martes, 8 de enero de 2013

LA PROMESA

Publicada en Ragnarok No. 4






I

Naves en la distancia

El sol castigaba con fuerza la cubierta de la galera. El murmullo espumoso de las aguas rompiendo contra la proa se veía opacado por el ritmo del tambor que marcaba la velocidad de los galeotes, un tronar acompasado que se asemejaba al latido de un gigantesco corazón.
Flavius Crasus recorrió los rostros de los hombres que le acompañaban en la cubierta, la guardia designada para proteger los intereses del Cuestor Claudio Marcio Silano. En sus semblantes se advertía el desasosiego que les invadía desde que avistaran al nutrido grupo de navíos que les seguía los pasos desde el amanecer. Sus velas, adornadas con figuras fantásticas, acortaban cada vez más la distancia que les separaba de las cuatro naves romanas.
A pesar de los insultos del cómitre, los remeros estaban al límite de la extenuación. Era tan sólo cuestión de tiempo antes de que la flota desconocida les diera alcance.
Flavius alzó la mirada hacia popa, el lugar donde el Cuestor y el navarca discutían en voz baja sin apartar la mirada de aquellos navíos. El legionario apretó el pomo de la espada hasta que sus nudillos se blanquearon. En su fuero interno latía un mal presagio que cobraba cada vez más fuerza. Se volvió hacia los hombres y sintió la tensión que les carcomía por dentro.
Se ajustó las correas del peto de cuero y se pasó una mano por la mata de cabello sudoroso.
—Estad preparados —dijo en un tono que no admitía reparos—. Tal vez cenemos con el mismo Neptuno antes del anochecer.
Los veteranos soltaron una carcajada al escucharle, tratando de aliviar el desasosiego que hacia mella en sus corazones. Flavius les comprendía. Nadie esperaba algo así y menos después de pasar las costas de Rodas. El sexto sentido del curtido guerrero le indicaba que la traición apestaba en el ambiente.
—Mi señor quiere veros, legionario. —La voz del joven tribuno sacó a Flavius de aquellas cavilaciones.
Libró los escalones que le separaban del castillo de popa. El aire fresco golpeó su rostro y dejó el sabor del salitre en sus labios. Desde allí las palas de los remos se asemejaban a un gran ciempiés cabalgando sobre una planicie cristalina. 
El legionario centró su atención en el rostro del navarca. En aquella expresión adivinó que la situación era mucho peor de lo que esperaba. Al fijar la vista en lontananza comprendió el motivo de su preocupación. Seis trirremes de casco bajo se alejaban del cuerpo principal y se acercaban peligrosamente a la nave republicana más rezagada.
—Es el trirreme de Tyros. —El tono del navarca estaba lleno de consternación. Flavius imaginó que tal vez el líder de aquella nave condenada fuese un viejo conocido de aquel sujeto.
—¿No hay nada que puedan hacer para escapar? —El Cuestor seguía con fascinación la escena que se llevaba a cabo enfrente de él. Era un hombre de cabello encanecido y facciones enérgicas. Vestía una túnica blanca y portaba una espada que pendía de un tahalí en la diestra. Las cicatrices que sobresalían sobre su cuello atestiguaban un pasado marcial.  
Flavius se acercó a la barandilla, hipnotizado por aquel inquietante espectáculo.
—Son naves fenicias, mi señor —replicó el navarca—. Su velocidad es legendaria. —La voz del hombre se quebró al notar la maniobra de embestida que una de ella comenzaba a realizar.
—Están perdidos —agregó en tono lúgubre.    
A pesar de la distancia y el incansable ritmo del timbal que animaba a los galeotes, el crujido de las cuadernas de la nave romana al ser alcanzada retumbó como el bramido de un trueno en sus corazones.
—¡Malditos bastardos…! —rugió el Cuestor con impotencia, aferrando con fuerza la baranda del puente—. Nos van cazar uno a uno. 
Nadie dijo nada. Todos centraron la atención en los dos buques restantes que caían como leones hambrientos sobre una presa malherida. No pasó mucho tiempo antes de que grandes lenguas de fuego comenzaran a lamer la maltrecha galera romana. Con impotencia, Flavius y los suyos contemplaron el final de aquellos hombres a manos de los piratas de Zenicetes.  
El navarca se irguió y fulminó a sus subordinados con la mirada.
—¡No permitáis que el sacrificio de Tyros haya sido en vano! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Velocidad máxima hacia el estrecho, tal vez podamos escapar de estos Mentulae!
El cómitre asintió y el ritmo del tambor se convirtió en eco fuerte y rápido que cortaba la respiración. La nave fue ganando velocidad, y a Flavius le pareció que el ariete de bronce que refulgía en la proa galopaba sobre las aguas espumosas como una bestia enloquecida.
—Flavius Crasus—. El guerrero se volvió al escuchar su nombre de labios del Cuestor. Aquellos ojos negros le sostenían la mirada con orgullo, gracias a un vínculo forjado en decenas de campos de batalla.
—A vuestras órdenes, mi señor —respondió el legionario, llevándose la mano al pecho.  
El Cuestor Claudio Marcio Silano sonrió sin alegría. Miró hacia la flota enemiga que empezaba a perderse en la distancia y soltó un suspiro.
—Nos han tomado por sorpresa —dijo sin volverse, contemplando los restos de la nave de Tyros mientras era devorada por las aguas—. Esta vez no veo escapatoria.
Flavius aspiró el aire y sintió el salitre abrasando sus pulmones. El viento soplaba con fuerza, haciendo crujir las velas.
—Hemos sido sorprendidos muchas veces, mi señor —contestó—, y siempre hemos conseguido salir airosos.
El patricio se volvió. En sus ojos se leía el desconcierto que le acosaba a pesar de la serenidad que reflejaba su semblante.
—Antes no estábamos en medio del mar. —Extendió los brazos hacia las aguas verde azuladas que se extendían por doquier—. Siempre había un sitio donde resguardarse y contraatacar, pero no aquí Flavius… no aquí.
—Los dioses no nos abandonarán en este brete, mi señor —insistió el legionario, tratando de levantar la moral de su comandante.
Claudio Marcio Silano apretó los labios y asintió apesadumbrado. El viento revolvía su  melena con furia, dándole el aspecto de una taciturna deidad.
—Quiero pediros un favor Flavius… un favor de amigo—dijo con firmeza, mirando al legionario con gesto enigmático.
El guerrero trató de ocultar la impresión que aquello le causaba. Nunca le había escuchado hablar de esa manera.
—Lo que digáis, mi señor —replicó con franqueza—. Estoy aquí para serviros.
—Os encomiendo la protección de mi hija —le pidió el Cuestor con voz queda. En su expresión se advertía la consternación que le atenazaba el corazón—. Es una buena romana y sabrá qué hacer en caso de que la nave caiga en manos de los bárbaros.
Flavius se estremeció al escucharle. Comprendía muy bien lo que aquello significaba.
—Sin embargo es una mujer joven, llena de vida —continuó el noble sin mirar a su interlocutor. No quería que aquel soldado viese la angustia que le consumía—. Tal vez llegado el momento su mano tiemble y la duda erosione su voluntad. —El patricio hizo una pausa y respiró con fuerza—.Os ruego que le deis muerte en caso de no poder salvarla.
El legionario le miró, presa de un frío estupor. Recordó a la jovencita que permanecía en el camarote. Apenas le había echado un vistazo tras embarcarse en Brundisium, y algunas veces cuando deambulaba por la cubierta antes del atardecer.
—Mi señor, saldremos de ésta —replicó, tratando de evadir aquella pavorosa responsabilidad. Matar a un hombre armado era una cosa, pero arrebatarle la vida a una cría indefensa era un asunto muy diferente.
El Cuestor se volvió y posó la mano sobre el hombro del guerrero. Sus pupilas refulgían con determinación y tristeza.
—Somos soldados, Flavius. Hemos visto la muerte de cerca en muchas ocasiones y sabéis, tan bien como yo, que esta situación es grave.  
El legionario apretó los labios y asintió en silencio. No tenía manera de rebatirle aquello.
—No os estoy dando un orden —continuó el patricio con sinceridad—. Os lo pido como amigo. Librad a mi hija del deshonor y las vejaciones que sufriría a manos de aquellos bastardos.
El viento sopló con vigor, el cabello del noble se revolvió con furia, mientras la vela amenazaba con rasgarse.
—Os lo prometo mi señor—respondió el guerrero con un hilo de voz—. La protegeré con mi vida.
—Está bien Flavius. Podéis retiraros. No esperaba menos de vos—replicó  el patricio sin ocultar el desasosiego que acompañaba estas palabras.  


