domingo, 28 de abril de 2013

HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE

Publicado en Ragnarok No. 10






I
 El viejo fortín

La columna romana se abrió paso entre el barro y ascendió con dificultad el terraplén que le ofrecía la montaña. El peso de la impedimenta y la gelidez que les mordía la carne aumentaba el tormento de aquella fatigosa marcha.
Flavius Crasus contempló el terreno con desconfianza. Se trataba del sitio indicado para una celada. Ambos lados del estrecho sendero estaban rodeados por un boscaje espeso que desembocaba en una impenetrable barrera de pinos. Leguas y leguas de gigantescos árboles, cubiertos por la bruma, que se extendían hasta las faldas de la sierra y cubrían aquel melancólico paisaje con un manto de sombría irrealidad.
El centurión dejó escapar una ráfaga de vaho y se arropó en la capa. Un acto fútil que no pudo evitar que las anillas frías de la cota le lamieran la piel sin compasión. Levantó la vista y contempló la construcción de piedra que se elevaba sobre la cima. Agitó la cabeza con desdén, preguntándose quién diablos habría construido una fortaleza en medio de aquel paraje remoto. Sin embargo agradeció su presencia, ya que al menos tendrían la oportunidad de disfrutar una buena comida caliente y pasar la noche resguardados del implacable frío boreal.
Después de dos clepsidras, alcanzaron el rellano construido enfrente de los muros. Los legionarios no pasaron por alto las huellas del combate y la podredumbre del cieno ensangrentado. La desidia que les abrumaba durante el ascenso se transformó en una inquieta cautela. Un silencio ominoso recorrió a la tropa al contemplar los restos de las piras y las cruces emplazadas sobre un roquedal cercano. Cuatro despojos desnudos se podrían con lentitud.
Bárbaros, mi señor comentó Flavius al notar el estupor del joven tribuno que dirigía la expedición.
El oficial asintió con el rostro ceniciento. El centurión comprendió que aquel rapaz nunca había visto un campo de batalla.   
Miró a Flavius sin ocultar la impresión y reprimiendo una súbita arcada.
Organizad a los hombres espetó con dureza, tratando sin éxito de ocultar el impacto de aquella horrenda visión. Yo me presentaré ante el comandante del bastión.
El legionario se llevó el puño al pecho y asintió con respeto. Luego examinó los muros reforzados con almenas y pudo comprobar que los defensores habían elevado el murallón al menos unos cinco codos más. La argamasa clara contrastaba con el verdín centenario que cubría el borde de la muralla y oscurecía la piedra. Giró la vista hacia las hojas de madera que señalaban la entrada y siguió el recorrido del tribuno hasta que desapareció en el interior.
Entonces alzó la mirada y sintió un escalofrío al ver los rostros demacrados que le contemplaban desde los adarves. Los rastros del combate se apreciaban en aquellos taciturnos vigías. Algo en su fuero interno se revolvió al contemplar el espeso cinturón de verdor que rodeaba el baluarte. De inmediato supo que la muerte campaba a sus anchas en aquel infierno gélido y silencioso.

