Publicada en Ragnarok No. 4
I
Naves en la distancia
El sol castigaba con fuerza la cubierta de la galera. El murmullo
espumoso de las aguas rompiendo contra la proa se veía opacado por el ritmo del
tambor que marcaba la velocidad de los galeotes,
un tronar acompasado que se asemejaba al latido de un gigantesco corazón.
Flavius Crasus recorrió los rostros
de los hombres que le acompañaban en la cubierta, la guardia designada para
proteger los intereses del Cuestor Claudio
Marcio Silano. En sus semblantes se advertía el desasosiego que les invadía
desde que avistaran al nutrido grupo de navíos que les seguía los pasos desde
el amanecer. Sus velas, adornadas con figuras fantásticas, acortaban cada vez
más la distancia que les separaba de las cuatro naves romanas.
A pesar de los insultos del cómitre, los remeros estaban al límite
de la extenuación. Era tan sólo cuestión de tiempo antes de que la flota
desconocida les diera alcance.
Flavius alzó la mirada hacia popa,
el lugar donde el Cuestor y el navarca discutían en voz baja sin
apartar la mirada de aquellos navíos. El legionario apretó el pomo de la espada
hasta que sus nudillos se blanquearon. En su fuero interno latía un mal
presagio que cobraba cada vez más fuerza. Se volvió hacia los hombres y sintió
la tensión que les carcomía por dentro.
Se ajustó las correas del peto de
cuero y se pasó una mano por la mata de cabello sudoroso.
—Estad preparados —dijo en un tono
que no admitía reparos—. Tal vez cenemos con el mismo Neptuno antes del
anochecer.
Los veteranos soltaron una carcajada
al escucharle, tratando de aliviar el desasosiego que hacia mella en sus
corazones. Flavius les comprendía. Nadie esperaba algo así y menos después de
pasar las costas de Rodas. El sexto sentido del curtido guerrero le indicaba
que la traición apestaba en el ambiente.
—Mi señor quiere veros, legionario. —La
voz del joven tribuno sacó a Flavius
de aquellas cavilaciones.
Libró los escalones que le separaban
del castillo de popa. El aire fresco golpeó su rostro y dejó el sabor del
salitre en sus labios. Desde allí las palas de los remos se asemejaban a un
gran ciempiés cabalgando sobre una planicie cristalina.
El legionario centró su atención en
el rostro del navarca. En aquella
expresión adivinó que la situación era mucho peor de lo que esperaba. Al fijar
la vista en lontananza comprendió el motivo de su preocupación. Seis trirremes
de casco bajo se alejaban del cuerpo principal y se acercaban peligrosamente a
la nave republicana más rezagada.
—Es el trirreme de Tyros. —El tono
del navarca estaba lleno de
consternación. Flavius imaginó que tal vez el líder de aquella nave condenada fuese
un viejo conocido de aquel sujeto.
—¿No hay nada que puedan hacer para
escapar? —El Cuestor seguía con
fascinación la escena que se llevaba a cabo enfrente de él. Era un hombre de
cabello encanecido y facciones enérgicas. Vestía una túnica blanca y portaba
una espada que pendía de un tahalí en la diestra. Las cicatrices que
sobresalían sobre su cuello atestiguaban un pasado marcial.
Flavius se acercó a la barandilla,
hipnotizado por aquel inquietante espectáculo.
—Son naves fenicias, mi señor —replicó
el navarca—. Su velocidad es
legendaria. —La voz del hombre se quebró al notar la maniobra de embestida que
una de ella comenzaba a realizar.
—Están perdidos —agregó en tono
lúgubre.
A pesar de la distancia y el
incansable ritmo del timbal que animaba a los galeotes, el crujido de las cuadernas de la nave romana al ser
alcanzada retumbó como el bramido de un trueno en sus corazones.
—¡Malditos bastardos…! —rugió el Cuestor con impotencia, aferrando con
fuerza la baranda del puente—. Nos van cazar uno a uno.
Nadie dijo nada. Todos centraron la
atención en los dos buques restantes que caían como leones hambrientos sobre
una presa malherida. No pasó mucho tiempo antes de que grandes lenguas de fuego
comenzaran a lamer la maltrecha galera romana. Con impotencia, Flavius y los
suyos contemplaron el final de aquellos hombres a manos de los piratas de
Zenicetes.
El navarca se irguió y fulminó a sus subordinados con la mirada.
—¡No permitáis que el sacrificio de
Tyros haya sido en vano! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Velocidad máxima hacia
el estrecho, tal vez podamos escapar de estos Mentulae!
El cómitre asintió y el ritmo del tambor se convirtió en eco fuerte y
rápido que cortaba la respiración. La nave fue ganando velocidad, y a Flavius
le pareció que el ariete de bronce que refulgía en la proa galopaba sobre las aguas
espumosas como una bestia enloquecida.
—Flavius Crasus—. El guerrero se
volvió al escuchar su nombre de labios del Cuestor.
Aquellos ojos negros le sostenían la mirada con orgullo, gracias a un vínculo
forjado en decenas de campos de batalla.
—A vuestras órdenes, mi señor —respondió
el legionario, llevándose la mano al pecho.
El Cuestor Claudio Marcio Silano sonrió sin alegría. Miró hacia la
flota enemiga que empezaba a perderse en la distancia y soltó un suspiro.
—Nos han tomado por sorpresa —dijo
sin volverse, contemplando los restos de la nave de Tyros mientras era devorada
por las aguas—. Esta vez no veo escapatoria.
Flavius aspiró el aire y sintió el
salitre abrasando sus pulmones. El viento soplaba con fuerza, haciendo crujir
las velas.
—Hemos sido sorprendidos muchas
veces, mi señor —contestó—, y siempre hemos conseguido salir airosos.
El patricio se volvió. En sus ojos se
leía el desconcierto que le acosaba a pesar de la serenidad que reflejaba su
semblante.
—Antes no estábamos en medio del
mar. —Extendió los brazos hacia las aguas verde azuladas que se extendían por
doquier—. Siempre había un sitio donde resguardarse y contraatacar, pero no
aquí Flavius… no aquí.
—Los dioses no nos abandonarán en
este brete, mi señor —insistió el legionario, tratando de levantar la moral de
su comandante.
Claudio Marcio Silano apretó los
labios y asintió apesadumbrado. El viento revolvía su melena con furia, dándole el aspecto de una
taciturna deidad.
—Quiero pediros un favor Flavius… un
favor de amigo—dijo con firmeza, mirando al legionario con gesto enigmático.
El guerrero trató de ocultar la
impresión que aquello le causaba. Nunca le había escuchado hablar de esa
manera.
—Lo que digáis, mi señor —replicó
con franqueza—. Estoy aquí para serviros.
—Os encomiendo la protección de mi
hija —le pidió el Cuestor con voz
queda. En su expresión se advertía la consternación que le atenazaba el corazón—.
