martes, 15 de enero de 2013

El oro de Darío

Publicado en Ragnarok  No. 6






I

La furia de los vencidos

El sol no era más que una esfera indiferente que flotaba en el firmamento. Un viento gélido se colaba por los peñascos del altozano, aullando con fuerza a través de los bruscos bordes de piedra. En la cima, un estandarte carmesí rugía al ser sacudido por la corriente, imbatible, al igual que los hombres que se arremolinaban a su alrededor. Eran apenas una treintena, los supervivientes de una centuria romana enviada a explorar los alrededores de *Tigranocerta el día anterior. Nunca imaginaron que se toparían con un destacamento armenio que se retiraba tras la desastrosa derrota infligida por el *Cónsul Lucio Licinio Luculo. La furia de aquellos hombres vencidos se evidenciaba por doquier en los cuerpos que sembraban la colina. Su sed de revancha era colosal.
¿Lo logrará?inquirió uno de los legionarios con voz rasposa.
Flavius tragó saliva y recordó la sed que le apretaba la garganta.
Rogadle a los dioses que así sea replicó, sin apartar la vista de la figura que se deslizaba a través de las rocas con sigilo. Era apenas un crío, pero eso le otorgaba algo de ventaja. Su deber era alcanzar la ciudad sitiada y dar aviso de la precariedad de la situación.
De manera instintiva, los ojos del legionario se desviaron hacia el cascajar que se encontraba unos doscientos pasos a la derecha. Algo en su interior se revolvió al notar el destello metálico que asomaba entre las rocas.
Un silbido mortal rompió el mutismo que les embarga. El muchacho pareció quebrarse al sentir el impacto del proyectil clavándose sin piedad entre los omoplatos.
Flavius apretó los puños e intercambió miradas sombrías con sus compañeros. El cuerpo del joven aún se removía en estertores postreros.
Una luz demencial refulgió en las pupilas del guerrero. Los demás se apartaron al reconocer aquel gesto tan familiar. Era la misma expresión que llenaba su rostro antes de cada batalla.
Alguien tiene que acabar con ese bastardo aseguró con dureza. Sus rasgos curtidos convertidos en una máscara pétrea.
Tened cuidado. Era la voz de un sujeto de rostro enjuto, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda. Sonrió con amargura al advertir la espesa mirada de Flavius Crasus.
No depende de mí respondió el legionario con una mueca extraña. Rogadle a la diosa fortuna que pueda regresar de una sola pieza.  
Juro por Júpiter que la suerte favorece a los locos replicó el aludido, observando a su camarada librarse de la pesada cota de malla y del yelmo.
Volveré, Marco enfatizó Flavius, asegurando el tahalí del gladio a su espalda. Revisó las correas que sujetaban la daga al cinto y frunció los labios con satisfacción. Luego, recorrió la línea de soldados agazapados, imaginando la manera de dar un extenso rodeo para evitar el mismo sino del crío abatido. Al fondo, la imponente estampa de los montes Taurus, bajo un lienzo nublado, era una interminable línea de colinas azuladas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Pegado a las peñas, el romano se arrastró como una serpiente sin apartar la vista del promontorio que se insinuaba a su derecha. El viento comenzó a rugir con furia, colándose a través de la túnica de lino como mil espadas afiladas. Los dedos entumecidos se aferraron con fuerza al risco, sin darle importancia a las  agudas aristas que le rasgaban las palmas.
Flavius aspiró hondo y examinó con cautela los alrededores. Se deslizó sin hacer ruido, con la daga entre los dientes y el tahalí descansando sobre los hombros. Intuía que el arquero aún continuaba en aquella posición, confiado en que ningún enemigo se atrevería a levantar la cabeza después de haber acabado con el muchacho. Guardó silencio por unos momentos, expectante. Sus músculos se tensaron al escuchar un suave murmullo al otro lado de peñasco. Estiró la cabeza y descubrió una oquedad en el muro de piedra. Sin pensarlo dos veces, se dejó caer con la agilidad de un gato y se pegó a la pared. Un rumor de pasos le aceleró el corazón en el pecho. Una figura asomó a través del saliente rocoso. Flavius apenas notó la coraza de cuero que le ceñía el torso y el leve fulgor de la placa de bronce que le protegía el pecho. Advertido por su instinto, el hombre se volvió, como la gacela al sentir la presencia del león. No obstante nada puedo hacer en contra de la furia del legionario. La punta de la daga mordió con saña a través del resquicio del cuello, saciando su hambre en la palpitante carótida del armenio. El líquido tibio empapó las manos y el rostro de Flavius. El arquero cayó de rodillas, en medio de un gorgojeo pavoroso y tratando de evitar con la mano derecha que la vida le abandonara a través de aquel tajo. Sus ojos, llenos de terror, se fueron apagando lentamente, hasta que no era más que un bulto inerte tendido sobre un charco oscuro. Flavius respiró el olor dulzón y metálico de la sangre y una alegría primitiva despertó en su interior. Retiró una faca enjoyada del cinto de su víctima y se dispuso a retornar a la cúspide del altozano. De pronto, un sonido profundo y sostenido le heló la sangre en las venas.

Los cuernos de los orientales anunciaban una nueva acometida.

Mientras esperaban el inminente ataque, los gritos de la horda que ascendía la colina hicieron eco en los oídos de los legionarios, aumentando la tensión que les carcomía. Buscando alguna señal de su compañero, Marco Agripa recorría con ansiedad el paisaje muerto y gris que les rodeaba. Respiró aliviado al advertir a la ágil figura que se abría paso entre aquellos traicioneros peñascos. Un murmullo apagado surgió de la línea al notar el arribo del veterano. Una espada como la de Flavius siempre era bien recibida antes de un combate.
¡Dadle algo de agua!rugió Marco. De inmediato un odre pasó de mano en mano hasta alcanzar al recién llegado.
Flavius dejó rodar el líquido por la garganta y sintió como si la lava de un volcán ardiera en su interior. Se limpió con el dorso de la mano y esbozó un gesto sombrío.
Les he visto aseveró con gravedad. Son unos ochenta o cien, armados con picas, espadas y cotas escamadas.
*Catafractos sin montura reflexionó Agripa con un gesto que remarcaba la señal en su mejilla izquierda. Deben estar desesperados por acabar con nosotros.
Flavius esbozó una mueca siniestra y se irguió con dificultad.
¿Y no lo estaríais vos?inquirió con un suspiro.Vamos, no hay que hacer esperar al barquero sonrió desafiante, intentando limpiar la sangre que le impregnaba las manos con un poco de arena.

