Publicado en Ragnarok No. 5
“… Y entonces Kaervak, el señor
de la guerra más despiadado de los temibles yagurhar, unificó las tribus a
sangre y fuego y emprendió la campaña más anhelada de sus antepasados: La
conquista del moribundo imperio del oeste…”
Anales de la frontera, libro
XXVIII
I
La sangre de un rey vencido
El firmamento
impoluto se vio manchado por el humo negro y grisáceo que emanaba de la urbe
moribunda. El hedor de la perdición infectaba las callejas y las almenas
conquistadas. Un ejército de cuervos y buitres circundaba la ciudad, ávido por
disfrutar del festín que se abría a sus pies. En los estrechos callejones, los
desafortunados habitantes intentaban con desesperación escapar de la furia de
los bárbaros de rasgos salvajes que repartían la muerte por doquier, sin
respetar niños y mujeres.
Más allá, en el centro de la metrópoli, sobre un zigurat escalonado que
parecía ajeno al caos que le circundaba, un grupo de hombres se abría paso hacia
la cúspide. Sus yelmos puntiagudos destellaban bajo el sol matutino al igual
que las corazas de bronce que portaban bajo gruesas pieles de reno.
Eran guerreros fieros, forjados en las interminables estepas que se
extendían desde el Este hasta los confines de la tierra conocida. Hombres
acostumbrados a privaciones y horrores olvidados ya por los pueblos
civilizados.
Entre ellos destacaba un sujeto de pómulos altos y ojos crueles. Debajo
del almete sobresalía una gran trenza negra que le alcanzaba la cintura, donde
descansaba una cimitarra con un mango ricamente enjoyado. Se trataba de
Kaervak, señor de los yagurhar. Rodeado por sus legados de confianza, fijó la atención
sobre el sujeto que se debatía en el altar. Los ojos de bárbaro no demostraron
ninguna emoción al posarse sobre el orgulloso semblante del adversario
derrotado. Las pupilas del prisionero refulgían con intenso odio.
Kaervak sonrió, admirado por la entereza de aquel hombre sujeto a su
merced. Un silencio extraño se alzó entre todos lo presentes. La corriente
traía consigo el hedor de la muerte y la zozobra. Los gritos ahogados de los
inocentes asesinados se diluían en la furia del viento que azotaba el vértice
del edificio.
De pronto aquel mutismo se vio roto por un murmullo mezquino que consiguió
impresionar a los combatientes. Un hombrecillo envuelto en una piel nauseabunda
libró los últimos escalones y encaró al grupo de guerreros que le contemplaba
con recelo. Tras él, dos sujetos de cabeza afeitada y rostro tatuado,
arrastraban a un jorobado atado del cuello a un largo lazo. El miserable,
ataviado con harapos, se debatía en medio de horrendos chillidos. Algunos de
los guerreros realizaron un signo con los dedos y retrocedieron unos pasos.
Kaervak, por el contrario, permaneció incólume, fulminado al recién llegado con
ojos de hielo.
El hombrecillo se revolvió el cabello enmarañado y se arrojó a los pies
de su amo. El señor de la estepa asintió y un gesto incomprensible asomó en
aquellas facciones resecas y enfermizas.
De un salto se irguió y afrontó
al individuo postrado en el retablo. Éste se sobrecogió al advertir aquel
repugnante ser respirando sobre su rostro. Una peste inmunda emanaba de
aquellos dientes ennegrecidos que le sonrieron de manera escalofriante. Entonces
un sudor frío le recorrió la espina dorsal al comprender el destino que le esperaba.
Un haz de plata se materializó en las manos del brujo salvaje. Fue la visión
postrera del rey vencido antes de que la hoja se hundiera con furia en su
gaznate y le arrebatara la existencia.
El viejo elevó un grito al cielo y vertió la sangre fresca en un tosco
cáliz, tallado en un cráneo humano. Enfiló entonces hacia el lugar donde se
hallaba el jorobado, y con ayuda de los hombres de rostro tatuado, le obligó a
beber aquel líquido caliente. Mientras tanto, Kaervak y sus fieles observaban la
escena con una mezcla de temor y reverencia.
El miserable cayó de rodillas, sosteniéndose la panza y regurgitando
aquel sorbo inmundo. Sus labios comenzaron a recitar una monserga
incomprensible que el hechicero parecía comprender. De pronto se revolvió en
violentos espasmos y quedó mudo, arrebatado por los vapores de la
inconsciencia.
Los fieles del líder yagurhar comenzaron a musitar en voz baja,
expectantes. Tan sólo Kaervak buscaba la mirada turbia del brujo esperando
respuestas.
El hombrecillo se volvió entonces, una certeza extraña se advertía en aquel
rostro huesudo. Postrado de nuevo a los pies de su señor, levantó la vista con
un deje sombrío que no pasó desapercibido al soberano.
—¿Habéis descifrado
el oráculo de la sangre?
—inquirió Kaervak, fulminándole con la mirada.
El brujo tragó saliva antes de replicar—: Si, mi amo, soberano
indiscutible del mar de verdor…
Los allegados al líder rompieron en leves murmullos. La expectativa
crecía a cada latido.
Kaervak los acalló con un gesto severo y se hizo un silencio sepulcral.
El hedor a muerte que flotaba sobre la ciudad se hizo más acuciante.
—¿Caerán los
reinos del oeste bajo el filo de los yagurhar? —preguntó el rey
bárbaro con resolución.
El hechicero le sostuvo la mirada por unos latidos antes de contestar.
—Ninguna
muralla o ejército podrá resistir vuestras huestes, mi señor— aseguró con
firmeza—. Ciudades enteras caerán bajo vuestro yugo, mientras la sangre de
vuestros enemigos hará germinar el terror entre los hombres del oeste.
Un gesto orgulloso enmarcó los crudos rasgos del monarca al escucharle.
Entonces, el brujo titubeó y una expresión confusa ensombreció su
semblante.
—Pero para
conseguir que vuestro nombre sea inmortalizado entre los grandes, deberéis
haceros con un objeto de gran poder forjado en las entrañas del averno.
La expresión del Kaervak se convirtió en una máscara de furia. Sus
orbes refulgieron con impiedad.
—¡De qué estáis
hablando, perro insolente! —bramó fuera de sí, echando mano a la espada que
descansaba en el cinto.
—Son las
palabras del oráculo, mi señor…—espetó el chamán con el terror plasmado en el
rostro— ¡Es la voz de Bhjar,
Dios de las estepas!
El soberano enfundó la hoja de mala gana, no sin antes fulminar a sus esbirros
con una mirada ardiente.
—¡Hablad
entonces, brujo! —le instó con resignación —¿Qué objeto mágico deberá guiar a mis huestes a la
conquista del mundo?
Aquel rostro reseco esbozó un gesto atroz.
—Se trata de un
hacha de gran poder —prosiguió—, con ella en vuestras manos, tendréis el favor de los señores de las
catacumbas y nadie podrá nunca venceros.