Es una buena romana y sabrá qué hacer en caso de que la nave caiga en manos de
los bárbaros.
Flavius se estremeció al escucharle.
Comprendía muy bien lo que aquello significaba.
—Sin embargo es una mujer joven,
llena de vida —continuó el noble sin mirar a su interlocutor. No quería que
aquel soldado viese la angustia que le consumía—. Tal vez llegado el momento su
mano tiemble y la duda erosione su voluntad. —El patricio hizo una pausa y
respiró con fuerza—.Os ruego que le deis muerte en caso de no poder salvarla.
El legionario le miró, presa de un
frío estupor. Recordó a la jovencita que permanecía en el camarote. Apenas le
había echado un vistazo tras embarcarse en Brundisium,
y algunas veces cuando deambulaba por la cubierta antes del atardecer.
—Mi señor, saldremos de ésta —replicó,
tratando de evadir aquella pavorosa responsabilidad. Matar a un hombre armado
era una cosa, pero arrebatarle la vida a una cría indefensa era un asunto muy
diferente.
El Cuestor se volvió y posó la mano sobre el hombro del guerrero. Sus
pupilas refulgían con determinación y tristeza.
—Somos soldados, Flavius. Hemos
visto la muerte de cerca en muchas ocasiones y sabéis, tan bien como yo, que
esta situación es grave.
El legionario apretó los labios y
asintió en silencio. No tenía manera de rebatirle aquello.
—No os estoy dando un orden —continuó
el patricio con sinceridad—. Os lo pido como amigo. Librad a mi hija del
deshonor y las vejaciones que sufriría a manos de aquellos bastardos.
El viento sopló con vigor, el
cabello del noble se revolvió con furia, mientras la vela amenazaba con
rasgarse.
—Os lo prometo mi señor—respondió el
guerrero con un hilo de voz—. La protegeré con mi vida.
—Está bien Flavius. Podéis retiraros.
No esperaba menos de vos—replicó el patricio
sin ocultar el desasosiego que acompañaba estas palabras.
II
Enfrentando lo inevitable
Aquella tarde las naves piratas comenzaron a ganar terreno nuevamente.
Los legionarios permanecían bajo cubierta, aferrados a sus armas y soportando
el hedor de la sentina que surgía del nivel de los galeotes. La fetidez de decenas de remeros, hipnotizados por el
ritmo apremiante del tambor y los gritos del cómitre, se pegaba a sus cuerpos como una segunda piel. Sin
embargo, esto pasaba a un segundo plano al tratar de imaginar la suerte que les
esperaba a manos de los bárbaros. Todos habían escuchado las historias de
salvajismo y crueldad que se tejían en torno a los piratas. Por esa razón la mayoría
de ellos preferiría morir antes de tener la desdicha de caer en sus manos.
El Cuestor parecía haber recobrado la energía de sus viejas campañas.
Portaba un peto de plata resplandeciente, y la cimera roja de su yelmo ático
sobresalía entre los marineros que recorrían el puente de un lado a otro,
acomodando el velamen.
Flavius, en la boca de la escalera
de segundo nivel, observaba la desesperación del navarca mientras impartía órdenes y contra órdenes a los suyos. No
obstante nada de aquello parecía evitar que los trirremes piratas se acercaran
cada vez más. De vez en cuando volvía la vista hacia proa, tratando de imaginar
que estaría pensando la hija del Cuestor,
enclaustrada en aquellos estrechos aposentos. Recordaba su cabello ensortijado
en bucles azabaches y se estremecía al pensar en la macabra tarea de arrancarle
la vida.
—¡Mirad! —exclamó uno de lo
marineros, señalando la corriente que estremecía la vela en dirección contraria—.
Los dioses están de lado de esos malditos.
Un murmullo ahogado surgió en medio
de la cubierta. El navarca se
apresuró a repartir más indicaciones y, en pocos instantes, la vela principal
había sido plegada. Ahora tan sólo la fuerza bruta de los remeros les separaba
de la perdición.
Un silencio sobrecogedor se apoderó
de todos mientras el tañido inmisericorde del timbal retumbaba en los pasillos
del navío. A lo lejos, dos naves contrarias comenzaban a cerrar distancia con
el trirreme más cercano. Sería cuestión de tiempo antes de que aquella galera
sufriera el mismo sino del navío de Tyros.
Flavius volvió la vista hacia el
castillo de popa, el comandante ordenaba dar media vuelta y proteger a la nave
rezagada. El rostro del navarca se
ensombreció, pero el mandato del Cuestor
de Roma no admitía reparos. Al descubrir las intenciones de su líder, un grito
de júbilo llenó las gargantas de los hombres a bordo. Si tenían que enfrentar
su destino, lo harían con honor y aferrando una espada entre los dedos.
—¡ A cubierta todos! —ordenó el tribuno, asomando la cabeza por la boca
de la escalinata—. Equipaos con escudos y yelmos, les demostraremos a esos
bastardos lo que significa enfrentarse a Roma.
Flavius sintió una energía
intoxicante recorriéndole las venas. Una fuerza estremecedora que hacía hervir la
sangre en sus sienes. Se trataba de la bendición de Ares preparándole para la
matanza. Una sensación que no le era del todo desconocida.
—¡Velocidad de embestida! —La
enérgica voz del cómitre se filtró
por todos los rincones, aumentando la tensión asfixiante que les apretaba el
corazón. El compás del tambor se convirtió en un ruido insoportable que
amenazaba con hacer explotar el cerebro de los tripulantes, al tiempo que el
jadeo de los remeros se asemejaba al mugido de una bestia enfurecida.
Los piratas, enfrascados en rodear a
la nave romana, advirtieron con sorpresa el osado movimiento del trirreme
republicano que daba media vuelta para enfrentarlos.
Ya en cubierta, Flavius contemplaba
con ansiedad la desesperada maniobra de aquella embarcación para tratar de
escapar de la inevitable acometida. El Cuestor
les había tomado desprevenidos.
—¡Más velocidad! —Exigió Claudio
Marcio Silano desde el puente.
—¡Más velocidad! —repitió el cómitre, dos niveles más abajo.
El rostro de la Gorgona se apreciaba en
todo su esplendor sobre la vela principal del buque adversario. Flavius se
aferró al mástil al intuir la fuerza del impacto.
El ariete del trirreme golpeó sin
piedad a la altura de estribor. La punta de bronce reforzado se hundió en la
madera en medio de un crujido espeluznante, que se vio ensombrecido por los
alaridos de los miserables que fueron destrozados a su paso. Aunque Flavius
consiguió mantenerse en pie, algunos de los hombres salieron despedidos hacia adelante.
Los más afortunados tan sólo sufrieron algunas magulladuras, pero otros se
perdieron en las aguas del Mare Nostrum,
debido al peso de sus cotas de malla.