Los armenios, ataviados con pesadas cotas escamadas, fueron recibidos por una lluvia de saetas y lanzas arrojadizas. La primera línea se deshizo ante la ferocidad de la defensa y la dura pendiente del  cerro. Algunos intentaron recomponer la formación, esperanzados en poder arrollar a los pocos romanos que aún quedaban con vida, pero se vieron sorprendidos por la inesperada carga que surgió del roquedal en su flanco izquierdo. Dos tercios de la mermada fuerza republicana se abalanzaron sobre ellos como una manada de lobos rabiosos. Los orientales apenas tuvieron tiempo de encararlos. Sin embargo el daño estaba hecho. El acero romano se abrió paso entre las apretadas filas de hombres, cercenando miembros y vaciando entrañas. Los gritos de agonía se entremezclaban con el restallar de las hojas y el crujir de los escudos al chocar.
Flavius, en medio de aquella refriega, hendía almetes y golpeaba sin piedad los cuerpos embutidos en hierro que le hacían frente, buscando cualquier resquicio para hundir la venenosa hoja. Una emoción oscura guiaba sus acciones, cortando cualquier vestigio de humanidad. En aquellos momentos se convertía en una máquina implacable. Una lanza le rasgó el costado derecho, se volvió con un revés, y sumergió la punta enrojecida en un rostro barbado. Un chillido espeluznante emanó de aquella faz destrozada antes de desmoronarse a sus pies. Desvió un hachazo con el broquel y barrió la rodilla de su atacante por encima de las grebas. El armenio cayó para ser rematado por un tajo que le cercenó la cabeza. A pesar de las bajas, los legionarios seguían abriéndose paso a través de aquella muralla de carne palpitante que comenzaba a perder la cohesión. Los gritos guturales de sus enemigos daban cuenta del encono de la carga romana. De pronto, un dolor sordo estalló en la cabeza del legionario. Sus ojos se nublaron con una bruma rojiza al tiempo que las piernas se le deshacían como hilos de paja. Se desplomó y el sabor acre de la arena le llenó los labios. Intentó moverse, consciente de que la muerte le respiraba ansiosa sobre la nuca, pero aquel cuerpo entumecido se negaba a responder. Impotente, volvió la vista para encarar con dignidad a su verdugo.
Un enorme bárbaro se alzaba sobre él. Cubierto con una cota ensangrentada y un yelmo cónico, sonreía enloquecido mientras izaba una maza de bronce para asestar el golpe final.
Flavius contuvo la respiración y le desafió con la mirada.
De repente, los ojos del armenio se salieron de sus órbitas a la vez que  una lanza le desgarraba la axila, ensartándole como a un cerdo. La vida se apagó en aquel semblante demencial y el cadáver se hundió como un árbol recién talado.
En medio de la bruma que acosaba sus sentidos, Flavius creyó ver a Marco Agripa arrastrándole fuera de aquel caos de muerte, gritos y desolación.