 II

Enfrentando lo inevitable

Aquella tarde las naves piratas comenzaron a ganar terreno nuevamente. Los legionarios permanecían bajo cubierta, aferrados a sus armas y soportando el hedor de la sentina que surgía del nivel de los galeotes. La fetidez de decenas de remeros, hipnotizados por el ritmo apremiante del tambor y los gritos del cómitre, se pegaba a sus cuerpos como una segunda piel. Sin embargo, esto pasaba a un segundo plano al tratar de imaginar la suerte que les esperaba a manos de los bárbaros. Todos habían escuchado las historias de salvajismo y crueldad que se tejían en torno a los piratas. Por esa razón la mayoría de ellos preferiría morir antes de tener la desdicha de caer en sus manos.
El Cuestor parecía haber recobrado la energía de sus viejas campañas. Portaba un peto de plata resplandeciente, y la cimera roja de su yelmo ático sobresalía entre los marineros que recorrían el puente de un lado a otro, acomodando el velamen.
Flavius, en la boca de la escalera de segundo nivel, observaba la desesperación del navarca mientras impartía órdenes y contra órdenes a los suyos. No obstante nada de aquello parecía evitar que los trirremes piratas se acercaran cada vez más. De vez en cuando volvía la vista hacia proa, tratando de imaginar que estaría pensando la hija del Cuestor, enclaustrada en aquellos estrechos aposentos. Recordaba su cabello ensortijado en bucles azabaches y se estremecía al pensar en la macabra tarea de arrancarle la vida.
—¡Mirad! —exclamó uno de lo marineros, señalando la corriente que estremecía la vela en dirección contraria—. Los dioses están de lado de esos malditos.
Un murmullo ahogado surgió en medio de la cubierta. El navarca se apresuró a repartir más indicaciones y, en pocos instantes, la vela principal había sido plegada. Ahora tan sólo la fuerza bruta de los remeros les separaba de la perdición.
Un silencio sobrecogedor se apoderó de todos mientras el tañido inmisericorde del timbal retumbaba en los pasillos del navío. A lo lejos, dos naves contrarias comenzaban a cerrar distancia con el trirreme más cercano. Sería cuestión de tiempo antes de que aquella galera sufriera el mismo sino del navío de Tyros.
Flavius volvió la vista hacia el castillo de popa, el comandante ordenaba dar media vuelta y proteger a la nave rezagada. El rostro del navarca se ensombreció, pero el mandato del Cuestor de Roma no admitía reparos. Al descubrir las intenciones de su líder, un grito de júbilo llenó las gargantas de los hombres a bordo. Si tenían que enfrentar su destino, lo harían con honor y aferrando una espada entre los dedos.
—¡ A cubierta todos! —ordenó el tribuno, asomando la cabeza por la boca de la escalinata—. Equipaos con escudos y yelmos, les demostraremos a esos bastardos lo que significa enfrentarse a Roma.  
Flavius sintió una energía intoxicante recorriéndole las venas. Una fuerza estremecedora que hacía hervir la sangre en sus sienes. Se trataba de la bendición de Ares preparándole para la matanza. Una sensación que no le era del todo desconocida.
—¡Velocidad de embestida! —La enérgica voz del cómitre se filtró por todos los rincones, aumentando la tensión asfixiante que les apretaba el corazón. El compás del tambor se convirtió en un ruido insoportable que amenazaba con hacer explotar el cerebro de los tripulantes, al tiempo que el jadeo de los remeros se asemejaba al mugido de una bestia enfurecida.  
Los piratas, enfrascados en rodear a la nave romana, advirtieron con sorpresa el osado movimiento del trirreme republicano que daba media vuelta para enfrentarlos.
Ya en cubierta, Flavius contemplaba con ansiedad la desesperada maniobra de aquella embarcación para tratar de escapar de la inevitable acometida. El Cuestor les había tomado desprevenidos.
—¡Más velocidad! —Exigió Claudio Marcio Silano desde el puente.
—¡Más velocidad! —repitió el cómitre, dos niveles más abajo. 
El rostro de la Gorgona se apreciaba en todo su esplendor sobre la vela principal del buque adversario. Flavius se aferró al mástil al intuir la fuerza del impacto.
El ariete del trirreme golpeó sin piedad a la altura de estribor. La punta de bronce reforzado se hundió en la madera en medio de un crujido espeluznante, que se vio ensombrecido por los alaridos de los miserables que fueron destrozados a su paso. Aunque Flavius consiguió mantenerse en pie, algunos de los hombres salieron despedidos hacia adelante. Los más afortunados tan sólo sufrieron algunas magulladuras, pero otros se perdieron en las aguas del Mare Nostrum, debido al peso de sus cotas de malla.
—¡Formad una línea compacta! —aulló el tribuno, mientras la reacción de los piratas no se hacía esperar. Una lluvia de dardos asoló la cubierta, matando a varios marineros desprotegidos.
Flavius se irguió y sintió cómo la nave se mecía peligrosamente. Los remeros ciaron con desesperación para sacar el espolón, pero por alguna razón, éste permanecía atrancado en las entrañas de la galera victimizada.
Alarmado, el legionario fue consciente de que no tendrían más remedio que luchar hasta la muerte en contra de los bárbaros. Otra andanada de saetas cayó sobre ellos. El golpe de los astiles al golpear los escudos se sumó a los gritos desesperados que se escuchaban por doquier.
Flavius alzó la mirada y contempló al Cuestor señalando con desesperación el puente de la nave pirata. Allí se comenzaban a amontonar los supervivientes para asaltar su barco.
Sin perder tiempo, apretó con fuerza la empuñadura de su gladius y corrió hacia la proa, decidido a detener aquel avance.
—¡Adelante!¡¿Qué esperáis, bastardos?! —gritó a todo pulmón, evadiendo el cuerpo del tribuno, que yacía a sus pies atravesado por varias flechas.
Los hombres le siguieron en medio de un fervoroso alarido, cargado de ira.
Algunos de los piratas comenzaban a hacerse fuertes en la proa. Habían dado muerte a algunos de los marineros y se preparaban para desperdigarse por los pasillos del puente. Los romanos formaron enfrente de ellos. Eran apenas una veintena, pero sus escudos bermejos y el fulgor incandescente de sus yelmos de bronce hicieron vacilar a los saqueadores por unos momentos.
Formaban una línea de cinco con cuatro en fondo, perfectamente organizada.
—¡Avanzad! —ordenó Flavius, ondeando la espada por encima de la cabeza. Volvió la vista hacia el enemigo y reconoció los rasgos orientales de los persas, la piel curtida de los egipcios y los rostros rubicundos y barbados de los griegos. Una fuerza variopinta, ataviada con caftanes deslucidos, mitras, túnicas, corazas y yelmos obtenidos en pillajes a lo largo de la costa asiática. Portaban espadas griegas y celtas, broqueles redondos con reborde de bronce y escudos de mimbre propios de los pueblos orientales. Algunos estaban armados con hachas cretenses y picas romanas.
Envalentonada por la masacre de los marinos, la turba asesina se abalanzó sobre los legionarios sin orden ni concierto. Los romanos cerraron filas, bloqueando el asalto con sus escudos. Las lanzas y las hojas de los bárbaros lamieron la madera de las defensas, buscando con desesperación un resquicio por el cual pudiesen encontrar la carne enemiga. Pero los legionarios, más hábiles en el cuerpo a cuerpo, resistieron la embestida y contraatacaron sin piedad. Los gritos de los piratas al ser alcanzados por el filo de los gladius reverberaron en el pecho de los romanos, animándoles a terminar de una vez por todas con aquella gentuza.
Un gigante de cabeza pequeña dejó caer su pesada hacha sobre el escudo de Flavius. El pavoroso impacto le hizo recular, y una furia vesánica se apoderó de él al advertir la punta de bronce a dos dedos de su rostro. Apoyó todo el peso del cuerpo hacia adelante, y golpeó con la punta a través de una leve apertura en la defensa enemiga. El acero atravesó el muslo de su contendiente. Éste dejó escapar un gemido de dolor y perdió el equilibrio. Con un movimiento mecánico, Flavius abrió su propia defensa y hendió la espada en la garganta enemiga. La sangre tibia le salpicó el rostro. Una emoción oscura se apoderó del legionario. Se abalanzó sobre un segundo blanco, un sujeto enjuto con la cabeza rapada que se protegía con una rodela de madera, mientras blandía una falcata ibérica. Bastó un tajo lateral para vaciarle las entrañas.