Después de organizar a los hombres en el extremo del fortín, Flavius les instó a encender un gran fuego para calentarse y preparar los alimentos. Al menos con ello evitaría que se contagiasen de la tensión malsana que parecía infectar cada recoveco de aquel lugar. No tardaron los recelosos miembros de la guarnición en unirse al festín de los recién llegados, al menos los que no tenían el deber de guardar los muros. Pronto, el aplastante silencio que reinaba por doquier se vio interrumpido por las voces de los legionarios.
Flavius les estudió con interés, tratando de encontrar algún oficial que le informará acerca de la situación que imperaba en la zona. Al amanecer atravesarían aquel manto boscoso y no quería toparse con una desagradable sorpresa. Por fin, después de un buen rato, descubrió la inconfundible estampa de un veterano. Se acercó y admiró las *faleras que portaba sobre la cota desgarrada. 
Habéis pasado un mal rato comentó Flavius, ofreciéndole un odre repleto de vino. Esto es lo menos que merecéis agregó, estirando la mano.
La prevención se esfumó del rostro del guerrero y sus labios esbozaron una amarga sonrisa. Contempló al recién llegado con intensidad mientras bebía un gran sorbo del caldo fermentado.
Flavius analizó aquellos rasgos afilados de labios delgados y cejas espesas. Una frialdad asesina latía detrás de esos orbes azulados que pretendían desnudar sus pensamientos. Los labios del centurión se curvaron en un curioso gesto  al constatar que se hallaba enfrente de un igual.
¡Por Júpiter que necesitaba un condenado trago!gruñó el legionario, limpiándose los labios con el dorso de la mano. Flavius advirtió el corte que asomaba debajo de su antebrazo.
Conservad el vino, lo necesitareis más que yo replicó el centurión alzándose de hombros. Mañana seguiréis aquí y nosotros continuaremos nuestro periplo.    
Un gesto oscuro asomó en la faz del soldado.
No habrá mañana, centurión exclamó en un tono monocorde que dejó mudo a su interlocutor. Los *ligures caerán sobre nosotros en cualquier momento. Esos demonios rubios harán lo que sea para liberar a su líder. 
Flavius Crasus apenas podía asimilar lo que acaba de escuchar. Un intenso vacío le apretó las entrañas.
Por todos los vástagos de Plutón… ¿De qué estáis hablando?inquirió con inquietud.
El aludido bebió otro sorbo antes de contestar.
Hace unos días los ligures nos atacaron con todo lo que tenían confesó. Sus ojos ardían como ascuas infernales. Nos hubiesen exterminado si no hubiera sido porque su paladín fue herido y cayó en nuestras manos por un golpe de la fortuna.
El legionario escuchaba el relato con asombro y perplejidad.
Marcio Tulio, nuestro comandante, les instó a abandonar el sitio o le daría muerte a su líder.Se detuvo y respiró hondo, recordando aquellos momentos. El reflejo de la hoguera creaba sombras palpitantes sobre sus rasgos macilentos. Entonces, los bárbaros exigieron que abandonásemos la fortaleza en un plazo de cuatro jornadas o regresarían para liberar a su caudillo sin importar las consecuencias.
Flavius se restregó las manos sobre la faldilla de cuero y aspiró el aire cargado de humo. Una sensación punzante le roía la boca del estómago.   
¿Cuándo vence el plazo?inquirió con ansiedad. Al fondo, algunos soldados reían sin saber los que les esperaba.  
Apesadumbrado, el legionario agitó la cabeza con lentitud. Una expresión de profunda impotencia le enmarcaba la cara.
Vencía al caer el sol apostilló, señalando la penumbra que envolvía el bosque—. Nos podrían atacar en cualquier momento.
El centurión guardó silencio, tratando de organizar el caos que reinaba en su cabeza. Aquella macabra revelación le dejaba anonadado.
Se giró hacia el edificio de piedra enclavado en el centro de la fortaleza, y vislumbró al joven tribuno emergiendo del interior en compañía de un sujeto alto y de rasgos bruscos. Los hombres abandonaron la charla para centrar su atención en los recién llegados.
Sin pronunciar palabra, Marcio Tulio examinó a las dos centurias que descansaban cerca de las hogueras. Cruzó los brazos en la espalda sin parar de agitar los dedos en medio de un espasmo nervioso. Volvió la mirada hacia Flavius, y el centurión advirtió el fanatismo que resplandecía tras los orbes que coronaban aquel pétreo semblante.
El comandante del bastión intercambió unas palabras con el tribuno, y éste se limitó a asentir con los labios apretados. Flavius imaginó que aquel inexperto rapaz trataba de controlar la oleada de temor que le rasgaba las entrañas.
 Y no era para menos, ya que él mismo se vio abrumado al constatar que sumados con lo miembros de guarnición serían poco más de cuatrocientos hombres. Respiró el aire gélido del atardecer y consiguió apaciguar el pánico que comenzaba a latir en su pecho. Si quería sobrevivir debería pensar con frialdad y mantener la moral de la tropa. Sin ello, estarían irremediablemente perdidos.
Se arrebujó en la capa y caminó con firmeza hacia la deslucida estampa de su superior.  A pesar de la tranquilidad que pretendía esbozar el miedo ardía en aquel rostro juvenil.
¿Alguna novedad, señor?inquirió con calma, intentando sonsacar algo de información.
Sorprendido, el tribuno parpadeó antes de contestar.
Al parecer no habrá descanso esta noche, Flavius comentó con desconsuelo. Marcio Tulio teme que los bárbaros puedan atacar el fuerte de un momento a otro.Frunció el ceño y perdió la mirada en la densa oscuridad que reptaba sobre la montaña como un espectro silencioso. Se regocijó con nuestra llegada continuó con ironía, afirma que hemos sido enviados por la fortuna.
Los severos rasgos del centurión dibujaron una mueca sombría
Eso depende del punto de vista, mi señor aseguró con desdén.
El aristócrata tragó saliva y, por un instante, sintió envidia de aquel avezado guerrero. Torció el gesto y recobró la altivez propia de su clase.
Dadle las malas nuevas a la tropa ordenó, mirándole con acritud. Y repartid los turnos de vigilancia en los adarves. Será una larga noche.
Sin duda, mi señor replicó Flavius con un asentimiento.