—¿Y dónde
podremos hallar esa arma?
—le interrumpió el caudillo con ansiedad.
—En el oeste,
mi señor —replicó el hechicero, frotándose las manos huesudas, aún manchadas con
la sangre de su victima—. Se dice que la porta un infiel que la robó de un templo perdido en
las montañas…
II
Los confines del imperio
Era una tierra
magra, poblada de cardos y arbustos hostiles hasta donde alcanzaba la vista. Una
esfera anaranjada se alzaba en el firmamento, castigando sin piedad aquel erial
abandonado. No obstante una silueta se recortaba entre los vapores difusos
producidos por el calor, una figura que poco a poco comenzaba a tomar la forma
de un hombre. En sus brazos nervudos refulgían dos brazaletes de bronce
repujado que palidecían con el destello del arma que pendía de su espalda. Una segur
labrada, forjada en un metal negro que despedía visos azulados. Vestía
pantalones de cuero y unas botas de ante anudadas hasta la rodilla. Un torso
amplio se insinuaba bajo la chaquetilla de piel que le cubría en aquella
canícula infernal. De un grueso cinto pendía un cuchillo de batalla con mango
de marfil y tenía la cabeza cubierta por un turbante negro que le ocultaba las
facciones. Unos orbes grises brillaban con firmeza en aquella tez teñida por el
sol.
El caminante se detuvo cerca de un breve collado y pegó el pecho sobre
la arena tibia. Abajo, en la distancia, apreciaba el polvo levantado por varios
caballos. Sonidos difusos alcanzaban sus oídos, dándole una idea de lo que
ocurría. En medio de aquello, distinguió a las dos figuras que corrían con
desesperación hacia el montículo. De inmediato advirtió que tres hombres se
separaban del grupo de jinetes que acosaban la caravana y enfilaban en pos de aquellos
desgraciados.
Los músculos del guerrero se tensaron como hilos de bronce. La
adrenalina comenzó a bombear en su pecho con la fuerza de un vendaval y la
sensación de peligro inminente despertó unos sentidos abotargados por el
bochorno. Sin apartar la vista de la escena que sucedía ante sus ojos,
desabrochó las correas del arma y aferró el asta con fuerza. Se limpió el sudor
que le perlaba la frente y aspiró el aire tibio que le rodeaba. Los fugitivos
se encontraban a menos de cien pasos de su refugio rocoso. Se trataba de dos
mujeres jóvenes. Por su aspecto y ropajes vaporosos, dedujo que no se trataba
de simples labriegas. Alzó la vista y distinguió la polvareda levantada por los
jinetes que le seguían los pasos.
Una de ellas perdió pie y rodó cuesta abajo en medio de los gritos
angustiosos de su compañera. En ese momento uno de los atacantes surgió por la
derecha y golpeó a la fémina con un bastón. Saltó de caballo y la aferró del
cabello con violencia, rompiendo en carcajadas. Era un sujeto repugnante,
ataviado con una cota anillada y una faldilla acorazada. Tenía los rasgos
hoscos de los bárbaros norteños. Sin duda un desertor de las legiones.
El forastero estaba familiarizado con aquella clase de alimañas, y sin
pensarlo siquiera, saltó de su escondrijo y se arrojó sobre él.
La cautiva dejó escapar un chillido de terror al advertir aquella
aparición del averno saltando sobre ellos.
El bandido se volvió y sus ojos estallaron al sentir el filo gélido del
cuchillo abriéndose paso a través de la entrepierna. Lo último que vio antes de
morir fueron aquellas pupilas de hielo taladrándole sin piedad. La mujer, fuera
de sí, apenas pudo reaccionar cuando el extraño la tomó del brazo y le indicó
que le siguiera.
Corrió unos pasos y se giró para contemplar cómo su compañera era
atrapada por los mal viviente restantes. El guerrero se estremeció al captar la
profunda desolación e impotencia que enmarcaban sus rasgos. No obstante la
aferró con energía y le obligó a seguirle hasta la hondonada que se abría al
otro lado del promontorio. Se detuvieron en un roquedal que formaba una pequeña
gruta.
—Mi hermana…
esos hombres… —balbuceó la mujer con la boca reseca. Tenía ojos almendrados y aquellos
rasgos consumidos por la angustia no pertenecían a aquellas tierras salvajes.
El guerrero le estudió con intensidad, tratando de entender qué podría
hacer una criatura así en los confines del imperio. Respiró hondo y sintió cómo
el aire desértico le encendía los pulmones.
Iba a decir algo, cuando el sonido de los cascos de los caballos le
dejó paralizado. Un terror cerval desfiguró los suaves rasgos de la fémina.
—Esperad aquí —musitó el
guerrero antes de desaparecer con la agilidad de un lince.
Se arrastró entre las rocas con el corazón batiendo en las sienes. Podía escuchar a los jinetes, furiosos tras
encontrar a su compañero abatido. De inmediato comprendió que les debería hacer
frente, de lo contrario arrastrarían consigo a la ralea que continuaba en la
explanada y no tendría oportunidad de escapar.
Miró el lienzo azulado y elevó una plegaría a Ariestes, el señor del Forja.
Si tenía que morir aquel día, quería hacerlo bajo la bendición del protector de
los guerreros.
Todos aquellos pensamientos se esfumaron al percibir el sudor
penetrante de las monturas cerca de allí. Un bufido le confirmó sus sospechas.
La respiración se congeló y todos sus sentidos se unieron al asta del
hacha negra que sostenía entre los dedos. Alzó la vista y los caracteres
tallados en la hoja se revolvieron enloquecidos sobre aquel trozo de metal
oscuro. Una fuerza extraña despertó en su interior, anunciándole que el enemigo
estaba encima.
Se irguió de golpe,
sorprendiendo al jinete que se hallaba a menos de cinco pasos del cascajar. El
caballo se encabritó al percibir el brillo nocivo que despedía aquella arma
infernal. El bandido, furioso, desenfundó una cimitarra y arremetió apretando
los ijares del aterrado bruto. Sus ojos negros ardían con impiedad.
El forastero evadió el filo de la hoja con presteza y, al volverse,
golpeó en un arco fulgurante que mordió sin contemplaciones la espalda del
salteador. El sujeto soltó un gemido sordo y cayó del caballo. El guerrero alzó
la segur y soltó otro golpe que abrió en canal a aquel miserable, destrozándole
el peto de cuero hervido como una cáscara de huevo.