—¡Formad una línea compacta! —aulló
el tribuno, mientras la reacción de
los piratas no se hacía esperar. Una lluvia de dardos asoló la cubierta,
matando a varios marineros desprotegidos.
Flavius se irguió y sintió cómo la
nave se mecía peligrosamente. Los remeros ciaron con desesperación para sacar
el espolón, pero por alguna razón, éste permanecía atrancado en las entrañas de
la galera victimizada.
Alarmado, el legionario fue
consciente de que no tendrían más remedio que luchar hasta la muerte en contra de
los bárbaros. Otra andanada de saetas cayó sobre ellos. El golpe de los astiles
al golpear los escudos se sumó a los gritos desesperados que se escuchaban por
doquier.
Flavius alzó la mirada y contempló
al Cuestor señalando con
desesperación el puente de la nave pirata. Allí se comenzaban a amontonar los
supervivientes para asaltar su barco.
Sin perder tiempo, apretó con fuerza
la empuñadura de su gladius y corrió
hacia la proa, decidido a detener aquel avance.
—¡Adelante!¡¿Qué esperáis, bastardos?!
—gritó a todo pulmón, evadiendo el cuerpo del tribuno, que yacía a sus pies
atravesado por varias flechas.
Los hombres le siguieron en medio de
un fervoroso alarido, cargado de ira.
Algunos de los piratas comenzaban a
hacerse fuertes en la proa. Habían dado muerte a algunos de los marineros y se
preparaban para desperdigarse por los pasillos del puente. Los romanos formaron
enfrente de ellos. Eran apenas una veintena, pero sus escudos bermejos y el
fulgor incandescente de sus yelmos de bronce hicieron vacilar a los saqueadores
por unos momentos.
Formaban una línea de cinco con cuatro
en fondo, perfectamente organizada.
—¡Avanzad! —ordenó Flavius, ondeando
la espada por encima de la cabeza. Volvió la vista hacia el enemigo y reconoció
los rasgos orientales de los persas, la piel curtida de los egipcios y los
rostros rubicundos y barbados de los griegos. Una fuerza variopinta, ataviada
con caftanes deslucidos, mitras, túnicas, corazas y yelmos obtenidos en
pillajes a lo largo de la costa asiática. Portaban espadas griegas y celtas,
broqueles redondos con reborde de bronce y escudos de mimbre propios de los
pueblos orientales. Algunos estaban armados con hachas cretenses y picas
romanas.
Envalentonada por la masacre de los
marinos, la turba asesina se abalanzó sobre los legionarios sin orden ni
concierto. Los romanos cerraron filas, bloqueando el asalto con sus escudos.
Las lanzas y las hojas de los bárbaros lamieron la madera de las defensas,
buscando con desesperación un resquicio por el cual pudiesen encontrar la carne
enemiga. Pero los legionarios, más hábiles en el cuerpo a cuerpo, resistieron
la embestida y contraatacaron sin piedad. Los gritos de los piratas al ser
alcanzados por el filo de los gladius reverberaron
en el pecho de los romanos, animándoles a terminar de una vez por todas con
aquella gentuza.
Un gigante de cabeza pequeña dejó
caer su pesada hacha sobre el escudo de Flavius. El pavoroso impacto le hizo
recular, y una furia vesánica se apoderó de él al advertir la punta de bronce a
dos dedos de su rostro. Apoyó todo el peso del cuerpo hacia adelante, y golpeó
con la punta a través de una leve apertura en la defensa enemiga. El acero
atravesó el muslo de su contendiente. Éste dejó escapar un gemido de dolor y
perdió el equilibrio. Con un movimiento mecánico, Flavius abrió su propia defensa
y hendió la espada en la garganta enemiga. La sangre tibia le salpicó el
rostro. Una emoción oscura se apoderó del legionario. Se abalanzó sobre un
segundo blanco, un sujeto enjuto con la cabeza rapada que se protegía con una
rodela de madera, mientras blandía una falcata ibérica. Bastó un tajo lateral
para vaciarle las entrañas.
El combate se convirtió con rapidez
en una carnicería. Aquella turba no era rival para los disciplinados soldados
de la República. En
una accidentada retirada, los forajidos abandonaron la nave y buscaron cobijo
en su propio bajel. Pero los romanos no pensaban darse por vencidos tras librar
su navío de aquellas alimañas. En el mismo orden con el que les hicieron
frente, se tomaron los pasillos del trirreme rival, repartiendo la muerte sin
contemplaciones. Algunos de los aterrados corsarios prefirieron lanzarse a las
aguas antes de enfrentar la furia de sus enemigos.
Entonces, cuando la victoria era un
hecho, el sexto sentido de Flavius le obligó a volver la mirada hacia su propia
nave. En medio de la refriega nadie fue consciente de la grave amenaza que
navegaba hacia ellos a toda velocidad. Lo único que el legionario advirtió
antes del impacto, fue una vela con un gigantesco ojo multicolor. Las cuadernas
cedieron con un espantoso crujido y las
tres naves involucradas se revolvieron violentamente. Los alaridos de los heridos
atrapados en la sentina apretaron el pecho de legionario. Un crujido
horripilante que le cortó la respiración anunció el recular de la nave enemiga.
De inmediato, el trirreme romano comenzó a escorarse en medio de un pavoroso
gemido de madera, que se entremezclaba con los gritos de pavor de los galeotes atrapados en el nivel inferior.
—¡Volved a la nave! —rugió
desesperado, pensando en la suerte de su comandante. Corrió a través de la pila
de cadáveres y trastabilló en los tablones ensangrentados. Algo en su fuero
interno le pedía a gritos que se detuviera, pero una fuerza más grande que
latía en su pecho le impulsaba sin remedio hacia aquella nave moribunda.
Saltó sobre la proa en el mismo
instante que una lluvia de flechas barría el puente. Con horror, vio cómo el navarca y el Cuestor eran alcanzados sobre el castillo de popa. En medio de un
caos de sangre y muerte, Flavius se abrió paso a punta de acero a través de la
turbamulta de piratas que comenzaban a infectar el buque. Cubierto de sangre
enemiga de pies a cabeza, el legionario se abalanzó sobre los dos saqueadores
que ponían pie en el castillo de popa. Uno de ellos se volvió para enfrentarle,
pero ya era demasiado tarde, la hoja del gladius
le cercenaba el brazo derecho en un arco fulgurante. El sujeto se desmoronó en
medio de un alarido, pero la espada del romano le decapitó de un revés, antes
de que tocara el maderamen. La nave se removió con un crujido espantoso, y
Flavius tuvo que aferrarse de la barandilla para no perder el equilibrio. El
bárbaro restante cayó sobre el cuerpo del Cuestor
y le hundió una daga en las costillas, a través del resquicio de la coraza. Sin
embargo no tuvo tiempo de celebrar la victoria, el filo de una espada
ensangrentada afloró por su esternón con violencia.
