Publicado en Ragnarok No. 3
“Algunos decían que era un dios, otros afirmaban que
se trataba de un demonio, sin embargo lo único cierto era que detrás de sus
ojos grises refulgía la furia indomable de un pueblo de titanes, que según decían
los eruditos, habitaba al otro lado del gran mar salado…”
Fragmento de un viejo cantar olmeca.
I
LA JOVEN SE APRETÓ DE NUEVO CONTRA la piel nervuda del forastero. Su cuerpo
pedía a gritos ser poseída otra vez por aquel semidiós de ojos transparentes y
piel cobriza. Por un instante la mirada de ambos se fundió en una extraña
comunión que sólo los amantes pueden comprender. Entonces, la moza bajó los
ojos, temerosa de que aquel hombre pudiese descubrir en su expresión un atisbo
del terrible destino que le esperaba. Sin mediar palabra, esbozó una mueca
sugestiva y unió sus ansiosos labios a los de su amante, en un esfuerzo por
alejar la sombra de traición que muy pronto mancharía la noche. Sería una pena,
de todos los desdichados que habían pasado por su lecho, aquel extranjero era
el que más le había impresionado.
Taloc se dejó llevar por aquella piel tibia y sudorosa, mientras
una repentina llovizna rompía en el exterior. No obstante algo en el fondo de
su pecho latía con fuerza, un extraño sobresalto que sólo ocurría cuando se
encontraba en verdadero peligro. ¿Pero qué amenaza podría acecharle en medio de
aquella aldea de inofensivos pescadores que le habían ofrecido cobijo?
El roce de la fémina en su entrepierna le hizo olvidar por algunos
instantes el eco insistente de su corazón. La abrazó con fuerza, dispuesto a
ofrecerle otro momento de pasión. Entonces sus músculos se tensionaron al
advertir la súbito refracción que asomó en las negras pupilas de la muchacha.
Sin siquiera pensarlo, en un acto reflejo, la aferró de los hombros y la giró
con violencia en aquella dirección. El rostro de la mujer se desfiguró en una
mueca de dolor y sorpresa, al mismo tiempo que una hoja de obsidiana se le
incrustaba en la espalda desnuda. Los ojos rasgados parecieron querer salirse
de las orbitas, y de su boca emanó un exangüe suspiro agridulce que marcó el
final de sus días.
Atónito y sorprendido, el forastero se hizo a un lado en el
momento justo en que una sombra arrojaba una lanza en su contra. La pica silbó
a medio codo de su cabeza. Sin embargo Taloc no había cruzado cientos de leguas
de junglas traicioneras y pueblos hostiles, para caer muerto en una vulgar
celada en un villorrio de mala muerte. Rodó con agilidad hacia el extremo de la
choza y aferró entre sus dedos un hacha de hierro forjado, con extraños
caracteres grabados en la hoja.
Ahora sus ojos pudieron identificar al agresor. Se trataba de un
hombre que no había visto antes en la aldea. Vestía un taparrabos y tenía el
rostro cubierto con una pintura negra que se asemejaba a una calavera. El
sujeto dibujó una pavorosa sonrisa que dejó ver una dentadura ennegrecida. En
su mirada destellaba un fanatismo salvaje que rayaba en la locura. Taloc se
estremeció al descubrir el motivo del malsano gesto de su rival. Otro sujeto,
armado con una lanza, acababa de ingresar por la parte posterior, cerrando así
cualquier posibilidad de escape. El guerrero le dio una breve ojeada y
descubrió que también tenía aquella inquietante máscara pintada sobre el
rostro. Pero aquello no tenía la más mínima importancia para Taloc, quien en
ese momento debía actuar con rapidez para evitar terminar ensartado en las
picas de aquellos mal nacidos. Aunque era consciente de la superioridad de sus
armas de hierro, comprendía que se hallaba en franca desventaja en aquel
reducido espacio. Completamente desnudo y portando una pequeña hacha de batalla,
debería parecer una presa fácil para aquellos depredadores. Y tal como lo
sospechaba, esto podría jugar a su favor. Se lanzó hacia el fondo de la
estancia, evadiendo la primera acometida del recién llegado. Éste arremetió de
nuevo, animado por la presencia de su compañero y la sed de sangre que ardía en
aquella mirada enloquecida. Esto era lo que Taloc había estado esperando. Se
hizo a un lado antes de que la punta de piedra afilada se hincara en sus
riñones, a continuación saltó hacia adelante y, con un enérgico revés, destrozó
la parte posterior del cráneo de su agresor con el filo del hacha. Una lluvia
de huesos astillados, sangre y materia gris bañó su rostro, convertido ahora en
una máscara de gelidez. En ese momento, pudo ver cómo el miedo cobraba forma en
el grotesco semblante del que aún quedaba en pie. La sonrisa ennegrecida había
desaparecido, dando paso a un rictus de indecisión.
Taloc haló la segur, y ésta abandonó el cuerpo sin vida en medio
de un crujido húmedo. El olor de la sangre despertó la ira salvaje de sus
antepasados, una furia glacial que se reflejaba en sus ojos de acero. El nativo
retrocedió con lentitud, sin apartar la atención de la extraña arma que le
había arrebatado la vida a su compañero. Sin reparar sus pasos, tropezó con el
cuerpo inerte de la muchacha que yacía en medio de la choza. Trastabilló y, con
gran esfuerzo, consiguió mantener la verticalidad, pero esos latidos de vacilación
fueron suficientes para que Taloc saltara sobre él como un tigre enfurecido.
El hombre apenas alcanzó a bloquear con el astil el potente golpe
del hacha. La madera cedió ante el acero y el anhelante filo se hincó sin
piedad casi medio palmo en medio de su frente.
Taloc aspiró el aire cargado de humedad y muerte. Al fondo, el
sonido de la tormenta que venía del océano cobraba fuerza, al tiempo que un
extraño silencio se alzaba sobre aquel lugar como un manto siniestro. Con la
cabeza fría, le dio un último vistazo al cuerpo sin vida de la mujer, y
comprendió que todo aquello no había sido más que una vil treta de los aldeanos
para acabar con su vida. Aunque no comprendía qué podría haber impulsado a
estas gentes a llevar a cabo algo tan perverso, si sabía que tendría que estar
muy lejos para cuando descubrieran el macabro regalo que les había dejado por
su hospitalidad.
Sin pensarlo dos veces, el forastero limpió la hoja en el
taparrabos de uno de los cadáveres, antes de desaparecer en medio de la jungla
bajo el amparo de la densa cortina de lluvia que comenzaba a caer con inusitada
furia.
II
EL SOL APENAS
SE INSINUABA A TRAVÉS de la apretada cortina arbórea que se levantaba por
encima de la selva. Después de la tempestad, un bochorno infernal se elevaba
con lentitud en forma de un vapor fétido y malsano. Sin embargo para la ágil
figura que se abría paso a través de la espesura, todo aquello parecía no
importarle. Se trataba de un hombre joven, con cuerpo nervudo y una larga
cabellera oscura y trenzada, que le bajaba por la espalda, hasta casi rozar la
cintura. Vestía un pantalón de cuero basto y calzaba unas botas de piel,
anudadas hasta las rodillas. Sobre el pecho desnudo destacaba un medallón de
plata, labrado con extraños caracteres y rematado en su centro por una piedra
amarilla. Aunque tenía la piel cobriza, era más clara que la de los habitantes
que poblaban aquellas tierras misteriosas. Tenía un rostro fuerte, con
facciones marcadas y pómulos altos, en los que refulgían unos ojos almendrados
de color gris acero, del mismo tono que las insólitas armas que pendían de su
cinturón de cuero. Un hacha mediana y una faca curva, elaboradas con una
técnica milenaria, desconocida en aquellos parajes sumidos en la edad de
piedra.