Entonces un pálpito le enfrió las entrañas, un latigazo de advertencia
que le obligó a lanzarse al firme en el momento justo en que una punta de
bronce por poco le arranca la cabeza. El tercer jinete aulló de frustración al
fallar el golpe y detener con brusquedad la montura. El guerrero se irguió con
cautela. La polvareda levantada por el animal le escocía los ojos y se le
pegaba al paladar. Aferró el hacha con manos sudorosas y escuchó la respiración
jadeante del bayo, en un intento angustioso por calcular la distancia que les
separaba. De pronto la silueta de su rival se dibujó por encima del polvo y la
arena. Un bulto golpeó el firme y el guerrero comprendió que se trataba del
cuerpo de la otra chica. El bandido la abandonaba para poder atacarle con
efectividad. Entonces, escuchó una orden airada en una lengua gutural y
advirtió las pezuñas de la montura rasgando la arena caliente antes de lanzarse
en su contra.
Esta vez no tuvo tiempo para meditarlo. Arrastrado por su afilado
instinto, se arrodilló y lanzó un tajo con todas sus fuerzas, un golpe del que
dependería su existencia. El animal dejó escapar un relincho desgarrador cuando
aquel filo cruel le atravesó la carne. El hachero se hizo a un lado y se
estremeció al escuchar el estruendo de la montura al golpear la superficie
pedregosa.
Con el corazón a punto de
estallar en el pecho, avanzó con presteza hacia el hombre tendido sobre la
arena. El bandido se arrastraba con desesperación con una pierna en mal estado.
Al volverse se topó con los rasgos de hierro de su rival. Palideció al advertir
el aura sobrenatural que parecía latir en aquel rostro despiadado, y aún más al
descubrir el fulgor azulado de la hoja que portaba entre aquellos dedos
encallecidos. En ese momento comprendió que su suerte estaba echada.
La joven despertó
bañada en sudor. El dolor de los rasguños y moretones palpitaba inmisericorde
sobre su delicada humanidad. Un escalofrío la dejó paralizada al advertir la
figura acurrucada cerca de la hoguera. Tenía el cabello atado en una moña sobre
la cabeza, tan negro como el ala de un cuervo. Sus músculos nervudos parecían
cobrar vida al ser iluminados por las flamas. La piel tostada repleta de
cicatrices develaba una vida azarosa plagada de peligros. No obstante, lo que
más le impresionó fueron aquellas pupilas de acero que le examinaban con
detenimiento. Sin quererlo, sus ojos resbalaron hacia la hoja que yacía a su
diestra. Un arma pavorosa, hermosa y temible a la vez. Al recordar lo
acontecido en la explanada, se vio invadida por un pavor acuciante que le
cortaba la respiración. Imaginó que se hallaba en manos de los bandidos y el
terror se apoderó de su alma.
—No temáis. —Una voz
conocida la arrebató de aquella angustia enloquecedora—. Estamos libres
gracias a los dioses. —Al decir esto, la mujer que había hablado se volvió hacia el taciturno
guerrero que les observaba en silencio—. Y al hombre que nos ha salvado de un destino
oscuro.
La joven, estupefacta, miró a su hermana y luego volvió la atención
hacia el misterioso sujeto.
—¿Y los demás? —inquirió con
voz rasposa, sin apartar sus ojos del extraño. Había algo sombrío acerca de
aquel hombre que era incapaz de descifrar.
La otra chica soltó un suspiro y sus rasgos palidecieron.
—Su destino
está en manos de Othar—replicó con impotencia.
—Othar nada
tiene que ver con lo que ocurra con esos miserables— terció el forastero
con ironía, bebiendo de una pelliza.
Ambas le miraron horrorizadas.
—¿Cómo podéis
blasfemar de esa manera?
—replicó la que parecía ser mayor. Sus ojos almendrados
refulgieron con indignación. Tenía unos bellos rasgos detrás de la suciedad y
el polvo que le cubrían la cara.
—Ahora serán
los bandidos los que decidan su suerte —aseguró con sequedad, contemplando a las féminas—. Si consiguen llegar vivos a la bahía de Graq,
serán vendidos como esclavos. —Bebió otro sorbo y continuó—: Las mujeres… son
otra historia.
La más joven apretó con fuerza la mano de su hermana. Al parecer los
dioses les habían evitado un sino atroz.
Al notar el temor que asomaba en aquellos suaves rostros, el guerrero
se arrepintió de haber hablado. Se encaminó hacia ellas y les dejó un odre y un
poco de carne seca.
—¿A dónde vais? —inquirió con
recelo la que parecía tener el control.
—Voy a revisar
los alrededores —explicó con sequedad—. No quiero una desagradable sorpresa en medio de
la noche.
La fémina asintió estremecida. No deseaba volver a vivir una
experiencia como aquella.
—¡Esperad! —dijo,
mirándole con aprensión.
El guerrero se volvió. La hoja que pendía de su espalda parecía refulgir
con ansiedad, como si tuviese vida propia.
—Al menos
decidme vuestro nombre para elevar una plegaria de agradecimiento a los dioses.
Aquel rostro tostado dibujó un gesto extraño. Los rasgos de piedra
resaltaban bajo el espejismo lunar que se filtraba a través del umbral de la
gruta.
—Argoth —respondió,
antes de desaparecer en la oscuridad de la noche como un espectro.
Al día siguiente
avanzaron sin tregua hacia el oeste, en medio de un calor abrasador. Argoth,
acostumbrado a devorar leguas sin piedad, se vio obligado a aminorar la marcha
para no dejar atrás a sus acompañantes. No le gustaba aquel terreno abierto,
pero no podía hacer otra cosa.
Por fin, al caer la tarde, divisaron una
cordillera que se perfilaba en la distancia como una gran mancha verdosa. Se acercaban
a las fronteras habitadas del imperio. Más tranquilo ahora bajo la protección
de aquellos riscos, decidió averiguar todo lo posible acerca de su inesperada compañía.
Como lo había sospechado desde un principio, se trataba de mujeres de noble
cuna. Las hijas de un rico mercader de Tharkostan, que sin la aprobación de su
progenitor, habían decidido peregrinar hasta el santuario de Tramurek para
rendir culto a la diosa de la virtud. Sus sencillos atavíos de seda sin adornos
ni filigranas eran típicos de las seguidoras de Anthemis. El portador del hacha
comprendió de inmediato que tendría una oportunidad de hacerse con una buena
recompensa si conseguía devolver a las esquivas féminas a manos de su padre.
Ellas por su parte, aceptaron de buena gana el ofrecimiento del guerrero.
Después de la horrenda experiencia con los bandidos, anhelaban la monótona rutina que solían llevar en la
ciudad.
III
Malos augurios
Dejaron atrás las
cúspides rocosas y se internaron a través de un estrecho valle, formado por el
lecho de un antiguo río. Aprovecharon la sombra ofrecida por las inmensas
paredes que circundaban como una gran serpiente el extremo derecho de la
cuenca, para ganar terreno en las horas de calor despiadado.
Después de un día de marcha por aquel terreno agreste, Argoth les
obligó a detenerse cerca de un amplio recodo.
—¿Qué sucede? —inquirió la
mujer de ojos almendrados al notar la tensión en los rasgos del guerrero.