El combate se convirtió con rapidez en una carnicería. Aquella turba no era rival para los disciplinados soldados de la República. En una accidentada retirada, los forajidos abandonaron la nave y buscaron cobijo en su propio bajel. Pero los romanos no pensaban darse por vencidos tras librar su navío de aquellas alimañas. En el mismo orden con el que les hicieron frente, se tomaron los pasillos del trirreme rival, repartiendo la muerte sin contemplaciones. Algunos de los aterrados corsarios prefirieron lanzarse a las aguas antes de enfrentar la furia de sus enemigos.
Entonces, cuando la victoria era un hecho, el sexto sentido de Flavius le obligó a volver la mirada hacia su propia nave. En medio de la refriega nadie fue consciente de la grave amenaza que navegaba hacia ellos a toda velocidad. Lo único que el legionario advirtió antes del impacto, fue una vela con un gigantesco ojo multicolor. Las cuadernas cedieron con un espantoso crujido  y las tres naves involucradas se revolvieron violentamente. Los alaridos de los heridos atrapados en la sentina apretaron el pecho de legionario. Un crujido horripilante que le cortó la respiración anunció el recular de la nave enemiga. De inmediato, el trirreme romano comenzó a escorarse en medio de un pavoroso gemido de madera, que se entremezclaba con los gritos de pavor de los galeotes atrapados en el nivel inferior.
—¡Volved a la nave! —rugió desesperado, pensando en la suerte de su comandante. Corrió a través de la pila de cadáveres y trastabilló en los tablones ensangrentados. Algo en su fuero interno le pedía a gritos que se detuviera, pero una fuerza más grande que latía en su pecho le impulsaba sin remedio hacia aquella nave moribunda.
Saltó sobre la proa en el mismo instante que una lluvia de flechas barría el puente. Con horror, vio cómo el navarca y el Cuestor eran alcanzados sobre el castillo de popa. En medio de un caos de sangre y muerte, Flavius se abrió paso a punta de acero a través de la turbamulta de piratas que comenzaban a infectar el buque. Cubierto de sangre enemiga de pies a cabeza, el legionario se abalanzó sobre los dos saqueadores que ponían pie en el castillo de popa. Uno de ellos se volvió para enfrentarle, pero ya era demasiado tarde, la hoja del gladius le cercenaba el brazo derecho en un arco fulgurante. El sujeto se desmoronó en medio de un alarido, pero la espada del romano le decapitó de un revés, antes de que tocara el maderamen. La nave se removió con un crujido espantoso, y Flavius tuvo que aferrarse de la barandilla para no perder el equilibrio. El bárbaro restante cayó sobre el cuerpo del Cuestor y le hundió una daga en las costillas, a través del resquicio de la coraza. Sin embargo no tuvo tiempo de celebrar la victoria, el filo de una espada ensangrentada afloró por su esternón con violencia.
Flavius apartó el cuerpo agonizante del pirata y cayó de rodillas a un lado del comandante. Los ojos vidriosos del patricio ardieron con fuerza al notar al legionario. Con una mano temblorosa, Claudio Marcio Silano aferró el brazo de su camarada. Un esputo sangriento brotó de los labios mientras balbuceaba con angustia:
—Mi hija… Flavius… mi retoño… —La voz gangosa y quebrada estremeció al legionario.
Flavius intentó hablar, pero su boca estaba sellada por la ira y la impotencia. El noble se revolvió en último estertor y el brillo acongojado de sus pupilas se apagó para siempre.
El legionario retiró el anillo senatorial de la mano inerte y se giró para contemplar el triste final de aquella aventura. Los romanos restantes luchaban cuerpo a cuerpo contra una caterva cada vez mayor. A estribor, una pentecontera se acercaba con la cubierta repleta de piratas furibundos, listos para reemplazar a los compañeros caídos.
Flavius comprendió que no había esperanza. La suerte estaba echada. No quedaba más que cumplir la promesa realizada al despojo que yacía a sus pies. Una sensación gélida le recorrió las entrañas.
 Aspiró el aire cargado de muerte y se deslizó por la barandilla, evitando al grupo de corsarios  que se hacía fuerte en el pasillo principal.
Luego de descolgarse por una tronera, comprendió  que la diosa fortuna le sonreía en aquella ocasión. Un gran trozo de madera bloqueaba el acceso de los bárbaros al corredor. Les podía escuchar en el exterior, tratando de forzar la entrada. El agua comenzaba a lamerle las sandalias, y se estremeció al advertir que los gritos de los remeros habían cesado por completo. Aquellos que no consiguieron escapar sin duda fueron devorados por las aguas que engullían con lentitud la nave. Debía actuar con rapidez si quería alcanzar los aposentos de la chica.
Se movió con esfuerzo a través del estrecho pasillo, temiendo en cualquier momento que el rechinar de la madera anunciara el final del navío. Arriba, los sonidos del combate comenzaban a declinar. Agobiado por las circunstancias, el legionario maldijo con impotencia el triste sino de sus compañeros de armas. Deseaba con todas sus fuerza enfrentarse con aquellos malditos y morir matando, pero había hecho un juramento a su viejo comandante y la cumpliría a toda costa.
En medio de una violenta sacudida alcanzó su meta. Golpeó la portezuela con desesperación pero no obtuvo respuesta. Temiendo lo peor, apoyó el peso de su corpachón hasta que la madera cedió finalmente.
Quedó paralizado al toparse con el cuerpo que asomaba debajo de una viga de madera. Unas pupilas sin vida le miraban desde el suelo en medio de un charco de sangre.  El corazón le dio un vuelco al imaginar que se trataba de la cría, pero al notar el rostro rubicundo del cadáver, comprendió que era la esclava que siempre le acompañaba. Recorrió la estancia con la mirada, apremiado por las voces de los piratas que intentaban acceder al pasillo.
Sus ojos advirtieron una sombra agazapada en un rincón, detrás de un pesado arcón. Corrió hacia ella y la rapaz ahogó un grito de terror al ver a aquel sujeto de aspecto feroz, bañado en sangre. Flavius se detuvo en seco al advertir el temor de la joven. Envainó la espada y se movió con lentitud. Afuera, los gritos de los bárbaros se hacían más acuciantes, al igual que los crujidos de la nave al ceder ante la presión de las aguas que la engullían lentamente.
—Me envía vuestro padre —dijo en un tono tranquilizador que era desmentido por la angustiosa expresión reflejada en su rostro. 
La muchacha estaba aterrada y fuera de sí. El guerrero volvió la mirada hacia el corredor, mientras el agua ya alcanzaba sus tobillos.
—Mi padre… —balbuceó la rapaz con desesperación, recobrando el control —.¿Dónde está mi padre? —Los ojos oscuros de la joven refulgían con un miedo cerval, un pavor que le desgarraba el alma.
La nave chirrió con violencia y se escoró todavía más. Flavius aferró la viga de madera para evitar caer. La joven patricia soltó un grito de horror al verse arrastrada hasta el rincón, pero en un último momento sintió una mano fuerte sobre su muñeca. Alzó la vista y se encontró con la mirada acerada de su salvador.
Flavius tiró con energía, a pesar del agotamiento y los golpes que latían por toda su humanidad. Si no hubiese sido por la cota desgarrada que le cubría, la muerte le hubiera reclamado en aquel desigual combate.
La muchacha se aferró al travesaño y miró al soldado con apremio.
—¿Mi padre…?—inquirió con un hilo de voz. En su rostro desconsolado se adivinaba que ya conocía la respuesta.
Las voces de los saqueadores llenaban sus oídos, acompañado por el chapotear de su avance a través de los corredores inundados.
—Debemos salir de aquí —exclamó Flavius con sequedad. Centró la atención en el resquicio que se alzaba a dos codos por encima de su cabeza. Un chorro de luz se filtraba por la abertura. Se irguió y levantó a la joven de un tirón. No pudo evitar sentir el corazón acelerado y el cuerpo tembloroso de la cría. Sin decir palabra, la levantó para que se izara por aquel conducto que antes había servido para encajar el puntal que se hundía a sus pies.
La chica jadeó mientras cerraba aquellos dedos entumecidos sobre la madera.
—Mantened la cabeza baja —le urgió Flavius sin apartar la atención del umbral. Su afiliada intuición le advertía que el peligro le respiraba sobre el cuello.