Taloc se detuvo cerca de una centenaria arboleda para recobrar el
resuello. No había dejado de avanzar desde la noche anterior, y ahora el hambre
y la sed comenzaban a castigar su humanidad. Aspiró el aire caliente y su
necesidad de líquido vital se volvió más acuciante. Tomó el odre de cuero que
traía consigo y bebió un sorbo que consiguió aplacar aquella agonía. Pasó la
lengua por los labios resecos y luego volvió su atención hacia el sendero que
había dejado atrás. A pesar del calor reinante, un sudor frío le bajaba por la espalda
concentrándose en su surco lumbar. Se recostó en la dura superficie del árbol y
sintió como las irregularidades en la corteza se clavaban en su piel. Pero nada
de esto tenía importancia para el joven guerrero, ya que toda su atención
estaba centrada en el camino que había recorrido sin cesar desde la noche
anterior. El recuerdo de la chica y los dos asesinos aún palpitaba en su
cerebro, junto con la inquietante posibilidad de que los habitantes de aquel
villorrio le estuviesen dando caza. No obstante parecía que todo esto era
producto de su febril imaginación, avivada por la adrenalina de la fuga. Taloc
no podía siquiera imaginar que aquellos nativos preferirían dejarle escapar,
antes de poner un pie en esa jungla cargada de pavorosas leyendas. Pero el
forastero no hubiese dudado en hacerlo, así le hubieran advertido acerca de los
horrores que podrían surgir en medio de la espesura. Taloc, a diferencia de los demás, compartía
su sangre nativa con la fuerte herencia de su padre. Un titán del norte que
había naufragado en aquellas costas, cuando su líder se había aventurado a
conquistar nuevas tierras. Pero eso era otra historia, la realidad era que
aquel hombre de piel blanca y cabellera rubia, había sido el único
superviviente de aquella tragedia. Después de haber perdido toda esperanza de
retornar al gélido norte que le había dado vida, se resignó a vivir entre los
iroqueses que le habían acogido en su seno. No tardó mucho aquel recio luchador
en tomar a una bella nativa como esposa para iniciar una nueva vida. De esta
unión nacieron tres vástagos, de los cuales el más parecido a su padre era
Taloc, quien heredó su amor por el combate y la conquista. Gracias a ello, el
muchacho se convirtió en el favorito de su progenitor, quien no dudó en
enseñarle las artes del acero, y algo más importante aún, la cosmogonía de sus
ancestros. Los verdaderos dioses que debían regir los destinos de un hombre de
verdad, unas deidades diametralmente opuestas a los seres amorfos y oscuros que
parecían adorar en aquel salvaje territorio.
Por esta razón, Taloc se hubiera burlado de las advertencias de
los nativos, y no hubiese dudado en adentrarse en el corazón de aquella
floresta salvaje en busca de aventuras, confiado en que las deidades de sus
ancestros le cuidarían la espalda en todo momento, como lo hacían con todos
aquellos valientes que se atrevían a enfrentar el destino en busca de gloria y
fortuna al otro lado del mar.
El guerrero aferró el talismán que pendía de su cuello y contempló
por unos instantes la extraña caligrafía que rodeaba la piedra de ámbar que
refulgía con palidez en el centro. Perdió la mirada en las runas, tratando de
recordar la plegaría a Odin que éstas significaban. Según su padre, esta
oración le había salvado la vida en más de una ocasión. Taloc levantó la mirada
y pudo ver entre la espesura dos picos afilados a poco más de diez leguas de
allí. Con algo de suerte alcanzaría aquellas cumbres antes del anochecer.
Apretó de nuevo el pendiente hasta que sus nudillos se blanquearon, tratando de
exprimir algo de la magia que había protegido a su progenitor en el pasado. Sin
duda él mismo necesitaría todo el poder de aquellos dioses foráneos para salir
airoso de la inclemente selva que amenazaba con devorarle.
La luna
creciente se alzaba con un destello lejano ahogado por la espesura. Sin embargo
para Taloc aquel lúgubre fulgor que se filtraba a través de las ramas no hacía
más que aumentar su incertidumbre, al vislumbrar en él figuras fantasmagóricas
que parecían asomar detrás de cada piedra y recodo. Por un momento imaginó que
las deidades de su padre estaban probando su valor para ver si era digno de su
bendición. Para empeorar la situación, a los chillidos de los monos se sumaba
el inquietante rugido de las bestias que acechaban en medio de la penumbra. El
mestizo aceleró el paso, a pesar del cansancio que le consumía los músculos y nublaba
su mente con temores ancestrales que tan
sólo un hombre primitivo podría comprender. Consciente de la necesidad de un
refugio, apeló a los últimos resquicios de la energía que aún conservaba para tratar de
encontrar un lugar seguro donde pasar la noche, mientras los rugidos cada vez
más cercanos le aceleraban la sangre en las venas.
Por fin, a lo lejos, la tenue luz plateada de la luna le dio vida
a un pequeño riachuelo y, sobre éste, por encima de un roquedal, se insinuaba
lo que parecía ser una estrecha gruta. El joven aventurero respiró aliviado, acariciando
con respeto reverencial el pendiente de su padre. Tal vez, después de todo, los
señores del Valhala le otorgaban su protección.
Un hedor acre y vetusto flotaba en el interior de la galería. Algo
pasable si no fuese por el penetrante olor del guano que se sumaba a todo
aquello, haciendo el aire casi irrespirable. No obstante, Taloc pasó esto por
alto, ya que con un poco de yesca aquella inmundicia le serviría para hacer una
buena lumbre para calentar sus huesos. La extenuación concentrada tras día y
medio de marcha a través de la inhóspita floresta, le exigía a gritos un
descanso.
Y así lo hizo.
Imágenes de individuos agrestes, con rostros curtidos por el sol y
el salitre y armados con largas espadas y hachas de doble filo, tan altas como
ellos mismos, poblaron sus sueños. Orgías de sangre y acero, pueblos
incendiados y un mar embravecido tan indomable y furioso como aquellos hombres,
fue lo último que recordó antes de despertar en medio de las tinieblas.
Tragó en seco y aspiró el aire viciado de la gruta, lo que le hizo
recordar donde se encontraba en aquel momento. En medio de la lobreguez, lo
único que podían percibir sus sentidos era el suave murmullo del arroyo que
discurría debajo de la cueva. Sin embargo otro sonido, casi imperceptible, se
sumó al monótono roce del agua contra las rocas. Taloc afiló el oído y trató de
identificar aquel inquietante ronroneo. Algo en su interior se oscureció al
advertir que se trataba de un gemido… un gemido humano.