Flavius apartó el cuerpo agonizante
del pirata y cayó de rodillas a un lado del comandante. Los ojos vidriosos del
patricio ardieron con fuerza al notar al legionario. Con una mano temblorosa, Claudio
Marcio Silano aferró el brazo de su camarada. Un esputo sangriento brotó de los
labios mientras balbuceaba con angustia:
—Mi hija… Flavius… mi retoño… —La
voz gangosa y quebrada estremeció al legionario.
Flavius intentó hablar, pero su boca
estaba sellada por la ira y la impotencia. El noble se revolvió en último
estertor y el brillo acongojado de sus pupilas se apagó para siempre.
El legionario retiró el anillo
senatorial de la mano inerte y se giró para contemplar el triste final de
aquella aventura. Los romanos restantes luchaban cuerpo a cuerpo contra una caterva
cada vez mayor. A estribor, una pentecontera
se acercaba con la cubierta repleta de piratas furibundos, listos para
reemplazar a los compañeros caídos.
Flavius comprendió que no había
esperanza. La suerte estaba echada. No quedaba más que cumplir la promesa
realizada al despojo que yacía a sus pies. Una sensación gélida le recorrió las
entrañas.
Aspiró el aire cargado de muerte y se deslizó
por la barandilla, evitando al grupo de corsarios que se hacía fuerte en el pasillo principal.
Luego de descolgarse por una tronera,
comprendió que la diosa fortuna le
sonreía en aquella ocasión. Un gran trozo de madera bloqueaba el acceso de los
bárbaros al corredor. Les podía escuchar en el exterior, tratando de forzar la
entrada. El agua comenzaba a lamerle las sandalias, y se estremeció al advertir
que los gritos de los remeros habían cesado por completo. Aquellos que no
consiguieron escapar sin duda fueron devorados por las aguas que engullían con
lentitud la nave. Debía actuar con rapidez si quería alcanzar los aposentos de
la chica.
Se movió con esfuerzo a través del
estrecho pasillo, temiendo en cualquier momento que el rechinar de la madera anunciara
el final del navío. Arriba, los sonidos del combate comenzaban a declinar.
Agobiado por las circunstancias, el legionario maldijo con impotencia el triste
sino de sus compañeros de armas. Deseaba con todas sus fuerza enfrentarse con
aquellos malditos y morir matando, pero había hecho un juramento a su viejo
comandante y la cumpliría a toda costa.
En medio de una violenta sacudida
alcanzó su meta. Golpeó la portezuela con desesperación pero no obtuvo
respuesta. Temiendo lo peor, apoyó el peso de su corpachón hasta que la madera
cedió finalmente.
Quedó paralizado al toparse con el
cuerpo que asomaba debajo de una viga de madera. Unas pupilas sin vida le
miraban desde el suelo en medio de un charco de sangre. El corazón le dio un vuelco al imaginar que
se trataba de la cría, pero al notar el rostro rubicundo del cadáver,
comprendió que era la esclava que siempre le acompañaba. Recorrió la estancia
con la mirada, apremiado por las voces de los piratas que intentaban acceder al
pasillo.
Sus ojos advirtieron una sombra
agazapada en un rincón, detrás de un pesado arcón. Corrió hacia ella y la rapaz
ahogó un grito de terror al ver a aquel sujeto de aspecto feroz, bañado en
sangre. Flavius se detuvo en seco al advertir el temor de la joven. Envainó la
espada y se movió con lentitud. Afuera, los gritos de los bárbaros se hacían
más acuciantes, al igual que los crujidos de la nave al ceder ante la presión
de las aguas que la engullían lentamente.
—Me envía vuestro padre —dijo en un
tono tranquilizador que era desmentido por la angustiosa expresión reflejada en
su rostro.
La muchacha estaba aterrada y fuera
de sí. El guerrero volvió la mirada hacia el corredor, mientras el agua ya
alcanzaba sus tobillos.
—Mi padre… —balbuceó la rapaz con
desesperación, recobrando el control —.¿Dónde está mi padre? —Los ojos oscuros
de la joven refulgían con un miedo cerval, un pavor que le desgarraba el alma.
La nave chirrió con violencia y se
escoró todavía más. Flavius aferró la viga de madera para evitar caer. La joven
patricia soltó un grito de horror al verse arrastrada hasta el rincón, pero en
un último momento sintió una mano fuerte sobre su muñeca. Alzó la vista y se
encontró con la mirada acerada de su salvador.
Flavius tiró con energía, a pesar
del agotamiento y los golpes que latían por toda su humanidad. Si no hubiese
sido por la cota desgarrada que le cubría, la muerte le hubiera reclamado en
aquel desigual combate.
La muchacha se aferró al travesaño y
miró al soldado con apremio.
—¿Mi padre…?—inquirió con un hilo de
voz. En su rostro desconsolado se adivinaba que ya conocía la respuesta.
Las voces de los saqueadores
llenaban sus oídos, acompañado por el chapotear de su avance a través de los
corredores inundados.
—Debemos salir de aquí —exclamó
Flavius con sequedad. Centró la atención en el resquicio que se alzaba a dos
codos por encima de su cabeza. Un chorro de luz se filtraba por la abertura. Se
irguió y levantó a la joven de un tirón. No pudo evitar sentir el corazón
acelerado y el cuerpo tembloroso de la cría. Sin decir palabra, la levantó para
que se izara por aquel conducto que antes había servido para encajar el puntal
que se hundía a sus pies.
La chica jadeó mientras cerraba aquellos
dedos entumecidos sobre la madera.
—Mantened la cabeza baja —le urgió
Flavius sin apartar la atención del umbral. Su afiliada intuición le advertía
que el peligro le respiraba sobre el cuello.
Y no se equivocaba…
…Un hombre ataviado con una cota
escamada y una espada larga irrumpió en el lugar. Unos ojos transparentes
cargados de locura se clavaron sobre el rostro del romano como puñales de
hielo. Con un rápido movimiento se abalanzó sobre su presa, pero el agua que le
cubría hasta las rodillas amortiguó la acción y permitió que su blanco se
escurriera por la amplia fisura.
Flavius sintió el palpitar furioso
del tajo que le lamió la pantorrilla. Sin embargo, hizo caso omiso de la herida
al advertir a los dos sujetos que caían sobre ellos en el puente. Echó mano al puñal
que pendía del cinto, y agachándose con un movimiento felino, evitó un tajo
horizontal que le hubiese arrancado la cabeza. Rodó hacia adelante y hundió el
arma hasta la empuñadura en la ingle de su rival. El pirata se derrumbó en
medio de un gemido sordo. Flavius se desentendió de él y se arrojó sobre el
segundo individuo, cerrando su ángulo de acción al atrapar la extremidad que
sostenía una pesada hoja curva. El aliento fétido y el sudor acre del mal
viviente le golpearon el rostro. A pesar del cansancio y las heridas, el romano
se las arregló para drenar sus últimas fuerzas. Su adversario era un asiático
de piel oscura y rostro cruel. Comprendía que ceder significaría la muerte a
manos de aquel bárbaro furioso. Su corazón dio un vuelco al escuchar los gritos
desesperados de la joven. El mismo sujeto que le hiriera la pierna había
conseguido ascender por la abertura, y ahora atrapaba a la muchacha entre sus
zarpas inmundas. La nave se escoró con un sonido aterrador y ambos guerreros perdieron
pie y desaparecieron en las furiosas aguas del mar.