Y no se equivocaba…

…Un hombre ataviado con una cota escamada y una espada larga irrumpió en el lugar. Unos ojos transparentes cargados de locura se clavaron sobre el rostro del romano como puñales de hielo. Con un rápido movimiento se abalanzó sobre su presa, pero el agua que le cubría hasta las rodillas amortiguó la acción y permitió que su blanco se escurriera por la amplia fisura.
Flavius sintió el palpitar furioso del tajo que le lamió la pantorrilla. Sin embargo, hizo caso omiso de la herida al advertir a los dos sujetos que caían sobre ellos en el puente. Echó mano al puñal que pendía del cinto, y agachándose con un movimiento felino, evitó un tajo horizontal que le hubiese arrancado la cabeza. Rodó hacia adelante y hundió el arma hasta la empuñadura en la ingle de su rival. El pirata se derrumbó en medio de un gemido sordo. Flavius se desentendió de él y se arrojó sobre el segundo individuo, cerrando su ángulo de acción al atrapar la extremidad que sostenía una pesada hoja curva. El aliento fétido y el sudor acre del mal viviente le golpearon el rostro. A pesar del cansancio y las heridas, el romano se las arregló para drenar sus últimas fuerzas. Su adversario era un asiático de piel oscura y rostro cruel. Comprendía que ceder significaría la muerte a manos de aquel bárbaro furioso. Su corazón dio un vuelco al escuchar los gritos desesperados de la joven. El mismo sujeto que le hiriera la pierna había conseguido ascender por la abertura, y ahora atrapaba a la muchacha entre sus zarpas inmundas. La nave se escoró con un sonido aterrador y ambos guerreros perdieron pie y desaparecieron en las furiosas aguas del mar.