III
A LO LARGO DE
SU TRAVESÍA POR parajes desconocidos, el joven guerrero había sido testigo de
innumerables crueldades, pero pocas de aquellas atrocidades podían compararse
con lo que tenía ante sus ojos en ese instante. Frente a él, bajo la naciente
luz del amanecer, se alzaba un gran árbol nudoso, que por su tamaño y grosor,
parecía contar con miles de años, o al menos eso pensó Taloc al ver cómo se
levantaba como un titán indestructible
por encima de la vegetación reinante. No obstante, aquella visión se vio
empañada por el horror silencioso que rodeaba sus portentosas raíces. Allí, a
unos pasos del milenario vegetal, se hallaban varios montículos de tierra,
algunos derruidos ya por el paso del tiempo, que atestiguaban la barbarie que ensombrecía
aquellas tierras. Taloc, sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos, se
acercó con cautela a una de aquellas dunas en forma de cono. Apretó la
mandíbula al descubrir el macabro trofeo que asomaba por encima de la boca del
médano.
Se trataba de una cabeza humana, totalmente despellejada. Lo único
que conservaba aún era una larga cabellera negra. Por la expresión dislocada de la mandíbula, parecía
que había fallecido en medio de indecibles sufrimientos. Taloc removió la
tierra y el cráneo rodó a sus pies. El mestizo no pudo ocultar su consternación
al advertir que el resto del cuerpo de aquel desdichado se hallaba enterrado
debajo del montículo y se encontraba en similares condiciones. Era como si
hubiesen sido devorados por alguna criatura desconocida.
Paseó la mirada con ansiedad, para descubrir que todas aquellas
dunas no eran más que silenciosas tumbas. Una sensación oscura le revolvió las
entrañas al tratar de imaginar quién hubiese podido maquinar tal horror.
Entonces, sus oídos captaron de nuevo el gemido que le había obligado a
abandonar la seguridad de su refugio. De manera inconsciente echó mano del
hacha de batalla y enfiló hacia el sitio del cual parecían surgir aquella queja
desesperada.
Saltó con agilidad los nudosos apéndices del titánico árbol, para
luego rodear el inmenso tronco. Se detuvo en seco al toparse con nuevo
montículo. A diferencia de los
anteriores, éste estaba fresco y una cabeza se revolvía con desesperación en su
interior. Taloc titubeó al descubrir la marea roja que envolvía el terraplén y
comenzaba a cubrir el cráneo de aquel desdichado, el cual no dejaba de
removerse como una bestia enloquecida.
Atónito, intentó buscar una solución antes de que ese pobre
miserable sufriera el pavoroso destino de sus antecesores a manos de aquel
enjambre de hormigas hambrientas.
Sin pensarlo dos veces, cortó un trozo de liana reseca y le
prendió fuego con la yesca. La acción tardó tan sólo unos latidos, pero los
gritos desesperados del hombre lo hicieron parecer una eternidad. Cumplido su
cometido, el joven aventurero se lanzó en auxilio del extraño con esta
improvisada tea. Los insectos enfurecidos se volvieron en contra de la nueva
amenaza que osaba interrumpirles el festín, pero las flamas fueron suficientes
para disuadirlas y obligarlas a retirarse hacia la siniestra oscuridad de la
jungla.
Por dos días
el extraño no dejó de repetir incoherencias en una lengua desconocida para
Taloc, a la vez que una insistente fiebre atenazaba su maltrecha humanidad. A
pesar de los esfuerzos del forastero para salvarle del pavoroso ataque de las hormigas, éstas habían
conseguido lastimarle con severidad. Tenía el rostro deformado por la
hinchazón, hasta el punto de que uno de sus ojos parecía un volcán a punto de
explotar. El resto de su cuerpo también presentaba lesiones similares, pero en
un grado menos dramático.
A pesar de las terribles laceraciones, Taloc aún podía discernir
que se trataba de un hombre de edad mediana, con una constitución física muy
similar a la de los pobladores que había visto en la aldea de pescadores. La
única diferencia que podía advertir, eran los misteriosos rombos que tenía tatuados
alrededor del cuello. Unas figuras geométricas entrelazadas que llamaron su atención.
Al parecer, aquel individuo medio muerto era la única esperanza que tenía para conocer
lo que podía esperarle al cruzar los silenciosos picos que se alzaban por
encima de la espesura. Por lo que había visto hasta ahora, el panorama no
parecía muy halagador. Un hombre cualquiera no hubiese dudado en volver atrás
al toparse con un horror como aquel, pero el hambre de aventura que moraba en
el corazón de Taloc le impedía hacer tal cosa. Por el contrario, aquel salvaje
tormento no había hecho más que aumentar su deseo de internarse en la inhóspita
jungla para desentrañar aquel siniestro misterio.
Al amanecer del tercer día, el guerrero despertó sorprendido al
ver cómo el hombre que unos días atrás parecía estar al borde la muerte, le
contemplaba en silencio desde un rincón de la caverna. Aunque su apariencia
física no había mejorado mucho, la fuerza que parecía emanar del único ojo que
podía abrir decía lo contrario de su estado anímico. A pesar de la calma que
pretendía demostrar, un atisbo de incertidumbre y miedo ensombrecía su ajado
aspecto.
Taloc se limitó a buscar algo de comida en su petate de cuero,
para ofrecerle al desconocido. Encontró un trozo de pescado seco y un poco de
sal que había robado de la aldea. Estiró la mano y lo puso sobre una piedra
cerca de las moribundas flamas de la hoguera. El sujeto miró la comida que le
ofrecían con suspicacia y luego alzó la mirada hacia su benefactor. Taloc se
llevó los dedos a la boca, indicándole que se trataba de alimento, pero el
nativo no movió ni un músculo. Su único ojo permanecía clavado sobre el rostro
del muchacho, tal vez impresionado por aquel inquietante aspecto y las pupilas
grises que destellaban como gemas en su
semblante.
Taloc se alzó de hombros y se dispuso a salir al exterior. El sol
ya comenzaba a brillar por encima de las copas de los árboles y quería buscar
algo fresco para el almuerzo. Al verle tomar las armas que relucían en un
rincón, el nativo se pegó a la pared rocosa con el terror asomando en su
maltratado rostro. Al notar el profundo pánico que las hojas de metal le
provocaban al extraño, Taloc tuvo la impresión de que éste había visto algo
parecido con anterioridad. De inmediato alejó estos pensamientos de la mente, consciente
de que nadie en estas tierras podría siquiera imaginar artefactos de esta
factura. Aseguró el hacha y el cuchillo al cinturón de cuero, algo que permitió
que una expresión de tenso alivio asomara en la cara cicatrizada de su huésped.
A pesar de no conocer muy bien aquellos rudos parajes, el mestizo
se las arregló para cazar una curiosa criatura de pelaje grueso y hocico
achatado, muy similar a los jabalíes que
pululaban en el lejano norte, las tierras de bosques fríos donde moraba su
pueblo. Sin embargo el bravo no pudo evitar comparar a su presa con una rata
gigante. Se encontraba en medio de estas cavilaciones, cuando descubrió el
reflejo del fuego en el interior de la gruta. Dibujó una leve sonrisa al
comprender que su paciente se encontraba mejor de lo que esperaba. Con un poco
de suerte, lograría que le indicara una vía segura a través de aquel infierno
de verdor que se abría en todas direcciones.