II

Las ruinas

El despertar de Flavius fue un doloroso palpitar que amenazaba con hacerle explotar el cerebro. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la suave penumbra que le rodeaba. Sombras etéreas y confusas se deslizaban a su alrededor, repitiendo fragmentos inconexos que no podía comprender.
De repente sus labios se empaparon con un líquido tibio que le calentó los músculos entumecidos. Se estremeció al notar los seres de pesadilla que le contemplaban desde las paredes. Frescos desconchados con figuras inquietantes que le aceleraron el corazón. Se trataba de leones alados con rostro humano. A pesar del paso del tiempo, algunos conservaban los vivos colores que alguna vez engalanaron aquel desconcertante lugar.
Dónde estamos…La voz pastosa que brotó de su garganta retumbó en los muros. El rostro cicatrizado de Marco Agripa le examinaba desde un rincón. El reflejo de las antorchas le otorgaba un aura de irrealidad.
Tenéis suerte de estar vivo aseguró el legionario sin demostrar ninguna emoción. Si no hubiese intervenido, estaríais rumbo al reino de Hades.
Flavius no dijo nada, comprendía lo cerca que había estado de perecer aquel día.
Os debo la vida, Marco reflexionó después de unos instantes de incómodo silencio.
El aludido dibujó una amarga sonrisa y se acercó a su compañero con una orza rebosante de orujo.
Bueno, al menos os he pagado algo de lo que os debo replicó, tomando la cabeza de su camarada y vertiendo con cuidado el vino sobre sus labios.
Flavius bebió con alivio, sintiendo cómo las fuerzas retornaban a su maltrecha humanidad. Apartó el cuenco y sintió un latigazo de dolor en la base del cuello.
Tenéis la cabeza tan dura como una roca rió Marco. A pesar de portar un yelmo, cualquiera hubiese sucumbido ante un golpe como el que recibisteis.
Flavius se pasó la mano por el lino mugriento que le cubría la testa. Un leve palpitar en la parte superior del cráneo no dejaba de atormentarle.
La diosa fortuna me ha favorecido de nuevo murmuró con devoción.
Pero al parecer olvidó a todos los demás remarcó su compañero compungido. 
Flavius se estremeció al recordar lo acontecido en la colina. En aquel momento, le parecía que todo aquello formaba parte de una pesadilla distante ocurrida en otro tiempo y lugar.
¿Qué ha sucedido?preguntó con inquietud.Tan sólo recuerdo fragmentos confusos antes de perder el conocimiento.
Su camarada le contempló en silencio, pensativo, aunque la expresión plasmada en su rostro no prometía nada bueno. Bebió un poco de aquel caldo y se aclaró la garganta.
Los rechazamos con las uñas explicó con un suspiro. Cargamos con todo después de que vosotros destrozasteis su flanco. No obstante lucharon como bestias acorraladas y perdimos la mitad de nuestras fuerzas. Prefirieron morir antes que retroceder.
Flavius respiró despacio, tratando de asimilar aquel debacle. De los cien hombres que habían abandonado *Tigranocerta el día anterior, quedaba menos de una veintena.  Ningún tribuno o centurión había sobrevivido a la furia de los vencidos.  
Encendimos varias hogueras continuó su compañero con aire taciturno, conscientes de que no atacarían esa noche.Los ojos le brillaban de manera extraña mientras el relato fluía entre sus labios. Uno de los batidores se topó con un sendero perdido entre las rocas, y decidimos que era el momento de abandonar aquella amarga posición.
Flavius, ávido por conocer cada detalle, le contemplaba sin decir palabra.
Marco se pasó la mano por la melena y aspiró el aire cargado que flotaba en aquel lugar.
Luego dejamos los cuerpos de algunos camaradas cerca de aquellas piras, para que los bárbaros que vigilaban desde la base del cerro no se percataran de la fuga. Los aseguramos con lanzas para que permanecieran erguidos como atentos centinelas.Una sombra de vergüenza asomó en los ojos de Marco al decir aquello. No era costumbre romana abandonar a sus muertos para que fueran pasto de las alimañas. No obstante aquella treta había conseguido salvar a los que aún continuaban con vida.
No había opción, amigo mío le interrumpió Flavius al advertir el tormento que le aquejaba. Los dioses lo comprenderán.
El legionario asintió con resignación y prosiguió relatando lo acontecido
Nos adentramos por un sendero estrecho que cruzaba detrás de la montaña. Un camino oscuro y empinado que nos arrastró hasta estas ruinas abandonadas concluyó, extendiendo los brazos y señalando el entorno que les rodeaba.
Flavius consiguió apoyar la espalda sobre la pared y observar con detenimiento aquella planta cuadrada poblada de columnas labradas. El pulso de las teas que pendían de los muros le dotaba de un aire lúgubre y tenso. En algunos lugares el domo había cedido, permitiendo que la densa oscuridad de la noche sin luna se fundiera con la débil penumbra que latía alrededor.
¿Qué es este lugar?inquirió, fijando la vista en la estatua de un león alado que se insinuaba en un estrecho nicho a un costado del salón.
Si no me equivoco reflexionó Marco, se trata de un templo persa.
Flavius le miró con curiosidad. Él era un simple soldado sin otro conocimiento que el manejo del acero y las tácticas de combate. No obstante siempre sospechó que Marco Agripa no era un simple campesino. Sus  modales y su forma de hablar daban a entender que provenía de noble cuna. Aunque Flavius no lograba comprender qué podría hacer un hombre como aquel mezclado con rudos legionarios salidos de las cloacas de Roma.
No me miréis de esa manera exclamó su compañero al notar el desconcierto de Flavius. En mi juventud tuve la fortuna de tener una buena educación.Sus ojos se nublaron con una melancolía que duró tan sólo unos instantes. Bueno, lo importante es que este lugar es un buen refugio para pasar la noche. Los viejos dioses han muerto bajo el peso de los nuevos conquistadores. Ahora este santuario no es más que una remembranza de una era olvidada.
Miró a Flavius con intensidad y esbozó una débil sonrisa que, bajo el destello de las teas, pareció ensanchar el surco de la mejilla.
Ahora necesitamos descansar murmuró con un deje taciturno.

Ambos hombres despertaron aturdidos por el estruendo. De manera instintiva echaron mano a sus espadas e intercambiaron miradas de incertidumbre, mientras el sitio cobraba vida en torno a ellos. El eco de las voces de sus compañeros retumbaba con apremio entre aquellos muros centenarios.
Un olor mohoso llenó los pulmones de Flavius. Una nube de polvo infectó el lugar, flotando a través de la escasa luz que emanaba de las teas, como unos dedos fantasmales que intentaran atraparlos.
¿Qué ha sucedido?inquirió Marco con inquietud. Los nudillos apretados sobre el pomo de su gladio.
Flavius Crasus rezongó al erguirse, recordando con dolor el tajo que le rasgaba el costado derecho. Agradeció a los dioses que el golpe en la cabeza no era más que un sordo latido en el fondo de su cerebro.
Con prudencia alcanzaron el centro del recinto. De allí parecían provenir las voces de la tropa.
No mas llegar, descubrieron con horror que uno de los muros se había venido abajo. Al otro lado, se observaban las teas palpitantes de los hombres que se internaban en aquel lugar, en medio de un cúmulo de polvo producido por los escombros.
Parece que hay otra sala más allá de esa pared comentó Marco con inquietud, fascinado con la boca de lobo que se abría enfrente de ellos. 
¡Aquí! ¡Ayudadme!La voz cargada de desesperación retumbó en todo el recinto. Varios hombres se adentraron en aquel pasillo en auxilio de sus compañeros.
Momentos después, el cuerpo polvoriento de un legionario emergía de aquel caos, cargado en hombros.
Lo posaron con cuidado sobre el firme, aunque las heridas que se insinuaban en su vientre y rostro no auguraban nada bueno.
Está muerto… murmuró uno de los soldados con frustración. Los  demás contemplaban el cadáver con una mezcla de sorpresa y enojo.
Al parecer se apoyó sobre la pared y ésta se vino abajo reflexionó Flavius, acercándose con precaución a la tapia derruida.Soltó un bufido y recorrió los rostros tiznados que le rodeaban. Salir ileso de la batalla para perecer de una manera tan estúpida concluyó con  frustración.
De repente, un rostro sucio y demacrado surgió como una aparición espectral desde el interior de aquel pasaje.
Debéis ver esto exclamó el recién llegado, con los ojos abiertos de par en par y una profunda turbación en su semblante 
Los romanos intercambiaron miradas de asombro antes de poner pie en aquel lugar  y seguirle los pasos.
Se adentraron en aquel estrecho pasaje tras la estela palpitante de las antorchas. El hedor mohoso y decadente se pegaba al paladar de Flavius, aumentado el malestar que le aquejaba. Una oquedad apareció enfrente de ellos. Al ingresar a través del claustrofóbico umbral, se toparon con una habitación de planta circular. Marco Agripa soltó un bufido al admirar los frescos que plagaban los muros. Se trataba de las mismas figuras aladas con cuerpo de león y rostro humanoide que habían visto antes, pero en mejor estado de conservación. Los colores cristalizados parecían latir con vida propia. Sin embargo los ojos de la tropa estaban más interesados en los tres misteriosos arcones que se amontonaban en un rincón.
Uno de los legionarios se aproximó con cautela y los examinó con detenimiento. Soltó un gruñido de desaprobación y luego fijó la atención  en los rostros que le miraban con recelo y curiosidad.
No lo sé musitó con el grave acento de Campania, es mejor no perturbar los secretos de los antiguos dioses, podría traer mala suerte.
Un murmullo surgió de los hombres apretujados en derredor. El miedo podía palparse en el ambiente.
¡Dejaos de tonterías, Prisco!rugió un sujeto de cabeza pequeña y ojos impíos, llamado Claudio Atistio. Por alguna razón esos cofres están escondidos en este maldito lugar.  
De un empellón le arrebató la tea a su compañero y acarició con ardor el borde rugoso del baúl. Extrajo la daga del cinto y reventó el pestillo de bronce con un golpe seco.
La madera soltó un lamento al abrirse después de tantas centurias, y los romanos aguantaron el aliento al advertir su maravilloso contenido.