III

La isla de los sátiros

Una sensación gélida le revolvió las entrañas al despertar. Se encontraba sobre un jergón de paja en lo que parecía ser una extensa gruta. Intentó erguirse, pero una punzada en la pierna derecha le recordó el tajo sufrido en el combate. Se estremeció al rememorar lo sucedido. Un inmenso vacío le atenazó el corazón al pensar en la muchacha.

Había fallado… le había fallado a un hombre muerto.

Avergonzando y abatido, acarició el anillo senatorial que coronaba su dedo anular. Las iniciales de Claudio Marcio Silano destellaban bajo el leve reflejo del fanal que iluminaba la estancia. Entonces Flavius se crispó la imaginar que era prisionero de los piratas.
Una silueta cobró forma en la oscuridad y el legionario se pegó a la pared fría como un animal enjaulado.
La figura se convirtió en un hombre rubicundo con el cabello enmarañado. Se detuvo al notar que le observaba con detenimiento y esbozó un gesto extraño.
—Habéis tenido suerte —dijo en un latín con pesado acento griego—. Si no hubiese sido por el cadáver al que estabais aferrado, seríais pasto de los peces en estos momentos.  
Flavius no replicó. Miles de pensamientos se agolpaban en su cabeza. La imagen de un forcejeo salvaje bajo las aguas se materializó de repente. Unos ojos aterrados y el golpe de una daga que inclinó la balanza a su favor. Después de eso… nada… todo era confusión. 
¿Dónde estoy?inquirió. El estómago y la cabeza le daban vueltas.
En un confín olvidado, la última esquina del mundo replicó el extraño con parsimonia, levantando los brazos al cielo en actitud burlona.
¿De qué diantre estáis hablando?protestó el romano, intrigado.
 El sujeto soltó una amarga carcajada que hizo eco en las paredes de la galería.
Disculpadme dijo no suelo tener mucha compañía en este peñón olvidado por los dioses.
Los ojos del legionario se entrecerraron, estudiando a su interlocutor. La idea de que se trataba de un alienado cruzó su mente.
Las pupilas del forastero ardieron con intensidad.
Os encontráis en el único lugar que la escoria de Zenicetes nunca osaría hollar. Había una profunda amargura en aquella frase.
Un gesto de asombro enmarcó el semblante del legionario.
El viejo sonrió y continuó—:Según la leyenda, un ejército de sátiros guarda este lugar desde tiempos inmemoriales.Sus ojillos brillaron con ironía.Se dice que todo hombre que pone pie en está isla pierde la razón de manera irremediable. Por eso incluso los piratas siguen de largo al cruzar cerca de estas costas.
Al parecer quien dijo aquello estaba en lo cierto  replicó Flavius con una mezcla de ironía y resignación.
El extraño le miró por unos instantes antes de romper en carcajadas.
Me agradáis, romano exclamó con un elaborado gesto. Tal vez por ello los dioses me arrastraron hasta el estrecho para salvaros.
El gesto de Flavius se ensombreció.
¿Visteis lo que sucedió con los demás?inquirió con un hilo de voz.
El viejo se revolvió la melena enmarañada y soltó un bufido.
Los más afortunados murieron replicó con aire sombrío. A los demás les espera un destino aún peor.
Flavius se envaró. Su rostro se crispó en una mueca de impotencia. De pronto sus ojos de acero refulgieron con intensidad vesánica.
¡¿Estabais allí?! gesticuló con firmeza.
No era necesario argumentó el viejo. Los he visto envarar sus galeras en la isla al otro lado del estrecho. La fuerza principal ha partido hacia el norte, pero algunas naves permanecen allí, esperando que pase el temporal, para luego transportar a los prisioneros a los mercados de esclavos de Chipre y Egipto.
La pena que asfixiaba el corazón del romano se disipó al escucharle. El gesto adusto que enmarcaba su cara se convirtió en una profunda resolución.
¡Estáis diciéndome que esos bastardos aún rondan estas aguas!En su afán saltó como un lince y aferró el brazo del forastero. El viejo reculó al notar la ira que latía en aquella mirada enfebrecida.
Permanecen al otro lado del estrecho puntualizó, hipnotizado por la fuerza que emanaba del soldado—. Pero no debemos llamar su atención, sería peligroso y… 
Flavius se irguió, olvidando el palpitar de la pierna debido a la emoción que le embargaba. No todo estaba perdido, tal vez aún hubiera una oportunidad de cumplir con su promesa y salvar al retoño del Cuestor.
¡Debéis llevarme hasta allí ahora mismo!exclamó con ardor, cerrando sus manos sobre los hombros del viejo.
El semblante del hombre se oscureció y su mirada se manchó con un pánico atávico.  
¡No!Se revolvió con la fuerza de la desesperación, librándose de la presa del legionario. No puedo hacerlo… no puedo hacerlo.Sus ojos, antes joviales, se desfiguraron en un rictus de dolor.
Flavius quedó petrificado al notar el brusco cambio en la actitud de su interlocutor.
Esos animales me lo arrebataron todo… graznó, encogido en un rincón. La luz del fanal creaba sombras inquietantes en aquel semblante congestionado. El cabello revuelto y la barba hirsuta le daban el aspecto de un ser demencial.
El romano comprendió que aquel sujeto guardaba una aflicción inmensa. Respiró con fuerza y se sentó a su lado sin pronunciar palabra.
El viejo permaneció en silencio por largo rato, con la mirada perdida en la débil llama del candil. Entonces se volvió hacia el guerrero y sus labios relataron una historia de infamia e injusticia. La historia de un mercader llamado Myrtakos, que un día se vio atrapado por los vaivenes del destino al caer en manos de las implacables huestes de Zenicetes. Los piratas asesinaron a los suyos y abusaron sin piedad de su hija enfrente de sus propios ojos. Después de saciar sus retorcidas pasiones, le cortaron el cuello y lanzaron el cuerpo a las aguas para que fuera devorado por las bestias marinas. Sin embargo quiso la fortuna que la bendición de la muerte no alcanzara al mercader. Los mal vivientes le perdonaron la vida a costa de todas sus riquezas. Desde ese momento, el viejo perdió el gustó por la existencia y deambuló sin rumbo fijo, acosado por los fantasmas del pasado y acongojado por la pérdida de sus seres queridos.
Flavius no pudo evitar sentir una profunda empatía por aquel ser atormentado. Se limitó a escuchar el escalofriante relato, guardando para sí mismo el temor de que algo similar le hubiese sucedido a la hija de Cuestor. Un sudor gélido le bañaba la espalda al escuchar el final de la crónica.
Un mutismo sobrecogedor los invadió. Afuera de la caverna se podían escuchar el retumbar de los truenos y el chasquido de los relámpagos.
Flavius se volvió hacia el viejo. En su cara se apreciaba una serena resolución. La luz de la linterna destelló como un diamante helado en sus ojos grises.
Es el momento de la venganza, Myrtakos.El eco de la última frase permaneció flotando en el ambiente.
El hombre levantó la vista y escrutó con intensidad el pétreo semblante del romano. Las huellas de la guerra se apreciaban en sus músculos nervudos y en la cicatriz que le cruzaba la barbilla. Todo en él exudaba un aire peligroso.
¿Qué pueden hacer dos hombres en contra esa horda de desalmados? inquirió con dolorosa angustia.
Hay una joven en manos de esos animales rebatió Flavius con dureza¿Queréis que sufra el mismo destino de vuestra hija?
Los rasgos del Myrtakos se convirtieron en una máscara de desolación.
¡¿Qué puedo hacer yo contra el poder de esos asesinos?!gimió descontrolado. El rostro desgarrado por el sufrimiento y la impotencia. No soy más que un cobarde que no fue capaz de salvar a su propia estirpe de la perdición.El viejo hundió la cara entre sus palmas con desesperación.
La mano del legionario se posó con gentileza sobre el hombro de Mytarkos.
Debéis invocar una fuerza superior para aplastarlosdijo con firmeza. El poder de Roma os ayudará a consumar vuestra revancha.
El mercader levantó la cabeza y miró a Flavius con intensidad.
Y ésta será la chispa que encienda esa ira dijo, entregándole el anillo senatorial que portaba en su dedo.
Myrtakos examinó el aro de hierro con recelo, deteniéndose por unos instantes en las iniciales garabateadas en el metal.
Esa argolla representa el poder de los gobernantes de Romacontinuó Flavius. La portaba un hombre justo que fue asesinado por esos malditos durante el ataque.
Myrtakos cerró el puño sobre el anillo y contempló al romano con entereza. Un fulgor airado se apreciaba en su mirada. El legionario comprendió que había conseguido devolverle algo de dignidad
¿Qué puedo hacer entonces?inquirió con ansiedad. La obsesión de cobrar cuentas con aquellos miserables crecía a pasos agigantados en su pecho.
A un día de aquí hay una guarnición romana explicó sin apartar la vista de aquel rostro receloso. Debéis navegar hasta allí en vuestro bote y entregarle el anillo al comandante. Él sabrá qué hacer cuando le expliquéis lo sucedido.
Myrtakos abrió los ojos de par en par.
—¡Pero navegar en la tormenta sería una locura!... además…
Los dedos de Flavius se cerraron como cepos sobre el hombro del mercader, sus pupilas refulgieron con una intensidad escalofriante.
¡Debéis hacerlo Myrtakos!insistió con desesperación. La memoria de vuestra familia lo merece.
El viejo agachó la cabeza, avergonzado. Luego alzó la vista con decisión.
Qué los dioses me  protejan exclamó con un suspiro. Lo haré, si que lo haré.
Flavius asintió, ofreciéndole el amago de una sonrisa.
¿Vendréis conmigo, entonces?le urgió el anciano.
No contestó el legionario con aire sombrío—. Esperaré un día después que hayáis partido para poner pie en esa isla.
Myrtakos le miró sin saber qué contestar.  
Entonces moriréis dijo después de unos momentos de profunda reflexión.
Qué se haga la voluntad de Júpiter le respondió Flavius con resignación, consciente de la dura faena que tendría por delante.


