada en el imperio persa.
*Catafractos: Caballería pesada oriental, ataviada con pesadas cotas
Escamadas y largas picas.
Me ha gustado mucho, al final los armenios le dieron lo suyo a los traidores codiciosos. Muy buen relato.
ResponderEliminarGracias Eihir, el final no podría ser diferente, jejjee. Al igual que Argoth el errante es un personaje para disfrutar de la fantasía heroica, mi estimado Flavius Crasus explora el tormentoso mundo antiguo en sus aventuras.
ResponderEliminarEn este preciso momento estoy escribiendo un nuevo relato del legionario.
Estaré encantado de leer nuevamente al entrañable Flavius.Por cierto, existió un emperador romano llamado Flavio Craso, igual es tu personaje que al final logró ser emperador por sus propios méritos (es broma, esta frase es de Conan, je je).
Eliminarhttp://www.infobiografias.com/r/biografia-de-flavio-craso
No me digas eso, ¿en serio? Muy interesante, voy a buscar su historia. En cuanto a Flavius, creo que preferiría un retiro honroso con una buena mujer a a su lado en las suaves llanuras de Campania.
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