III

El oro de Darío

Una mueca demencial se dibujó en el semblante de Claudio Atistio al sumergir los dedos en las monedas que refulgían bajo el pulsante resplandor de las teas. Los hombres enloquecieron y se precipitaron sobre los arcones restantes, haciendo caso omiso del temor que les consumía hacia tan sólo unos instantes. La locura de la codicia palpitaba descontrolada en sus miradas. Reventaron las cerraduras y rompieron en júbilo al descubrir una riqueza con la que apenas podían soñar.
Incluso Flavius se vio atrapado en aquel frenesí de avaricia. Se abrió paso entre los legionarios y tomó una de aquellas monedas de oro entre sus dedos. Atónito, examinó los bordes irregulares y la figura labrada sobre el metal.
Por todos los dioses de Roma… murmuró, tratando de controlar el torrente de adrenalina que amenazaba con hacerle estallar el corazón.   
No puedo creerlo exclamó Marco Agripa, arrodillado a su izquierda son *dáricos de oro.
Flavius se volvió con el ceño fruncido, los ojos inyectados con un brillo extraño.
¿*Dáricos?preguntó con curiosidad.
Marco sonrió con benevolencia y palmeó el hombro de su compañero.
Si, camarada replicó, este tesoro que veis aquí tiene más de trescientos años.Su rostro adquirió un cariz enigmático, que le hizo recordar a Flavius los viejos tutores que solía ver en las calles de Roma. Estas monedas pertenecieron a Darío III, el último rey de Persia.
El legionario arrugó la nariz y le miró con suspicacia
¿Y cómo podéis estar tan seguro de ello?inquirió en tono desafiante.
Marco respiró hondo y perdió la vista en el contenido del cofre antes de contestar
Es la única explicación plausible para este hallazgo explicó con calma. En su huida de las tropas de Alejandro, los persas debieron esconder sus tesoros en lugares alejados como éste, confiados en que después de derrotar a los macedonios podrían recobrarlos.
¿Habláis de Alejandro el Grande?le interrogó Flavius con interés.    
El mismo confesó Marco en tono melancólico, recordando los agradables días de su infancia, cuando la vida prometía cosas muy diferentes a vagar por el mundo matando en nombre de Roma. Veo que no estáis tan perdido como imaginaba. 
Flavius agitó la cabeza y volvió la vista hacia la fabulosa fortuna que refulgía en los cofres.