 IV

Una luz en medio de las tinieblas

La herida palpitaba con furia y le parecía que las tres leguas que le separaban del otro lado de estrecho se convertirían en su tumba. El mar, animado por la tormenta que bullía en el cielo, desataba toda su ira en contra del humano que se atrevía a violentar sus dominios. Flavius se aferró con desesperación al trozo de madera que le mantenía a flote. Un temor desconocido comenzaba a mellar su voluntad, mientras era castigado por el fuerte oleaje y luchaba con tenacidad para no ser arrastrado hasta mar abierto. Tenía la cara quemada, los ojos le ardían como tizones encendidos y el sabor amargo de la sal le invadía los pulmones, pero una voluntad de hierro forjada en los campos de batalla, consiguió aplacar el pánico que comenzaba a aplastar su pecho. En los breves instantes en que el dolor y la agonía mermaban sus fuerzas, recurría al recuerdo del rostro suplicante de Claudio Marcio Silano rogando por su hija. Entonces, una energía oscura brotaba del odio que anidaba en su corazón, dotando de nuevos bríos a su extenuada humanidad.
Agradeció a los dioses cuando sus manos se despellejaron contra las piedrecillas afiladas de la playa. Desmadejado, permaneció en silencio, escuchando el tronar de la sangre en las sienes mientras su cuerpo no dejaba de temblar y las gotas de lluvia se le clavaban en el rostro como agujas heladas. En ese momento se preguntó si todo aquello habría valido la pena. Se encontraba en una isla infestada de asesinos, portando tan sólo un cuchillo artesanal que el viejo Myrtakos había cedido de mala gana. Sonrió para sus adentros al imaginar que había enloquecido al urdir aquel plan desesperado. No obstante, extrajo fuerzas de la desesperación y decidió seguir adelante…. Ahora todo dependía de aquel anciano medio loco y del anillo que portaba consigo. Tan sólo esperaba que Júpiter y Neptuno se apiadaran de su causa y le tendieran una mano.