La noticia no caló muy bien entre los legionarios. Tras una dura jornada de marcha a través de tortuosos senderos montañosos, lo último que esperaban era pasar la noche entre los merlones gélidos de una muralla. Sin embargo eran soldados y, después de rezongar y despotricar de sus mandos, tomaron posiciones en espera del anunciado ataque de los bárbaros. 
Flavius se movía de aquí para allá, repartiendo órdenes sin cesar y organizando la distribución de las armas necesarias para repeler a los intrusos.
Se encargó de situar braseros y barriles de brea, cada veinte pasos, para encender teas y saetas. También constituyó un grupo de legionarios para bloquear las puertas con cualquier cosa que pudiesen encontrar, desde troncos hasta toneles repletos de arena y piedra.
Se encontraba en medio de estas labores cuando recibió órdenes de presentarse ante el comandante del bastión. Sorprendido, le echó una ojeada a al débil fulgor amarillento que brotaba del interior del edificio de piedra.
Pensó en vestir la camisa de hierro pero cambió de opinión. No quería dejar esperando a Marcio Tulio. Se secó la transpiración que le perlaba la frente y se encaminó hacia los aposentos del oficial, ataviado tan sólo con una túnica sudorosa y el *pugio en el cinto.
 Tras cruzar el umbral, agradeció la tibia caricia de los braseros sobre la piel. Percibió el olor de la sangre seca entremezclado con la penetrante hediondez mohosa que flotaba en la habitación. El líder de la guarnición se encontraba de espaldas, revisando el contenido de un cubo de pergaminos que yacía cerca de la pared. La temblorosa luz de una lámpara de aceite aguzaba las sombras reflejadas en la pared, dotándolas de una cualidad sobrenatural.
¿Me habéis mandando llamar, mi señor?exclamó el centurión. Marcio Tulio se volvió y le examinó con detenimiento. Flavius no pasó por alto el aspecto turbio de aquella mirada ni tampoco el espasmo nervioso que destacaba en su diestra. Aquel sujeto poseía un aura de crueldad difícil de ocultar.
¿Vino?preguntó con un esbozo de sonrisa que sorprendió al legionario.
Si no es molestia, excelencia replicó Flavius con asombro.  
El oficial acercó dos orzas de barro y vertió el contenido de un odre que pendía del muro.
El centurión aferró la vasija y degustó el caldo agrio que descansaba en su interior. A pesar del horrible sabor consiguió saciar la sed que le aquejaba.
Marcio bebió un trago y respiró hondo.
¿Creo que imagináis por qué os he convocado?le interrogó con franqueza. 
La verdad no tengo la menor idea, comandante replicó el aludido, intentando sin éxito desviar la atención del desconcertante espasmo en los dedos del oficial.
Marcio se dejó caer en un escabel y miró al centurión con apremio.
Vuestro tribuno… comentó, torciendo el gesto, es apenas un mocoso.
Flavius enarcó una ceja y asintió.
Me temo que tenéis razón confesó. Cneo Sempronio acaba de ser comisionado. Nos dirigíamos a la Galia para unirnos a la expedición de Rufo Avieno en contra de los celtas del Ródano. No esperaba que viera acción tan pronto.
Al parecer su mando es tan sólo nominal reflexionó Marcio, entrecruzando los dedos y estudiando la reacción del legionario. Sois el poder detrás del muchacho.
Estoy para respaldarlo en caso de necesidad replicó Flavius con franqueza. En verdad le agradaba el rapaz y no quería desvirtuarlo enfrente de aquel sujeto.
Marcio asintió sin apartar la vista del soldado.
Espero entonces que estéis siempre a su lado para que tome las decisiones correctas.Un fulgor extraño brotó de aquellos ojos crueles. No quiero que pierda la cabeza y a afecte la moral de la tropa.
Eso no sucederá, Marcio Tulio respondió Flavius, desafiante.
Los labios del comandante se torcieron en un gesto enigmático. Contempló aquel hombre de cuerpo nervudo y ojos de hielo, y comprendió que sería vital para la defensa del baluarte. Tal vez después le amonestaría por aquella leve insubordinación.
Muy bien, de vos depende que no tenga que lanzar a ese mocoso al otro lado de la muralla sentenció con acidez. Podéis retiraros entonces.
No obstante, el centurión permaneció impasible en su lugar.  
Marcio Tulio frunció el rostro y le devoró con ojos encendidos.
Permiso para hablar, mi señor exclamó al advertir el peso de aquella mirada.
Hablad espetó el comandante, cruzándose de brazos. El resplandor de los braseros arrancaba destellos juguetones de los brazales de bronce labrado que portaba.
Tengo entendido que los ligures eran nuestros aliados indagó con inquietud. Yo mismo luché codo a codo con ellos hace dos veranos, durante el último alzamiento samnita. 
Lo eran, centurión, lo eran —respondió el oficial en tono cansino. No estuvieron de acuerdo con las últimas disposiciones del Senado y decidieron alzarse en armas en contra de la República.
Conocí a su caudillo recordó Flavius, regresando a aquellos días sangrientos. Un magnífico guerrero llamado Arevestus.
Marcio sirvió más vino y se pasó la lengua por los labios. Por un breve instante pareció interesarse en las palabras de su subordinado.
Las cosas han cambiado bastante desde aquella guerra le interrumpió con desgana. Arevestus murió hace algunas cuentas y ahora su hijo Vartus comanda  a esa caterva de traidores.
Flavius Crasus quedó paralizado al escuchar aquel nombre. De inmediato, la estampa de un titánico guerrero de cabellera rojiza que abría un sendero de muerte a través de las líneas samnitas, inundó su cerebro.
Vartus se ha convertido en el rey de los ligures prosiguió Marcio Tulio con gravedad, y es el motivo por el cual debéis impedir que los bárbaros pongan pie en esta fortaleza. No podemos permitir que lo liberen y  se salgan con la suya.
Por un instante Flavius creyó que sus piernas no le sostendrían. Jamás hubiese pasado por su cabeza que Vartus, el hombre que la había salvado la vida en aquella emboscada samnita, fuese el mismo sujeto que yacía en las mazmorras del fortín. Algo en su interior se revolvió con amargura al tratar de imaginar qué habría provocado aquel odio entre sus antiguos aliados. La necesidad de averiguar la causa de aquella locura se convirtió en una obsesión para el centurión.
Sin pronunciar otra palabra dio media vuelta y abandonó los aposentos de Marcio Tulio.