Éste no respondió. Un extraño hormigueo en las entrañas le advertía que
algo andaba mal. Alzó la vista y respiró con fuerza al notar la legión de
carroñeros que planeaba sobre sus cabezas. Soltó las correas del hacha y enfiló
hacia el otro lado del recodo sin pronunciar palabra, dejando a las mujeres
sumidas en la incertidumbre.
Las chicas intercambiaron miradas y decidieron que estarían más seguras
al lado de su protector.
Ambas quedaron paralizadas al descubrir el horror que atestiguaban sus
ojos. La más pequeña cayó de rodillas y vomitó el contenido de su estómago. La
mayor estaba estupefacta, sin poder reaccionar, presa de una emoción que le
dificultaba mantenerse erguida. A pesar del bochorno, una gelidez inesperada le
erizó los vellos del cuerpo.
—Los bandidos
estuvieron aquí —atinó a decir con voz quebrada. En ese instante sus pulmones se
llenaron con el hedor de la carne muerta. No pudo evitar entonces vaciar su
estómago también.
—Esta atrocidad
no es obra de los salteadores —exclamó Argoth. Su voz retumbó de manera lúgubre
sobre aquel cañón—. No se han robado nada… tan sólo han asesinado a todos los que
pudieron.
El guerrero se dio media vuelta, examinado con detenimiento la dantesca
escena. Había por lo menos cuarenta cuerpos esparcidos por el lugar. Algunos
portaban aún las armas entre los dedos. Tal vez éstos fueron los más afortunados,
puesto que cerca del roquedal se apreciaban cinco cuerpos empalados con
salvajes signos de tortura. Un buitre picaba con ansiedad el rostro de uno de
aquellos desdichados.
Un estremecimiento ensombreció el corazón del guerrero. No era ajeno a
la muerte y la sevicia de sus congéneres, pero lo sucedido en aquel lugar tenía
algo aún más siniestro. Sus sospechas se vieron confirmadas al percibir el leve
calor que emitía la segur. Hipnotizado por aquellos visos azulados, trató de
discernir sin éxito lo que la hoja trataba de advertirle.
—Dejaremos
atrás la hondonada —exclamó con un suspiro—. Será más seguro atravesar las montañas.
Ambas mujeres asintieron sin rechistar. El horror de lo visto aquel día
nunca abandonaría sus miradas.
El paso a través de
la sierra se convirtió en una experiencia agotadora para las féminas. Sin
embargo, el recuerdo latente de lo visto en la garganta fue suficiente para
apelar a sus últimas fuerzas y alejarse de aquel terrible lugar.
Entonces, a lo lejos, cerca de la cima, descubrieron una pequeña aldea.
No era más que cuatro isbas miserables en medio de la nada, pero después de la
desolación que habían visto durante días, eran toda una bendición.
Argoth, alerta como un lince, examinó los alrededores en busca de algún
peligro. Solía evitar las aldeas como la peste, pero al notar el agotamiento y
la desesperación de sus protegidas decidió arriesgarse.
Ingresaron a la villa poco antes de caer el sol. Los aldeanos no
ocultaron su turbación el verles llegar. Los miraban con recelo pero mantenían
su distancia al percibir el aura de peligrosidad que emanaba del guerrero. Argoth constató con alivio que se trataba en su
mayoría de toscos montañeses. Vestían pellizas y pantalones de cuero. Algunos
incluso portaban túnicas deslavadas, que daban cuenta de algún tipo de comercio
rudimentario con la civilización. Se estremeció al pensar que tal vez los
desdichados masacrados en la hondonada tenían algo que ver con estas gentes.
Se detuvieron al fin en un rústico pozo en el centro del villorrio.
Unas mujeres que departían mientras rellenaban sus ánforas se alejaron de allí
como si hubiesen visto a la muerte en persona. Los recién llegados hicieron
caso omiso de ello, al tiempo que sumergían los odres en aquel manantial. Las
chicas regaron agua sobre sus cabezas, y por primera vez, el guerrero las vio
reír y juguetear como crías.
En ese instante se volvió y descubrió a los habitantes de la aldea
contemplándoles con una mezcla de recelo y temor. Algunos incluso manoseaban
con nerviosismo las empuñaduras de las dagas que descansaban en sus
cintos.
—Estamos de paso —dijo con firmeza,
utilizando el dialecto fronterizo utilizado en aquella región—. Buscamos
agua y comida.
Los aldeanos intercambiaron miradas sombrías. Aquí y allá se escuchaba
algún cuchicheo.
Argoth comprendió que debería utilizar un lenguaje que todo mundo
entendería. Echo mano al petate y extrajo una pequeña bolsa de cuero. Las
monedas de hierro y cobre tintinearon entre sus dedos.
—Podemos pagar
por alimento y techo —exclamó con calma, estudiando a los montañeses.
El murmullo aumentó y el ambiente enrarecido pareció sosegarse.
Un hombre de mediana edad avanzó hacia ellos. Tenía la cara huesuda y
en sus ojos danzaba la codicia.
—Sed
bienvenidos a nuestra aldea —dijo en tono servil, sin apartar la vista de las
monedas que refulgían en la mano del extranjero—. Soy Caved, y os
puedo ofrecer lo que buscáis en mi humilde morada. —Señaló una cabaña con
techo de paja que se alzaba cerca de la cúspide.
—Sea —dijo Argoth
alzándose de hombros.
A pesar de la suspicacia y el desasosiego que le abrumaba al tener
contacto con los labriegos, Argoth agradeció a los dioses por aquella comida
caliente y un jergón donde dormir. Poco antes del amanecer despertó
estremecido. Un silencio asfixiante se cernía sobre el poblado.
Había tenido un sueño oscuro, repleto de imágenes difusas asociadas con
caos y dolor. La sangre se le congeló en las venas al tratar de rememorar
aquellos confusos pasajes. Algo en su interior latía con fuerza, una
advertencia anclada en el rincón más remoto de su pecho que no podía descifrar.
Le echó un vistazo a las mujeres que descansaban a su lado. La tenue luz de la
noche tamizaba aquellos cuerpos juveniles, dotándolos de una apariencia etérea
e insustancial.
El hachero decidió que necesitaba respirar aire fresco. Al poner pie en
el exterior, una corriente gélida le envolvió el torso desnudo, despertando sus
sentidos. Respiró hondo y una fuerza vivificadora le encendió los pulmones.
Deambuló en medio de aquel silencio, dejándose arrastrar por el
murmullo del viento. De pronto, una sombra fugaz perfilada contra la luna le
dejó paralizado. La silueta desapareció como una exhalación dejándole estupefacto.
Su natural desconfianza le hizo echar mano del cuchillo de batalla. Buscando el cobijo de las sombras, se deslizó
como un depredador en aquella dirección.
Un bizarro cántico le puso la carne de gallina. Un lúgubre murmullo que
le aceleró el corazón. Entonces le vio, acurrucada sobre una gran peña. El
viento rasgaba los pliegues de la capa que le cubría.