El refulgir de los relámpagos iluminaba el firmamento, dotando de un aura espectral a cuanto le rodeaba. El romano se pegó a la roca húmeda sin dejar de avanzar a través de aquella penumbra. El sonido de las olas explotando contra las rocas retumbaba en sus oídos con un eco enloquecedor. Con el corazón a punto de salirse del pecho, se detuvo en un roquedal para examinar los alrededores. Algo en su interior latía con desasosiego, anunciándole la cercanía del peligro.
De repente sus ojos, acostumbrados ya a aquella lobreguez, se centraron en los tres pequeños círculos de luz que se apreciaban en la distancia. Formas difusas bailaban cerca de las hogueras. Flavius apretó la mandíbula y cerró  los dedos sobre la empuñadura del cuchillo. El deseo de venganza recorrió su cuerpo como un efluvio intoxicante que le calentó la sangre en las venas.  El frío y las penurias dejaron de importarle, lo único que le preocupaba ahora era saciar aquel aterrador anhelo.
Allí estaban los miserables que habían causado la muerte de los suyos. Y si los dioses estaban de su lado, entonces encontraría también a la chica y saldaría la deuda de honor que le ataba al Cuestor desaparecido.
Arrastrándose como una serpiente a través de los pedruscos, se detuvo a menos  de doscientos pasos de la primera pira. Sonrió para sí al comprobar que los piratas se creían seguros en aquel lugar. Tres galeras permanecían varadas en la playa, sus perfiles desdibujados se insinuaban bajo el reflejo de los fuegos. Varios hombres dormitaban cerca de la luz, protegidos de la lluvia con mantos embreados, mientras media docena prestaba guardia. Portaban túnicas, cascos cónicos y picas con cabeza ancha. Algunos vestían justillos de cuero, pero ninguno tenía coraza metálica. Flavius volvió la vista hacia el rincón más alejado del campamento. Desde su posición, avistó a los bandidos que escoltaban a un grupo amontonado lejos de la pira.
La  emoción le cortó la respiración al intuir que se trataba de los supervivientes del ataque. Una oleada de esperanza le abrumó al comprender que no estaba solo en aquel brete. Sus ojos se estrecharon y ardieron con resolución. Ya sabía que era lo primero que tenía que hacer.  