La sorpresa fue mayor al notar que aquel se hallaba en cuclillas
enfrente de las flamas, afilando un grueso trozo de madera con bastante
energía. Taloc se acomodó a unos pasos del nativo, sin apartar la mano del
mango de su cuchillo, prestó a defenderse en caso de ser necesario. A pesar de
haber salvado la vida del sujeto, no sabía qué esperar de estas gentes, sobre
todo después de la experiencia sufrida en la aldea.
El hombre levantó la cabeza y le miró con atención.
El mestizo le sostuvo la mirada, tratando de discernir qué
pensamientos revoloteaban en aquella testa hinchada y repleta de marcas rojizas
y negras.
Por fin, después de unos instantes de tensión, el nativo abrió la
boca.
—Debo
agradeceros por haberme salvado la vida —exclamó en una
lengua muy parecida a la de los pescadores, pero con un acento más marcado.
Taloc imaginó que se trataba de un hombre cultivado, ya que la jerigonza usada
por los aldeanos no era más que una tosca copia de aquella. Utilizaba palabras
cortas y musicales que apenas podía comprender.
El muchacho asintió con lentitud, sin apartar la atención de aquellos
labios, en un intento por entender todo lo que trataba de decirle. Ya había
sido complicado hacerse entender con los pescadores, para ahora tener que
empezar todo de nuevo.
Por primera vez desde que había recobrado la consciencia, las
comisuras de la boca del desconocido se estiraron en algo parecido a una
sonrisa. Su semblante se suavizó, revelando unos rasgos nobles, a pesar del
terrible aspecto que provocaba la
hinchazón del ojo izquierdo.
—Me
habéis librado de un final atroz, y por eso os estaré agradecido por siempre —manifestó, recalcando con suavidad cada una
de las palabras, para que el extranjero le pudiese comprender.
Taloc esbozó un gesto amable y se llevó la mano al corazón en
señal de amistad.
—No
sé quién seáis, o porqué razón fuisteis condenado a una muerte tan horrenda, pero
nadie merece terminar de esa manera —exclamó el mestizo con franqueza, en la
lengua común de aquella tierra.
El semblante del nativo se sumió entonces en un inquietante
silencio, un mutismo sombrío que envolvía el eco de un terrible dolor que
exudaba por cada uno de sus poros. El mismo Taloc sintió un escalofrío lamiendo
su nuca al tratar de escudriñar en la oscuridad de aquella mirada perdida.
De pronto, el hombre se irguió y encaró al guerrero con frialdad y
entereza, a pesar de su lamentable estado.
—¡No
soy un criminal, extranjero! —aseguró en tono de reproche—. Yo
soy Azquetzan, prelado de B´alam, el dios Jaguar. —Dicho esto, el nativo
pareció desmoronarse mientras se dejaba caer sobre el suelo rocoso.
—¿Qué
os ha sucedido entonces? —inquirió Taloc con cautela después de unos
momentos. Necesitaba conocer los peligros que le podrían esperar más adelante
en el camino.
El hombre que se hacía llamar Azquetzan se pasó la mano por el
rostro y dejó escapar un sonoro suspiro. Bajo el brillo de la hoguera su sombra
parecía estremecerse contra el pabellón de la gruta, al igual que lo hacían en
su cabeza las terribles revelaciones que estaba a punto de confesarle a aquel
extraño de ojos glaucos y aspecto inquietante.
Taloc permanecía expectante, sin parpadear siquiera.
—Lo
único que puedo hacer por vos, extranjero, es advertiros que sólo la muerte os
espera al cruzar estos parajes. —El nativo levantó la mirada y de su rostro
surgía un halo de fatalidad—. Aceptad este consejo como retribución por
haberme salvado la vida. ¡Marchaos, marchaos para siempre de esta tierra
condenada por la oscuridad! Meditad las palabras de un hombre que lo ha perdido
todo y no es más que una sombra de lo que alguna vez fue, sentenciado a vagar
con la vergüenza de haberle fallado a su pueblo.
El joven no pudo ocultar la consternación que le causaba esta
cruda revelación. El temor supersticioso heredado de su madre palpitaba en su
interior como un volcán en erupción, advirtiéndole que se alejara de allí lo
más pronto posible. Sin embargo, la fría sangre vikinga de su progenitor ardía
en deseos de llegar hasta las últimas consecuencias de aquel truculento asunto.
De todos modos, la sed de aventura y riesgo era lo que al final le daba sentido
a los días del osado mestizo.
Se acercó al abatido sacerdote y posó la mano con firmeza sobre su
hombro.
—Decidme
todo buen hombre, necesito saber lo que os ha sucedido para así poder ayudaros —enfatizó
con severidad.
Azquetzan levantó el rostro y se sorprendió al notar el fulgor
ansioso que refulgía en los ojos transparentes del muchacho. Por un momento
pensó que aquel chaval había perdido la cordura, pero al percibir la
determinación que parecían emanar de su interior, comprendió que hablaba con franqueza.
Sonrió con tristeza y sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Sois
un guerrero valiente, pero eso no bastará para derrotar a los seguidores del
mal que campan a sus anchas en la ciudad muerta. Los hijos del vacío han traído
el terror a estás tierras, un arma mucho más poderosa que las hojas que penden
de vuestro cinto.
Al escucharle, el corazón del joven se aceleró. La perspectiva de
explorar una ciudad perdida en medio de la jungla le hacía bullir la sangre en
las venas. Su padre siempre había hablado de cómo los guerreros de su pueblo
solían organizar expediciones para saquear ciudades repletas de tesoros. Aunque
nunca en su vida había visto una urbe, estaba seguro de que la reconocería en
cuanto la viera. No era de extrañar, ya
que su progenitor las había descrito como grandes extensiones de piedra.
—Hablad
sacerdote, que por los dioses de ultramar que haré todo lo que esté a mi
alcance para aligerar vuestro tormento —le exhortó el
mestizo, con la mente puesta en las riquezas que ocultaba la urbe de los
acólitos del vacío.
Al final, aquel hombre permitió que los horrores vividos durante
los últimos días cobraran forma en sus labios, mientras un leve alivio bendecía
su martirizado corazón al compartirlos con aquel extraño de mirada acerada.
IV
POR PRIMERA
VEZ EN MUCHO TIEMPO, Taloc experimentó un terrible desasosiego. La selva
agreste que se abría a su paso era muy diferente de la que había recorrido
durante los últimos días. Al parecer las nefastas palabras del prelado parecían
tener sentido, ya que en verdad, aquel sitio infernal destilaba una malignidad
que el inquieto guerrero no podía comprender, pero que si podía palpar en cada
árbol retorcido y en la inamovible pestilencia que había flotado sobre su
cabeza durante la mayor parte del trayecto. Para empeorar la situación, los apretados
arbustos y ramas que se elevaban casi hasta el infinito, tan sólo permitían que
leves trazos de luz solar se filtraran hasta una superficie plagada de
asfixiante maleza que impedía ver más allá del alcance de la mano. Para Taloc,
era como si ningún ser vivo hubiese cruzado por aquel océano de verdor en
cientos de años. No obstante no pensaba dar su brazo a torcer. A pesar de que
la jungla se había convertido en un enemigo formidable, como lo atestiguaban
las heridas y magulladuras que martirizaban su humanidad, el afinado instinto que
poseía le advertía que estaba muy cerca de alcanzar su objetivo, de la misma
manera en que una bestia salvaje sigue el rastro de sangre de una víctima
moribunda.