—Habéis venido. —Un graznido
molesto surgió del interior del embozo.
Argoth no dijo nada. Apretó con vigor la empuñadura del arma, tratando
de discernir el significado de todo aquello.
—Igual que en
el sueño —continuó aquella misteriosa aparición.
El guerrero quedó impresionado. Las imágenes de su propio desvarío
volvieron de repente.
El extraño soltó una carcajada amarga.
—Veo que os he
sorprendido, portador del hacha —dijo al volverse. Argoth retrocedió ante la visión
perturbadora de aquella bruja. Tenía un rostro cadavérico, desfigurado por un
tajo que le cruzaba una cuenca vacía. El ojo restante le contemplaba con una
mezcla de ironía y mezquindad.
La vieja sonrió al notar la turbación del guerrero, revelando una boca
desdentada.
—No es a mí a
quién debéis temer —exclamó en tono burlón.
Argoth respiró con fuerza. A pesar de la gelidez reinante el sudor le
perlaba la frente.
—¿Quién sois y
qué queréis de mí? —exclamó con recelo.
La mujer se alzó de hombros, unas greñas grises se insinuaron bajo el
embozo.
—Quién soy no
tiene importancia —dijo—. Una pesadilla me trajo hasta aquí, para hurgar vuestros designios. —La mirada de
la bruja resbaló hacia el destello mortecino del hacha negra. Por un momento se
sumergió en aquel metal, tratando sin éxito de descifrar el significado de los
caracteres tallados en la hoja. Al final suspiró y admitió su derrota.
Argoth se acercó con cautela al notar la bolsa de piel que extraía del
interior de la capa.
La extraña entonó una monserga escalofriante mientras apretaba el saco
contra el pecho, balanceándose de atrás para delante en un súbito trance. De
pronto abrió el único ojo que le quedaba y vació el contenido sobre una roca
iluminada por el espejismo lunar.
Argoth guardó silencio, examinado con suspicacia aquellos huesos
blanquecinos. La bruja hurgó con dedos sarmentosos entre la pila y sacudió la
cabeza sin dejar de entonar aquella retahíla.
Alzó la cabeza y sus rasgos marcados se estremecieron.
—Están cerca —musitó,
removiendo con angustia las piezas blancuzcas—. ¡Son los emisarios
del caos… los enviados de la muerte!
Argoth sintió una punzada dolorosa en las entrañas. Su intuición le
advertía que todo aquello estaba relacionado con la bizarra pesadilla que le
había acosado hacía unos momentos.
—Vienen,
precedidos por los lobos… la furia salvaje de las estepas… la impiedad… el mal.
El hachero, desesperado al no comprender aquellas angustiantes palabras,
aferró el brazo de la vieja.
—¡Quién viene! —espetó,
sacudiéndola con vigor.
La bruja quedó muda por unos instantes. La mirada pérdida.
Argoth retrocedió intranquilo.
Entonces aquel ojo mezquino se clavó en el rostro del guerrero como un
puñal hirviente.
—Habéis visto
su obra —apostilló con aire lúgubre—. En la hondonada.
El guerrero palideció al recordar aquella matanza sin sentido. Los
cuerpos atormentados, el hedor de la perdición.
—¿Quiénes son
mujer, decídmelo? —le interrogó con apremio.
Aquellos rasgos marchitos se tensaron, ofreciendo una imagen aún más
espantosa.
—Son los
yagurhar —dijo—. Fanáticos despiadados decididos a reducir el mundo a cenizas. Tan
sólo comprenden el lenguaje del fuego y el acero.
Argoth tragó saliva. El pálpito en su pecho se convirtió en un doloroso
eco que le cortaba la respiración. No entendía qué podían hacer aquellos
bárbaros en estas faldas montañosas, tan lejos de sus dominios.
—¿Qué buscan? —inquirió con
recelo, sospechando lo peor.
La vieja señaló la segur con un dedo huesudo.
—Buscan vuestra
carga, portador del hacha —explicó con vehemencia—. El arma forjada en
los mismos infiernos.
El guerrero se estremeció, podía advertir el calor que emanaba de la
hoja en aquellos instantes.
—De buena gana
se las entregaría —aseguró con impotencia. Portar aquella hoja le había condenado a vagar
por el mundo sin recuerdos ni pasado. No era más que un instrumento para
blandir aquel acero maligno. Un títere de una fuerza que no lograba comprender.
—¡No! —aulló la
bruja, aferrándole con aquellos dedos sarmentosos. Un miedo cerval se apreciaba
en su mirada—. Si esa hoja cae en manos de los bárbaros, la oscuridad cubrirá por
milenios la tierra de los hombres.
Argoth se apartó de aquellas manos frías y pegajosas con repulsión.
Miró a la mujer con el rostro fruncido.
—Los Altos
Señores os han confiado esa arma para repartir justicia y protegerla del mal.
El guerrero rió con amargura. Su vida no había sido más que un
deambular repleto de privaciones, gracias a esa hoja.
—Yo no pedí
esta carga a los dioses —protestó con impotencia.
—La portáis por
ser el indicado. Es vuestro sino y a la vez vuestra bendición.
Argoth suspiró y volvió la vista hacia los primeros jirones rosáceos
que anunciaban el alba. El frío le envolvió en su sudario.
—¡Huid, escapad
a las montañas! —le instó la hechicera con apremio—. Esta aldea esta condenada.
El hachero se estremeció.
—Puedo quedarme
aquí para hacerles frente —señaló con determinación.
La mujer agitó la cabeza y le fulminó con la mirada.
—Aquí no
encontrareis más que la muerte, Argoth el errante. —Su rostro se tornó en una máscara de frialdad—. Debéis
escapar al norte y buscar cobijo en las ruinas del viejo templo.
El guerrero parpadeó, confundido.
—¿De qué templo
habláis? —inquirió.
La vieja esbozó un gesto extraño.
—Un santuario
dedicado a deidades pérdidas en los eones del tiempo. — El tono de la bruja
se endureció—. Solo allí podréis hacerle frente al poder de los yagurhar, tan sólo
allí contendréis su furia salvaje.
Argoth esbozó un gesto de ira e impotencia. Alzó la vista hacia el
destello rojizo que comenzaba a devorar la oscuridad circundante.
—¿Y qué tiene
de especial ese lugar? —exclamó con ironía. Sin embargo la única respuesta que obtuvo fue el
gemido del viento arañando su rostro, puesto que se hallaba completamente solo
en aquel erial.
IV
Las ruinas del templo
olvidado
El calor era
acuciante, parecía traspasar la carne y quebrar la voluntad. No obstante, y
pese a las protestas de las dos jóvenes, Argoth les había arrastrado de aquella
aldea al amanecer, sin ofrecerles ninguna explicación. Después de un buen
tiempo ascendiendo a través de aquel escarpado risco, ambas habían dejado de quejarse
y seguían los pasos del infatigable guerrero con resignación.