 II
 Cuernos en la oscuridad

Un manto nebuloso cubrió el disco lunar y sumió el bosque en un manto de lobreguez que consiguió inquietar a los hombres que custodiaban los adarves. Flavius se desplazó entre aquellos rostros cargados de tensión sin apartar de la mente el recuerdo de Vartus. Sin pensarlo siquiera enfiló en dirección de las mazmorras, dispuesto a averiguar de una vez por todas lo que había sucedido.
Los legionarios que guardaban las puertas le recibieron con recelo, pero la mirada gélida del centurión consiguió disuadirlos de cualquier intento de cerrarle el paso.
¿Dónde está el prisionero?les interrogó con firmeza.
Ambos soldados intercambiaron miradas antes de contestar.
Abajo, al fondo del pasillo replicó uno de ellos. Un sujeto espigado con rasgos etruscos. Se apartó y permitió que Flavius encendiera una tea en el brasero.
El centurión se adentró en las escaleras talladas y disolvió las tinieblas que amenazaban con devorarle. El goteo de las filtraciones de agua se multiplicaba en medio del espantoso silencio que llenaba el interior. Avanzó con cuidado sobre las losas mohosas, permitiendo que la palpitante luz de la antorcha le diera sentido a las sombras que le rodeaban. Aspiró el aire cargado de hedores inimaginables y se detuvo enfrente de un nicho estrecho, rodeado de barrotes. Entrecerró los ojos y estiró el brazo para iluminar el interior.
Su corazón se paralizó al descubrir la forma humana que yacía sobre la piedra desnuda. El prisionero se removió y el sonido de las cadenas retumbó entre aquellos muros húmedos.
¿Habéis decidido terminar con mi miseria, perro romano?El corazón de legionario latió con vigor al reconocer aquella gruesa voz.
Vartus… ¿sois vos?replicó intranquilo.
Un intenso silencio fue lo único que obtuvo como respuesta.
De repente, un rostro macilento se pegó a los barrotes. El odio ancestral que destellaba tras aquellos orbes azulados se transformó en sorpresa y estupor.
Flavius Crasus…musitó el celta sin dar crédito a lo que veía.
El centurión se acercó y aferró con fuerza la mano del ligur. Conmovido, observó los ojos hundidos y el triste aspecto de su viejo camarada.
Por todos los dioses… ¿Qué os ha sucedido?inquirió estupefacto.
La súbita alegría del reencuentro se apagó en los rasgos del cautivo.
Cometimos el error de confiar en los romanos espetó con disgusto.
Flavius quedó mudo. No tenía palabras para describir las emociones que le embargaban en aquel momento.
¿Pero no lo entiendo?… ¡luchamos como hermanos… me salvasteis la vida!.señaló el atónito guerrero.
Vartus respiró hondo y la dureza de sus facciones se convirtió en una máscara sombría.
Hace más de un año, el Senado decidió revertir nuestros privilegios y reclamar estas tierras en nombre de la República —comentó con acritud. Mi padre decidió entonces encabezar una embajada para tratar de averiguar qué estaba sucediendo. Tenía la sospecha de que tribus rivales habían sobornado a algunos senadores para obtener dichos beneficios y mermar nuestra influencia.
Flavius le escuchaba con inquietud y vergüenza. Él mejor que nadie conocía la vileza de sus propios gobernantes.
¿Y qué consiguió averiguar?inquirió con recelo.
Vartus apretó los labios y el dolor asomó en aquellos rasgos mugrientos.
Nunca lo supimos exclamó, taladrando a Flavius con ojos ardientes. La comitiva fue emboscada a medio camino de Roma. Todos fueron asesinados.
El centurión sintió el sabor de la bilis en la garganta. La mano negra de la traición enmarcaba todo aquello.
Respetaba a vuestro padre, Vartus confesó con franqueza.
Una pálida sonrisa iluminó el rostro del ligur.
La única opción que Roma nos dejó fue la guerra apostilló el prisionero con impotencia. Contempló al romano y éste captó la profunda melancolía que asomaba en sus pupilas—. Y seréis el único legionario cuya muerte lamentaré después de que mis hombres arrasen este condenado lugar.
Flavius agitó la cabeza y maldijo a los dioses por verse envuelto en aquella terrible situación. 
Debo regresar a mi puesto aseguró con pena, no quería extender más aquella patética reunión. Extrajo un trozo de pan del interior de la túnica y lo puso en los mugrientos dedos de Vartus.
¡Esperad!clamó el celta con angustia, estirando el brazo fuera de los barrotes.
El legionario se volvió, la pena cincelaba sus rasgos afilados.
¡Escapad, Flavius!le urgió el cautivo. ¡Huid cuando aún tenéis posibilidad!
El rostro del soldado se endureció y sus ojos grises recobraron el fulgor letal que les caracterizaba.
Sabéis tan bien como yo que nunca abandonaré a mis camaradasconfesó con amargura.
Vartus agitó la cabeza y le miró con aflicción.
Lo sé, amigo mío, lo sé musitó, tragando saliva. Ahora todo queda en manos de los dioses.
En ese momento un eco lejano retumbó entre los muros de la fortaleza y apretó el corazón del legionario. Un sonido que parecía brotar de todos los rincones del extenso bosque que les rodeaba.
Cuernos en la distancia exclamó Vartus con altivez—. Los ligures han llegado.
Flavius contempló por algunos latidos la expresión demencial en el rostro del celta y un sudor frío le recorrió la espina dorsal. El momento de la verdad había llegado.

El legionario dejó atrás las mazmorras y se sumergió en el caos que se enseñoreaba en el patio de armas. Se abrió paso entre la multitud que corría a tomar posiciones en las almenas en medio de gritos y desesperación. Al fondo, el clamor de los cuernos era cada vez más agudo y aterrador.
Se acercó al lugar donde se hallaban sus hombres y se atavió con rapidez la cota de malla. El metal gélido le mordió la carne pero fue una sensación reconfortante que disparó la adrenalina en sus venas. Aseguró el tahalí sobre el hombro derecho y embrazó el escudo con firmeza. Enfrente, los rostros expectantes de la tropa esperaban sus órdenes.
Les contempló con pasión, tratando de grabar aquellas facciones cargadas de apremio en el fondo de la mente. Tal vez no volvería a ver a muchos con vida. En ese momento reparó en la silueta sombría del tribuno. El joven aristócrata permanecía al margen de la formación con el rostro convertido en una máscara de alabastro.
Marcio Tulio emergió  de la muchedumbre acompañado de su escolta. Portaba una coraza de bronce finamente labrada que refulgía bajo el resplandor de las antorchas.
¡Cneo Sempronio!aulló enloquecido, clavando las pupilas sobre el muchacho. Éste se volvió con el miedo desfigurándole los rasgos juveniles. ¡Desplegad vuestras centurias en el flanco izquierdo!le ordenó el comandante de la guarnición antes de desaparecer de nuevo entre la turba.
Con un ruego silencioso, el rapaz giró la cabeza hacia Flavius. El centurión suspiró y captó la inquietud que comenzaba a infectar a la tropa. No podía permitir que perdieran la confianza en sus oficiales. No en un momento tan crucial.
Enfiló hacia el muchacho. La altivez patricia había desaparecido y ante él no quedaba más que un mocoso aterrorizado.
Ordenad el despliegue, Cneo Sempronio le instó, enfatizando cada palabra con gravedad. Estaré a vuestro lado en todo momento.
El tribuno  tragó saliva y un destello de sensatez refulgió en sus ojos al asentir.
¡Adelante!exclamó con sorprendente energía, dirigiendo sus pasos hacia los adarves.
Los hombres dejaron escapar un grito de batalla que consiguió estremecer a los miembros de la guarnición.
Flavius sonrió con fiereza. El león que moraba en su fuero interno rugía complacido ante la inminente refriega. Ascendió los empinados escalones que conducían a la cumbre con el corazón rasgando sus sienes.
Una gélida corriente les saludó en lo alto de los muros. El centurión contempló el océano de pavorosa tenebrosidad que se abría por doquier y acarició el pomo de la espada. Podía sentir el hedor de los cuerpos sudorosos de los hombres que avanzaban a través de la espesura, de la misma manera que un lobo hambriento detectaba el efluvio de sus presas.