Por fin, agobiado por el cansancio y la sed, el mestizo se dejó
caer sobre un matorral de helechos gigantes en busca de descanso. Ahora su
mente recopilaba las advertencias de Azquetzan. La imagen de los adoradores del
vacío llenó sus pensamientos, haciéndole volar la imaginación. Por la vaga
descripción dada por el clérigo, al parecer se trataba de demonios invencibles,
ávidos de sangre humana. Sin embargo, para el muchacho todo aquello no eran más
que patrañas. Aunque respetaba con reverencia a los seres sobrenaturales, sabía
que los dioses de su padre, los mismos que guardaban con celo el secreto del
acero que portaba, nunca podrían ser derrotados por deidades arcaicas de una
edad perdida. En aquel momento apretó el talismán entre sus dedos y una
reconfortante sensación le recorrió el cuerpo sudoroso.
Al parecer los altos señores del Valhala parecían estar apoyando
su causa, o por lo menos eso fue lo que imaginó mientras se veía arrastrado
hacia un reparador sueño.
Aunque había
perdido la noción del tiempo hacía ya varios días, Taloc continuó avanzando en
línea recta, o al menos trató de mantener un curso coherente hacia el sur,
siempre hacia el sur, como le indicara el diácono del B´alam. Entonces, después
de un buen trecho envuelto en una escalofriante penumbra, Sus ojos fueron
golpeados por un intenso destello que provenía de un claro que apareció de pronto
enfrente del espeso matorral.
El guerrero tardó unos momentos en acostumbrar sus pupilas a la
orgía de luz que inundaba el camino. Como era de esperarse de un alma agreste y
desconfiada, los sesgados ojos grises del muchacho otearon los alrededores con
detenimiento en busca de cualquier indicio de peligro. Esperó por largo rato,
como si se tratase de un depredador en espera del momento indicado para saltar
sobre su presa. Con lentitud y cuidado, fue arrastrándose fuera de la seguridad
que le ofrecía el follaje, buscando el cobijo en las rocas y los árboles que
rodeaban el descampado.
Su corazón comenzó a latir con fuerza al descubrir el origen de
aquel misterioso resplandor. Frente a él, justo en medio del claro, se hallaba
una efigie de piedra. La imagen de alguna deidad amorfa y amenazante, que
parecía advertir a los forasteros que su presencia estaba vedada en aquel
territorio. Taloc se acercó con sigilo, sin dejar de mirar alrededor con
profundo recelo. Allí, en medio de aquel espacio abierto, se sentía desvalido y
proclive a una celada. Después de haber estado varios días en aquella penumbra
malsana, su cerebro aún no se acostumbraba a estar en un sitio despejado como
aquel. Pero a pesar de los terrores primitivos que nublaban su cabeza, se
obligó a examinar con detenimiento el inusual descubrimiento.
Entonces levantó la mirada en dirección a la horrenda testa del
ídolo, y quedó paralizado al advertir la gema roja que refulgía en su frente
pronunciada. Sin duda la fuente de luz que le había llamado la atención. El
corazón del saqueador se impuso al miedo atávico que hervía en su sangre
nativa. Sin perder tiempo, escaló las afiladas garras de piedra y con el
cuchillo extrajo la fabulosa piedra. Contempló embelesado el brillo sangriento
que emanaba de la joya y comprendió que ningún demonio evitaría que pusiera pie
en aquella ciudad, en busca de más tesoros como aquel.
Elevó una plegaria a Odin y se encaminó de nuevo hacia el sur, con
un aliciente más terrenal pendiendo de la bolsa de cuero del cinturón. Ahora
las dudas sembradas en su cabeza por el sacerdote comenzaban a marchitarse a
pasos agigantados. La imagen de una urbe atiborrada de riquezas era una
representación más sugestiva para un aventurero como él.
Ese mismo día, poco después del atardecer, los ojos del muchacho
se posaron sobre la imagen más formidable que había tenido la oportunidad de
ver en toda su existencia. Allí, retando el inexorable avance de la jungla, se
levantaban tres insólitas estructuras de piedra. Para Taloc fue una visión
maravillosa y aterradora al mismo tiempo, acostumbrado como estaba a las chozas
de paja y tiendas de cuero que solía encontrar en su tierra natal.
Sobrecogido, no tuvo ninguna duda de que por fin había alcanzado
la execrable metrópoli de la que hablaba Azquetzan. Entonces, sus pensamientos
se ensombrecieron al recordar que detrás de aquellas magníficas construcciones
escalonadas se ocultaba un horror que había campado por la tierra antes de que
el hombre mismo existiera. En esta ocasión la parte primitiva de su ser
consiguió imponerse sobre la razón y, por unos momentos, estuvo a punto de
abandonar la arriesgada empresa y deshacer sus pasos lejos de aquella
abrumadora selva. Pero al rozar la bolsa con la gema roja, aquellos temores
arcaicos se transformaron en una codicia perturbadora que le sacudió hasta los
cimientos. De nuevo, la herencia del frío norte se hizo escuchar con fuerza en
su corazón, indicándole el camino a seguir.
Taloc, con la mente puesta en la fortuna que esperaba encontrar,
acarició sus armas y luego aprovechó la protección de la espesura para
adentrarse en aquel lugar peligroso y desconocido.
V
AL INGRESAR EN
LA SOLITARIA
METRÓPOLI, el joven guerrero se vio invadido por un frío
sobrecogedor que le erizó los vellos del cuerpo. Comprendió que aquellos muros
de piedra que se alzaban por doquier, medio devorados por la maleza, le
provocaban aquella incómoda sensación. Tan sólo las tres torres escalonadas
parecían haber escapado del despiadado afán de la jungla por recuperar lo que
siempre le había pertenecido. Aquel ambiente enrarecido por la decadencia
parecía filtrarse por sus poros menguándole las fuerzas. Taloc imaginó que algo
sobrenatural reptaba a través de las abandonadas callejuelas. No puedo evitar
sentir un miedo silencioso ascendiendo por su espina dorsal, a medida que se
internaba a través de las vías de la
ciudad muerta. Entonces, un eco distante disparó sus sentidos salvajes,
impulsándole a buscar cobijo en las ruinas.
Con la sangre palpitando desbocada en las sienes, aferró el hacha
de batalla y se apretó contra los trozos de piedra blancuzca. Afinó el oído y percibió
una leve cadencia que parecía aumentar poco a poco. Entonces, las sombras de la
noche se dispersaron al contacto con el brillo inquieto de las antorchas. Taloc
volvió la vista hacia la callejuela principal y advirtió la extraña procesión
que se abría paso en dirección a las titánicas construcciones de piedra. Se
acercó con el sigilo de una pantera, buscando la protección de las sombras y
evitando el fulgor traicionero de la luz que lamía las paredes enmohecidas.
Desde allí, pudo distinguir con claridad al pintoresco grupo de figuras que
avanzaban en hilera a través de la calzada. Coronando la procesión, iban dos sujetos
ataviados con capas negras y altos tocados de plumas, que despedían gotas de
color al ser acariciados por las teas. Detrás de ellos, avanzaban diez hombres
atados con sogas de cáñamo, que eran arrastrados por varios guardias armados
con lanzas y cuchillos de obsidiana, que refulgían con un resplandor mortecino
en sus cinturones de algodón. Cerrando el extraño grupo, se hallaban varias
mujeres desnudas que no paraban de recitar una extraña salmodia que le heló la
sangre en las venas al silencioso espectador.