Poco después del mediodía hicieron un alto cerca de un pinar reseco.
Bebieron un orujo agrio que habían obtenido en el caserío y algo de carne
fresca.
Departieron en silencio, presa de un desasosiego silencioso que les
acompañaba desde el poblado.
—¿Qué sucede
allí? —inquirió la menor de las chicas. Su cabello rubio mecido por la
corriente.
—Parece humo —replicó su
hermana, la de los ojos almendrados, estudiando la columna que se apreciaba en
la distancia, ajena al terrible destino sufrido por los aldeanos en aquellos
momentos.
—Debemos
continuar —ordenó Argoth, tratando de ocultar la incertidumbre que le consumía las
entrañas. Recordó las palabras de la bruja y un sudor frío le lamió la espalda.
Podía advertir la consternación de sus acompañantes, pero era consciente de que
sería peor si les revelaba la pavorosa amenaza que se cernía sobre ellos. Lo
último que necesitaba ahora era lidiar con mujeres aterradas.
Avanzaron un amplio trecho, dejando atrás las tierras áridas y
adentrándose en un bosque de árboles centenarios, que inspiraban un respeto
reverencial. Argoth se vio invadido por una sensación incómoda, como si aquel
lugar guardara en sus entrañas el secreto de la misma existencia. Comenzaba a
sospechar que no se hallaban lejos de su destino.
Exhaustas, las mujeres se dejaron caer sobre un matorral. Contemplaban
a su protector esperando un poco de comprensión, rogando con la mirada por unos
latidos de descanso. Pero el guerrero no cedió ante estas suplicas silenciosas,
estaba demasiado ocupado tratando de salvarles la vida. Cada paso que daba
sentía una comezón en la boca del estómago que le alertaba acerca del peligro
que se acercaba a pasos agigantados. Comprendía que aquellos salvajes no
cejarían hasta conseguir el hacha que pendía de su espalda. Ahora lo único que
podía hacer era buscar el templo, si es que aún seguía en pie después de tantos
siglos. Un sinfín de emociones y temores se arremolinaron en su mente, como si
se tratase de una presa a punto de reventar que amenazaba con sumergirle en la
zozobra. No obstante, la frialdad del guerrero consiguió imponerse y poner
orden sobre aquel caos.
Prosiguieron la marcha, hasta que el sol se inclinaba sobre las
montañas. El guerrero se detuvo en un breve altozano y contempló el paisaje que
se abría hacia el fondo del valle. De repente sus músculos se apretaron de
manera instintiva al advertir las manchas que se apreciaban a la distancia. No
cabía duda, se trataba de jinetes, al menos una veintena. Enfrente de ellos
avanzaba unos puntos más pequeños… lobos. El recuerdo de la bruja se materializó
en su cerebro como una sombría sentencia. Ya no había tiempo para ocultar
aquella aplastante realidad. Corrió como un poseso y obligó a las mujeres a
seguirle. En medio del desespero, se abrieron paso a través de una floresta
cada vez más tupida, ajenos a los rasguños de las ramas que pretendían
cerrarles el paso.
Jadeantes, se detuvieron de golpe en un estrecho claro. La luz del sol
se filtraba a través de la espesa arboleda en una angosta columna. La mujer de
cabello rubio señaló con aprensión la estructura que se insinuaba enfrente de
ellos. Los rasgos de una edificación luchaban por escapar del abrazo de la
naturaleza que pretendía devorarla.
—Esperad aquí —dijo Argoth
con voz quebrada. El cabello sudoroso se le apelmazaba sobre el rostro y su
pecho subía y bajaba como un fuelle. Cruzó el portal adornado con extraños
bajorrelieves y aspiró el aire estancado que pervivía en el interior. A pesar
del paso de los siglos aún se apreciaban rastros de la magnificencia que alguna
vez fue parte de aquella construcción. Las paredes estaban adornadas con
frescos deslavados que mostraban extrañas escenas. Imágenes de deidades y ritos
consumidos por el paso del tiempo. Sin embargo lo que en realidad llamó la atención del guerrero fue
el aspecto de solidez que presentaban los muros. Su única preocupación era la
cúpula resquebrajada que se levantaba sobre su cabeza. Estaba sostenida por dos
columnas desgastadas que parecían a punto de caer. No obstante aquel lugar
podría ser defendido por unos pocos hombres, ya que el único acceso era por
medio de umbral. Ahora entendía los vaticinios de la bruja. Aquella ruina era
el único sitio que le ofrecería una oportunidad en contra de aquella horda. Enfrentarlos
en campo abierto hubiese sido un suicidio.
Abstraído por aquellos vestigios, trató de imaginar lo acaecido allí
milenios atrás. El llamado angustioso de las féminas le devolvió a la
terrible realidad. Al salir descubrió con horror el movimiento que
surgía de la maleza.
Estaban aquí… La hora de la verdad había llegado.
Instó a sus
acompañantes a buscar el cobijo del santuario y se plantó con firmeza en las
desgastadas escalinatas de mármol. Unos ojos fieros emergieron de la floresta
como un heraldo del averno. Argoth no se movió. El filo anhelante de la hoja refulgió
hambriento. El lobo de las estepas saltó en busca de la garganta del guerrero.
Un haz azulado devoró su carne sin piedad, cercenando órganos y huesos y partiéndole
por la mitad. La sangre baño el rostro del hachero, mientras los restos se
retorcían sobre el firme en un último espasmo. Argoth desvió la mirada un
latido y tan sólo su intuición le salvó del abrazo de la muerte. Un segundo
bruto se arrojaba sobré él. Los dientes afilados se cerraron como cepos sobre el
brazalete de bronce que le protegían el antebrazo. No obstante un latigazo de
dolor le castigó mientras el cánido se revolvía con fuerza en un intento de
arrancarle la extremidad. El brillo del acero se materializó en la siniestra
del guerrero y la hoja del cuchillo golpeó, una y otra vez, hasta que la bestia
furibunda dejó de existir. Se irguió con torpeza, la adrenalina bombeando
desenfrenada en su pecho. Entonces sus pupilas enloquecidas advirtieron el
arribo de los guerreros de pesadilla que acosaban sus sueños. Montaban grandes caballos
y en sus rostros pálidos se adivinaba una impiedad propia de las bestias. Vestían
pantalones de cuero y botas de piel. Con excepción del sujeto que parecía
liderarlos, todos portaban petos de cuero endurecido bajo mantos de piel de
reno y almetes con reborde del mismo material. Hojas curvas y crueles pendían
de las sillas. Aceros aún manchados con la sangre de los desdichados habitantes
del poblado. Argoth reparó en aquellos rasgos despiadados, en los cabellos y
bigotes entrelazados. El brillo en los ojos del hombre que los lideraba le dio
a entender que reconocían el arma ensangrentada que aferraba entre sus dedos.