Después de sacar los arcones de su oscura tumba, los legionarios los amontonaron en el centro del templo. El oro resplandecía bajo la tenue penumbra, obnubilando las mentes de los hombres que se arremolinaban en torno a ellos.
Hay al menos cinco Talentos exclamó Marco acariciándose la barbilla. El destello dorado del metal se reflejaba en sus orbes oscuros con intensidad. Creo que cada uno de vosotros podría vivir de manera holgada con su parte.
¡Somos ricos!vociferó Claudio Atistio con una carcajada. ¡Nos revolcaremos en vino de Falerno y vestiremos túnicas púrpura!
El milenario santuario se vio estremecido por las risas de los guerreros.
Flavius, sentado sobre una escalinata, escuchaba todo aquello con preocupación. No desdeñaba su parte del botín, pero a diferencia de los demás, el oro no había alejado de su mente el peligro en el que se encontraban.
¡Gastaré mi parte en putas y en una mansión en el Palatino!se jactó otro de ellos, palmeando la espalda de Claudio Atistio y reventando en una risotada.
Primero deberéis salir con vida de aquí.El duro comentario de Flavius cayó sobre ellos como una maldición. Incluso Marco Agripa se vio sorprendido por la reacción de su viejo amigo.
Claudio Atistio se irguió y acalló los comentarios que susurraban sus compañeros.
¿Pensáis matarnos y quedaros con esta fortuna?exclamó con desdén, fulminando a Flavius con una mueca poco amigable.
El legionario recorrió los rostros que le contemplaban y sacudió la cabeza lentamente.
Al parecer la codicia ha conseguido nublar vuestro sentido común, Claudio Atistio replicó con dureza. ¿Cómo vais a arrastrar esos condenados cofres con los armenios pisando vuestros talones?
Los legionarios intercambiaron miradas intranquilas. Las palabras de su compañero les devolvía a la terrible realidad que les abrumaba.
Claudio Atistio soltó un bufido y escupió a los pies de Flavius con desprecio.
¿¡Pretendéis que escapemos como ratas asustadas y abandonemos esta fortuna!? exclamó indignado. Recorrió aquellos mudos semblantes con ojos encendidos. No Crasus, los tribunos y los centuriones han muerto, y no sois nadie para darnos órdenes.
Un coro de asentimiento llenó el salón. Flavius apretó los labios, consciente de que  no podría derrota la avaricia que infectaba los corazones de aquellos sujetos.
No estoy diciendo que abandonéis el botín replicó, respirando con fuerza, tan sólo os pido que toméis lo que podáis cargar y nos marchemos de aquí al amanecer.
¡Migajas!protestó Atistio, su cuello de toro enrojecido.           ¿Pretendéis que nos conformemos con las sobras y dejemos atrás el banquete?
Flavius estaba comenzando a impacientarse con aquel individuo. La cabeza le latía dolorosamente y el tosco rostro del legionario, iluminado por el vibrante fulgor de las teas, se asemejaba a las figuras demoníacas plasmadas en las paredes.
Claudio se volvió hacia sus compañeros y aferró un montón de monedas entre sus gruesos dedos.
¡Mirad!vociferó, permitiendo que las piezas resbalaran de sus manos y producieran un sonoro tintineo al retornar al cofre. La paga que recibiréis en la legión por arriesgar vuestro pellejo año tras año, no alcanzaría ni la décima parte de este puñado de oro.
Flavius no replicó, por desgracia su rival hablaba con la verdad. Encaró al resto de la tropa y percibió el rechazo en aquellos rasgos demacrados y pálidos. Venderían a sus propias madres por un poco de aquel oro.
Creo que Flavius tiene razón.La voz de Marco resonó en las paredes, atrayendo la atención de todos. 
El legionario avanzó hasta el centro del recinto y posó la mano sobre el hombro de su camarada. Éste se limitó a asentir con aspereza.
En el hipotético caso de que consiguierais salir con vida de esta ratonera continuó Marco, ¿Qué pensáis que harían Lucio Licinio Luculo y sus oficiales al enterarse?
Un silencio sepulcral invadió la sala. Los hombres intercambiaban miradas incómodas.
Creo que la respuesta sobra, caballeros sonrió Marco con amargura. Lo reclamarían en nombre de vuestro glorioso senado y luego se lo repartirían entre ellos como cucarachas hambrientas. Creedme, conozco la avaricia de los patricios.Su voz se quebró al decir aquello.   
Claudio Atistio se irguió furioso y comenzó a caminar de un lado para otro con las manos en la espalda. Se volvió hacia Marco y lo fulminó con la mirada.
¡Patrañas, Agripa!espetó airado. No tienen por qué saberlo, lo sabremos ocultar.
El aludido sonrió y agitó la cabeza con tristeza.
Buena suerte, entonces apostilló con ironía. Una patrulla regresando a Tigranocerta con tres pesados baúles será difícil de pasar por alto. Sois realmente estúpidos si pensáis que saldréis airosos de esto.
Los toscos rasgos de Claudio se congestionaron y sus ojos se convirtieron en dos  estrechas rendijas. Siempre había visto a Marco Agripa como a un extraño, un intruso salido de un mundo de mármol y riqueza que siempre había anhelado. Y ahora aquel sujeto engreído pretendía que dejaran atrás la fortuna que le había sido esquiva durante toda su miserable existencia.
¡Maldito bastardo!gruñó fuera de sí. Siempre os habéis creído mejor que nosotros. El legionario saltó como un lince y aferró el cuello de Marco con sus manos de hierro. Ambos hombres rodaron sobre los baúles, vaciando su contenido sobre el firme.
El resto de la tropa se arremolinó en derredor, sin saber qué hacer.
Marco consiguió librarse del mortal abrazo, propinándole un rodillazo en la entrepierna a su furioso contrincante. Claudio le devolvió el golpe, pero Marco contraatacó con la diestra, alcanzándole en la barbilla. El hombretón rodó hacia el lado contrario y echó mano a la daga que pendía del cinto. Una furia ciega danzaba en su rostro congestionado.
Su contrincante fintó el primer golpe, pero arrinconado contra una gruesa columna, comprendió que no podría evadir la hoja asesina. Claudio Atistio sonrió con impiedad, dispuesto a acabar de una vez por todas con aquel cerdo engreído. De repente una mano helada le recorrió la espina dorsal al sentir el filo de una hoja lamiendo su garganta.
Soltadla.La grave voz de Flavius le daba a entender que no dudaría en rasgarle el gaznate si no seguía aquella indicación.
Claudio dibujó un gesto extraño y dejó caer el arma. El eco del metal al estrellarse contra el  adoquinado retumbó como un trueno en medio de aquel sobrecogedor silencio.
¿Qué haréis Crasus… matarme?le desafió con un gesto altivo.
Los dedos del legionario apretaron la empuñadura con vigor. Bastaría un leve movimiento de muñeca para deshacerse de aquel pendenciero.
No obstante, Flavius respiró con fuerza y liberó al cautivo de un empellón.
No sois mi enemigo, Claudio Atistio aseguró con sequedad. Además, necesitamos todas las espadas disponibles para salir de este brete de una sola pieza.
El legionario se irguió y sus ojos, encendidos como brasas infernales, se posaron sobre el rostro de Flavius. Se disponía a replicar, cuando unos pasos apresurados hicieron eco sobre el firme.
Un soldado sudoroso se detuvo en el centro del salón. El horror asomaba en su tez cenicienta.
¡Los armenios… vienen los armenios!farfulló con desesperación.