III
La isla de los sátiros
Una sensación gélida le revolvió las entrañas al despertar. Se
encontraba sobre un jergón de paja en lo que parecía ser una extensa gruta.
Intentó erguirse, pero una punzada en la pierna derecha le recordó el tajo
sufrido en el combate. Se estremeció al rememorar lo sucedido. Un inmenso vacío
le atenazó el corazón al pensar en la muchacha.
Había fallado… le había fallado a un
hombre muerto.
Avergonzando y abatido, acarició el
anillo senatorial que coronaba su dedo anular. Las iniciales de Claudio Marcio
Silano destellaban bajo el leve reflejo del fanal que iluminaba la estancia.
Entonces Flavius se crispó la imaginar que era prisionero de los piratas.
Una silueta cobró forma en la
oscuridad y el legionario se pegó a la pared fría como un animal enjaulado.
La figura se convirtió en un hombre
rubicundo con el cabello enmarañado. Se detuvo al notar que le observaba con
detenimiento y esbozó un gesto extraño.
—Habéis tenido suerte —dijo en un
latín con pesado acento griego—. Si no hubiese sido por el cadáver al que
estabais aferrado, seríais pasto de los peces en estos momentos.
Flavius no replicó. Miles de pensamientos se agolpaban en su cabeza. La
imagen de un forcejeo salvaje bajo las aguas se materializó de repente. Unos
ojos aterrados y el golpe de una daga que inclinó la balanza a su favor.
Después de eso… nada… todo era confusión.
—¿Dónde estoy? —inquirió. El
estómago y la cabeza le daban vueltas.
—En un confín
olvidado, la última esquina del mundo —replicó el extraño con parsimonia, levantando los
brazos al cielo en actitud burlona.
—¿De qué diantre
estáis hablando? —protestó el romano, intrigado.
El sujeto soltó una amarga carcajada
que hizo eco en las paredes de la galería.
—Disculpadme —dijo —no suelo tener
mucha compañía en este peñón olvidado por los dioses.
Los ojos del legionario se entrecerraron, estudiando a su interlocutor.
La idea de que se trataba de un alienado cruzó su mente.
Las pupilas del forastero ardieron con intensidad.
—Os encontráis
en el único lugar que la escoria de Zenicetes nunca osaría hollar. —Había una
profunda amargura en aquella frase.
Un gesto de asombro enmarcó el semblante del legionario.
El viejo sonrió y continuó—:Según la leyenda, un ejército de sátiros guarda
este lugar desde tiempos inmemoriales. —Sus ojillos brillaron con ironía—.Se dice que
todo hombre que pone pie en está isla pierde la razón de manera irremediable.
Por eso incluso los piratas siguen de largo al cruzar cerca de estas costas.
—Al parecer quien
dijo aquello estaba en lo cierto —replicó
Flavius con una mezcla de ironía y resignación.
El extraño le miró por unos instantes antes de romper en carcajadas.
—Me agradáis,
romano —exclamó con un elaborado gesto—. Tal vez por ello los dioses me arrastraron hasta
el estrecho para salvaros.
El gesto de Flavius se ensombreció.
—¿Visteis lo
que sucedió con los demás? —inquirió con un hilo de voz.
El viejo se revolvió la melena enmarañada y soltó un bufido.
—Los más
afortunados murieron —replicó con aire sombrío—. A los demás les espera un destino aún peor.
Flavius se envaró. Su rostro se crispó en una mueca de impotencia. De
pronto sus ojos de acero refulgieron con intensidad vesánica.
—¡¿Estabais allí?! — gesticuló
con firmeza.
—No era
necesario —argumentó el viejo—. Los he visto envarar sus galeras en la isla al
otro lado del estrecho. La fuerza principal ha partido hacia el norte, pero
algunas naves permanecen allí, esperando que pase el temporal, para luego transportar
a los prisioneros a los mercados de esclavos de Chipre y Egipto.
La pena que asfixiaba el corazón del romano se disipó al escucharle. El
gesto adusto que enmarcaba su cara se convirtió en una profunda resolución.
—¡Estáis diciéndome
que esos bastardos aún rondan estas aguas! —En su afán saltó como
un lince y aferró el brazo del forastero. El viejo reculó al notar la ira que
latía en aquella mirada enfebrecida.
—Permanecen al
otro lado del estrecho —puntualizó, hipnotizado por la fuerza que emanaba del soldado—. Pero no
debemos llamar su atención, sería peligroso y…
Flavius se irguió, olvidando el palpitar de la pierna debido a la
emoción que le embargaba. No todo estaba perdido, tal vez aún hubiera una
oportunidad de cumplir con su promesa y salvar al retoño del Cuestor.
—¡Debéis
llevarme hasta allí ahora mismo! —exclamó con ardor, cerrando sus manos sobre los
hombros del viejo.
El semblante del hombre se oscureció y su mirada se manchó con un
pánico atávico.
—¡No! —Se revolvió
con la fuerza de la desesperación, librándose de la presa del legionario—. No puedo
hacerlo… no puedo hacerlo. —Sus ojos, antes joviales, se desfiguraron en un
rictus de dolor.
Flavius quedó petrificado al notar el brusco cambio en la actitud de su
interlocutor.
—Esos animales
me lo arrebataron todo… —graznó, encogido en un rincón. La luz del fanal creaba sombras
inquietantes en aquel semblante congestionado. El cabello revuelto y la barba
hirsuta le daban el aspecto de un ser demencial.
El romano comprendió que aquel sujeto guardaba una aflicción inmensa. Respiró
con fuerza y se sentó a su lado sin pronunciar palabra.
El viejo permaneció en silencio por largo rato, con la mirada perdida
en la débil llama del candil. Entonces se volvió hacia el guerrero y sus labios
relataron una historia de infamia e injusticia. La historia de un mercader llamado
Myrtakos, que un día se vio atrapado por los vaivenes del destino al caer en
manos de las implacables huestes de Zenicetes. Los piratas asesinaron a los
suyos y abusaron sin piedad de su hija enfrente de sus propios ojos. Después de
saciar sus retorcidas pasiones, le cortaron el cuello y lanzaron el cuerpo a
las aguas para que fuera devorado por las bestias marinas. Sin embargo quiso la
fortuna que la bendición de la muerte no alcanzara al mercader. Los mal
vivientes le perdonaron la vida a costa de todas sus riquezas. Desde ese
momento, el viejo perdió el gustó por la existencia y deambuló sin rumbo fijo,
acosado por los fantasmas del pasado y acongojado por la pérdida de sus seres
queridos.