El egipcio se arropó en la piel y maldijo en su lengua. No estaba acostumbrado a las gélidas corrientes y a las tormentas que asolaban aquellas misteriosas islas.  Volvió la vista hacia los sombríos picos que se recortaban al otro lado del estrecho, y se estremeció al recordar las siniestras historias que se tejían alrededor de la Isla de los Sátiros. Se dio media vuelta para alejarse de aquella visión espectral, pero quedó paralizado al toparse con los ojos de hielo que le miraban con intensidad. Intentó reaccionar, pero antes de poder mover un músculo, un fulgor de plata le rebanó la garganta de un solo tajo. Se desmoronó ahogándose en su propia sangre.
Flavius se deshizo del cadáver y cambio los harapos que vestía por la túnica y el justillo que portaba su víctima. Una sensación de alivio le invadió al aferrar de nuevo una espada. Acto seguido, se deslizó a través de las sombras hasta la galera más cercana.
Se coló en el interior sin encontrar resistencia, perdiéndose por las escaleras en dirección a la sentina, con la esperanza de hallar algo de utilidad para crear una distracción. Su rostro esbozó un gesto triunfal al toparse con varias ánforas selladas con cera. Sin perder tiempo, vació el contenido sobre el maderamen y se alejó por la escalinata. El líquido negruzco se esparció con lentitud, filtrándose por todos los resquicios posibles. Flavius se limpió el sudor que le escocía los ojos y lanzó una lámpara de aceite sobre la brea.
La calma nocturna se vio violentada por los gritos de alarma de los piratas. Grandes lenguas flamígeras envolvían la nave con sus hambrientos apéndices, amenazando la integridad de los navíos restantes. Los hombres que dormitaban se irguieron asustados, empujados por los alaridos desesperados de sus camaradas. Ni siquiera la lluvia parecía capaz de conjurar aquella hecatombe.
Flavius, aprovechando la confusión, se abrió paso entre los rostros congestionados de sus enemigos. Aferró la espada con fuerza, sin apartar la vista del grupo de prisioneros. El vigor de las flamas consiguió arrancar destellos mortecinos de aquellos semblantes macilentos.
Embelesado por el fuego, uno de los centinelas descubrió demasiado tarde a su agresor. Portaba un coselete de cuero con refuerzos de láminas de bronce, pero esto no impidió que la hoja de Flavius se hundiera tres palmos a través del resquicio de las correas. El hombre profirió un alarido que se vio ahogado por los gritos de los hombres que intentaban sofocar la conflagración.
Atónitos, los prisioneros se quedaron mudos al notar la furia con que aquel sujeto hundía de nuevo la espada en aquel cuerpo quebrado. Las llamas cortaban su silueta a contraluz, otorgándole un aura demoníaca. Muchos se estremecieron al verle avanzar en su dirección, convencidos de que se trataba de la misma personificación de Ares.
Entonces, un gemido de emoción se ahogó en sus gargantas al reconocerle. Flavius se arrodilló enfrente de un sujeto de ojos hundidos y el rostro demacrado.
¡La muchacha!, ¿dónde está?inquirió con ansiedad. El hambre de muerte refulgía en aquella mirada acerada.
El marinero tragó saliva y le señaló con el mentón un pequeño altozano.
El bastardo que les comanda permanece allí arriba, legionario contestó con vos rasposa. En una tienda la mantiene cautiva.
Flavius sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Recordó lo sucedido al retoño de Mytarkos y una furia ciega le hizo estremecer.
Liberad a vuestros compañeros jadeó, tratando de controlar aquella ira irreflexiva. La ayuda vendrá en camino si Neptuno nos es propicio.
El sujeto asintió con apremio, tomando el cuchillo entre sus dedos temblorosos. Flavius esbozó una sonrisa demencial y enfiló hacia la cima con la espada resplandeciendo en la diestra. La hora de la verdad había llegado.
Impulsado por un poder primigenio que surgía de su interior, el legionario libró con rapidez el trecho rocoso que le separaba de la cúspide. Pegó el pecho a tierra al advertir las cuatro figuras que corrían en dirección contraria para combatir el fuego. Sin duda parte de la escolta del líder de aquella escoria.
A continuación levantó la vista y examinó la tienda de fieltro que destacaba a veinte pasos de allí. Tres braseros iluminaban la entrada y a los dos sujetos que no apartaban los ojos del desastre que ocurría en la playa. Flavius escuchó el lamento de la madera al ceder ante la furia de las flamas, y volvió la cabeza para ver cómo el fuego atrapaba entre sus fauces al siguiente navío.
Sonrió con ira primitiva al arrojarse en contra de aquellos individuos. Uno percibió la furiosa silueta que se arrojaba sobre ellos. Alcanzó a extraer la espada del tahalí y, con un movimiento diagonal, consiguió desviar un golpe que le hubiese abierto en canal. Su agresor se revolvió hacia la izquierda con agilidad gatuna, clavando el acero fulgurante en el pecho de su compañero.
El pirata reculó horrorizado al ver cómo su camarada se derrumbaba en medio de un gemido entrecortado, sin haber tenido oportunidad de defenderse.
Los ojos de ambos se encontraron, y el corsario pudo estudiar aquel semblante de líneas duras y la mirada despiadada que le taladraban el alma.
Pero el bárbaro era un hombre ducho en combate, y después de la primera impresión, una fría calma se apoderó de sus sentidos. Sonrió con descaro antes de arremeter contra el intruso, consciente de que era la única barrera que le separaba de su líder.
Los aceros de ambos gimieron al estrellarse, levantando una explosión de chispas. El hombretón era alto y fornido, portaba una espada celta y sus movimientos eran pesados y letales. Flavius, por el contrario, luchaba con la agilidad de una serpiente, golpeando aquí y allá sin darle tregua a su rival. El caos que reinaba alrededor dejó de preocuparles, se hallaban imbuidos en la mortal danza del acero, buscando con ansías la carne rival.
El bárbaro comenzaba a perder terreno frente a la agilidad del romano, pero un golpe de suerte le permitió burlar la guardia de éste y lanzar un tajo horizontal que por poco le decapita. Flavius reculó en un último momento  y sintió como el metal cortaba el aire a pocos dedos de su mejilla. Trastabilló y una agonía terrible le paralizó la pierna. La sensación tibia de la sangre lamiendo su tobillo le confirmó que la herida se abría de nuevo. Renqueó hacia atrás, y tan sólo en ese momento descubrió a la figura enjuta y cruel que le contemplaba desde el batiente de la tienda. Por su caftán adornado con piedras preciosas, comprendió que se trataba del líder de aquella turba asesina.
¡Acabad con él!graznó con un chillido cargado de rabia. ¡Haced sufrid al maldito!
Al fondo, el resplandor de los fuegos aumentaba y los sonidos del combate llenaban el ambiente. Flavius entendió que los cautivos luchaban con uñas y dientes en contra de sus captores. Esto le otorgó un nuevo aire que aprovechó lanzando un tajo que lamió el coselete rival. El bárbaro de piel cetrina retrocedió al notar los nuevos ímpetus del legionario. Los sonidos de las espadas se convirtieron en una reverberación que se entremezclaba con el  doloroso latir de su pierna lastimada. El corsario acometió con un arco diagonal, sin abrir la guardia. En otro momento, Flavius, hubiese burlado aquel brusco golpe con facilidad, pero ahora, agotado y herido, apenas logró evadirlo con torpeza. La punta afiliada le mordió con saña el hombro derecho, aumentando el rosario de cortes que marcaban su humanidad.
El bárbaro sonrió con crueldad al notar los pobres movimientos de su rival y la desesperación que asomaba en su semblante. Respiró hondo y apretó la empuñadura, presto a rematar la faena. El legionario, jadeante y bañado en sudor y sangre, se limitó a esperar el siguiente embate de su contrincante. Tenía una sola oportunidad y no la podría desperdiciar.
¡Matadle, partidlo en dos como a un cerdo!aulló su amo con una mueca triunfal, desentendiéndose del caos que reinaba alrededor. Toda su atención se centraba en los dos hombres que luchaban a muerte enfrente de la tienda.
 Entonces, después de unos momentos que se hicieron eternos, el hombretón saltó sobre Flavius en medio de un alarido estremecedor. Éste esperó hasta el último latido para lanzarse hacia la derecha con presteza y golpear la rodilla de su rival con el reborde de la espada. El acero rasgó hueso y músculo, levantando una nube de sangre. El bárbaro cayó fulminado con un gesto de sorpresa que no se borró ni cuando el romano hundió la hoja en sus entrañas. 
Flavius se alzó con dificultad para encarar al patrón de aquella turba, pero quedó paralizado al advertir la punta que refulgía en el arco que portaban entre sus dedos. El dardo apuntaba hambriento hacia su pecho.
Un gesto de malignidad y placer malsano llenó aquel semblante descarnado.
Aquí termina vuestra suerte, perro romano graznó en un latín apenas entendible.
Flavius se dio por muerto, las piernas apenas le sostenían y el justillo que portaba no detendría aquella letal punta de bronce.
De pronto, una sombra emergió del entoldado y aquel individuo se revolvió en un estertor horrible antes de desplomarse sobre el firme.
Soltó un chillido estremecedor cuando la cría semidesnuda saltó sobre él, y sumergió una y otra vez una daga enjoyada en su espalda. Los chillidos se convirtieron en espeluznantes jadeos hasta que aquel despojo sanguinolento no se revolvió más.
La muchacha se irguió. Respiraba con dificultad, salpicada de líquido vital de pies a cabeza. Su mirada febril se clavó entonces sobre el hombre que le miraba en silencio a unos cuantos pasos de allí.
Levantó la hoja manchada de sangre y su delicado rostro se deformó en una mueca aterradora, lista para defenderse como una bestia arrinconada.
Flavius soltó la espada y avanzó despacio hacia ella. El hedor del humo y la madera quemada se entremezclaba con el sabor cobrizo de la sangre en sus labios.
Habéis vengado a vuestro progenitor dijo, estirando la mano hacia la joven—. No se equivocaba al decir que erais una buena romana. 
La hija de Claudio Marcio Silano se derrumbó y clavó las uñas ensangrentadas en los brazos del legionario, antes de romper a llorar con desesperación.
Flavius permaneció aferrado a ella hasta el amanecer, cuando las velas de la flota romana asomaban en lontananza y los supervivientes de aquel desesperado combate rompían en expresiones de júbilo, tras haber sometido a sus captores. 


FIN


Glosario
Galeotes: Esclavo de galera.
Cómitre: Hombre que dirigía la boga de las galeras y tenía a cargo los galeotes.
Navarca: Comandante de un buque romano.
Cuestor: Magistrado  romano encargado de la administración y recaudación de fondos públicos.
Tribuno: Jefe de un cuerpo de tropas entre los romanos.
Mentulae: Insulto latino que se refiere a los órganos sexuales masculinos.
Brundisium: Actual Brindisi en Italia.
Mare Nostrum: Nombre del Mediterráneo en tiempos romanos y bizantinos.
Gladius: Espada romana, adaptada de la falcata ibérica después de las guerras Púnicas.
Pentecontera: Navío de guerra griego con cincuenta remeros.



2 comentarios:

  1. Leído, apasionante historia del legionario Flavius contra los piratas, pobrecitos ellos que no sabían a quien se enfrentaban. Felicidades por el relato.

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  2. Gracias compañero, siempre había querido escribir una historia de combate en galeras desde que volví a ver a Ben Hur. La batalla naval que se desarrolla allí es magistral.

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