  
IV

Cuerpo a cuerpo

La codicia que refulgía en los ojos de los romanos se vio reemplazada por el temor y la incertidumbre. Atónitos, no podían comprender cómo habían pasado de la gloria al abismo en tan sólo un instante. Los sueños de riqueza se vieron rebosados por el atávico deseo de supervivencia. Aferraron sus armas, aseguraron los yelmos y corrieron a tomar posiciones cerca del umbral, conscientes de que allí podrían aguantar la embestida enemiga.
   Los armenios se esparcían sobre la colina que dominaba aquel estrecho valle. Algunos portaban arneses escamados, pero la mayoría se protegía con petos de cuero endurecido y almetes cónicos. Flavius Crasus centró la atención en el hombre que los guiaba. Un sujeto ataviado con un arnés dorado y un yelmo labrado, con orejeras y nasal, rematado en una aguda púa. Desde su posición podía ver cómo repartía órdenes a diestra y siniestra.
Es su líder dijo, señalando lo alto del cerro. El alazán del caudillo se removía con inquietud enfrente de la nutrida tropa amontonada a su alrededor, bajo la luz de decenas de antorchas.
Los grises orbes del romano ardieron con una emoción oscura.
¿En qué pensáis?le interrogó Marco con preocupación, sin apartar la vista de la numerosa fuerza enemiga. 
El legionario dibujó un gesto frío que acentuó sus pétreos rasgos.
En la única manera de poder salir de esta condenada tumba aseguró con firmeza, acariciando el pomo de su hoja. No tardarán en caer sobre nosotros aprovechando las tinieblas.
Esta vez no habrá escapatoria reflexionó su compañero con un gesto sombrío. Son demasiados.
Flavius posó la mano sobre el hombro de su camarada. Una débil sonrisa le suavizó las facciones, a pesar de la dureza en su mirada.
Confiad en mi, aún hay una leve esperanza dijo con una convicción que consiguió apartar la inquietud que apretaba el pecho de Marco. Pero os necesito aquí prosiguió, mirando a Claudio Atistio de soslayo. Debéis mantenerlos en las puertas para que resistan la primera embestida. De lo contrario todo estará perdido.
Marco Agripa respiró hondo y apretó el antebrazo de su compañero con inusitado fervor.
Mantendremos la línea, no os preocupéis replicó con franqueza. Al fondo, decenas de teas parpadeaban sobre el collado, presagiando el ataque armenio.
Qué Belona y Júpiter os protejan exclamó Flavius con determinación. Luego se dio media vuelta y desapareció en la oscuridad de la noche.