Flavius no pudo evitar sentir una profunda empatía por aquel ser
atormentado. Se limitó a escuchar el escalofriante relato, guardando para sí
mismo el temor de que algo similar le hubiese sucedido a la hija de Cuestor. Un
sudor gélido le bañaba la espalda al escuchar el final de la crónica.
Un mutismo sobrecogedor los invadió. Afuera de la caverna se podían
escuchar el retumbar de los truenos y el chasquido de los relámpagos.
Flavius se volvió hacia el viejo. En su cara se apreciaba una serena
resolución. La luz de la linterna destelló como un diamante helado en sus ojos
grises.
—Es el momento
de la venganza, Myrtakos.
—El eco de la última frase permaneció flotando en el
ambiente.
El hombre levantó la vista y escrutó con intensidad el pétreo semblante
del romano. Las huellas de la guerra se apreciaban en sus músculos nervudos y
en la cicatriz que le cruzaba la barbilla. Todo en él exudaba un aire
peligroso.
—¿Qué pueden
hacer dos hombres en contra esa horda de desalmados? —inquirió con dolorosa angustia.
—Hay una joven
en manos de esos animales —rebatió Flavius con dureza— ¿Queréis que sufra el
mismo destino de vuestra hija?
Los rasgos del Myrtakos se convirtieron en una máscara de desolación.
—¡¿Qué puedo
hacer yo contra el poder de esos asesinos?! —gimió descontrolado.
El rostro desgarrado por el sufrimiento y la impotencia—. No soy más que un
cobarde que no fue capaz de salvar a su propia estirpe de la perdición. —El viejo
hundió la cara entre sus palmas con desesperación.
La mano del legionario se posó con gentileza sobre el hombro de
Mytarkos.
—Debéis invocar
una fuerza superior para aplastarlos—dijo con firmeza—. El poder de Roma os
ayudará a consumar vuestra revancha.
El mercader levantó la cabeza y miró a Flavius con intensidad.
—Y ésta será la
chispa que encienda esa ira —dijo, entregándole el anillo senatorial que
portaba en su dedo.
Myrtakos examinó el aro de hierro con recelo, deteniéndose por unos
instantes en las iniciales garabateadas en el metal.
—Esa argolla
representa el poder de los gobernantes de Roma—continuó Flavius—. La portaba
un hombre justo que fue asesinado por esos malditos durante el ataque.
Myrtakos cerró el puño sobre el anillo y contempló al romano con entereza.
Un fulgor airado se apreciaba en su mirada. El legionario comprendió que había
conseguido devolverle algo de dignidad
—¿Qué puedo
hacer entonces? —inquirió con ansiedad. La obsesión de cobrar cuentas con aquellos
miserables crecía a pasos agigantados en su pecho.
—A un día de
aquí hay una guarnición romana —explicó sin apartar la vista de aquel rostro
receloso—. Debéis navegar hasta allí en vuestro bote y entregarle el anillo al
comandante. Él sabrá qué hacer cuando le expliquéis lo sucedido.
Myrtakos abrió los ojos de par en par.
—¡Pero navegar
en la tormenta sería una locura!... además…
Los dedos de Flavius se cerraron como cepos sobre el hombro del
mercader, sus pupilas refulgieron con una intensidad escalofriante.
—¡Debéis
hacerlo Myrtakos! —insistió con desesperación—. La memoria de vuestra familia lo merece.
El viejo agachó la cabeza, avergonzado. Luego alzó la vista con decisión.
—Qué los dioses
me protejan —exclamó con un suspiro—. Lo haré, si
que lo haré.
Flavius asintió, ofreciéndole el amago de una sonrisa.
—¿Vendréis
conmigo, entonces? —le urgió el anciano.
—No —contestó el
legionario con aire sombrío—. Esperaré un día después que hayáis partido para
poner pie en esa isla.
Myrtakos le miró sin saber qué contestar.
—Entonces
moriréis —dijo después de unos momentos de profunda reflexión.
—Qué se haga la
voluntad de Júpiter —le respondió Flavius con resignación, consciente de la dura faena que
tendría por delante.
IV
Una luz en medio de las
tinieblas
La herida palpitaba
con furia y le parecía que las tres leguas que le separaban del otro lado de
estrecho se convertirían en su tumba. El mar, animado por la tormenta que
bullía en el cielo, desataba toda su ira en contra del humano que se atrevía a
violentar sus dominios. Flavius se aferró con desesperación al trozo de madera
que le mantenía a flote. Un temor desconocido comenzaba a mellar su voluntad,
mientras era castigado por el fuerte oleaje y luchaba con tenacidad para no ser
arrastrado hasta mar abierto. Tenía la cara quemada, los ojos le ardían como
tizones encendidos y el sabor amargo de la sal le invadía los pulmones, pero
una voluntad de hierro forjada en los campos de batalla, consiguió aplacar el pánico
que comenzaba a aplastar su pecho. En los breves instantes en que el dolor y la
agonía mermaban sus fuerzas, recurría al recuerdo del rostro suplicante de
Claudio Marcio Silano rogando por su hija. Entonces, una energía oscura brotaba
del odio que anidaba en su corazón, dotando de nuevos bríos a su extenuada
humanidad.
Agradeció a los dioses cuando sus manos se despellejaron contra las
piedrecillas afiladas de la playa. Desmadejado, permaneció en silencio,
escuchando el tronar de la sangre en las sienes mientras su cuerpo no dejaba de
temblar y las gotas de lluvia se le clavaban en el rostro como agujas heladas.
En ese momento se preguntó si todo aquello habría valido la pena. Se encontraba
en una isla infestada de asesinos, portando tan sólo un cuchillo artesanal que
el viejo Myrtakos había cedido de mala gana. Sonrió para sus adentros al
imaginar que había enloquecido al urdir aquel plan desesperado. No obstante,
extrajo fuerzas de la desesperación y decidió seguir adelante…. Ahora todo
dependía de aquel anciano medio loco y del anillo que portaba consigo. Tan sólo
esperaba que Júpiter y Neptuno se apiadaran de su causa y le tendieran una mano.
El refulgir de los
relámpagos iluminaba el firmamento, dotando de un aura espectral a cuanto le
rodeaba. El romano se pegó a la roca húmeda sin dejar de avanzar a través de
aquella penumbra. El sonido de las olas explotando contra las rocas retumbaba
en sus oídos con un eco enloquecedor. Con el corazón a punto de salirse del
pecho, se detuvo en un roquedal para examinar los alrededores. Algo en su
interior latía con desasosiego, anunciándole la cercanía del peligro.