Taloc esperó a que la congregación se alejara unos pasos para
intentar averiguar lo que se proponían hacer y, de paso, investigar aquellas
inquietantes estructuras que no dejaban de maravillarle. Sin perder tiempo, se
escabulló detrás de los derruidos muros en pos de lo desconocido, con el
corazón a punto de estallar en su pecho.
Se detuvo
cerca de una gran plaza circular, en la cual no hubiese podido encontrar abrigo.
Al frente, como una bestia adormilada, se levantaba la fantástica construcción
escalonada. De cerca, e iluminada por la luna llena, consiguió sobrecoger el
indomable espíritu del guerrero. Ahora Taloc pudo examinar aquella obra en su total
dimensión. Se trataba de un edificio conformado por capas cuadradas de piedra
que iban decreciendo a medida que ascendían, hasta rematar en su parte superior
en una pequeña cúpula, que en aquel instante, se encontraba iluminada por un
débil reflejo. Una gran escalinata la recorría desde la parte inferior, la
misma por la que ascendía la inquietante procesión en ese preciso momento. El
mestizo imaginó que en la cumbre se encontraría la entrada de la fabulosa
edificación.
El exótico grupo se perdió en el interior de la pirámide, y las
espesas sombras volvieron a reclamar la soberanía de la ciudad muerta. Taloc
comprendió que era el momento oportuno para colarse en aquel edificio sin ser
visto. Después de dar un gran rodeo en busca de algún tipo de acceso, sus
esfuerzos se vieron recompensados. Cerca de allí, un tronco derruido parecía
ser el instrumento perfecto para acceder al complejo a través de una abertura
que se hallaba a unas quince varas de altura. El mestizo se acercó con cuidado
y examinó la firmeza de la madera, ya que una caída podría significar una
muerte segura. Besó el talismán que pendía de su cuello antes de comenzar a
ascender por aquella improvisada plataforma.
Cuando alcanzó la parte superior, estiró los brazos y clavó los
dedos sobre la roca desnuda del segundo nivel, impulsando todo el peso de su
cuerpo nervudo hacia arriba. Allí se detuvo un instante para recuperar el
resuello, mientras limpiaba el sudor que le perlaba la frente. Desde esta
altura la urbe adquiría una apariencia siniestra bajo el brillo mortecino de la
luna. Los bosques alrededor no eran más que manchas grotescas que amenazaban
con devorarla. Taloc se sintió acongojado por el imponente silencio que reinaba
en aquel lugar. Ni siquiera podía escuchar los chillidos de los monos o los
rugidos de los depredadores a los que estaba acostumbrado. Era como si aquellas
bestias comprendieran la amenaza que significaban las ruinas y las evadieran a
toda costa. Ante esta aterradora reflexión, al guerrero no le quedaba otra cosa
que confiar ciegamente en los dioses de su padre, para así poder continuar sin
el manto de horror atávico que amenazaba con agobiar su cerebro. El contacto
con la gema del amuleto consiguió aliviar la incertidumbre que le apretaba el
pecho. Soltó un leve suspiro, y luego de echarle una rápida ojeada al pasillo que se abría al otro
lado de la esclusa de piedra, se dejó caer en el interior de la milenaria
pirámide.
Lo primero que percibió al ingresar en el estrecho corredor fue la
decadencia que flotaba en el ambiente. Un hedor añejo que le revolvió la boca
del estómago. Una pestilencia agridulce que se adhería a las fosas nasales y
dejaba un sabor desagradable, casi metálico, en la punta de la lengua. Taloc se
pasó el dorso de la mano por los labios, pero la incómoda sensación permanecía
en su boca, al igual que había perdurado en aquellas silenciosas paredes por
cientos, incluso miles de años.
Resignado ante aquella podredumbre, el mestizo se concentró en
recorrer el oscuro pasillo, iluminado tan sólo por el destello lunar que se
filtraba como saetas de luz, a través de las esclusas que se alzaban dos o tres
codos por encima de su cabeza. Con manos sudorosas acarició la empuñadura de
cuero de su daga curva, mientras con la diestra palpaba la irregular superficie
del muro. Al cruzar un haz de luz plateada, descubrió que la pared estaba
repleta de turbadores alto relieves, que representaban escenas dantescas de muerte
y sacrificio, en las cuales seres amorfos despedazaban los cuerpos de víctimas
indefensas. Taloc sintió un escalofrío ascendiendo por su cuello al descubrir las
bizarras secuencias. Aún así, el anhelo de oro y aventuras era mucho más fuerte
que el miedo primitivo que comenzaba a apretujarle el corazón. Apartando
aquellas imágenes de la mente, trató de concentrar toda su atención en el
oscuro pasaje que comenzaba a curvarse hacia la derecha. Después de un buen
trecho que se le antojó infinito, sus pasos lo llevaron hasta una amplia cámara
rectangular, iluminada por varios hachones asegurados a las paredes con anillas
de cobre. Las facciones del guerrero se tornaron en un nudo de tensión. De
ahora en adelante tendría que extremar sus precauciones, ya que se estaba
internando en la boca del lobo. Como era su costumbre, permaneció al abrigo de
las sombras, tratando de olfatear el peligro a la distancia. No obstante lo
único que pudo percibir fue una fresca brisa que recorría el lugar, alejando la
pestilencia que le había acompañado hasta aquel momento. De pronto, un leve
sonido que parecía provenir de un acceso en el lado opuesto de la cámara llamó
su atención. Sus ojos advirtieron el fugaz destello que lamía aquellos muros.
Se apretó a la pared fría, tratando de evitar el fulgor de los hachones,
mientras enfilaba en esa dirección. No había avanzando ni cien pasos a través
del pasillo, cuando su corazón se paralizó al escuchar una siniestra letanía
cobrando fuerza en sus oídos. Se trataba de un canto oscuro, una sonido
aterrador que despertó los temores infundidos por aquel viejo sacerdote de
B’alam. Las advertencias de aquel hombre desfigurado parecían retumbar en su
cerebro en medio de un enloquecedor palpitar. Pero Taloc era digno hijo de su padre. Un danés que le enseñó
a enfrentar la adversidad con entereza, sin importar si ésta era causada por la
vileza de los hombres o la impiedad de los dioses. El muchacho aferró el talismán
con fuerza, como un náufrago que clava sus dedos en un trozo de madera podrida
en medio de una terrible tormenta. Una inexplicable energía ascendió por su
espalda, evaporando el miedo que amenazaba con reducirle.