La tensa quietud de la penumbra se vio interrumpida por la carga de los bárbaros a través de la colina. Ni un solo grito de batalla emanó de sus gargantas. Lo único que palpitaba en sus mentes era una aterradora ansía de venganza. Eran los vestigios de un ejército derrotado y estaban dispuestos a vender caras sus vidas para recuperar el honor mancillado.  
Chocaron contra la barrera de broqueles romanos como una marea imparable. No obstante aquellos hombres, hambrientos y sucios, consiguieron repeler la acometida con una fuerza surgida de la desesperación y la ira. Las espadas y las lanzas refulgieron con un brillo diamantino, los escudos se reventaron y los heridos cayeron sin proferir lamento alguno. Era una lucha brutal, la pugna del moribundo imperio oriental contra la vital energía del naciente poder de occidente. Hasta el firmamento se unió a la furia que impregnaba a los combatientes. Los truenos retumbaron sobre aquella hondonada y varios relámpagos arrancaron reflejos de plata de los yelmos y las corazas labradas.
Flavius Crasus ascendía una áspera pared al otro lado del risco. La súbita lluvia tintineaba en su cota de malla y producía un eco sordo en el interior del yelmo. Sus dedos buscaban con desesperación cualquier saliente para aferrarse y continuar hasta la cima. El peso parecía multiplicarse y, por momentos, creyó que desfallecería y encontraría su destino en el florecimiento rocoso en la base del cerro. Aterrado ante esta perspectiva, apeló a su voluntad de hierro para seguir avanzando. El sonido del combate llegaba a sus oídos como un creciente murmullo. Imaginó a los hombres luchando con denuedo y esto consiguió imprimir nuevas fuerzas en su pecho. Levantó la mirada y las gotas le castigaron el rostro con furia. Al fondo, un haz azulado iluminó la cúspide, anunciando que pronto alcanzaría su destino.
Tal como lo imaginaba, los armenios lanzaron todas sus fuerzas contra el viejo templo. Desde la cima descubrió a los atacantes amontonados cerca de las puertas, el brillo de las antorchas que llevaban consigo iluminaba aquel dantesco caos. Los romanos habían conformado una sólida línea que sellaba el umbral y defendían sin cuartel aquella posición. Flavius se arrepintió por no encontrarse allí, luchando hombro a hombro con sus camaradas. No obstante comprendía que en sus manos se encontraba el destino de todos ellos. Sin perder tiempo, emprendió de nuevo el recorrido, sin amilanarse ante el frío y el peso del metal que le desgarraba los hombros.
 Respirando con esfuerzo se cubrió tras un roquedal. A unos cien pasos de allí, el líder de los bárbaros continuaba repartiendo órdenes a sus subordinados. En el extremo opuesto, dos centinelas alimentaban una hoguera que luchaba por mantenerse ardiendo en medio del chubasco. Flavius sopesó sus posibilidades. Debería actuar con rapidez y sorprenderlos, de lo contrario le darían muerte sin contemplaciones. Los músculos le latían dolorosamente bajo la cota de malla, el cansancio acumulado tras casi dos días de intensa lucha comenzaba a cobrar su precio. El suplicio en el costado era acuciante y la cabeza le daba vueltas. Sin embargo un poder primitivo pulsaba en su interior. La responsabilidad que tenía a cuestas consiguió opacar todas sus tribulaciones y otorgarle la energía necesaria para continuar. Se arrastró por el firme, convertido ahora en un barrizal. Se detuvo al percibir una sombra a la derecha. Su afilado instinto le advertía que el peligro estaba cerca. Las descargas que inundaban los cielos develaron la silueta de un centinela. El armenio no tuvo oportunidad. La hoja del romano se filtró a través del zurcido del coselete, destrozándole la espina dorsal. Flavius arrastró el cuerpo hasta el pedregal y lo despojó de sus armas. Al parecer la fortuna seguía de su parte, un arco y tres dardos hacían parte del botín. Aspiró el aire cargado de ozono y el frío le quemó los pulmones. Levantó la vista, y en medio del aguacero, descubrió que el caudillo enemigo permanecía sobre su montura, rodeado por dos esbirros. Sin duda aquel  trío era el cerebro del enconado ataque sobre el santuario.
Montó un proyectil sobre el arco. Los dedos entumecidos apenas podían sostener el arma. Respiró despacio y eligió el primer blanco. La cuerda emitió un quejido sordo al soltarse. Un lamento aún mayor surgió de la garganta del armenio. El hombre cayó de bruces con el asta atravesándole el pulmón. Se retorcía sobre el cieno en dolorosos estertores.
El paladín armenio se volvió y apenas pudo controlar la montura encabritada. El segundo individuo corría enloquecido de un lado para otro, tratando de advertir a los centinelas que alimentaban la pira. Pero sus gritos de alarma fueron sofocados por la flecha que le alcanzó en el centro del pecho.
 Flavius corrió en medio del chubasco montando el último proyectil. Enceguecido por el agua que le castigaba sin tregua, disparó al percibir el sonido de los cascos del alazán a su izquierda. La flecha hizo blanco en los ijares de la bestia. Enloquecida, ésta se revolvió y desmontó a su jinete. 
El armenio gruñó por lo bajo y arremetió contra el romano. Flavius apenas pudo evadir el primer golpe de su espada. Resbaló en el lodazal y el furioso filo lamió la cota de malla a la altura del abdomen. Con el corazón batiendo en las sienes, el legionario consiguió hincar una rodilla y bloquear un golpe que le hubiese hundido el cráneo. Un mar de chispas brotó de las hojas al encontrarse de nuevo. Sin embargo, Flavius había conseguido recuperar la verticalidad y contaba con cierta ventaja sobre su oponente. Ataviado con una pesada coraza escamada, el armenio se movía despacio y golpeaba con torpeza. El romano, en cambio, contaba con más velocidad y picaba aquí y allá como una serpiente. El bárbaro atacó con un rugido bestial. Flavius fintó con dificultad a la izquierda, debido al lodo que arrastraba la lluvia bajo sus pies. El reborde de la hoja enemiga le rasgó la pantorrilla, pero al mismo tiempo el filo del gladius mordió el muslo rival. El caudillo soltó un bufido y se alejó de manera instintiva. La sangre que emanaba del corte se mezclaba con el agua que rodaba por sus piernas. Ambos hombres jadeaban por el esfuerzo. Una nube de vaho les rodeaba. El fragor del combate a las puertas del templo cobraba fuerza por momentos, para luego confundirse con el rugido del vendaval.
Flavius comprendía que el tiempo estaba en su contra. Los sujetos que avivaban la hoguera no tardarían en advertir la situación. No estaban muy lejos de allí, tan sólo la borrasca nublaba su presencia.  Una sombra de duda asomó en los ardientes ojos de su contrincante. Flavius aprovechó aquel titubeo para arremeter con la energía de la desesperación. El armenio reculó, sorprendido por la ferocidad del ataque. Abrió la guardia al evadir un cascajar y la hoja del legionario le golpeó con violencia el costado izquierdo. El hombre emitió un débil lamento y perdió el equilibrio. A pesar de la protección del arnés, el brutal golpe consiguió romperle un par de costillas. Jadeante, fulminó a Flavius con una mirada envenenada. El legionario apenas podía sostenerse en pie y respiraba con dificultad. Angustiado al comprender el destino que le esperaba, el armenio gritó con todas sus fuerzas, esperanzado en recibir auxilio de sus hombres. Sin embargo, sus suplicas fueron arrastradas por la furia del viento que rugía sobre la cúspide como un león hambriento.
Flavius aspiró el aire gélido y contempló por unos latidos el rostro aterrado e impotente de su enemigo. Dejó caer la hoja sin piedad, hundiéndole el cráneo hasta la mandíbula. El cuerpo se revolvió de manera macabra antes de aquietarse para siempre.


V

El precio de la codicia

La terrible noticia de la muerte de su líder terminó por desbaratar el desesperado asalto de los bárbaros. A pesar de haber luchado con ferocidad, los pocos que consiguieron romper el férreo cerco de los legionarios fueron destazados antes de poner pie en el interior. La fuerza de los números no podía competir con la experiencia de unos hombres que hacían de la guerra su forma de vida. En medio del caos, se replegaron hasta el altozano tras sufrir serias pérdidas.
Flavius estaba hecho un guiñapo al alcanzar la seguridad del santuario. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al percibir el denso hedor de la muerte infectando aquellos pasillos. Bultos informes se dibujaban cerca de la entrada, atestiguando la furia del combate. La sangre formaba charcos oscuros por doquier, y adquiría un fulgor bermejo donde era acariciada por el resplandor de las teas. Los sentidos del legionario se pusieron en guardia al no ver a ninguno de sus compañeros alrededor.
¿Habrían caído todos en aquella refriega?
Este pensamiento le hizo estremecer. Aferró la hoja con energía y recorrió con sigilo felino el resto del edificio. No tardaría en amanecer y los armenios regresarían con las primeras luces. De una manera u otra debería salir de allí.
¿Quién anda ahí?inquirió al percibir un suave gorgojeo en un corredor adyacente.
Sus ojos se abrieron de par en par al descubrir lo sucedido. Marco Agripa permanecía recostado sobre una gruesa columna labrada. Esbozó un débil gesto al percibir la presencia de su amigo.
Flavius corrió en su auxilio. Una mancha oscura asomaba por debajo de las piernas del legionario.
¡Por todos los dioses!exclamó Flavius abatido ¡estáis mal herido!
Marco sonrió con dificultad y un esputo sangriento brotó de sus labios.
Su camarada palideció al  descubrir el profundo tajo en su vientre.
Escapad, compañero…tosió y se retorció en medio de un intenso sufrimiento. Hemos sido traicionados.
Flavius le miró estupefacto, tratando de asimilar aquel oscuro giro del destino.
Os sacaré de aquí aseguró con angustia, aferrando el brazo de Marco.
¡No!protestó éste, apretando la mano del recién llegado. Es inútil, la herida me ha destrozado las entrañas.
Flavius quedó mudo, una inmensa zozobra asomaba en sus pupilas al comprender la seriedad de la situación. Al fondo, un relámpago iluminó la sala, develando por doquier las huellas del combate
Después de rechazar a los bárbaros prosiguió Marco con un hilo de voz, Claudio Atistio me sorprendió.Una mueca de dolor apretó los rasgos sudorosos del moribundo. Luego los supervivientes se marcharon cargando consigo el tesoro de Darío.
Flavius se mordió el labio y maldijo a todos los dioses. Debió haber destripado a aquel gusano cuando tuvo oportunidad.
Marco se estremeció en un violento estertor, los dedos se clavaron como dagas afiladas en el antebrazo de su camarada. Aquella mirada sin vida permaneció fija sobre el semblante que le observaba en silencio.
Flavius le cerró los ojos con suavidad y recostó los restos sobre el suelo. A pesar del cansancio, las heridas y el hambre, juró perseguir a Claudio Atistio hasta el mismísimo infierno.
Luego de colocar un par de monedas sobre los párpados de su hermano de armas, el legionario se atavió con los ropajes y la coraza de uno de los armenios caídos.  En medio de la penumbra que antecedía el amanecer  podría burlar la vigilancia enemiga y escurrirse entre aquellos escarpados picos. No descansaría hasta dar con los traidores.