De repente sus ojos, acostumbrados ya a aquella lobreguez, se centraron
en los tres pequeños círculos de luz que se apreciaban en la distancia. Formas
difusas bailaban cerca de las hogueras. Flavius apretó la mandíbula y
cerró los dedos sobre la empuñadura del
cuchillo. El deseo de venganza recorrió su cuerpo como un efluvio intoxicante
que le calentó la sangre en las venas. El frío y las penurias dejaron de importarle,
lo único que le preocupaba ahora era saciar aquel aterrador anhelo.
Allí estaban los miserables que habían causado la muerte de los suyos.
Y si los dioses estaban de su lado, entonces encontraría también a la chica y
saldaría la deuda de honor que le ataba al Cuestor
desaparecido.
Arrastrándose como una serpiente a través de los pedruscos, se detuvo a
menos de doscientos pasos de la primera
pira. Sonrió para sí al comprobar que los piratas se creían seguros en aquel
lugar. Tres galeras permanecían varadas en la playa, sus perfiles desdibujados se
insinuaban bajo el reflejo de los fuegos. Varios hombres dormitaban cerca de la
luz, protegidos de la lluvia con mantos embreados, mientras media docena
prestaba guardia. Portaban túnicas, cascos cónicos y picas con cabeza ancha.
Algunos vestían justillos de cuero, pero ninguno tenía coraza metálica. Flavius
volvió la vista hacia el rincón más alejado del campamento. Desde su posición,
avistó a los bandidos que escoltaban a un grupo amontonado lejos de la pira.
La emoción le cortó la
respiración al intuir que se trataba de los supervivientes del ataque. Una
oleada de esperanza le abrumó al comprender que no estaba solo en aquel brete.
Sus ojos se estrecharon y ardieron con resolución. Ya sabía que era lo primero
que tenía que hacer.
El egipcio se
arropó en la piel y maldijo en su lengua. No estaba acostumbrado a las gélidas
corrientes y a las tormentas que asolaban aquellas misteriosas islas. Volvió la vista hacia los sombríos picos que
se recortaban al otro lado del estrecho, y se estremeció al recordar las
siniestras historias que se tejían alrededor de la Isla de los Sátiros. Se dio
media vuelta para alejarse de aquella visión espectral, pero quedó paralizado
al toparse con los ojos de hielo que le miraban con intensidad. Intentó
reaccionar, pero antes de poder mover un músculo, un fulgor de plata le rebanó
la garganta de un solo tajo. Se desmoronó ahogándose en su propia sangre.
Flavius se deshizo del cadáver y cambio los harapos que vestía por la
túnica y el justillo que portaba su víctima. Una sensación de alivio le invadió
al aferrar de nuevo una espada. Acto seguido, se deslizó a través de las
sombras hasta la galera más cercana.
Se coló en el interior sin encontrar resistencia, perdiéndose por las
escaleras en dirección a la sentina, con la esperanza de hallar algo de
utilidad para crear una distracción. Su rostro esbozó un gesto triunfal al
toparse con varias ánforas selladas con cera. Sin perder tiempo, vació el
contenido sobre el maderamen y se alejó por la escalinata. El líquido negruzco
se esparció con lentitud, filtrándose por todos los resquicios posibles.
Flavius se limpió el sudor que le escocía los ojos y lanzó una lámpara de
aceite sobre la brea.
La calma nocturna se vio violentada por los gritos de alarma de los
piratas. Grandes lenguas flamígeras envolvían la nave con sus hambrientos
apéndices, amenazando la integridad de los navíos restantes. Los hombres que
dormitaban se irguieron asustados, empujados por los alaridos desesperados de
sus camaradas. Ni siquiera la lluvia parecía capaz de conjurar aquella
hecatombe.
Flavius, aprovechando la confusión, se abrió paso entre los rostros
congestionados de sus enemigos. Aferró la espada con fuerza, sin apartar la
vista del grupo de prisioneros. El vigor de las flamas consiguió arrancar
destellos mortecinos de aquellos semblantes macilentos.
Embelesado por el fuego, uno de los centinelas descubrió demasiado
tarde a su agresor. Portaba un coselete de cuero con refuerzos de láminas de
bronce, pero esto no impidió que la hoja de Flavius se hundiera tres palmos a
través del resquicio de las correas. El hombre profirió un alarido que se vio
ahogado por los gritos de los hombres que intentaban sofocar la conflagración.
Atónitos, los prisioneros se quedaron mudos al notar la furia con que
aquel sujeto hundía de nuevo la espada en aquel cuerpo quebrado. Las llamas cortaban
su silueta a contraluz, otorgándole un aura demoníaca. Muchos se estremecieron
al verle avanzar en su dirección, convencidos de que se trataba de la misma
personificación de Ares.
Entonces, un gemido de emoción se ahogó en sus gargantas al reconocerle.
Flavius se arrodilló enfrente de un sujeto de ojos hundidos y el rostro
demacrado.
—¡La muchacha!,
¿dónde está? —inquirió con ansiedad. El hambre de muerte refulgía en aquella mirada
acerada.
El marinero tragó saliva y le señaló con el mentón un pequeño altozano.
—El bastardo
que les comanda permanece allí arriba, legionario— contestó con vos
rasposa—. En una tienda la mantiene cautiva.
Flavius sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Recordó lo
sucedido al retoño de Mytarkos y una furia ciega le hizo estremecer.
—Liberad a
vuestros compañeros —jadeó, tratando de controlar aquella ira irreflexiva—. La ayuda
vendrá en camino si Neptuno nos es propicio.
El sujeto asintió con apremio, tomando el cuchillo entre sus dedos
temblorosos. Flavius esbozó una sonrisa demencial y enfiló hacia la cima con la
espada resplandeciendo en la diestra. La hora de la verdad había llegado.
Impulsado por un poder primigenio que surgía de su interior, el
legionario libró con rapidez el trecho rocoso que le separaba de la cúspide.
Pegó el pecho a tierra al advertir las cuatro figuras que corrían en dirección
contraria para combatir el fuego. Sin duda parte de la escolta del líder de
aquella escoria.
A continuación levantó la vista y examinó la tienda de fieltro que
destacaba a veinte pasos de allí. Tres braseros iluminaban la entrada y a los
dos sujetos que no apartaban los ojos del desastre que ocurría en la playa.
Flavius escuchó el lamento de la madera al ceder ante la furia de las flamas, y
volvió la cabeza para ver cómo el fuego atrapaba entre sus fauces al siguiente navío.
Sonrió con ira primitiva al arrojarse en contra de aquellos individuos.
Uno percibió la furiosa silueta que se arrojaba sobre ellos. Alcanzó a extraer
la espada del tahalí y, con un movimiento diagonal, consiguió desviar un golpe
que le hubiese abierto en canal. Su agresor se revolvió hacia la izquierda con
agilidad gatuna, clavando el acero fulgurante en el pecho de su compañero.