III
 Sangre y acero  

¡Un hombre cada diez pasos, dejad espacio para los arqueros! rugió el centurión recorriendo el estrecho pasillo en lo alto de la muralla. Separó a los veteranos y los posicionó en medio de los nuevos reclutas para mantener la cohesión a la hora del combate. Volvió la vista y sintió una oscura emoción al ver el fulgor de las picas y los yelmos repartidos a lo largo de los adarves. Era en aquellos momentos en que sentía la vida recorriendo cada fibra de su cuerpo, una sensación intoxicante que alejaba de su ser toda vacilación. Aguzó los sentidos en busca de algún rastro del enemigo y centró la atención en la lobreguez que inundaba el bosque como un mar de brea.
Los cuernos reverberaron con vigor, para luego sumir la floresta en un mutismo desolador que aceleró el corazón de los romanos.
Flavius recorrió la línea sin apartar los ojos de la oscuridad.  La sangre se congeló en sus venas al detectar el espeluznante silbido de las saetas.
¡Escudos!aulló con premura, elevando el amparo por encima de su cabeza. El silencio se quebró con el sonido de los proyectiles mordiendo los broqueles y hendiendo la carne de los menos afortunados. Aquí y allá se elevaban los lamentos de los heridos. Otra andanada castigó la línea romana causando aún más conmoción. El centurión maldijo por lo bajo y se movió entre la tropa con palabras de aliento. Se acercó al tribuno y le descubrió temblando bajo el escudo. Apretó los dientes con furia y enfrentó al rapaz. La hediondez del orín le inundó las fosas nasales. Aferró el hombro de Cneo Sempronio y le obligó a encararle.
¡Por Belona y Marte!espetó con toda la calma que pudo amasar—. Reaccionad o estaréis muerto antes de que comience la verdadera refriega.
Con la mirada perdida, la faz del tribuno no era más que una máscara de pánico. El centurión encajó la mandíbula y le cruzó el rostro con una violenta cachetada.
El chico dio un respingo. El miedo se esfumó de sus rasgos y dio paso a una furia cerval que arrebató un fiera sonrisa del grave semblante de Flavius.
Eso es, Cneo Sempronio exclamó con entusiasmo. Aferraos a la ira que late en vuestro pecho y mantenedla encendida para derramarla sobre los bastardos que pretenden asesinarnos. Solo así podréis salir airoso del infierno que se nos viene encima.
Los ojos del crío resplandecieron con locura y decisión. Apretó los dientes y asintió apretando el pomo del gladio.
Mantened esta posición, cueste lo que cueste le instó el veterano con apremio. Yo vendré en vuestro auxilio si es necesario.
Se alejó de allí sin mirar atrás, rogándole a los dioses que el joven oficial cumpliera con su deber.
En ese preciso momento, el fragor de mil gargantas emergió de las entrañas del bosque anunciando la matanza. Los romanos apretaron las lanzas y los arqueros tomaron posición.
Un murmullo ahogado surgió de los defensores al vislumbrar la marea humana que brotaba del boscaje como un gigantesco hormiguero.
Flavius aguantó el aliento y contempló aquella magnífica fuerza de gigantes rubios. Algunos portaban yelmos de bronce y cotas de malla que destellaban bajo el espejismo lunar. Otros se protegían con petos de cuero o coseletes ligeros. No obstante, la gran mayoría se cubría tan sólo con pieles de oso y venado. Estaban armados con lanzas de moharra gruesa, espadas largas y hachas de batalla.
El centurión se estremeció al ver cómo la turba continuaba su salvaje acometida a pesar de la letal lluvia de metal que brotaba de las almenas. Los cuerpos se amontonaban en la explanada, mientras nuevos guerreros ocupaban el puesto de los caídos y los moribundos eran aplastados por sus propios camaradas en medio de un brutal frenesí.
Los arqueros vaciaron las aljabas y no les quedó otro remedio que echar mano de las dagas y  espadas que portaban en el cinto, esperando el inevitable cuerpo a cuerpo que vendría a continuación. 
El sonido metálico de los garfios retumbó como una sentencia de muerte en el pecho de los defensores. Debían evitar a toda costa que los bárbaros se apoderarán de los adarves. Flavius corrió hacia el muro más cercano y cortó el trozo de cáñamo que pendía del gancho. Se volvió con urgencia y cercenó una mano que se aferraba a la pared. Un aullido de dolor llegó a sus oídos, acompañado del macabro sonido de un cuerpo reventándose contra el firme. Levantó la vista y contempló la misma escena repitiéndose a lo largo de la muralla. Los romanos, desesperados, trataban de evitar que los ligures ganaran la posición. Entonces sus ojos buscaron al tribuno entre el caos que reinaba por doquier. Se abrió paso como pudo y quedó paralizado al comprobar que los bárbaros se hacían fuertes en uno de los torreones. Habían conseguido reducir a los defensores y preparaban una cabeza de puente para ampliar la brecha. Reunió con prontitud un grupo de asalto y encabezó la acometida.
¡Formación cerrada, cuatro enfrente!ladró con furia, cubriéndose con el escudo. Los legionarios obedecieron la orden y avanzaron hacia adelante cubiertos por los broqueles y con lanzas en ristre. Los primeros arqueros celtas habían conseguido poner pie en la trinchera y concentraban las andanadas sobre la barrera escarlata que se les echaba encima. Flavius aguantó el aliento al sentir los golpes de las saetas castigando la salvaguarda de madera y cuero. Un hombre a la izquierda cayó con un gemido sordo, la pluma de una flecha asomaba en medio de su rostro.
¡Descargad!rugió, bajando por un latido el amparo y permitiendo que los *pilum de sus compañeros diezmaran a los bárbaros que defendían el torreón. Los ligures retrocedieron espantados, no esperaban aquella letal andanada a quemarropa.
Los legionarios dejaron escapar un grito victorioso y asaltaron la posición. Resbalaron en la sangre oscura de los caídos y se batieron con desesperación. Flavius hundió la hoja en una pierna desprotegida. El bárbaro perdió pie y el romano le atravesó la garganta. La barrera celta comenzaba a ceder en medio de maldiciones y gritos de dolor. El hedor dulzón de la sangre se acumulaba en el paladar de los guerreros al igual que el fuerte efluvio de la brea que ardía en derredor. Flavius Crasus apretó los dientes y alentó a los hombres que le rodeaban a recuperar el torreón. El sudor le escocia los ojos bajo el yelmo. Entonces el crujido de la madera al reventarse le hizo estremecer. Volvió la vista y descubrió al titán que blandía una enorme hacha de doble filo y abría un sendero de muerte a su paso. Hizo añicos dos escudos y obligó a los romanos a replegarse. Un legionario intentó hacerle frente, pero antes de que pudiera reaccionar, yacía sobre el empedrado convertido en una pulpa sanguinolenta.
El bárbaro dejó escapar un grito triunfal que se alzó por encima de la confusión de la batalla. Flavius arrebató una pica de manos de un cadáver y enfrentó al hachero.
El romano estudió los movimientos del inmenso ligur. Le llevaba al menos una cabeza de ventaja. Vestía calzas largas, botas de ante y se cubría el pecho con una placa de bronce. A pesar de su tamaño se movía con la agilidad de una serpiente. Fijó  la atención en el filo que refulgía bajo la luz de la luna. No podía perderlo de vista si quería sobrevivir aquel angustiante embate. Se estremeció al captar las hilachas de carne adheridas al borde de la hoja. El bárbaro arremetió y dejó caer la pavorosa arma a pocos dedos del legionario, elevando una lluvia de chispas y trozos de piedra.
Con el corazón en la boca, Flavius reculó sin apartar la atención de los rasgos demenciales de su rival. El titán rubio fintó y lanzó un golpe diagonal que rasgó la cota del romano. Dibujó una sonrisa cruel y atacó de nuevo, decidido a terminar de una vez por todas con su rival.
Los ojos del legionario flamearon con intensidad. Esperó hasta el último latido y se escurrió hacia el lado contrario, evitando un golpe letal. Rodó hacia el frente, escapando de otra acometida que por poco le arranca la cabeza. Aquel era el momento que estaba esperando. Aferró la lanza con firmeza y la arrojó hacia la bestia que se le echaba encima. Aún atravesado de lado a lado, el ligur continuó su loca carrera unos pasos más. Se derrumbó enfrente del romano con unos ojos moribundos cargados de odio. 
El centurión se desentendió del bruto y enfiló hacia el borde del torreón. Con horror descubrió que al menos una treintena de hombres ascendían por los garfios y estaban a punto de alcanzar la cúspide. Reunió a la media docena de legionarios que aún quedaba en pie y vació dos toneles de brea sobre las paredes. El pánico cundió entre aquellos miserables al vislumbrar el macabro destino que les esperaba. Se estrellaron contra el borde de la muralla convertidos en antorchas humanas. Los defensores contemplaban la escena con una mezcla de espanto y fascinación, mientras el hedor de la carne abrasada les llenaba los pulmones.
A pesar de esta pequeña victoria la refriega no pintaba nada bien para los hijos de la loba. Los invasores colmaban los cuatros flancos del baluarte desplegando escaleras y garfios, a la vez que una fuerza todavía mayor golpeaba las hojas con inmensos troncos y piedras, sin que nadie pudiera hacer nada para detenerlos. Flavius Crasus estudió aquel oscuro panorama y comprendió que sería cuestión de tiempo antes de ser arrollados por los salvajes. Giró la cabeza y descubrió al joven tribuno repartiendo golpes sin cesar. Bañado en sangre de pies a cabeza era la reencarnación del mismo Marte. El centurión se vio acosado por una oleada de furia e impotencia. Nunca imaginó que encontraría la muerte en un enclave insignificante como aquel. Pasarían días, incluso semanas antes de que Roma se enterase del desastre. Aspiró el aire cargado de muerte y la certeza de la extinción le arropó con una incomprensible paz. Contempló con admiración la lucha angustiosa de sus camaradas, y supo que caerían matando como bestias cercadas. Una sonrisa lobuna se dibujó en aquel semblante sucio y sudoroso. Miró con entereza al puñado de legionarios que le acompañaban, y advirtió la misma resolución en aquellos rostros tiznados. Sin mediar palabra se sumergieron de nuevo en aquel maremagno de destrucción.