La lluvia de la noche anterior había dado paso a un día resplandeciente. El sol reinaba en toda su majestuosidad sobre aquel terreno estéril y peligroso. Flavius había decidido dar un amplio rodeo para evitar cualquier contacto con los armenios. Comprendía que debería enfilar hacia el sur para alcanzar Tigranocerta. No dudaba ni por un instante que Atistio y sus secuaces tomarían aquella dirección. Eran demasiado estúpidos para hacer lo contrario.
De pronto su intuición de soldado le obligó a pegar el pecho a tierra. Una nutrida columna de caballería enemiga cruzaba a todo galope la hondonada que se abría a pocos pasos de allí. Pronto se alejaron, dejando  una estela de polvo como único testigo de su presencia.
Intrigado, el legionario se preguntó que estarían haciendo tan al sur, después de haber sido derrotados por los suyos.
Alejó estas inútiles reflexiones y continuó su camino hacia la seguridad de sus líneas.

Al principio imaginó que se trataba de un espejismo producido por la sed y el agotamiento. Las figuras permanecían inmóviles sobre aquel risco y parecían no representar ningún peligro. Una bandada de buitres sobrevolaba con cautela por encima de su cabeza.
Intrigado por aquel descubrimiento, ascendió la colina con espada en mano.
Sorprendido, se detuvo a pocos pasos de la cúspide. Ocho cuerpos desnudos permanecían atados a largas picas de caballería. Grotescas posiciones atestiguaban el horrible suplicio del que habían sido víctimas.
Flavius se acercó con prudencia, sin dejar de examinar los alrededores. Un viento suave mecía la capa que le cubría.  Los rescoldos de una hoguera trataban de cobrar vida sobre la leña chamuscada.
Se arrodilló y tomó un trozo de madera rugosa que consiguió sobrevivir a las flamas. Era similar a la de los cofres robados por sus compañeros. Una certidumbre oscura comenzó a latir en su  pecho.
Enfiló hacia los cuerpos y reconoció de inmediato aquellos semblantes terriblemente mutilados por las quemaduras. El rostro de Claudio Atistio era una masa enrojecida apenas reconocible. Se estremeció al notar el oscuro tormento que develaban  aquellos ojos sin vida. La carne de los labios había desaparecido y en su lugar había una oquedad ennegrecida y apestosa. Flavius sintió náuseas, nunca había visto una atrocidad semejante.
Al parecer los armenios les atraparon en medio de su fuga, y al notar el oro que cargaban consigo, decidieron darles muerte de una forma impensable para un ser civilizado. Flavius trató de imaginar aquel macabro espectáculo, pero era demasiado tenebroso para poder asimilarlo con claridad.
Los bárbaros se habían tomado el tiempo para fundir parte del oro y vaciarlo al rojo vivo por las gargantas de aquellos miserables.
Habéis pagado el precio de la codicia, perro traidor murmuró para sí mismo.
 Levantó la vista al lienzo azulado y continuó su camino, dejando a los carroñeros aquel suculento festín.

FIN

Glosario

* Tigranocerta: Capital del reino de Armenia, tomada y saqueada por
   Los romanos.
*Lucio Licinio Luculo: Cónsul  romano que derrotó a Tigranes II de
 Armenia en la batalla de Triganocerta en el 69 a. C.
*Dáricos: Moneda de oro acuñada en el imperio persa.
*Catafractos: Caballería pesada oriental, ataviada con pesadas cotas
 Escamadas y largas picas.


4 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho, al final los armenios le dieron lo suyo a los traidores codiciosos. Muy buen relato.

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  2. Gracias Eihir, el final no podría ser diferente, jejjee. Al igual que Argoth el errante es un personaje para disfrutar de la fantasía heroica, mi estimado Flavius Crasus explora el tormentoso mundo antiguo en sus aventuras.
    En este preciso momento estoy escribiendo un nuevo relato del legionario.

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    1. Estaré encantado de leer nuevamente al entrañable Flavius.Por cierto, existió un emperador romano llamado Flavio Craso, igual es tu personaje que al final logró ser emperador por sus propios méritos (es broma, esta frase es de Conan, je je).
      http://www.infobiografias.com/r/biografia-de-flavio-craso

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  3. No me digas eso, ¿en serio? Muy interesante, voy a buscar su historia. En cuanto a Flavius, creo que preferiría un retiro honroso con una buena mujer a a su lado en las suaves llanuras de Campania.

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