El pirata reculó horrorizado al ver cómo su camarada se derrumbaba en medio
de un gemido entrecortado, sin haber tenido oportunidad de defenderse.
Los ojos de ambos se encontraron, y el corsario pudo estudiar aquel
semblante de líneas duras y la mirada despiadada que le taladraban el alma.
Pero el bárbaro era un hombre ducho en combate, y después de la primera
impresión, una fría calma se apoderó de sus sentidos. Sonrió con descaro antes de
arremeter contra el intruso, consciente de que era la única barrera que le
separaba de su líder.
Los aceros de ambos gimieron al estrellarse, levantando una explosión
de chispas. El hombretón era alto y fornido, portaba una espada celta y sus
movimientos eran pesados y letales. Flavius, por el contrario, luchaba con la
agilidad de una serpiente, golpeando aquí y allá sin darle tregua a su rival.
El caos que reinaba alrededor dejó de preocuparles, se hallaban imbuidos en la mortal
danza del acero, buscando con ansías la carne rival.
El bárbaro comenzaba a perder terreno frente a la agilidad del romano,
pero un golpe de suerte le permitió burlar la guardia de éste y lanzar un tajo
horizontal que por poco le decapita. Flavius reculó en un último momento y sintió como el metal cortaba el aire a
pocos dedos de su mejilla. Trastabilló y una agonía terrible le paralizó la
pierna. La sensación tibia de la sangre lamiendo su tobillo le confirmó que la
herida se abría de nuevo. Renqueó hacia atrás, y tan sólo en ese momento
descubrió a la figura enjuta y cruel que le contemplaba desde el batiente de la
tienda. Por su caftán adornado con piedras preciosas, comprendió que se trataba
del líder de aquella turba asesina.
—¡Acabad con
él! —graznó con un chillido cargado de rabia—. ¡Haced sufrid al
maldito!
Al fondo, el resplandor de los fuegos aumentaba y los sonidos del
combate llenaban el ambiente. Flavius entendió que los cautivos luchaban con
uñas y dientes en contra de sus captores. Esto le otorgó un nuevo aire que
aprovechó lanzando un tajo que lamió el coselete rival. El bárbaro de piel
cetrina retrocedió al notar los nuevos ímpetus del legionario. Los sonidos de
las espadas se convirtieron en una reverberación que se entremezclaba con el doloroso latir de su pierna lastimada. El
corsario acometió con un arco diagonal, sin abrir la guardia. En otro momento,
Flavius, hubiese burlado aquel brusco golpe con facilidad, pero ahora, agotado
y herido, apenas logró evadirlo con torpeza. La punta afiliada le mordió con
saña el hombro derecho, aumentando el rosario de cortes que marcaban su
humanidad.
El bárbaro sonrió con crueldad al notar los pobres movimientos de su
rival y la desesperación que asomaba en su semblante. Respiró hondo y apretó la
empuñadura, presto a rematar la faena. El legionario, jadeante y bañado en
sudor y sangre, se limitó a esperar el siguiente embate de su contrincante. Tenía
una sola oportunidad y no la podría desperdiciar.
—¡Matadle,
partidlo en dos como a un cerdo! —aulló su amo con una mueca triunfal,
desentendiéndose del caos que reinaba alrededor. Toda su atención se centraba
en los dos hombres que luchaban a muerte enfrente de la tienda.
Entonces, después de unos
momentos que se hicieron eternos, el hombretón saltó sobre Flavius en medio de
un alarido estremecedor. Éste esperó hasta el último latido para lanzarse hacia
la derecha con presteza y golpear la rodilla de su rival con el reborde de la
espada. El acero rasgó hueso y músculo, levantando una nube de sangre. El
bárbaro cayó fulminado con un gesto de sorpresa que no se borró ni cuando el
romano hundió la hoja en sus entrañas.
Flavius se alzó con dificultad para encarar al patrón de aquella turba,
pero quedó paralizado al advertir la punta que refulgía en el arco que portaban
entre sus dedos. El dardo apuntaba hambriento hacia su pecho.
Un gesto de malignidad y placer malsano llenó aquel semblante
descarnado.
—Aquí termina
vuestra suerte, perro romano —graznó en un latín apenas entendible.
Flavius se dio por muerto, las piernas apenas le sostenían y el
justillo que portaba no detendría aquella letal punta de bronce.
De pronto, una sombra emergió del entoldado y aquel individuo se
revolvió en un estertor horrible antes de desplomarse sobre el firme.
Soltó un chillido estremecedor cuando la cría semidesnuda saltó sobre
él, y sumergió una y otra vez una daga enjoyada en su espalda. Los chillidos se
convirtieron en espeluznantes jadeos hasta que aquel despojo sanguinolento no
se revolvió más.
La muchacha se irguió. Respiraba con dificultad, salpicada de líquido
vital de pies a cabeza. Su mirada febril se clavó entonces sobre el hombre que
le miraba en silencio a unos cuantos pasos de allí.
Levantó la hoja manchada de sangre y su delicado rostro se deformó en
una mueca aterradora, lista para defenderse como una bestia arrinconada.
Flavius soltó la espada y avanzó despacio hacia ella. El hedor del humo
y la madera quemada se entremezclaba con el sabor cobrizo de la sangre en sus
labios.
—Habéis vengado
a vuestro progenitor —dijo, estirando la mano hacia la joven—. No se equivocaba al
decir que erais una buena romana.
La hija de Claudio Marcio Silano se derrumbó y clavó las uñas ensangrentadas
en los brazos del legionario, antes de romper a llorar con desesperación.
Flavius permaneció aferrado a ella hasta el amanecer, cuando las velas
de la flota romana asomaban en lontananza y los supervivientes de aquel
desesperado combate rompían en expresiones de júbilo, tras haber sometido a sus
captores.
FIN
Glosario
Galeotes: Esclavo
de galera.
Cómitre: Hombre que dirigía la boga de las
galeras y tenía a cargo los galeotes.
Navarca: Comandante de un buque romano.
Cuestor: Magistrado romano encargado
de la administración y recaudación de fondos públicos.
Tribuno: Jefe de un cuerpo de tropas entre los romanos.
Mentulae: Insulto latino que se refiere a los órganos sexuales
masculinos.
Brundisium: Actual Brindisi en Italia.
Mare Nostrum: Nombre del Mediterráneo en tiempos romanos y bizantinos.
Gladius: Espada romana, adaptada de la falcata ibérica después de las
guerras Púnicas.
Pentecontera: Navío de guerra griego con cincuenta remeros.
Leído, apasionante historia del legionario Flavius contra los piratas, pobrecitos ellos que no sabían a quien se enfrentaban. Felicidades por el relato.
ResponderEliminarGracias compañero, siempre había querido escribir una historia de combate en galeras desde que volví a ver a Ben Hur. La batalla naval que se desarrolla allí es magistral.
ResponderEliminar