Ahora aquel cántico perverso le serviría para hallar el camino en
medio de la penumbra hedionda y estancada que le envolvía. No tardó mucho en
descifrar el misterio. Luego de ascender por una empinada escalinata que
discurría en el interior de la pirámide, sus ojos se toparon de repente con la
majestuosa luna que flotaba en un firmamento repleto de estrellas. Avanzó con
cautela y descubrió que se hallaba sobre una plataforma de piedra, que formaba
parte de una grotesca efigie tallada en la cara exterior del edificio. Se paró
en lo que se suponía que era la lengua de aquella deidad amorfa, y quedó
maravillado ante el espectáculo de la jungla, oscura e impenetrable, que se
abría a sus pies. Sin embargo su atención se volvió hacia la escena que se
desarrollaba a menos de cuatro varas de distancia. Allí, iluminados por el
fulgor de grandes braseros tallados, se encontraban el curioso grupo que había
estado siguiendo. El canto de las mujeres se incrementaba por momentos, para
luego caer en un inquietante silencio, mientras uno de los hombres cautivos era
arrastrado hacia una plataforma en contra de su voluntad. Taloc se ocultó en la
penumbra, temiendo ser descubierto. Sus ojos siguieron el recorrido de aquel
desdichado hasta que fue entregado a los dos sujetos de capas oscuras y tocados
de plumas que había visto liderando la procesión. Sus músculos se tensionaron
al ver cómo aquel condenado se debatía sin éxito entre los brazos de sus
captores, al tiempo que uno de los sujetos de capa oscura alzaba los brazos al
cielo y comenzaba a recitar una retahíla en una lengua que el aventurero nunca
había escuchado en su vida, pero que le revolvía el estómago con cada una de aquellas
bruscas sílabas. Tan ensimismado estaba con todo aquello, que la sangrienta
escena que siguió a continuación le sorprendió por completo. Antes de que
pudiese siquiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, uno de los hombres
de capa oscura se paró justo detrás del prisionero arrodillado y, con un rápido
movimiento, le cercenó la garganta de un solo tajo, con un afilado instrumento
que refulgía bajo la luz de los braseros. Taloc volvió el rostro, asustado y
perplejo. Apenas tuvo tiempo de respirar antes de que sus ojos fueran testigos
del resto de la macabra ceremonia. En esta ocasión, la indignación y la impotencia
se sumaron a la larga lista de emociones que le atormentaban, ya que en ese instante
los sacerdotes oscuros estaban rellenado una orza de jade con la sangre que
manaba a chorros por la herida. Acto seguido, el que parecía liderar el grupo
levantaba la orza sobre su cabeza en actitud victoriosa, mientras los cánticos
demenciales de las mujeres desnudas parecían adquirir una fuerza demoníaca, al
retumbar en los muros de la pirámide. El hombre se volvió hacia su acólito, el
mismo que había degollado al desdichado, y ambos bebieron con frenesí del
contenido de la copa. A la vez que este horror tenía lugar, los guardias
arrastraban el cuerpo sin vida y le arrojaban sin contemplaciones a una boca
oscura que se abría a unas tres varas más abajo. El cadáver golpeó uno de los
bordes con un sonido seco, antes de desaparecer para siempre en aquel vacío.
Luego, los esbirros arrastraron a otro miserable para enfrentar el mismo
espantoso destino. Los gritos de aquel hombre permanecieron como una impronta
macabra en el cerebro de Taloc. Ni siquiera cuando su voz se silenció bajo el
cuchillo del verdugo, pudo el mestizo dejar de escuchar ese chillido
desesperado vibrando en su pecho.
Otros tres desventurados enfrentaron la muerte esa misma noche.
Taloc no pudo entender qué había impulsado a aquellos malditos a frenar su
carnicería. De lo que si estaba seguro era de lo que haría a continuación,
mientras la oscura herencia que fluía en sus venas le palpita en las sienes con
la ira vesánica de los dioses del acero que guiaban sus días.
VI
UNA OSCURIDAD
MALSANA ENVOLVIÓ las ruinas en medio de la noche. Incluso la diáfana luz de la
luna se había visto espesada por un banco de nubes negras que anunciaba una
fuerte tormenta antes del amanecer. Pero esto era nada en comparación con la
tempestad desatada en el corazón del silencioso guerrero que esperaba en las tinieblas,
acariciando con intensidad el acero que descansaba entre sus dedos. Los ojos de
Taloc refulgieron como dos gemas gélidas al asomar la cabeza al exterior. Había
permanecido oculto, escuchando las risas demenciales de las mujeres, mientras
celebraban los espantosos sacrificios llevados a cabo. Ahora, todo era silencio,
y la muerte recorrería una vez más aquellos corredores cargados de sufrimiento y
decadencia. El mestizo se deslizó como una serpiente por aquellos incontables pasillos
de piedra, ansioso por repartir la implacable justicia del norte en estas
tierras ignotas, plagadas de deidades monstruosas e insaciables.
Después de un largo trecho a través de tortuosos pasadizos y
cámaras desiertas, los esfuerzos del joven guerrero se vieron recompensados. Un
gran brasero ardía cerca de un batiente de cuero que se mecía con suavidad.
Taloc reparó en el hombre que prestaba guardia a un lado del acceso. No se
sorprendió al descubrir que tenía la misma calavera pintada de los sujetos que
le habían atacado días antes en la aldea de pescadores. Comenzaba a comprender
la magnitud del poder que los seguidores del vacío ostentaban en aquella
región. Ahora conocía la razón que había impulsado a los pescadores a
traicionarle. Sin duda era mucho mejor entregar un extranjero a estos
horrorosos asesinos antes que a un miembro de su propio pueblo. Taloc esbozó
una espantosa mueca, mientras la fuerza inflexible de la venganza ardía en su
interior. Poseído por una furia muda, permaneció agazapado en la oscuridad,
esperando el momento propicio en que el centinela bajara la guardia y los
vapores del sueño le envolvieran.
Fue tan sólo un cabeceo, pero fue suficiente para que el medio
vikingo saltara como un jaguar sobre el nativo. El hombre alcanzó a abrir la
boca, pero su grito se vio apagado por tres palmos de acero nórdico que le
cortaron la traquea y le cercenaron las cuerdas vocales. Taloc le sostuvo la
mirada mientras la vida se apagaba lentamente en aquellas horrorizadas pupilas.
El mestizo sintió la sangre tibia rodando por su antebrazo y se regocijó al advertir
la intoxicante sensación que traía consigo el castigar a un pervertido como
aquel. Dejó rodar el cuerpo y se internó
en la oscuridad de la habitación al otro lado del batiente.
Cuando salió de nuevo al exterior,
jirones de cabello oscuro pendían del filo enrojecido del hacha. En el rostro de piedra se adivinaba la locura
de los berserker, y en sus ojos de acero no había espacio para la piedad, no
después de lo que había visto aquella noche. Por ello, no sintió remordimiento
alguno cuando su hoja justiciera acabó con las brujas que moraban en aquel
lugar. Ni siquiera su exótica belleza pudo evitar el sino que ellas mismas se
habían forjado, al exaltar con sus cánticos malditos el sacrificio de aquellos
pobres desdichados.
Arrastrado por una ira incomprensible, Taloc recorrió el resto del
edificio, repartiendo muerte a todo aquel que se cruzaba en su camino. Las
hojas de obsidiana no eran rivales para el acero que portaba el mestizo, y
mucho menos en aquellos pasillos estrechos, en los cuales la lucha cuerpo a
cuerpo siempre se decantaba a favor de este último. Además, quiso la fortuna, o
tal vez los dioses del norte, que Taloc se topara con las inhumanas cámaras
donde los sacerdotes mantenían a los prisioneros. Muy pronto, la rebelión
estalló por toda la edificación e incluso en otras partes de la ciudad que los
seguidores del vacío tenían bajo su control. Sin duda aquella noche en medio de
la jungla, la muerte se daría un festín sin igual.