El joven tribuno bloqueó la acometida del lancero que se le arrojaba encima. Evitó el filo por medio codo y barrió los pies de su rival, salpicándose el rostro de sangre tibia. Un aullido de intenso sufrimiento le llenó los oídos y le produjo una profunda satisfacción. Descubrió unos ojos cargados de dolor y hundió el filo en aquel rostro barbado.
Entonces reparó con horror en los dos guerreros que se filtraban por la diestra. Intentó elevar el broquel para evitar el embate, pero sus agotadas extremidades se negaban a responderle. Un haz diamantino desvió el golpe del ligur, obligándole a retroceder hacia el caos del muro de escudos. El otro no compartió la suerte de su compañero, se retorcía sobre un charco de sangre con un asta asomando encima del pecho. Atónito, el muchacho se enfrentó a los ojos de acero de su salvador.
¡Debemos retroceder!le urgió Flavius con apremio, tirando de su hombro—. Las almenas no resistirán agregó angustiado, señalando el hervidero de bárbaros que luchaba en los adarves. El clamor victorioso de los asaltantes retumbaba por doquier. Sus yelmos cónicos refulgían bajo el brillo de la luna y sus hojas enrojecidas acosaban sin piedad a los agotados defensores que comenzaban a cederles la iniciativa.  
El rapaz asintió con el desconcierto de la derrota reflejado en el rostro. Flavius organizó a la veintena de hombres que aún continuaban con vida y señaló la estructura de piedra que destacaba en el extremo de la plaza de armas.
Nos haremos fuertes en el interior explicó con voz quebrada, mientras se limpiaba la sangre y el sudor que le cubrían la cara. Es nuestra única posibilidad.
El grupo de romanos se abrió paso a punta de espada y consiguió agrietar la tenaz resistencia de los ligures que les hacían frente. A pesar de ser superados en número, alcanzaron su destino dejando atrás a muchos  camaradas. Al menos media docena de legionarios habían quedado esparcidos en el camino.
El crujido de las hojas al ceder apagó todas las esperanzas de los defensores. La turba que ocupó el baluarte barrió sin misericordia los pocos que continuaban en pie para desafiarles.