No obstante no se arredró ante aquella turba. Sonrió con desdén, desafiante, dándoles
a entender que deberían acabar con él antes
de poder hacerse con aquella hoja infernal.
Retrocedió sin apartar la vista de aquellos lóbregos jinetes. Uno de ellos
se adelantó con la ira en la mirada, pero el llamado bárbaro de su líder le
obligó a detenerse. Tal vez aquel sujeto percibía la peligrosidad que exudaba por
cada poro del hachero, y comprendía que la faena que tenía por delante distaba
mucho de destazar campesinos y mercaderes indefensos.
V
El conjuro del acero
Argoth penetró en
el edificio como alma en pena. Buscó con la mirada a sus protegidas y se
estremeció al no tener señal de ellas. Imaginó con desasosiego que tal vez lo
bárbaros habían hallado la manera de irrumpir en el santuario por algún lugar
desconocido. Sin embargo respiró aliviado al verlas aparecer en medio del
atrio. Se sorprendió al notar las piezas de armadura que cargaban consigo.
—Los
encontramos allá atrás, arrumados cerca de una pared —explicó la chica de
ojos almendrados. El temor se dibujaba en su semblante y en el de su hermana
menor.
Argoth sonrió con desdén, comenzaba a pensar que los dioses le tendían
una mano. Elevó la mirada a la luz que se filtraba a través de la cúpula rota y
agradeció al señor de la Forja. Entonces, volvió la vista hacia el hacha que
descansaba a sus pies y percibió una energía estremecedora recorriendo sus
venas y calentando cada músculo de su humanidad. Se sintió poderoso,
invencible, capaz de enfrentarse a una legión entera al percibir la comunión
con aquel perverso filo. Afuera, se escuchaban los ladridos guturales de los
asaltantes preparándose para el ataque.
—Dejadlos que
vengan, señor de la guerra, os lo ruego —musitó entre dientes, atando las correas del peto
y las grebas—. Los mandaré de vuelta a las catacumbas infectas del innombrable.
Se giró hacia las féminas, éstas retrocedieron espantadas al descubrir
el fulgor ardiente en los ojos del guerrero. Una faz pétrea sin signo alguno de
humanidad.
—Buscad refugio
detrás del atrio —les ordenó con un hilo de voz. Volvió la mirada hacia el umbral,
calculando una posición desde la cual pudiera causar el mayor daño al enemigo.
Luego encaró a las mujeres y continuó—: Y rogad a todos vuestros dioses que podamos
salir airosos de esta situación. —No hubo necesidad de respuesta, la expresión
plasmada en aquellos suaves rostros hablaba por si sola.
Argoth respiró hondo y examinó el filo azulado de la hoja. Atrapado por
el magnetismo de aquel metal, comprendió que era uno con su acero. Dibujó una
sonrisa oscura y enfiló hacia el umbral impulsado por sus gruesas piernas.
Y entonces todo comenzó…
Gritando como
posesos, se lanzaron en masa sobre el umbral. Blandían cimitarras y picas con
puntas de bronce que reflejaban el sol del atardecer. En sus ojos se dibujaba
una crueldad animal y primitiva. Al verles, Argoth comprendió lo que podría
esperar de estos salvajes en caso de ser abatido.
Entonces, apretujados en contra del soportal, se filtraron en grupos de
dos y hasta tres hombres. El guerrero soltó un grito de batalla que retumbó
furioso entre aquellos muros muertos. Dos sujetos fueron derribados al poner
pie en el estrecho pasillo. Su sangre caliente baño la humanidad del hachero,
aumentado el ansía asesina que latía en su interior. Un tercer guerrero evadió
el primer tajo, pero en un movimiento diagonal el filo de la segur la vació las
entrañas. Otros dos yagurhar irrumpieron con ímpetu, evadiendo los cuerpos
caídos de sus compañeros. El hacha cayó de nuevo, segando brazos y cabezas. La
sangre se esparcía por doquier, su hedor metálico invadía las fosas nasales de
Argoth, despertando instintos ancestrales. Otro sujeto penetró la barrera de
cuerpos, el hacha anunciaba su canción de destrucción. El bárbaro consiguió
rasgar el muslo de su rival con una pica, pero antes de embestir de nuevo, el
metal le destrozó el cráneo, esparciendo
los sesos por la pared. Una y otra vez, los rudos yagurhar intentaron romper la
resistencia del hachero, consiguiendo que la horripilante pila de cadáveres
siguiera en aumento. La mancha oscura ya se diluía como una corriente a través
de la escalinata exterior. Los guerreros que intentaban acceder al templo
resbalaban en la sangre y tropezaban con los restos mutilados. La marea indómita
comenzó a remitir poco a poco. Argoth apeló a sus últimas fuerzas para seguir
elevando aquel instrumento de muerte. Estaba bañando en líquido carmesí y tenía
los hombros y los brazos destrozados. Las correas del peto mordían su carne
como bestias hambrientas y el dolor palpitaba en cada fibra de su ser. Era
imposible calcular el número de enemigos abatidos en medio de los despojos amontonados
y los miembros cercenados que infectaban el umbral. La podredumbre de la muerte
le hizo recular de forma instintiva. Era consciente de que no podría soportar
otro ataque de ese tipo. Afuera, la oscuridad comenzaba a apoderarse del bosque
y tan sólo podía distinguir las formas difusas de los atacantes, concentrándose
para una nueva arremetida.
Retrocedió hasta la primera columna y trató de recuperar el resuello.
La milenaria estructura crujió bajo su peso y una idea desesperada surgió en su
mente.
Aferró el acero con pasión, controlando el temblor en las manos
sudorosas. Escuchó los ladridos en el dialecto barbárico y entendió que era el
momento de tentar una vez más a la suerte. La horda de guerreros irrumpió en el
corredor blandiendo largas picas. En un momento casi una docena de hombres
llenaban el lugar. Evadieron con dificultad los cuerpos destrozados sobre el
firme y se desperdigaron por la primera cámara. Al descubrir al terrible
enemigo que había eliminado a la mitad de sus camaradas, quedaron paralizados.
Se erguía como un dios sanguinario fulminándoles con la mirada. El arma entre
sus dedos refulgía con intensidad, aún sedienta de carne rival. De pronto,
aquel hombre indestructible elevó la segur sobre su cabeza y dejó caer el filo
sobre la piedra resquebrajada del soportal. El choque del acero contra el
mineral hizo retumbar la estructura, provocando un pánico cerval entre aquellos
salvajes, acostumbrados a los cielos abiertos y las inabarcables estepas.
Intercambiaron miradas de espanto y dieron media vuelta para salir de allí.
Argoth soltó una carcajada
demencial y golpeó nuevamente la columna.
El soporte cedió con un chasquido seco y el techo de la primera cámara
se derrumbó sobre los miserables apeñuscados en aquel estrecho pasaje. Gritos
de angustia llenaron la noche, aullidos de dolor y sufrimiento similares a los
que el hachero había percibido en sus caóticos sueños.