Después de liberar a los prisioneros, el mestizo enfiló por una
escalinata hacia la parte más alta del complejo. A pesar de las emociones que
le acosaban en aquellos momentos, el ansia por obtener una jugosa recompensa no
se había borrado de su mente. Ahora que la mayoría de los guardias estaban
enfrascados en una lucha desesperada por salvar sus vidas, imaginó que nadie
guardaría los tesoros de aquel templo impío.
Ascendió con las armas apretadas entre sus manos temblorosas y
manchadas de sangre. Se detuvo de golpe al notar la gran estancia que se
extendía al final de las escaleras de piedra. Se trataba de una cámara rectangular
de unos doscientos pasos de ancho por doscientos de largo. Estaba iluminada por
un fuego que ardía en la boca de un espantoso ídolo que le contemplaba
encolerizado desde la pared del fondo. Atónito, desvió la mirada hacia los
arcones de bambú repletos de gemas de todos los colores, piedras rojas, azules
y verdes que despedían destellos fascinantes e hipnóticos. A su lado asomaban
collares de jade y lapislázuli con esmeraldas y zafiro engarzados en ellas.
Máscaras ceremoniales y tocados con plumas de papagayo y quetzal completaban
aquella maravilla. Por un instante se vio consumido por la codicia más profunda
y, sin pensarlo siquiera, se apresuró a echar mano de todo lo que pudiese.
Absorto como estaba con aquel tesoro, no advirtió la sombra lobuna
que le acechaba desde la penumbra del salón. Tan sólo la afilada intuición
cultivada tras años de peligros le permitió sentir el olor del miedo y la ira
que expelía el enemigo. Su corazón se disparó en el pecho en el momento en que
se volvía como una bestia enjaulada y enfrentaba la amenaza que saltaba sobre
él.
No obstante su rival no carecía de pericia, y al notar que su
presa se retorcía hacia la derecha para evitar el golpe fatal, estiró el brazo
lo más que pudo y consiguió rasgar el hombro expuesto de aquel invasor.
Taloc sintió un ramalazo de
intenso sufrimiento que le obligó a soltar el hacha que tenía en la mano. Saltó
con torpeza mientras sentía la sangre tibia rodando por el brazo. Un dolor
caliente comenzó a palpitar en la herida, y comprendió que aquello comenzaría a
drenar sus fuerzas poco a poco.
Al ver al individuo de capa negra que le hacía frente, una furia
incontenible comenzó a rugir en su interior. Se trataba del mismo bastardo que
había degollado a los aldeanos. El nativo se libró del manto y el mestizo pudo
contemplar el cuerpo fibroso y lleno de cicatrices de aquel sujeto. Tenía la
misma mirada fanática de los hombres que había eliminado en la aldea, pero a
diferencia de éstos, sus ojos oscuros destilaban una frialdad inhumana propia
de una bestia. Taloc comprendió que se hallaba frente a un rival de cuidado y
comenzó a retroceder con lentitud hacia el centro del salón, un lugar espacioso donde podría
maniobrar con libertad. Aún conservaba la faca curva en el cinto, aunque
hubiese preferido utilizar el hacha con aquel maldito.
El nativo dibujó una mueca
espantosa, mientras el brillo de los braseros se reflejaba en sus pupilas como
el destello del infierno. Se quedó quieto unos instantes, sopesando la
situación y buscando los puntos débiles de su rival. Parecía dudar por unos momentos al notar la
extraña fisonomía y, sobre todo, los ojos glaucos que ardían en el rostro
furibundo de su contrincante
—¡Matad
al infiel! —rugió una voz a sus espaldas. Taloc se volvió y contempló el
rostro enjuto y cruel del hombre que había dirigido la execrable ceremonia. Le
señalaba con una mano huesuda repleta de anillo, al tiempo que volvía a repetir
con un acento gutural y sucio aquellas palabras—:¡Matadle y
traedme su corazón!
Esto fue suficiente para animar al esbirro, el cual se arrojó
hacia adelante impulsado por sus musculosas piernas. Taloc se echó hacia atrás
en el momento justo en que la hoja destellaba a medio palmo de su rostro. Con
dificultad consiguió evitar dos tajos que le hubiesen arrancado la vida. Una
finta a la izquierda le salvó la garganta, pero no pudo evitar que el filo de obsidiana
le mordiera el antebrazo, provocándole otra profunda lesión. El mestizo era
consciente de que su contrincante trataba de arrinconarlo para dar el golpe
final. La sangre no dejaba de manar de sus heridas, y sería cuestión de tiempo
antes de que el salvaje pudiese encontrar una entrada en su desesperada
defensa. No lo quedaba más que entorpecer aquella destreza cerrando su ángulo
de movimiento. Siguió realizando fintas y quites con su cuchillo, sin dejar de
retroceder, permitiendo que su rival creyera que estaba a punto de vencer.
Entonces, en un movimiento inesperado, saltó hacia el frente, aferró la mano
que esgrimía la hoja de piedra, y ante la sorpresa del nativo que no esperaba
aquel osado movimiento, Taloc le clavó la rodilla en la entrepierna. Un gemido
ahogado escapó de la boca del salvaje, pero antes de que pudiese reaccionar, el
acero frío del mestizo ya le había traspasado el ojo derecho alcanzándole el
cerebro. Un tenso silencio invadió el salón, mientras la fiera mirada de Taloc fulminaba
el semblante ceniciento del sacerdote del vacío. Un eco húmedo retumbó en los
muros cuando la hoja abandonó el cuerpo de su víctima. El otrora orgulloso diácono
parecía haber envejecido cien años cuando contempló con impotencia a aquel
demonio de ojos de acero avanzando con la resolución de una pantera hambrienta.
Intentó correr, pero no hizo más que enredarse en la larga capa negra que
pendía de su hombro con un broche de oro. Taloc advirtió el hedor del miedo y
de los esfínteres flotando en el ambiente.
***********
Después del
vendaval acaecido la noche anterior, aquella mañana el sol brillaba con fuerza
en un firmamento azulado. Cientos de buitres volaban sobre las ruinas, animados
por el hedor de la sangre derramada durante violenta rebelión de los aldeanos.
Taloc se sorprendió al ver cómo los hombres que había liberado se apartaban de
su camino con reverencial respeto. Musitaban al verle pasar y le contemplaban con
una mezcla de recelo y admiración. Tenía un petate repleto con todas las joyas
que había podido cargar, y había dejado el resto para los aldeanos como
compensación por los terribles tormentos a los que les habían sometido los
seguidores del vacío.
Los gritos de la multitud que se agolpaba al borde de la pirámide
llamaron su atención. Se abrió paso entre ellos sin dificultad y pronto pudo
constatar el motivo de tal alboroto. Se sentó en las escalinatas y allí
permaneció en silencio, mientras los aullidos de dolor del viejo sacerdote al
ser devorado con lentitud por las hormigas, eran ahogados por la alegría
salvaje de los nativos liberados.
FIN.
Me ha gustado bastante, Taloc me ha recordado por momentos al bárbaro Argoth al utilizar también un hacha.
ResponderEliminarSi Eihir, claro que la aventuras de Taloc acontecen en un mundo poco explotado en la fantasía y que tiene muchas posibilidades. Me parece que el mundo precolombino, sobre todo el que tiene que ver con los aztecas y sus cultos brutales, tiene mucha tela por cortar.
ResponderEliminarTengo otro relato del medio vikingo para subir al blog.