IV
Fieras acorraladas

¡Bloquead las puertas!ordenó el centurión, apoyado en el muro y jadeando con dificultad. La intensidad del  combate comenzaba a cobrarle el precio. Recorrió con tristeza los rostros de sus acompañantes. Aquel puñado de hombres heridos y abatidos era todo lo que quedaba de dos centurias romanas. Sin embargo, aún captaba el fuego que ardía en sus miradas y comprendió que lucharían hasta el final.
Sonrió con pesar y repartió el poco de agua que aún conservaba en el odre que cargaba consigo. En el exterior reverberaban los vítores de los invasores.
¿Dónde estamos?inquirió Cneo Sempronio desde un rincón. Un hilillo de sangre se deslizaba por su frente tiznada. Los rasgos infantiles habían dado paso a un rostro cargado de decisión. Al centurión le pareció que aquel rapaz había envejecido un lustro durante aquella refriega.
Flavius recorrió con la vista los muros anquilosados y suspiró.
Nos encontramos en las mazmorras explicó, indicando con la espada el oscuro pasillo que se adentraba en las entrañas de la tierra a pocos pasos de allí. Y esas escaleras serán nuestra última línea defensiva.Los soldados intercambiaron miradas apremiantes. Tendremos la ventaja de nuestro lado continuó, sin prestar atención al estupor de la tropa. A pesar de su ventaja numérica no podrán enviar más de dos hombres a través del umbral. Estaremos en igualdad de condiciones.
¿ Y cómo se supone que les haremos frente?preguntó un sujeto de aspecto rudo que pertenecía a la guarnición, tal vez el único que seguía con vida. Había un tinte de ironía en su voz.
Lucharemos en parejas e intercambiaremos posiciones al menor signo de agotamiento respondió el centurión con un duro gesto que no admitía reparos.
En ese instante la angustia se apoderó de los supervivientes al captar los movimientos en el exterior. Los invasores golpearon la puerta con fuerza y luego intercambiaron palabras en su lenguaje gutural.
Podremos resistir aquí murmuró el tribuno poniéndose de pie, sus orbes oscuros ardían con la locura del combate. No retrocederemos un paso más.
Flavius agitó la cabeza y le sostuvo la mirada por unos latidos.
Nos barrerán sin misericordia sentenció con gravedad. Nuestra única oportunidad se encuentra en ese condenado sótano.Respiró el aire cargado de humedad y contempló los rostros expectantes que le rodeaban—. Además, allí abajo se encuentra el hombre que vinieron a buscar. Es la única carta que nos queda.
El caudillo rebelde exclamó Cneo Sempronio sorprendido.
El eco sordo de la madera al quebrarse alertó a los romanos. El filo de un hacha se filtró a través de las astillas destrozadas, mientras las voces desafiantes de los atacantes se multiplicaban en el exterior.
Los legionarios intercambiaron miradas y siguieron la titilante antorcha que les guiaba hasta el corazón de la prisión, dejando atrás el espeluznante crujido de la puerta haciéndose pedazos y sellando su destino.
Los ligures irrumpieron en la estancia blandiendo sus armas. La sed de sangre palpitaba enloquecida en aquellos rostros crueles y decididos. No tardaron en enfilar por la estrecha escalinata en busca de nuevas víctimas.
La sorpresa fue total al ser recibidos por el acero romano en medio de un claustrofóbico recodo. Los gladios de los legionarios eran más certeros que las hojas largas de los celtas en aquel reducido espacio. Los tozudos montañeses arremetieron con furia, conscientes de que aquel puñado de legionarios era lo único que les separaba de su rey.
El apretado pasaje no tardó en convertirse en una pesadilla de muerte y dolor. Los cuerpos de los guerreros se amontonaban unos sobre otros, entorpeciendo el paso de los camaradas que les seguían los pasos. Los romanos hendían yelmos y sumergían las hojas en rostros y vientres con mecánica precisión. Por su parte, los ligures utilizaban largas picas para atravesar a sus enemigos a la menor oportunidad. La sangre se deslizaba como un torrente oscuro a través de los escalones, obligando a los defensores a pegarse al muro para no resbalar. En medio de aquella carnicería los romanos perdieron todo rasgo de humanidad y se entregaron a la lucha como bestias acorraladas. Se arrojaban con sus aceros mellados, haciendo caso omiso de los cortes y heridas infligidas por el enemigo. Al ser alcanzados se desvanecían con la espada en la mano y con la locura del combate latiendo aún en sus moribundos corazones.
Vartus se movía de un lado para otro de la celda, contemplando todo aquello con una mezcla de estupor y admiración. Bajo el palpitante fulgor de las teas veía a sus enemigos batirse con denuedo en contra de una fuerza superior. Sus ojos ansiosos se volvieron hacia el legionario que balbuceaba incoherencias a unos pasos de los barrotes. Aún conservaba un tinte de orgullo a pesar de que intentaba sin éxito mantener los intestinos en el interior de su cavidad abdominal. No tardaría en fallecer.
 Desvió la vista hacia los dos romanos heridos que aguantaban en el umbral, esperando su turno para unirse de nuevo a la refriega. Su corazón latió con fuerza al escuchar la cercanía del clangor de los aceros. Los suyos no tardarían en llegar. Entonces sus ojos enloquecidos se posaron en el guerrero ensangrentado que emergía del pasillo.
¡Sostened la línea un poco más!balbuceó el centurión a los legionarios que le reemplazarían en la lucha. Vartus se preguntó cómo aquel hombre podría seguir en pie. La cota estaba desgarrada en varios puntos enrojecidos, y exhibía un feo corte en el muslo izquierdo que no cesaba de sangrar a pesar del lienzo mugriento que intentaba restañar la herida. Entonces, una sensación espeluznante le reptó por la espina dorsal al toparse con aquellos ojos helados y comprender que no saldría con vida de aquella madriguera infecta.