El portador del Hacha Negra reculó hasta el atrio. Los ojos le escocían
y apenas arañaba el aire en medio del vapor nocivo levantado por los escombros.
Escuchaba los gemidos de los desdichados que aún seguían con vida bajo el manto
de piedra.
Se volvió airado al sentir una mano aferrando con fuerza su brazo. El
rostro tiznado de la fémina de cabello claro le rogaba en silencio que salieran
de aquella trampa mortal.
Argoth esbozó un gesto incomprensible, la ira de la batalla danzaba en
sus pupilas de hielo.
Soltó la extremidad de la chica y enfiló hacia el exterior a través de
la pila de escombros, consciente de que todavía no había terminado. Aquella
súbita victoria consiguió insuflar energías a su maltrecha humanidad,
preparándole para enfrentar a los que aún continuaban con vida.
En medio de las sombras que llenaban el claro pudo distinguir a tres
jinetes. El peto de bronce del líder reflejaba el espejismo lunar. Los bravos
yagurhar se miraron entre sí, sin poder asimilar lo sucedido. De un golpe aquel
desconocido había eliminado todas sus fuerzas.
Una orden gutural surgió de los labios del hombre al mando y uno de los
guerreros se lanzó sobre Argoth. El hachero esperó hasta un último momento,
consciente de que la montura no se atrevería a pisar aquel cúmulo de cascajos.
El yagurhar maldijo por lo bajo tras varios intentos infructuosos. Desmontó y
extrajo una hoja larga que reflejó el pálido brillo de la noche. Tenía ojos
crueles y una barba entrelazada. Lanzó un golpe que por poco sorprende al
hachero. Éste reculó, pero sintió el peso del combate anterior en sus ateridos
músculos. Empero, bloqueó un segundo tajo, y después de una elabora finta, barrió
las piernas de su contrincante a la altura de las rodillas. Los ligamentos y
huesos crujieron al separarse del tronco. Un grito de profundo dolor llenó la
noche. El yagurhar agradeció el golpe final que acabó con su existencia.
Argoth respiró hondo y se limpió el sudor y la sangre. Aún restaban dos
enemigos por abatir. Avanzó despacio, calculando cada paso. A pesar del latido
de las múltiples heridas que le aquejaban mantuvo la frente en alto, buscando
las pupilas de los bárbaros. El muslo le escocía con furia bajo un improvisado
torniquete.
—En verdad sois
digno de portar esa arma —exclamó el sujeto de peto dorado, con gesto desafiante. Su montura se
revolvió al advertir el hedor de la sangre fresca—. Lucháis como un
verdadero demonio.
Argoth no dijo nada, permaneció incólume fulminándole con la mirada.
—¡Pero os juro
que mi amo tendrá esa hacha negra tarde o temprano, lo prometo por Bhjar, el
señor de la estepa! —prosiguió el bárbaro con sorna. Sus ojos convertidos en ascuas
enloquecidas. Le dio una orden al único hombre que tenía a su mando, pero éste
miró a Argoth con temor atávico y, dando media vuelta a su montura, abandonó la
explanada.
La ira y la impotencia afloraron en aquel semblante de pómulos altos y
rasgos salvajes.
—La valentía de
vuestra escoria se limita a asolar poblados y caravanas —espetó el hachero con
crudeza—. Venid y tomad el arma de mis manos inertes.
Esto fue suficiente para aquel orgulloso yagurhar, acostumbrado a reducir
ciudades y repartir la muerte sin piedad.
Apretó los ijares de la bestia y arremetió en contra del odiado
adversario.
Argoth se vio sorprendido por aquella montura que hizo caso omiso de
los escombros y cayó sobre él. Apenas pudo evitar ser arrollado por su enemigo.
El caballo le hizo rodar por los cascajos. Intentó erguirse, buscando el aire
con desesperación, pero al advertir el movimiento con el rabillo del ojo se
lanzó hacia el lado contrario. Un dolor horrendo le retumbó por todo el cuerpo
al sentir el acero mordiendo su hombro. Rodó otra vez, sintiendo la sangre
tibia resbalando por la espalda. No obstante, las hombreras del peto consiguieron
absorber la fuerza del impacto, de lo contrario la hoja del bárbaro hubiese
cercenado el brazo y todo habría terminado. El yagurhar lanzó un grito de
victoria al contemplar al portador del hacha rendido a su merced. Volvió la
vista hacia el acero oscuro que yacía a sus pies. El hacha negra refulgía de
manera lúgubre sobre las ruinas. El guerrero de las estepas sonrió con dureza y
enfiló hacia el vencido para terminar de una vez por todas la faena. Alzó la
espada para barrer la cabeza, pero se vio sorprendido por el ágil giró de su
rival debajo de la montura. El cuchillo del hachero rasgó el vientre del
caballo, y éste se encabritó enloquecido, desmontando al jinete. El bruto
continuó su camino abandonando la explanada.
El yagurhar se irguió con torpeza, decidido a vender cara su vida. Pero
apenas pudo reaccionar cuando aquel demonio de cabello negro y ojos de acero
cayó sobre él. Los dedos de Argoth se cerraron como cepos sobre la diestra de
su rival. Los huesos de la muñeca crujieron, y aquella hoja, manchada de sangre
inocente, se estrelló contra el firme con un eco metálico.
Una sonrisa atroz iluminó el rostro sudoroso del bárbaro. Aquel aliento
cargado abofeteó las fosas nasales del
guerrero.
—No escapareis
del brazo de Kaervak —sentenció con desdén.
Argoth recordó los cuerpos atormentados en la hondonada y una fuerza
oscura cabalgó desbocada en sus venas.
Un gesto de piedra apagó la risa de su contrincante. El terror asomó en
aquellas pupilas al sentir el filo gélido del cuchillo abriéndose paso a través
de sus costillas, desgarrando todo a su paso. Los ojos de hielo del hachero
fueron la última imagen que arrastró hasta el infierno.
Argoth se irguió. El dolor y el cansancio luchaban por tomar el control
de su castigada humanidad. Un manto de silencio cubrió el claro, mientras la
luz de la luna se abría paso a través de la arboleda. Volvió la vista hacia el Hacha
negra y se perdió en aquel fulgor maligno e hipnótico. Entonces las muchachas
se asomaron con recelo al exterior, sin atreverse a alzar la voz y
profundamente impresionadas por lo sucedido.
El hachero suspiró y soltó una carcajada que rompió el mutismo espeso
que llenaba el ambiente.
—Al menos tendremos
monturas y pertrechos para alcanzar la civilización —exclamó pensando en
voz alta.
Leído, otro gran relato del bárbaro Argoth y su hacha mágica. De mayor quiero ser como él, ja ja.
ResponderEliminarDebo confesarte Eihir, que la pasé de maravilla escribiendo este relato. me encantó escribir la parte de la lucha final.
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