El rostro de Flavius no era más que una máscara de sangre y suciedad. Respirando con dificultad, renqueó hasta el borde del lúgubre calabozo. El pulso de las teas arrancaba extraños reflejos de la hoja ensangrentada que aferraba con decisión al abrir la celda.
Vartus reculó espantado, sus rasgos mugrientos desfigurados en una mueca de cólera. Apretó los dientes y enfrentó al romano con entereza. Era un rey, un caudillo. No iba a demostrar la frustración ante su verdugo.
De alguna manera es un alivio saber que moriré en manos de un viejo amigo exclamó con frío desdén.Abrió los brazos encadenados, esperando el golpe letal.
En ese instante el tropel de guerreros rubios irrumpió en el sótano, arrastrando consigo a los últimos defensores. Flavius se giró y vio cómo el joven tribuno era atravesado por una lanza. No obstante, tuvo los arrestos necesarios para lanzar un último golpe y hundir el cráneo de su ejecutor. Ambos se desvanecieron en un abrazo póstumo.
El legionario gruñó enfurecido, aferró el cuello de Vartus y apretó la hoja contra su garganta. Observó los crueles semblantes que se acercaban como hienas hambrientas, y esbozó una sonrisa agridulce al comprender que sus días terminarían en aquella mazmorra pestilente al lado de sus camaradas. 
Vartus, nunca olvidéis que un romano paga sus deudas musitó al oído del ligur. Recordadlo siempre.
El caudillo aguantó la respiración, esperando que el acero del romano le cercenara el gaznate. Tembló al escuchar el eco del metal estrellándose contra el firme.
Al verle soltar la espada la turba se arrojó sobre el legionario. Flavius apenas pudo reaccionar ante la violenta acometida. Una rodilla se hundió sin piedad en su plexo solar y una patada en la cara le nubló la vista. En medio de aquella agonía sintió cómo unos potentes brazos le obligaban a ponerse de rodillas. Agitó la cabeza en un intento angustioso por no perder la consciencia y lo primero que distinguió fue el rostro mugriento de Vartus emergiendo de la multitud.
¡Deteneos!gritó el paladín con aplomo y decisión.
El bruto que se disponía a decapitar al legionario le contempló con estupor.
Dejad a ese hombre con vida prosiguió el montañés, recorriendo los semblantes estupefactos que le rodeaban.
¡El romano debe morir!protestó un sujeto de cabello rojo y rostro rubicundo, apuntando una lanza contra el pecho de Flavius.       
¡Bajad esa jabalina!espetó Vartus con frialdad, clavando una mirada asesina sobre el lancero. Atreveos a desafiar mis órdenes y os haré hervir en aceite, maldito bastardo.El gesto pétreo del soberano de los ligures fue suficiente para aplacar la ira de sus súbditos.
Liberaron al cautivo de mala gana y se dedicaron a hurgar las pertenencias de los cuerpos sin vida desperdigados por doquier.
Flavius se arrastró hasta la pared y respiró el aire viciado que infectaba aquel lugar. El dolor palpitaba sin misericordia en todo su cuerpo y se preguntó si tendría las fuerzas necesarias para retornar a la superficie. Levantó la cabeza y se encontró con los orbes azulados de Vartus contemplándole con atención.
¿Por qué no acabasteis conmigo?le interrogó el monarca con aire enigmático. Hubieseis sofocado la rebelión de un solo golpe.
El legionario sonrió y sintió que algo se desgarraba en su interior. Encajó la mandíbula y respiró con lentitud.
Ya os lo dije antes le aseguró. Un romano siempre paga sus deudas.
Al parecer estáis comprometido nuevamente respondió el ligur con el ceño fruncido.
Flavius parpadeó, controlando la oleada de sufrimiento que le provocaba el corte en la pierna.
Eso parece replicó, apretando los dientes. Espero poder pagaros el favor algún día.
Vartus esbozó una triste sonrisa y le contempló por largo rato, meditando acerca de su vieja amistad. Agitó la cabeza y llamó a uno de sus hombres.
Espero que os sea de utilidad, romano musitó, lanzándole un odre repleto de agua fresca y un petate con algo de comida. 
Flavius asintió en señal de agradecimiento y le siguió con la mirada hasta que desapareció por la escalinata seguido de varios de sus guerreros.
 Volvió la atención hacia los caídos y se preguntó por qué los dioses insistían en mantenerle en este mundo. Otra oleada de sufrimiento le hizo estremecer. Cerró los ojos y rogó por un  poco de paz y sosiego. 

FIN.

Glosario
*Faleras: Condecoraciones en forma de disco que los soldados romanos portaban con orgullo sobre la cota de malla, casi siempre se entregaban en grupos de seis o nueve.
*Ligures: Pueblos que habitaban el sudeste  francés y el noroeste italiano. Probablemente enraizado en el complejo cultural neolítico del Mediterráneo occidental, no está aún esclarecido si se trata de un pueblo preindoeuropeo o indoeuropeo de una oleada anterior a los celtas y a los  latinos.
*Pugio: Puñal usado por los soldados de las legiones de la República romana usada desde los alrededores del año 100 a. C. al 100  d.C. Fue adoptado de los pueblos hispanos, del mismo modo que el gladius hispaniensis. La hoja medía unos 24 cm. por 6 de ancho. Resultaba un arma ideal para apuñalar, pudiendo con una buena acometida perforar una cota de malla. Esto se debía a que poseía un nervio central que dotaba a la hoja de resistencia y firmeza.
*Pilum: Lanza básica del legionario romano.